Ricardo y el viejo
La noche había concluido y la normalidad se imponía; no podía escapar del trabajo, la rutina, las máscaras, los roles, las sinrazones. Confieso que desactivar mi volcán interior fue lo más pesado. Con todo, encaré el día.
Caminaba por la cornisa, como en la cuerda floja los pasos eran cortos, inseguros, un pie delante del otro. Las calzas exaltaban mis formas: sabía que, desde atrás, los otros ojos se regodeaban con mi figura y, en especial, con las pronunciadas redondeces de mis firmes nalgas, delineadas en su individualidad por la calza hundida en mi zanja.
Sabía que era envidia de muchas.
Desde abajo mis piernas se veían largas y atractivas; con el suspensorio ajustándome la humanidad, mi silueta lucía espigad...