!Qué pena!
Y ella allí, entregada y sucia, exhalando sobre la puerta, echando hacia atrás el trasero en su desesperada busca. Y el, pícaro y cabronazo, dando un pasito hacia detrás para luego compensar con otros dos que parecían querer atravesarla. Hasta que sucedió. Lo tenía todo milimétricamente calculado.
¡Qué pena!
¡Qué pena!
Esas cosas solo se piensan.
Porque esas cosas, tan humillantes, Ana tan solo podía pensarlas.
Y nada más.
Mientras lo hacía, ojos clausurados, boca tenuemente abierta, hipócrita y aislada, Ana se replegada sobre si misma, mientras Pedro se esforzaba por sonsacarle un atisbo de placer a su, escasamente humedecida entrepierna.
¡Qué pena!
¡Con lo que se querían!
No es que a Ana le racaneara el nervio cuando el rechoncho cuerpo de su marido...