Zorra de Bar. Parte II

Estaba tan cachonda, que al día siguiente decido volver sin mi marido al bar a por más. Necesitaba que me follara.

Este relato, es la continuación de Zorra de Bar que podrás encontrar publicado anteriormente en mi perfil

Se trata de una historia, que he decidido publicar en dos partes, pues para explicarla bien quedaba demasiado extensa.


Después de ese primer encuentro con Alberto en el que llegué a casa sin bragas, y con una tremenda calentura, tenía claro que quería vivir la experiencia completa. Nunca he sido mujer de arriesgarme a vivir medias experiencias.

«Necesito sentirlo dentro», pensé sin poder quitarme las imágenes de lo que habíamos vivido un rato antes, en aquel pequeño almacén.

—Cari, voy a darme un baño de espuma. He tenido mucho jaleo hoy en la tienda, y necesito relajarme —, mentí a medias, porque la verdad es que si necesitaba relajarme.

Abrí el grifo del agua caliente, y me fui hasta el dormitorio, cogí de la mesilla unas bragas limpias, una camiseta ancha de algodón y mi vibrador. Cuando pasé por el pasillo lo escondí entre la ropa. Al llegar al cuarto de baño cerré el pestillo de la puerta, puse música y comencé a desnudarme frente al espejo de la mampara de la bañera.

Alberto me había puesto tan cachonda, que tengo que decir que hasta el reflejo de mi propio cuerpo me excitaba. No pude evitar, antes de meterme en el agua, llevar una mano hasta mi sexo. Ese coño que una hora antes le había mostrado a Alberto con total descaro, y en el cual, él había introducido dos dedos dentro.

«Relájate Olivia», me regañé a mí misma ansiosa. Retirándome la mano de mi hinchado clítoris.

Sin perder más tiempo, me fui metiendo lentamente en la bañera. El contacto del agua con mi vagina, me obligó a dejar escapar a un breve y sutil suspiro. Estaba tan excitada, que cualquier tipo de estímulo, por pequeño que este fuera, acrecentaba mi calentura.

Me senté y estiré totalmente mis largas piernas, en la extensa bañera, Me acaricié los pechos, y justo en ese momento, comencé a fantasear.

Pensé en Alberto. Pero esta vez no estábamos en ese cutre cuartucho, ambos permanecíamos desnudos en mi cama, nos estamos besando… En ese momento cojo el vibrador, lo pongo directamente a la máxima potencia, y lo acerco a la entrada de mi vagina. Entonces lo empujo suavemente, me gusta sentir como mi coño se va tragando lentamente, el grueso consolador.

«Joder, como me gusta» pienso, nada más que mi sexo absorbe casi por completo, el juguete.

Sigo imaginándome en mi cama con Alberto, me veo puesta como una perrita mientras él me perfora el coño.

«Me corro», grito interiormente a los pocos minutos, teniéndome que morder la palma de la mano casi hasta hacerme sangre, para no gritar. El orgasmo es brutal, siento como mis piernas comienzan a temblar, sacudidas por un fuerte espasmo.

Cierro los ojos, ahora si escucho la música, puedo reconocer la inconfundible voz de Robert Plant cantando Whole Lotta Love. Creo que me quedé dormida.

De pronto algo me saca del paraíso, cuando escuché la voz de mi marido, a la vez que aporreaba la puerta del baño.

—Olivia, ¿Estás bien? —, preguntó con tono preocupado.

—Si. Ahora salgo —, digo poniéndome de pies en la bañera, y abriendo a la vez, el agua para aclararme.

A la mañana siguiente me levanté algo más relajada. Fui a trabajar, aunque me costaba concentrarme cuando entraba algún cliente, y me preguntaba información sobre algunos productos.

—¿Qué diferencia hay entre la miel de flores y la de encina? —, me pregunta un hombre, sin dejar de mirarme las piernas.

Me cuesta reaccionar, mi cuerpo está allí junto a ese posible cliente, pero mi mente está a tan solo veinte metros, justo en el bar de enfrente.

—La de encina es mucho más oscura, y tiene un aroma a malta mucho más intenso —, respondo con desgana.

«Seguramente no ha escuchado nada de lo que le he dicho», no puedo evitar pensar, ya que el señor sigue a lo suyo, dándose un largo y tórrido paseo por mis muslos.

—Me llevo las dos —, responde confirmándomelo y dejándolas sobre el mostrador.

Recuerdo que esa mañana, se me hizo interminablemente pesada. Cuando llegó la hora del cierre a mediodía, fui a buscar a los niños al colegio. El tiempo que pasé con ellos me vino muy bien, ya que me hizo volver a pisar el suelo. Sin dejar de hablar, nos marchamos los tres a comer a casa.

Una hora más tarde, me cambié de ropa. Después de mucho pensarlo, decidí ponerme una corta minifalda negra, una ajustada camisa blanca, y unos zapatos de tacón también negros. De ropa interior llevaba un precioso conjunto que tenía sin estrenar, además de unas medias con encaje en la blonda.

Salí de casa media hora antes de lo habitual, estaba deseando ver la cara de Alberto cuando me viera entrar así en el bar. Deseaba que a esas horas no hubiera ningún cliente. No quería que nadie importunara el juego que mantenía con él.

Pero cuando crucé por fin la puerta, me topé de lleno con la realidad. Un par de clientes también habituales, estaban tomando aburridamente un café, apoyados en la barra. Mientras, las noticias deportivas se escuchaban de fondo en un televisor colgado de la pared.

—Que guapa vienes hoy, Olivia —, dijo Alberto en voz alta.

Me sentí algo intimidada, cuando uno de los clientes que debía conocer a mi marido, ya que los había visto hablar y saludarse alguna vez allí, dijo:

—La que está buena, lo está, se ponga lo que se ponga —, dijo mirándome directamente a los ojos, como esperando mí reacción.

—Gracias —, solamente acerté a decir, sin saber muy bien a quien de los dos iba dirigido el agradecimiento.

Me senté intentando disimular mi sonrojo. Me sentía casi desnuda, notando como tres pares de ojos me miraban lascivamente. La situación, a pesar de agradarme, me hacía sentir algo amedrentada.

No es que fuera vestida de una forma más descarada o atrevida a como solía hacerlo habitualmente. La diferencia radicaba, en que esa tarde me había vestido así de sexy para el hombre que me miraba con deseo, al otro lado de la barra.

Alberto me puso el café, mientras uno de los hombres abandonaba por fin la barra.

—Bueno, me voy. Es la hora de currar. Os dejo en buena compañía —, dijo refiriéndose a mí, justo antes de salir por la puerta.

—Yo también me largo, se me hace tarde —, dijo el chico que anteriormente me había piropeado.

—Venga Luis, pasa una buena tarde —, lo despidió Alberto.

Yo no dije nada, miré para otro lado para no cruzar la mirada con el hombre. Me sentía avergonzada. Pensaba que todo el mundo podía notarme en la cara, lo cachonda que estaba.

Entonces Alberto, situado frente a mí, desde el otro lado de la barra, me dijo:

—Vaya cachondo que me dejaste ayer —, comentó desabrochando un botón de mi camisa.

—La culpa fue tuya. Fuiste tú el que viniste a buscarme al baño —, comenté al tiempo que dejaba que el hombre, me abriera un poco más la camisa.

—Quítate el sostén —, casi me exigió.

No dije nada, pero le hice caso. Pasando mis manos por la espalda, comencé a desabrochar el cierre, luego me saqué uno de los tirantes con cuidado, primero de un hombro, y luego por el otro. Una vez que lo tuve en la mano, lo metí en el bolso.

Yo sabía que la camisa, al ser tan fina y de color blanco, estaría trasparentando parte de mis pechos.

—Estás para comerte —, dijo introduciendo insolentemente una de sus manos por dentro de la camisa, comenzando a palpar mis exuberantes pechos.

—Tienes unas tetas preciosas —, me dijo sin dejar de juguetear con ellas.

—Me alegro que te gusten —, contesté.

Me quedé en silencio, dejándome manosear a su antojo. Pero al mismo tiempo, rogando interiormente que en ese momento no entrara nadie al bar, y me pillara sin sostén, y con las manos de Alberto sobándome los pechos.

—¿Estás cachonda? —, me preguntó.

—Ayer me pusiste muy perra —, me sinceré algo abochornada.

—Un poco perra sí que eres —, dijo riéndose.

—Solo lo justo, todavía no ladró —, añadí siguiendo la chanza.

—La verdad, es que no puedo quitarme la imagen de tu coño. ¿Sabes que te voy a follar? ¿Verdad? —Me preguntó sin dejar de acariciarme el pecho.

No contesté, era obvio que sabía que me iba a follar, y todavía estaba aún más claro, que yo lo estaba deseando.

Me desabrochó otro botón de la camisa, no dijo nada y siguió mareándome.

—¿A qué has venido? Olivia —, me preguntó de repente.

—A tomar un café —, dije apuntando a la taza vacía, dando a entender algo, que no era tan obvio como le quise hacer creer.

—¿A qué has venido hoy? —, volvió a preguntar mientras me pellizcaba un pezón.

Yo intenté escapar a ese pellizco, pero no me dejó hacerlo. Al no responder, Alberto decidió apretar de forma más intensa, haciendo pinza con los dedos sobre mi turgente pezón.

—¿A qué has venido? —, preguntó forzando la situación cada vez más, elevando también el tono de su voz.

Deje escapar un breve gemido, seguramente motivado por esa mezcla indescriptible de dolor y placer, en la dosis justa.

—He venido a que me folles —, grité loca de deseo.

Pude observar en ese momento, como en la cara de Alberto se dibujaba una triunfal sonrisa. «Me tiene donde él quiere», pensé.

Entonces me desabrochó otro botón más de la camisa, quedando completamente abierta, y dejando mis copiosos senos ya totalmente expuestos, a cualquiera, que a esa hora se le ocurriera entrar al bar.

«Espero que no entre nadie. Por Dios que nadie me vea así», casi supliqué en mi interior, por primera vez en mucho tiempo.

—Quítate la camisa. ¿O no tienes Ovarios? —, me retó mirándome a los ojos.

Yo dudé, sentía miedo. Miré en dirección a la puerta, a esas horas no pasaba mucha gente por la calle, pero en cualquier momento podría entrar alguien, y si eso pasaba, yo me moriría de bochorno.

Me quité la camisa, vi mi imagen reflejada en el espejo del botellero. «Parezco una zorra de bar», pensé muerta de miedo.

Él notó mi temor.

—¿Te imaginas que entra alguien y te ve así, como una golfa con las tetas al aire? —, me dijo recreándose de mi vergüenza.

—Cierra el bar y vamos abajo —, le dije mirándolo ahora sí a los ojos.

—¿Y para qué quieres que bajemos abajo? —, me interrogó pausadamente.

—Para que me folles —, reconocí.

—¿Tienes miedo que se entere tu marido de lo golfa que eres? —, me preguntó.

—Sí, tengo miedo que todo el mundo sepa lo puta que soy —respondí.

—¿Acaso piensas que ya no lo saben? Solo hay que mirarte la cara para saber como eres — dijo en tono humillante para mí.

«Está llamándome puta, y lo peor es que me encanta que lo haga», Pensé cachonda como una perra.

Entonces Alberto sacó la mano de mis pechos, salió de la barra y echó el cierre.

—Vamos para abajo. Voy a darte lo que has venido a buscar —, dijo justo antes de comenzar a bajar las estrechas escaleras.

Yo lo seguí detrás, como una corderita que va al matadero.

Me maravillaba la seguridad que tenía Alberto. Sabía que ni en sus mejores sueños, se hubiera imaginado que podría follar con una mujer como yo, sin embargo, se comportaba casi como si me estuviera haciendo un favor.

Entonces abrió el cuartucho que usaba como de almacén para guardar las bebidas, encendió la luz y me dijo:

—Pasa, esta es la suite presidencial para las putas como tú.

Yo entré recordando lo que el día antes había pasado en ese pequeño zulo, mientras mi marido me esperaba en el piso superior.

—Vamos, tenemos poco tiempo, desnúdate —, dijo apremiándome.

El comenzó a quitarse los pantalones, yo lo imité, me bajé la cremallera de la falda, y me la saqué. Cuando termine, él estaba ya completamente desnudo.

Me gustó su cuerpo, a pesar de que se notaba que no había deporte en su vida, era delgado y fibroso. Aunque no tenía demasiado que ver, con la clase de hombres que solían tirarme los tejos diariamente en el gimnasio. Reconozco que su cuerpo me atrajo.

En ese momento él estaba de espaldas a mí, intentado coger un pesado barril de cerveza. Su culo me pareció la cosa más sexy que había en este mundo. Colocó el voluminoso barril contra la pared. Yo me había quedado con el tanga, y también con las medias y los zapatos puestos.

—No es el sitio más cómodo del mundo —, me avisó sonriendo. —Pero puede servir para tratar de hacerte pasar un buen rato —, dijo como si el motivo de estar allí, fuese mi único gozo.

—¿Y tú qué? ¿Es que acaso no vas a pasarlo bien? —, pregunté acercándome hasta él.

Alberto me sonrió morbosamente, yo aproveché ese momento para ponerme en cuclillas ante él. Entonces agarré por fin esa verga que tanto deseaba, la miré con hambre y con deleite. «Está muy dura», pensé como si lo hubiera dudado en algún momento.

Era algo más larga de lo normal, pero sin duda, lo que más llamaba la atención era su grosor. Eso me encantaba.

—¿Te gusta? —, me preguntó a bocajarro con una sonrisa socarrona en los labios.

—Me encanta. Si sabes usarla bien, estoy segura de que me vas a matar de gusto —, le respondí subiendo la temperatura del cuarto.

Comencé a masturbarla casi pegada a mi cara. Me encantó su tacto, pero sobre todo el olor a hombre que desprendía. Abrí la boca deseosa, me encanta hacerle sexo oral a un tío.

El cerró los ojos, pegando su espalda a la pared, al tiempo que dejaba escapar un profundo y largo suspiró. Luego dijo:

—Joder, que bien la chupas.

—¿Te gusta como lo hago? —, Dije sacándomela de la boca y comenzando a lamer sus duros testículos.

—Ven —, dijo con un gesto para que me levantara —quiero verte bien, antes de follarte —, añadió.

Me mostré ante él mirándolo directamente a la cara. Me encanta notar las sensaciones que causa mi cuerpo desnudo, cuando es observado por un hombre. Vi todo el deseo encendido en sus claros ojos.

—¡Qué mujer! ¡Estás que revientas de buena! —, exclamó casi al mismo tiempo, que me ponía cara a la pared —¡Qué culazo tienes! —, añadió al tiempo que lo amasaba con las manos. Separando de forma soez, mis redondos y respingones cachetes —¿Te la han metido por el culo alguna vez? —, preguntó morboso.

—Sí —, respondí dejándome manosear.

—¿Te gusta que te follen el culo? Guarra —, dijo azotando una de mis nalgas.

—Me encanta —, respondí cachonda pérdida.

—¿Me vas a dejar a mi probar este culazo? —, quiso saber.

—Sí —, dije sonriendo —Pero hoy no, cuando estemos en un sitio más cómodo y tengamos tiempo, te prometo que tendrás Olivia a la carta —, añadí.

—¿Olivia a la carta? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ansioso.

—Olivia a la carta significa que podrás disfrutarme como a ti te plazca —, confirmé sus razonables dudas.

Entonces Alberto se puso de rodillas, pegó su cara a mi culo metiendo la lengua entre mis apretadas nalgas. Comenzó a lamer. Eso terminó por convencerme de que había elegido al hombre correcto. «Joder, me está matando de gusto», pensé mientras sentía la punta de su lengua sobre mi ano.

Pero mi placer y toda la excitación que sentía, todavía fue en aumento, cuando sentí como una de sus manos acariciaba mi necesitado coño. Comenzó a tocar mi sexo de forma experta, sin dejar de lamer mi culo al mismo tiempo. En esa posición tuve el primer orgasmo de la tarde.

—Diossssss que gusto —, exclamé fuera de mí, a la vez que tensaba mi cuerpo, y me sujetaba a la pared, justo cuando mis piernas comenzaban a temblar.

—Que delicia de culo tienes —dijo dándome un nuevo azote y poniéndose de pies.

—Y tú que lengua más maravillosa—, no pude dejar de responder.

—Echa el culo un poco hacía atrás, no llego, eres mucha hembra —, dijo refiriéndose a mi altura.

Entonces me separé un poco de la pared, para bajar un poco mi cadera. El agarró esa verga que yo había chupado con tantas ganas, y buscó con su glande la entrada de mi vagina.

Me encanta sentir como me la meten de golpe, notar como en un segundo mi vagina se abre, se dilata. Amoldándose perfectamente al grosor de una dura y gorda verga.

—Desde que ayer me enseñaste el coñazo que tienes, no he hecho otra cosa que pensar en fóllármelo, eres como una puta obsesión.

No respondí, me encanta que me follen duro, y más aún si me hablan de forma sucia o soez. Soy demasiado morbosa para disfrutar con relaciones sexuales, seguramente más convencionales. Cada día soy más exigente con los hombres que uso como amantes.

Alberto comenzó a moverse de forma salvaje dentro de mí, tan fuerte y tan deprisa, que pensé que no tardaría en correrse. Pero tanto su resistencia física, como su aguante para no precipitar su orgasmo, me sorprendieron gratamente. Me supo dar sobradamente lo que yo había venido a buscar, y lo que tanto necesitaba.

Debió de quedar agotado, pues cuando la sacó de dentro de mí, su respiración estaba muy agitada. Entonces se sentó en el barril de cerveza que había puesto allí, junto a la pared.

—Ven, ahora fóllame tú —, dijo con la respiración todavía agitada.

Yo me puse frente a él, entonces agarré su polla y me introduje la punta sin dificultad, luego me dejé caer despacio, sentándome a horcajadas lentamente sobre él. Sentir cada centímetro de esa polla penetrando mi coño, me hizo perder la percepción de todo.

Permanecí así quieta y congelada, con su polla metida hasta el fondo. Entonces comencé a besarlo. Era una delicia sentir esa lengua jugando con la mía, mientras sus labios sorbían los míos.

Comenzó a chuparme las tetas, primero con mucha delicadeza, pero poco a poco fue elevando la intensidad, hasta que llegó un momento en que loca de placer, lo sujeté instintivamente por su cabeza, pegándola a mi como si quisiera hacer ese momento eterno. Dejándolo prisionero para siempre entre mis pechos. Luego comenzó a besarme peligrosamente el cuello.

—No me hagas ningún chupetón —, le advertí con los ojos cerrados.

No era la primera vez que un hombre me hacía un chupetón en el cuello o incluso en las tetas, y luego tenía que ocultarlo durante un par de días a mí marido, disimulándolo con maquillaje.

—Que peligro tiene ese coñazo tuyo —, me dijo de repente.

—¿Peligro? Que yo sepa, nunca ha mordido a nadie —, bromeé, comenzando a moverme sobre él

—No quiero encoñarme, a eso me refería —, comentó seriamente.

Comencé a moverme más y más deprisa, quería hacerlo disfrutar con ese coño que él tanto admiraba.

—¿Es esto lo que buscabas? —, me preguntó fuera de sí.

—Siiií… buscaba tu polla. Sigue por favor, Me vas hacer correr otra vez —, le advertí cerrando los ojos.

—Córrete zorra, si tu marido no sabe hacerte correr, yo te follaré siempre que quieras —, gritó soezmente fuera de sí.

—¡Me corro! ¡Joderrrrrrr cómo me gusta! —grité llegando al orgasmo por segunda vez.

Luego me quede quieta y nos dimos otro largo beso, hasta que poco a poco fui recobrando la serenidad y la calma, que Alberto me había hecho perder.

—¿Cómo quieres correrte? —, le pregunté intentando complacerlo ahora a él.

—Chúpamela —, respondió escuetamente, tirando de mi para que me incorporara.

Me arrodille ante él, la polla estaba resbaladiza y pringosa como una escurridiza anguila. Seguramente, producto de mis propios fluidos vaginales. Me la pasé por la cara y luego comencé a chuparla, con verdadera ansia. Quería regalarle la mejor mamada que le habían hecho en su vida. Pero no me dio tiempo a más.

—Dame tu boca —, gritó como un poseso.

Yo obedecí y me la metí de nuevo dentro, justo a tiempo de notar la primera descarga de semen que me inundo el paladar.

—Me corro Olivia. Toma puta, toma mi leche —, gritaba agarrándome de la cabeza

Yo abrí la boca, y dejé que cayera toda su corrida sobre mis tetas. Ya que nunca me trago el semen.

De repente volví a la realidad y miré el reloj de mi muñeca, ya pasaba en más de treinta minutos, la hora de apertura de la tienda.

—¡Joder, que tarde es! —, exclamé agobiada.

—¿Ahora te acuerdas de la tienda? —, dijo guiñándome un ojo.

No respondí, me fui hasta el baño, y allí me limpié como pude la copiosa corrida que yo había dejado caer sobre mis pechos, Entonces me miré al espejo, y descubrí con fastidio dos enormes chupetones en mi cuello. Luego regresé al cuarto que Alberto utilizaba como almacén. Pero él ya no estaba, lo escuché abriendo la trapa de la puerta de la calle.

«Ni siquiera ha esperado a que yo termine de vestirme», pensé enojada.

Me vestí a toda prisa, y un minuto después subí las escaleras del bar.

—¿No me das un beso? —, me dijo acercándose a mí de nuevo, cuando estaba a punto de abandonar el pequeño establecimiento.

—Te recuerdo que soy una mujer casada, y que aquí pueden vernos desde la calle —, le respondí sonriendo.

—¿Ahora te acuerdas de que estás casada? —, me preguntó pegándose a mi y dándome un corto beso, que volvió a estremecerme por dentro. —¡Anda, vete ya! qué vas a llegar tarde... —, me dijo al tiempo que me propinaba otro fuerte azote sobre una de mis nalgas.

Sin decir nada salí como pude de allí. Entonces crucé la calle y abrí la tienda, con una sonrisa en los labios, de la que no pude desprenderme en toda la tarde.

Gracias por tu lectura, un besito.