Zorra de Bar
El camarero me metía mano a su antojo, mientras mi marido esperaba ajeno a todo, en el piso de arriba.
Había comenzado a trabajar hacía unos pocos meses, en una pequeña tienda, de productos gourmet, en la que yo era la única dependienta. Y aunque muchos de mis amigos pensaban que estaba loca, por trabajar tantas horas, a mí, tengo que decir que me encantaba ese trabajo.
Antes de abrir por la tarde, siempre me pasaba a tomar un café, en un bar que quedaba frente a la tienda.
Dicho bar era muy pequeño, y estaba distribuido en dos plantas. En la inferior, había que bajar unas empinadas escaleras hasta los servicios, y justo frente a ellos, había una especie de cuartucho, donde el dueño guardaba las bebidas.
Poco a poco, debido a ir todos los días, fui cogiendo confianza con el dueño. Que ya cuando me veía venir de lejos, comenzaba a prepararme el café, tal y como a mí me gustaba.
Entonces, yo cogía un taburete, y me sentaba a tomarlo apoyada en la barra.
—Olivia, da gloria verte con esas minifaldas tan cortas. Alegras los ojos, preciosa —, me decía cada tarde al verme entrar al bar.
Yo sonreía, y las veces que había algún cliente junto a la barra, no podía evitar sonrojarme.
En esa época, yo tenía treinta y dos años, tenía ya a mis dos hijos, y estaba todavía casada con mi primer marido.
Alberto era de ese tipo de hombres, que siempre van con camisa de manga larga impolutamente planchada, pelo engominado que le dan un aspecto chulesco, y pantalones vaqueros ajustados. Debía de tener unos diez años más que yo.
Recuerdo aquel día, estábamos hablando sobre la sensibilidad de determinadas zonas de la piel. Yo permanecía sentada como cada tarde frente a la barra, mientras él me tenía agarrada de la muñeca, y me hacía suaves caricias en la cara interna de mi antebrazo. Simulando estar escribiendo con la yema de su dedo iniciales de letras, que yo tenía que ir adivinando. Cuando yo fallaba con alguna letra, él hacia un gesto negando con la cabeza, y volvía a repetir.
—Q-u-e c-a-c-h-o-n-d-o m-e p-o-n-e-s. ¡Qué cachondo me pones! —repetí divertida cuando adiviné la frase completa. —Pero que coste que yo no hago nada, te pones tú así solito —, añadí en el mismo tono de broma.
Tengo que decir que nunca me ha molestado, todo lo contrario que, a pesar de estar casada, los hombres me hablen de esa forma.
-¿Qué no haces nada? —, me preguntó sonriendo —Vienes aquí, te sientas con ese pedazo de escote… Encima con lo buena que estás. ¿Cómo quieres que no se me ponga dura? —, dijo sin dejar de asomarse a mis pechos.
—No es para tanto —, respondí mirando mi escote. Tratando coqueta e inultamente de subírmelo un poco. —Pero si te molesta, para otro día que venga al bar, me pongo un jersey de cuello vuelto.
—¡Ni se te ocurra! —, exclamó riéndose.
—¡Bueno guapo! te dejo que ya abro tarde como siempre —, dije mirando el reloj con fastidio.
Por la tarde, cuando llegaba la hora del cierre, siempre me venía a buscar con el coche Alex, mi marido. Ya que el salía de trabajar un poco antes, y le caía de camino.
—¿Te apetece que tomemos una cerveza entes de ir a casa? —, me preguntó Alex, como cada día.
—Sí, cierro la caja y vamos. ¿Dónde has aparcado?
—Aquí enfrente. He tenido suerte, justo salía un coche cuando yo llegaba.
A esas horas Alberto ya tenía más clientes, y solía acompañarlo en la barra su exmujer María. Ya que, a pesar de estar separados desde hacía algunos años, seguían llevando el bar a medias.
—María, pon dos cervezas de tercio —, pidió mi marido.
Yo notaba que Alberto esa tarde no me quitaba ojo. Normalmente cuando estaba con mi marido, siempre se cortaba un poco más, e incluso, no podía evitar mostrarse más seco de lo habitual conmigo.
Yo intentaba disimular, pero no podía eludir que alguna de las veces la mirada de ambos se encontrase. Entonces yo sonreía, ajena y despistada, a la conversación que mi marido, trataba de mantener conmigo.
—¿Pedimos otra? —, le pregunté a Alex.
Él no me respondió, como siempre le gustaba complacerme, pidiendo dos nuevas cervezas a María.
—Voy un momento al servicio —, anuncié de repente.
Bajé las empinadas escaleras, y entonces accedí al pequeño baño.
Poniéndome de cuclillas, me bajé las bragas para hacer un pis. Entonces vi que las tenía manchadas de flujo. «Me tiene caliente como una perra», pensé sonriendo.
Había estado toda la tarde en la tienda algo excitada, debido seguramente a que Alberto me había reconocido que se la había puesto dura. Solo de imaginármelo, no podía evitar sentir un cosquilleo en lo más profundo de mi sexo.
Intenté secar la tela de mis bragas con un trozo de papel higiénico, me las subí con dificultad, debido a la estrechez del servicio, y a continuación traté de bajar y colocarme la corta faldita. Tiré de la cisterna y salí del baño.
Estando completamente ajena a que Alberto me estaba esperando, mi corazón se puso a mil por hora al verlo de frente. Entonces se acercó a mí, me agarró del brazo, y sin decir nada me metió en el pequeño almacén que había frente a los baños.
Sin ningún tipo de preámbulo me sujetó directamente por el culo, me atrajo hacia él, y comenzó a besarme.
Su experta lengua, usurpó y conquistó de una forma magistral el interior de mi boca. Yo me dejé llevar. Había estado toda la tarde cachonda, pero sus besos, hicieron que aumentara exponencialmente mi excitación, de una forma muy peligrosa.
Una de sus manos se coló con total descaro y desenfreno, por ese amplio escote que, unas pocas horas antes, él había estado mirando embobado. Entonces Alberto sacó uno de mis pechos por arriba, de forma tan violenta, que tuve miedo a quedarme sin vestido en ese momento.
—¡Que ganas tenía de hacer esto! —, dijo antes de abandonar mi boca, y comenzar a besar mi expuesto seno.
—Alberto, tengo que irme. Te recuerdo que mi marido está arriba esperándome —, dije con pena.
En ese momento, él lo soltó muy a su pesar. Como un depredador que, debido a las circunstancias, se ve obligado a tener que abandonar su presa.
—Que buena estás Olivia —, me dijo dándome un último beso, que me supo a gloria.
—Bufff, me has puesto muy cachonda —, reconocí algo avergonzada.
—Enséñame el coño. Quiero ver como lo tienes —, me dijo mirándome directamente a los ojos.
—¿Quieres ver mi chochito? —, pregunté juguetona.
El asintió con la cabeza, con el gesto maravillado. Me separé un metro de él para que pudiera verme bien. Entonces subí mi corto vestido, dejándomelo por la cintura, mostrándome tan solo con las medias y el tanga de encaje negro, que yo había secado unos minutos antes.
Me lo bajé muy despacio, levantando una pierna, me lo saqué con dificultad, ya que la estancia también era muy pequeña, incluso tuve que sujetarme a Alberto, pues la braga se enganchó con el fino tacón del zapato, y estuve a punto de trastabillarme. Luego me lo saqué de la otra pierna, y lo arrojé, abandonándolo en el suelo.
Abrí mis muslos, manteniendo mi sexo oculto con una de mis manos, lo miré a la cara, sonreí retirándola por fin.
—¿Te gusta mi coñito? —, le pregunté ardiendo como una gata en celo.
Sin poder reprimirse, llevó una mano hasta a allí, y comenzó a palparlo durante unos pocos segundos. Justo el tiempo en el que yo decidí, que el espectáculo había terminado.
—Me subo al bar, mi marido debe estar preguntándose, porque tardo tanto.
—Buffffffff —, gemí de placer justo en el momento, en el que noté, como dos de sus dedos se colaban en el interior de mi vagina.
—¡Menudo coñazo tienes! Olivia, eres mucha hembra —dijo un segundo antes, que yo comenzará a bajarme el vestido, dándome un duro azote en una de mis nalgas.
—Y tú mucho hombre —, le respondí, sobando durante unos breves segundos, el bulto que se mostraba oculto, bajo sus ajustados pantalones.
Entonces abrí la puerta, vi que no venía nadie y comencé a subir las escaleras de forma apresurada.
Cuando llegué a la planta de arriba, no podía estar segura, cuanto tiempo había permanecido allí abajo con Alberto, ya que siempre pierdo la noción del tiempo, cuando estoy tan cachonda.
—¿Has pedido otra? ¿o nos vamos ya para casa? —, pregunté a mi marido, disimulando estar cansada. Justo en el momento en el recordé, que no llevaba bragas.
Miré a mi izquierda, en ese momento vi como Alberto subía por las escaleras por las que yo acababa de acceder, cargado con una caja de cervezas. Pasó justo a nuestro lado. Incluso pude oler el aroma de su penetrante perfume.
—¿Cuánto tardas? —, escuché que preguntaba María.
—Estaba contando lo que había en el almacén, ya que mañana a primera hora viene el de la Mahou —, se excusó Alberto
No pude evitar mirar a la barra, María me miraba desconfiada, como si quisiera reprenderme, por lo que sospechaba podría haber pasado.
—Estoy cansada cielo —, dije de forma mimosa.
Alex apuro la cerveza de un trago.
—Venga, vámonos para casa —, dijo sacándome del bar agarrada de la mano.
Me sentí un poco abochornada conmigo misma, por haberme vuelto a dejarme llevar, estando mi marido tan cerca. Pero al mismo tiempo, sabía que mi morboso juego con Alberto acaba de comenzar. Ambos nos gustábamos y nos sentíamos atraídos, nos teníamos muchas ganas, y ninguno de los dos iba a dejar que esto terminara en una mera anécdota. (CONTINUARÁ)