Zorra 03: andante

Avanzamos hacia la normalización

Con el tiempo, fui cogiendo afición a torturarle. Él asumía su condición diríase que con deleite, aunque, tras una serie de severos castigos cuando se excedió, conseguí que evitara exteriorizar cualquier sentimiento. Me excitaba su expresión hierática mientras su polla cabeceaba en el aire mientras me masturbaba frente a él sin dejar que participara de modo alguno en mi placer, como no fuera sufriendo su castigo.

Empecé a visitar asiduamente un sex-shop discreto en una callejuela cercana. Al principio entraba con cierta timidez, aunque enseguida fui soltándome, ayudada por Marta, la dependienta, una atractiva muchacha rellenita y pequeña que me asesoraba y aclaraba mis dudas.

Así, mi zorra, pues había decidido, aconsejada por ella, privarle de su nombre, no tardó en disfrutar de una colección de lencería envidiable. Cuando llegaba a casa, a la hora de comer, encontraba sobre la cama el conjunto que debía ponerse, y no se presentaba ante mi antes de haberse aseado y cambiado.

Solía tratarse de medias con liguero, a veces sujetas directamente al corsé, sujetadores a juego con las braguitas de copas casi inexistentes, y altos zapatos de tacón de aguja que Marta, no sé cómo, me conseguía casi de su talla.

-          Es mejor que le aprieten un poco -me dijo al proporcionarme el primer par-.

Me excitaba su padecimiento, aunque me molestaba la idea de que pudiera masturbarse cuando estaba en el trabajo, así que Marta (de nuevo la bendita Marta), me dio la enorme alegría de enseñarme una cápsula de castidad, sentí una excitación casi enfermiza.

-          Prueba a ponerle esto. Es una pasada. Y llévate también una bola de estas para amordazarle. Así no te dará la brasa con sus gimoteos cuando empiece a empalmarse y se le comprima dentro.

Aquel mismo día le coloqué el ingenio, que consistía en una especie de jaula metálica rígida y curvada hacia abajo, adecuada a las dimensiones de su polla fláccida, que no podía quitarse, pues se sujetaba a la base de sus pelotas mediante una anilla que, una vez cerrada, resultaba menor que aquellas, y quedaba rematada por un pequeño candado que impedía que pudiera retirarlo. Un agujerito oval en la punta solucionaba el problema inevitable de sus deyecciones.

Me costó un poco ponérselo, porque la sola idea de que fuera a colocársela le causaba una erección que me impedía cerrarla, así que tuve que ingeniármelas, golpeando con fuerza sus testículos, para conseguir que aquello redujese su tamaño. Afortunadamente, había hecho caso a la muchacha y le había colocado la mordaza, porque, de lo contrario, creo que los vecinos habrían llamado a la policía.

Levaba semanas depilándole a la cera y obligándole a tratarse la piel con mis cremas, y él había aprendido a maquillarse, de manera que su aspecto resultaba cada vez más femenino y su piel había adquirido una textura sedosa y agradable al tacto. Me sorprendió la excitación que me causaba pensar en él como “mi zorra”.

Venciendo la tentación de usarle, excitada por su castigo, decidí masturbarme frente a él allí mismo, en la sala, sentada en el sofá sin siquiera desvestirme. Me subí la falda, bajé mis braguitas hasta los tobillos, separé mucho los muslos apoyando los talones en el borde del asiento, y comencé a acariciarme hablándole en tono dulce y exagerando al principio la intensidad de mis gemidos.

-          ¿Te gusto, zorra? ¿Te gusta verme caliente? ¿Te gustaría follarme?

De pie, ante mí, con las bragas en las rodillas la bola en la boca, y la polla constreñida por el ingenioso adminículo, no tardó en comenzar a padecer un tormento superior a los sufridos hasta entonces.

Emitía una serie de quejidos ahogados. Su polla llenaba la cápsula por completo. Incluso afloraba la piel amoratada a través de las ranuras. El agujerito de la punta manaba sin parar su fluido viscoso y cristalino.

-          Venga, zorra, dímelo, dime que te gusta.

Mis dedos resbalaban entre los labios empapados de mi vulva haciéndome gemir. Me excitaban sus torpes intentos de obedecerme respondiendo con aquella bola roja entre los labios que le impedía cualquier cosa que no fuera un balbuceo ininteligible entremezclado con gemidos de dolor. Babeaba sobre su pecho pálido y su frente aparecía cubierta de perlas de sudor. Temblaba, y una lágrima negra de lápiz de ojos se deslizaba por su mejilla.

Prolongué cuanto pude su martirio. Me autoimpuse la disciplina de detenerme antes de correrme, de evitar correrme, de aumentar mi excitación y su martirio sin dejar de hablarle, sin dejar de hacerle saber de mi estado. En cada pausa, me fui desnudando ante él: desabrochando la blusa primero, quitándomela tras algunas caricias más; pellizcándome los pezones ante sus ojos; hablándole...

-          Ya sé que te gusta verme así, zorra ¿Te gustaría que viniera Jaco a follarme delante de ti?

Asentía con la cabeza y lloriqueaba. Su polla babeaba sin parar. Temblaba.

Pasé la tarde entera torturándole. Cuando, al fin, no pude evitar correrme, fue como no había sido nunca. Me corrí a calambres escandalosos, como enloquecida de placer. Zorra lloriqueaba y temblaba con las mejillas enrojecidas. Me corrí temblándome las piernas, consciente de la contracción brutal de mi rostro crispado, pellizcándome los pezones hasta hacerme daño. Me corrí chillando, llamándole maricón y cornudo. Me corrí como una posesa, durante una eternidad, chillando y experimentando espasmos y convulsiones violentos que me hicieron terminar exangüe, desmadejada en el sofá.

Cuando conseguí reaccionar, seguía allí, de pie, mirándome, babeando y chorreando, con la polla amoratada y comprimida en su jaula de cristal.

-          ¡Bendita Marta! -dije en voz alta riendo-. ¡Venga, zorra, ve a lavarte, que estás hecha un asco! Dúchate con agua fría, a ver si se te pasa.

Mientras escuchaba el ruido del agua al caer, me preguntaba qué más podría hacerle que pudiera superar aquello...