Zorra 02: segundo movimiento
Segunda escena en la primera noche.
Empecé a maltratarle. Sin saber por qué, humillarle me causaba una terrible excitación que navegaba entre la satisfacción de la venganza y el puro placer de poder hacerlo.
Pedro asumió su papel sin trauma aparente. Se convirtió en un marido sumiso, dispuesto siempre a satisfacerme sin exigir nada a cambio. Con total naturalidad, se había convertido en mi esclavo, por así decirlo, y yo gozaba torturándole. Dedicaba gran parte del día a maquinar maldades que ponía en práctica al llegar a casa.
Comenzó aquella misma noche: le empujé fuera de la cama, y se quedó en la alfombra, a mi lado, mirándome en silencio. Me recosté sobre las almohadas confusa todavía, sin comprender lo que había sucedido. En la pantalla, el disco seguía volcando imágenes donde se nos veía a Jaco y a mi follando de cualquier manera imaginable.
Me desnudé despacio, frente a él, entreteniéndome en cada botón, en cada broche, en cada hebilla, procurando que pudiera verme bien. Me excitó comprobar que su polla volvía a endurecerse y levantaba la tela leve de la braguita que trataba de aprisionarla en vano.
Cuando trató de agarrársela de nuevo se lo prohibí:
- Estate quieto, cerdo.
Fue una orden tajante y seca, y la obedeció al instante. Le miré con desprecio. En la tele, yo, la puta yo, inclinada sobre la polla de Jaco, se la comía mientras me masturbaba como una zorra caliente. La cámara fija enfocaba mi culo, que casi tapaba por completo el objetivo. Se veían mis dedos resbalando entre los labios, mojados, y se adivinaba el movimiento de mi cabeza un poco desenfocado al fondo. Jaco jadeaba y empujaba mi cabeza con la mano.
No aparté la vista de la pantalla en unos minutos más que para comparar aquella polla grande, oscura, que nacía de un pubis velludo, con la de mi marido -el cornudo de mi marido-, pálida, lampiña y delgada, evidentemente menor.
Cuando volví del baño con el camisón puesto, Pedro volvía a masturbarse de rodillas, mirando cómo me retorcía, esta vez yo, con la cabeza de mi amante entre los muslos, gimiendo y temblando.
Volví sobre mis pasos, tomé el cinturón del albornoz, regresé al dormitorio y, tras indicarle con un gesto que se diera la vuelta, le até con él las muñecas a la espalda susurrando junto a su oído:
- Eres un cerdo, cornudo. Eres un cerdo pajillero y un maricón, y no quiero que te la peles mirándome.
Me recosté en el centro de la cama, sobre las almohadas, que seguían en su sitio, y dejé que el disco corriera. Me resultaba extraño verme así. Fascinante y vergonzoso al mismo tiempo. Me excitaba. Comencé a acariciarme casi sin darme cuenta. Separé las piernas doblando las rodillas, y deslicé la mano bajo la braguita blanca. Comencé a acercarla lentamente hacia mi sexo, entreteniéndome en la piel sedosa del pubis, en los rizos jascos, pellizcando suavemente el interior de los muslos. Me entretuve sintiendo cómo, poco a poco, mi vulva se humedecía, sin tocarla.
Pedro, de rodillas, me miraba angustiado. Los ojos parecían ir a salírsele de las órbitas. Su polla cabeceaba bajo la tela semitransparente que, incapaz de sostenerla, se elevaba dejando dos aberturas cómicas a los lados. La mojaba.
Mirándole a los ojos, deslicé un dedo entre los labios, y sentí un temblor familiar, un estremecimiento delicioso. Jaco me follaba como un animal en la pantalla. El plano estaba más abierto. Abierta de piernas, tumbada boca arriba, aguantaba sus embates de animal. Mi rostro se contraía en un rictus de placer mientras su culo se movía empujándola en el interior de mi sexo.
Comencé a acariciar los alrededores de mi clítoris mirándole a los ojos. Gemí. Conscientemente, acompañaba la caricia de jadeos y gemidos. Quería torturarle, hacerle padecer.
Se atrevió a hablarme, a pedirme que le dejara comérmelo, y saqué mi mano de su sitio para abofetearle. Una bofetada sonora que hizo enrojecer su mejilla.
- ¡No me hables, maricón!
Su polla cabeceaba con fuerza. Ni siquiera trataba de soltarse las manos. Me obedecía sin más. Su polla cabeceaba hasta salirse por encima de la tela. Goteaba sin parar.
Me corrí en el preciso instante en que Jaco, sacando la suya de mi coño y arrodillándose a mi lado, me cubría la cara de leche mientras que yo, clavándome los dedos culeaba con los ojos en blanco y abría la boca tratando de tragarme cuanta me fuera posible atrapar.
Me corrí como una loca, con las piernas apretadas alrededor de la mano, temblando y pellizcándome el pezón. Me corrí sabiendo que él estaba allí, mirándome, loco de caliente y sin poder ni tocarse, ni hablarme. Un estremecimiento salvaje me recorría en oleadas deshaciéndome.
Me quedé dormida sin tiempo apenas para apagar la tele y la luz, como sin fuerzas. En la alfombra, a mi derecha, Pedro respiraba agitadamente con las manos atadas en la espalda.
Me quedé dormida sonriendo, sabiendo que estaba ahí.