Zorra 01: introito
Una historia más de cornudo mariquita.
Primero fue la sorpresa. Después la rabia. Sin saber exactamente por qué, sentí una rabia intensa, como si me insultara. No me importaba verle allí, hecho una puta. Lo sabía. El muy cerdo lo sabía, y le gustaba. Me sentí despreciada, personalmente insultada. Lo sabía y le gustaba.
Por alguna razón, aunque nuestro matrimonio hubiera dejado de funcionar años atrás, convertido en un hábito, en un triste remedo de pareja; aunque hubiera buscado en Jaco lo que Pedro no me daba, la evidencia de que no le importaba, de que contemplaba mi infidelidad como una película porno, me pareció humillante.
Pero... Vayamos por partes: llegué a casa de improviso. Entré en mi habitación sin imaginarme... Estaba en la cama, recostado sobre las dos almohadas apiladas. Llevaba puestas unas medias mías, de color ceniza, y unas bragas a juego; los labios pintados, y rimmel en las pestañas. Se acariciaba sin perder de vista la pequeña tele en la pared donde se me veía a cuatro patas, corriéndome como una perra con la polla de Jaco clavada en el culo. Chillaba cuando empujaba con fuerza y cuando me palmeaba el culo, y mis tetas se bamboleaban en el aire.
Pedro, vestido de maricona, acariciaba su polla dura como una piedra por encima de mis bragas, que estaban mojadas, viendo cómo mi amante me follaba.
Lo sabía. El muy hijo de puta lo sabía. Lo sabía, lo grababa, y se la pelaba como un mono viendo cómo me corría con otro. Se ponía caliente viéndome follar. No le importaba una mierda. Para él solo era la protagonista de una película porno, y se la meneaba viéndome enculada por otro en su cama.
Primero me sentí desconcertada. Me quedé paralizada un momento, sin saber cómo reaccionar, contemplando su cuerpo estilizado, su piel pálida y lisa, depilada. Vestido así, de puta maricona, tenía un cierto encanto sensual.
Después llegó la rabia. La rabia. Comencé a insultarle como una loca:
- ¡Maricón! ¡Hijo de puta! ¿Para eso me quieres, cerdo? ¿Para pelártela viéndome follar? ¿Eso es lo que eres capaz de hacer, maricona?
Ni me contestó. Allí, delante de mis narices, sacó la polla de debajo de las bragas y, agarrándola con fuerza, comenzó a acariciársela parsimoniosamente mirándome a los ojos. Le odié. Le odié con toda mi alma. De la punta del capullo fluía un hilillo de líquido transparente que formaba una manchita pequeña en la funda marrón del edredón. Quería matarle.
- ¡Hijo de puta! ¡Maldito hijo de puta!
Le gritaba sin preocuparme por que pudieran oírme los vecinos. Le llamaba cornudo, maricón, hijo de puta... Y él seguía mirándome a los ojos, acariciándose la polla como si no estuviera allí.
Así que empecé a pegarle. Me lancé sobre él y comencé a pegarle con la mano abierta. Le pegué en la cara, en el pecho, en los hombros. Le tiraba del pelo, pero permanecía impasible -quizás más excitado-, meneándosela más deprisa. De rodillas, en la cama, con la falda de tubo arrebujada, presa de una ira violenta y salvaje, seguí pegándole como una loca sin comprender la excitación que me causaba hasta que le vi correrse.
Agarrándole del pelo, tirándole del pelo con fuerza, obligándole a echar la cabeza atrás, llena de rabia, con el corazón acelerado, me sentí loca de excitación observando el modo en que deslizaba el pellejo arriba y abajo, cubriendo y descubriendo su capullo humedecido. La braga, gris ceniza, cubría todavía sus pelotas contraídas. Progresivamente, el extremo brillante y húmedo se oscurecía, se amorataba. Sus bordes parecían hacerse más gruesos y oscuros. Volvía a acariciarse despacio, y gemía.
Le odiaba. Le odiaba a muerte y, sin embargo, no podía dejar de mirarle. Quería hacerle daño. Mi mano tiraba con rabia de su melenita rubia. Observaba hipnotizada el modo en que se deslizaba la piel salvando el mínimo relieve tenso del borde oscurecido de su capullo; maravillada contemplando cómo el flujo se hacía más abundante, llegando a deslizarse sobre los dedos, manchando mis braguitas grises. Mis dedos, crispados estaban blancos. De repente estaba como loca.
Temblaba como una loca. Tenía la mano derecha en el coño, bajo la falda. Sin saber cuándo, había empezado a masturbarme yo también, como con rabia. El panty me apretaba la muñeca y me clavaba los dedos con furia. El corazón me latía acelerado y violento cuando gimió más fuerte y, tirando hacia atrás de la piel, dejó su capullo descubierto y tenso, y comenzó a culear corriéndose. Se corría a chorros, sin meneársela, gimiendo como una puta maricona. Su polla latía, y disparaba al aire chorros de esperma que se proyectaban sobre su pecho lampiño hasta su cara, hasta la mía. Me corrí como una perra sintiendo sus salpicaduras en mi ropa, viéndola latir, y escupir aquellos chorros de esperma que parecían no ir a terminarse nunca. Me corrí clavándome los dedos en el coño como si quisiera rompérmelo, insultándole, tirándole del pelo mientras le llamaba maricón entre jadeos, y cornudo, hijo de puta, cerdo, maricón, maricón, maricón...
Temblando, permanecí unos minutos llorando sobre la cama, hecha un ovillo. Después me recompuse. Pedro seguía allí, mirándome. Escuchaba mis propios gemidos en la tele. En la pantalla, Jaco, agarrado con fuerza a mis caderas, clavaba su polla en mi culo y se corría haciéndome chillar. Me dio asco.
- Así que... ¿Esto es lo que quieres, maricona?
Humilló la mirada. Por primera vez, mis palabras parecían causar algún efecto en él. Asintió levemente con la cabeza. Su polla, semifláccida ya, volvía a estar escondida bajo la tela transparente de las bragas, colocada hacia abajo, casi perdida entre sus muslos. Tenía chorretones de esperma en el pecho y en la cara, y el rímel corrido en las mejillas.
Le mordí los labios con fuerza haciéndole quejarse.
- Lo tendrás, cerdo. Lo tendrás...