Zoila y sus dos maridos
Zoila y Mónica tenían una amistad peculiar, que estaba por ponerse todavía más peculiar, si me lo preguntas.
Conocí a Zoila en el otoño del 95. Trabajaba yo en aquel tiempo por allá por el sur, en la Western y 28. Zoila y yo trabajábamos juntas en una escuelita vocacional, ella como conserje y yo como secretaria, y nos llevábamos de lo más bien a pesar de nuestras diferencias de edad. Zoila, una mujer alta y corpulenta, tenía edad para ser mi madre, pero tenía un cuerpazo que había que mirárselo, de infarto.
Recuerdo yo que en aquellos tiempos se usaban las faldas cortas y los jeans apretados, y esa señora con sus cuarenta y pico, tal vez cincuenta años, se metía en esos atuendos y dejaba a los guardias de seguridad de mi edificio babeando. Mirándole los senos y las nalgas y uno que otro, se atrevía a morderse la boca para mirarle el espacio que se le marcaba en la parte delantera del pantalón.
«Madrecita, cómo lo tienes» le decían. Ella, bien digna, siempre los miraba de pies a cabeza y les decía «No tienes motor para mover esta maquinaria, papito. Así que, ni te apuntes» y así se la pasaba.
Yo mientras tanto, era distinta. Una chica de apenas veintidós años, con un casi novio entre casitas y otros lugares a los que iba, no tenía demasiada experiencia en nada en contraste con una mujer tan abiertamente sexual como Zoila. Zoila era una experta en todo, una maestra. Se paseaba por los pasillos de la vocacional y nada se le iba de vista. Se metía en el uniforme de conserje y aún con el pañuelo puesto, y los pantalones que aunque eran anchos, no encubrían el ancho de sus caderas, hasta algunos estudiantes la miraban. La mujer era una experta en el arte de la seducción, tenía a todos los hombres a sus pies. Algunos, hasta se los comía en la misma universidad, en el cuarto de servicio.
Ten en cuenta que te hablo de aquellos tiempos en que las cámaras no eran tan efectivas como ahora y que, peor aún, cuando a Zoila le daba por “tirarse” a uno de los “mocosos” del campus, como ella los solía llamar, los guardias se masturbaban mirándola. Zoila fue, durante un buen tiempo, la fuente gratuita de pornografía de al menos doce hombres en el campus y lo peor es que ella lo sabía y que no le importaba lo más mínimo. Terminaba Zoila su faena, salía a fumarse un cigarro y cuando veía algún guardia, le preguntaba, «¿Te la hiciste bien a mi nombre?»
Yo admiraba eso de Zoila. No la parte sexual, no. Su descaro, su desfachatez. Estoy segura de que cuando Maya Angelou escribió Still I rise y habló de su libertad y de como, aunque todos la detesten, ella todavía se levantaría, hablaba de Zoila. Zoila era ese tipo de persona, que no le importaba absolutamente nada y que, estaba abierta a vivir de la manera en que quisiera sin importar la consecuencia. Ella vivía para disfrutar lo vivido, no para rendir cuentas.
Aunque Zoila tenía un problema, o bien, dos. Estaba casada, ese era uno. El segundo, tenía un hijo de mi edad llamado Samuel, ese era el mayor de sus problemas. Zoila llegaba cada mañana a fumarse un cigarro antes de la seis de la mañana con una preocupación distinta acerca de Samuel. Su vida giraba alrededor de él. Si cocinaba, cocinaba para Samuel. Si comía, comía con él. Si dormía, el hijo tiene ya casi veintirés años y ella va y se le acuesta en la cama y se le abraza al dormir.
¿Te puedes creer que me contó que una noche, al hacer el amor con su marido, gimió el nombre de su hijo? La suerte estaba en que su marido se llamaba igual, porque si no, ¿Te imaginas? El marido bien motivado pensando que estaba alocando a la salvaje Zoila mientras ella está “viniéndose” pensando en su hijo. Madre mía, no me lo puedo imaginar ni siquiera.
Pues el tiempo pasó. Seguimos trabajando juntas por un buen tiempo y esa mujer, en vez de envejecer, cada año estaba más buena. Todo fue bien hasta que un día llegó al trabajo con una alteración que no le conocía.
«Mujer, ¿Qué te pasa?» le había preguntado yo y la respuesta no me sorprendió. «Dice que se va a casar ¿Te imaginas?» ¿Qué si me imaginaba? El Samuel había conseguido novia el año anterior y a Zoila, como era de esperarse, le había dado un ataque. Había buscado cuanta oportunidad para acabar con la noviecita, pero como no la conocía, no había podido con ella. Yo la escuchaba calladita, sus letanías de cómo desde que conociese a la susodicha, le echaría una brujería que la pondría a hablar con los árboles y todas esas cosas, y la veía cuando algunas veces se desaparecía a hacerse lo que ella denominaba el “auto-delicioso” sin que la viesen los guardias.
Un buen día, recuerdo, recibí una llamada en medio del trabajo. Era urgente, del novio mío con quien me iba a formalizar. Había visto a Zoila hace dos minutos, no estaba cerca de los cuartos de limpieza, así que voy para allá y entro, me pongo detrás de un estante y atiendo.
Él estaba inquieto. Teníamos que conocer a sus padres esa noche. Me dijo que me portara bien, que su mamá era difícil pero que me iba a querer y yo lo tranquilicé. «No te preocupes» le digo, «Yo tengo un plan bajo la manga» y me apresuro a colgar porque escucho pasos y pues, no estoy supuesta a estar a ahí. Al final, los pasos eran de Zoila, quien, al entrar, me dio esa mirada que yo conocía bien.
Estaba excitada.
«¿Y… —arrastró la pregunta— qué haces tú aquí, muchacita?» me pregunta, y yo, mordiéndome la comisura de los labios, me demoro en darle respuesta.
«Bueno, yo…» no encontraba qué excusa darle más que la realidad. «Hablaba con mi novio por teléfono»
«¿Y tú tienes novio?» preguntó entonces. Era casi hora de mi salida, y a ella también le tocaba irse. De hecho, a esa hora le tocaba cambiarse para irse. Bajo la mirada hacia su cuerpo, sus piernas largas, torneadas, esbeltas, escondidas debajo de ese uniforme horroroso. Sus pechos, grandes, jugosos. Solíamos jugar que ella tenía las tetas de Sofía Vergara. «¿Qué ves?» pregunta ella interrumpiendo mi paneo. «¿Te gusta lo que ves?»
¿Me gustaba lo que veía? En aquel momento, la boca se me hacía agua. Quería ver si los pezones de esos pechos eran oscuros y si toda su piel era tan suave como sus manos.
«Dime, muchachita» me ordenó «¿Te está gustando lo que ves?» levanto la cabeza y la miro a los ojos. Tiene la lascivia dibujada en ellos.
«Sí» murmullo y ella toma mis manos. «Ven» me hace abrir los botones de la camisa del uniforme para que yo vea sus enormes pechos, enfundados en lencería de encaje fucsia. «Pruébalos» me instruye y pone mis manos en ellos para que los sienta. «Mámalos como si quisieras leche»
Al principio me dio cosa. Es mi primera vez con una mujer y no me siento completamente cómoda, pero cuando agarro el primer pezón entre los labios, me pierdo. Comienzo a chupar y a mamar como si quisiese sacarle el alma a través de los pezones. Muerdo, succiono, beso el contorno y el alrededor, los amaso con mis manos, empujándola hacia el estante y tumbando varias coas mientras se los mamaba.
Ella por su parte gemía. Gemía y gemía agarrándome por el cabello. «Sácame la leche baby» me decía «Yo soy tu mamá. Yo soy tu mamá» le quito la blusa y bajo hacia el pantalón entonces, arrodillándome frente a ella.
«Quítatelo mami» le digo mirándola perversamente. «Tengo hambre» y la veo quitarse el pantalón rápidamente, gimiendo todavía, tapándose la boca para que afuera no se dieran cuenta de lo que estaba pasando. «Mami…» la llamo dulcemente al ver caer la prenda de tela. Tiene una tanga puesta, del mismo color del brasier y su vulva, brillosa por lo húmeda que estaba, estaba abierta, enseñándome el capuchón de su clítoris.
Nunca le había hecho sexo oral a una mujer, pero sí me lo habían hecho a mí montones de veces. Me acerco y pienso, ¿Cómo me gusta que me lo mamen? Y así comienzo, concentrándome en el clítoris y dándole lengüetazos circulares e intermitentes hasta que la escucho gritar, me aparto un poco y la miro.
«SÁCAME LA LECHE, BABY» me grita halándome del pelo y pegándome a ella de nuevo. Comienzo a lamer penetrándole la vagina con la lengua y en lo que menos pienso tengo su squirt en mi cara. La mujer tembló y gritó como en veinte idiomas diferentes y al terminar, baja la mirada hacia mí.
«Es tu turno» pero yo soy rápida para ponerme de pie.
«No, mami» le digo. «Samuelito me dará mi leche» la veo fruncir el ceño y al darse cuenta palidece y se pone de mil colores. «Nunca me voy a olvidar de lo dulce que es la leche de su mamá» le digo limpiándome la cara con un pañuelo y sin más me marcho.
Vale decir que los siete años de matrimonio que duré con Samuel fueron de lo más tranquilos. Mamá Zoila nos visitaba cada cierto tiempo y nos llevábamos de maravilla. Una lástima que lo nuestro no haya funcionado. ¿Cómo iba a funcionar? Mi felicidad nunca podría ser completa mientras doña Zoila tuviese dos maridos, y el primero de ellos fuese el mío.