Youre bitchin, but youre not a bitch
Mónica vuelve a encontrarse con Pablo, y pese a no lograr descubrir demasiadas cosas de él consigue desvirgarlo.
Continuación de They made me do it
Mintió como una bellaca. Se había puesto unos vaqueros junto a una amplia camiseta de su hermano que tenía a Elmo disfrazado de Freddie Krueger como estampado y había bajado a hablar con la policía. Un gesto hosco de su madre había desaprobado el vestuario, pero los dos agentes no parecieron darle importancia. La interrogaron en el salón de su casa, sin nadie de la familia cerca.
Se mantuvo firme en la versión más verosímil: había ido a la consulta, habían hablado sobre cómo se sentía, sobre lo que había hecho aquella semana, si habían remitido sus ganas de autolesionarse, si se sentía dormida por la medicación… Así hasta que, un rato después, la despachó. Había vuelto a casa en autobús, se había duchado y luego cenado con su madre, contándole cómo había ido la terapia.
Le preguntaron si había alguien más en la consulta, y dijo que no, que la recepcionista siempre se iba antes que ella al ser la última hora. Insistieron, pero aseguró que ella no había visto a nadie más.
Uno de ellos apuntó que no parecía afectada, y la morena parpadeó.
— N-no lo asimilo — indicó con entereza —. Es decir, me cuesta imaginar que realmente esté… — frunció el ceño, confusa —. Muerto.
No la molestaron más, y trataron el resto con su madre que la instó a no ir a clase aquel día. Posiblemente, intentando protegerla. Así que regresó a su habitación y escribió a Pablo.
Quiero verte, hoy.
Después de mil capítulos de CSI, pensó que hablar por mensaje no sería inteligente. De nuevo, se escudaba en excusas para verle. Y es que era cierto que no asimilaba por completo la muerte de Lamas, y por ende, que aquel chico fuese su asesino. La nota no dejaba lugar a muchas dudas. Donnie tardó un par de horas en responder, pero terminaron citándose a las cuatro en casa de Mónica.
Entra por la ventana, la dejaré abierta. Creo que estaremos solos.
Él no volvió a responder.
Después de comer, Mónica indicó que se sentía cansada y que se echaría una siesta. Su madre le había contado que era posible que la policía volviera a ponerse en contacto con ella, pero no le hizo mucho caso. También rehusó la invitación a irse de compras con ella. Tuvo que repetirle veinte veces que se encontraba bien. Su hermano se largó sin decir nada al terminar de comer, cargando con el skate del que casi nunca se separaba. Ya en su habitación, se quitó los pantalones, quedando con unas braguitas rosas con topos negros y abrió la ventana echando las cortinas.
Había puesto la alarma, así que minutos antes de las cuatro se desperezó sentándose en la cama. Tomó el botellín de agua que había en la mesilla y terminó con su contenido. Silenció el teléfono y lo dejó boca abajo. Pablo no tardó en llegar, y al otro lado de la puerta, Marley bufó y maulló insistente, rascando la puerta.
— Es mi gato, está muy raro últimamente — se explicó. El chico seguía en pie junto a la ventana, así que Mónica palmeó las sábanas arrugadas para que se sentase junto a ella. Habría matado por un cigarrillo, pero su madre tenía el olfato de un sabueso. Pensó que, quizás, como era un día extraño, lo pasara por alto. No logró convencerse así que descartó la idea —. Ha venido la policía — logró captar la atención de Pablo, que aún con los pies sobre el suelo, la miró demandante —. Les he dicho que todo fue como todos suponen que iba.
— ¿Con esa camiseta de psicópata? — preguntó él. Mónica estiró la tela y vio el estampado.
— Sí — lo miró — ¿Crees que me va a caer la perpetua por robarle ropa a mi hermano pequeño?
Rieron nerviosos. La morena no consideraba necesario preguntarle si había sido él, pues ya tenía la certeza. En cierto modo, le parecía lo más bonito y fulminante que nadie había hecho por ella.
— ¿Han ido a hablar contigo?
Él negó. Mónica se mordió el labio y miró el peluche del conejo, que había dejado sobre un estante de la pared.
— He tirado la nota por el váter — comentó, como dato aleatorio. También había pesado que podía resultar incriminatorio para ambos. Su lado curioso quería detalles, pero era una ínfima parte de su ser. Se acercó a él y le acarició la mejilla —. Será mejor que no volvamos a vernos después de esto — se humedeció los labios —. Es lo más inteligente. Ella podría enfadarse — bromeó sobre la chica que a Pablo le gustaba.
Tan complaciente como siempre, él asintió.
Mónica se inclinó para besarle. Él había hecho algo por ella, algo que todavía no sabía si tendría consecuencias buenas o malas, pero se sentía en deuda y sabía perfectamente cómo pagarlas. Introdujo la lengua en su boca a la menor oportunidad y terminó sentada a horcadas sobre él. Sin romper la unión de sus bocas, coló las manos bajo la camiseta del chico para quitársela. Su hermano no volvería hasta las nueve, y su madre podría pasarse horas de compras. Como había previsto, estaban solos, tenían tiempo y, también, un lugar mucho más cómodo para aquello que tenía en mente.
Las manos de él acariciaron su espalda de forma paralela a cómo Mónica trazó sobre la ajena surcos blanquecinos con sus uñas. Lo que en un principio fue lento, aumentó hasta volverse algo más apasionado. El abrazo tornó en manoseo, y sonrió contra el cuello del chico al notar cómo este se deshacía de la camiseta de Elmo. Sus pezones se endurecieron poco a poco contra el torso de Pablo, al igual que la masculina erección fue invocada bajo los vaqueros dando a la chica una elevación contra la que rozarse insistente encontrando un agradable cosquilleo.
Acarició sus abdominales, sintió la lengua del chico acariciando su cuello de abajo a arriba y se le puso la piel de gallina.
— Aprendes rápido — concedió con voz cálida y entrecortada, contra sus labios, antes de ponerse de rodillas entre sus piernas.
Mirándole con picardía, acarició la erección sobre los pantalones que a continuación abrió. Él se alzó un poco para permitirle bajárselos. Apretó juguetona su paquete, soltando una risita al ver cómo el chico daba un respingo, mientras con la otra mano se deshacía de sus deportivas. Al retirar la tela de los boxers, su erección apuntó alto y Mónica se escupió en la mano antes de tomarla y masajearla de forma lenta.
Él gimió y la morena acercó su boca al glande brillante en la semioscuridad por el líquido preseminal para aplicarle un golpe de cálido aliento. A continuación lo bordeó con la lengua y atrapó la punta con sus labios acelerando la masturbación. Logró hacerle gemir entonces, de un modo que la divertía dada su espontenidad. Se sacó su polla de la boca solo para volver a introducirla, esta vez un poco más. Su otra mano acariciaba la cara interna del muslo de un cada vez más inquieto y audible Pablo.
No escatimó en sacar a relucir toda su experiencia en tales menesteres. Quería que se corriera, porque de ese modo duraría más en la segunda ronda. Así, a las engullidas de su boca, interrumpidas en ocasiones para aplicar lametones y succiones, o bien sucedidas contra la cara interna de su mejilla o hasta el fondo de su garganta, añadió un masaje de sus testículos y caricias contra sus muslos que contrastaban con el constante roce de su melena.
Tal como esperaba, él rozó el clímax con rapidez.
— Para… — susurró, pero la morena forzó todavía más los engranajes, succionando con todo su miembro metido en la boca.
Pablo se corrió generosamente, interrumpiendo con un ronco gemido su jadeante estado y haciéndola sentir el sabor salino del semen con el que había aprendido a convivir pese a desagradarle. Con el denso líquido en su boca, alcanzó el botellín vacío de la mesilla y lo escupió dentro. Se limpió la boca con la mano y lo miró divertida.
— Ahora ya sabes lo que es que te hagan una mamada — sonrió burlona —. Pero sigues siendo virgen.
Sin que Mónica se lo esperase, Donnie se abalanzó sobre ella.
Donnie, sí. Pues fue como si él hubiera cambiado completamente. Nada quedaba del chico comedido que se había corrido en sus pantalones, o que había disfrutado con timidez del francés que acababa de hacerle. Tumbada bajo él, sentía sus manos recorrerla con una posesiva y sucia intensidad que no podía relacionar con Pablo. Pero le encantó.
Al sentir la rodilla masculina clavándose entre sus piernas, la fricción que aquello provocó contra su sexo, todos sus receptores nerviosos se activaron. El beso se convirtió en asfixiante, y la morena notó cómo la lengua ajena reclamaba su boca con dotes innatas para aquello. Porque él era virgen. ¿No?
Suspiró acalorada cuando él abandonó sus labios para descender por su cuerpo. Sus pechos fueron el primer objetivo de besos, una succión que dejo marca y un mordisco que la hizo gritar aunque de puro gusto. La rugosa textura de la lengua de Donnie sobre su tripa la hizo jadear y arquearse impaciente, y las masculinas manos hicieron descender sus bragas hasta los tobillos. Movió los pies para deshacerse por completo de ellas y tembló al notar la seguridad de los dedos del chico acariciando su muslo. Se relamió los labios, forzando el cuello para poder devolverle una mirada intensa y depredadora.
No pueden ser el mismo, se dijo.
Pero tal consideración se disolvió en la nada al sentir un beso junto a su pubis, el aliento capaz de abrasarla, unas caricias certeras que prometían sin dar nada real por el momento.
Habría hecho una broma al respecto, pero justo entonces, la boca de Donnie entró en contacto con sus labios menores, su lengua tanteó las inmediaciones de su hendidura y Mónica hubo de dejar caer la cabeza al tiempo que se aferraba al pelo de su nuca.
— Oh, joder — suspiró, sorprendida por semejante habilidad para rozar el límite de su desesperación. Siguió besando la entrada a sus adentros mientras el pulgar de la mano que permanecía sobre su monte de venus masajeaba su clítoris hinchado. Mónica se revolvió, se agarró a las sábanas, y cuando él introdujo dos dedos en su coño mojado, se arqueó y dobló una pierna para empujarse más contra él. Lo deleitó con una serenata de gemidos intensos y susurrados que la llevaron por el camino del mismísimo delirio.
Pasado un rato, cuando sentía que el final estaba cerca, Donnie se detuvo.
— Tengo ganas de matarte — dijo, y él rió dándole un mordisco en la cadera.
— ¿Qué gracia tiene si solo te diviertes tú?
Podría haberle dicho que ella se la había chupado hasta que se había corrido, o argumentar que si le daba un orgasmo no iba a dejarle a medias. Pero en lugar de eso, lo besó dejando que el sabor de sendos sexos se mezclara en sus lenguas entrelazadas. Pasando una pierna alrededor de su cuerpo, lo empujó hasta tumbarlo sobre el colchón y se movió densamente sobre él, gimiendo extasiada al notar su sexo piel con piel contra la erección rediviva, dura y pulsante, sin quitar sus ojos azules de los de Donnie.
Se inclinó sobre él, que se entretuvo colocando las manos en su espalda para que no se moviera y dando buena cuenta bucal de sus pechos, mientras cogía de una cajita del primer cajón de su mesilla un condón. El último que quedaba. Tuvo que dar un empujón para poder quedar de nuevo sentada sobre él. Abrió el envoltorio tirándolo a un lado y se lo puso con habilidad. Pese a que tomaba la píldora, a causa de una receta extraoficial de Lamas, siempre que podía elegirlo prefería que sus amantes llevaran goma. Una de sus amigas había cogido una venérea una vez y la precaución le había quedado grabada a fuego. Si lo hizo con Donnie, fue porque con lo perra que la había puesto, empezaba a pensar que lo único que tenía de virgen debía de ser el culo. Pero no iba a quejarse.
Tomando su miembro envuelto con la mano, se elevó sobre las rodillas llevándolo a su abertura y se ensartó lentamente en él mirándole con cara de puro vicio exhalando un gemido profundo y suave. Una vez lo tuvo por completo dentro de ella, movió la cadera sin levantarla, tomando constancia, sintiendo cómo sus músculos se dilataban para darle cabida. Él pellizcó uno de sus pezones, sin dejar de sobetearla por todas partes, ni de mirarla con un deseo fulgurante.
No tardó mucho en comenzar a cabalgarle, moviéndose con brío sobre él al ritmo que su propio placer creciente le demandaba. Jadeó, aumentando el ritmo hasta que sus entrañas parecieron arder y cada sonido que salía de su boca parecía rasgar su garganta como una afilada navaja. Perdió el contacto con la realidad, sumida en unas caricias fuertes, en la forma de Donnie de alzar la cadera para que, cuando Mónica descendía sobre él, clavarle la polla completamente hasta hacerle sentir que se rompería en mil pedazos.
Los continuos botes hicieron que le dolieran los pechos, por eso fue bien recibido que él tomase la iniciativa colocándose sobre ella. Tumbados transversalmente sobre la cama de sábanas sudadas, la hizo doblar una de sus piernas llevando la rodilla casi contra su pecho y la bombeó con fiereza hasta que su sexo palpitó frenético y la morena eyaculó manchando la cama y a su amante, perdiéndose en un limbo trémulo donde creyó perder el conocimiento por unos segundos gloriosos.
Poco después, escuchó el mismo gemido grave que la había sorprendido en la consulta de Lamas, esta vez directo contra su oído, y sintió nuevos pálpitos en su sexo.
Lo abrazó y rodeó con sus piernas, atrapándole, manteniéndole junto a ella pese a que las respiraciones tortuosas de ambos no iban al mismo compás. Tampoco tenía una razón para hacer aquello, sencillamente le apetecía y no se lo cuestionó. Donnie, que dejaba una serie de besos suaves por su cuello y hombro, parecía haberse vuelto a convertir en Pablo. Aquello también le generaba curiosidad, quizás tuviese personalidad múltiple o algo así, pero no quería estropearlo.
— No podemos volver a vernos — insistió con voz frágil, deseando que él se negara.
Sin embargo, se alzó un poco sobre ella y la miró acariciándole los labios con una mezcla de ternura y veneración.
— Claro — le dijo, y Mónica pensó que podría morirse de frustración en aquel mismo instante.
En lugar de eso, suspiró profundamente y acarició el costado de Pablo, aún sin deshacer el torniquete con el que sus piernas lo mantenían dentro de ella.
— Eres el mejor virgen de la historia — bromeó. No iba con ella mostrar aquello que la turbaba.
— Era — dijo él.
— Eras — repitió Mónica.
Lo besó, y esta vez tuvo sabor a despedida. Lo dejó ir cuando quiso separarse de ella, y se quedó mirándole al verlo sentado al borde de la cama. La espina dorsal se le marcaba notablemente bajo la piel, y tenía un tatuaje en el hombro. Un reloj infinito en forma de espiral. Se puso de rodillas en la cama y lo abrazó desde atrás cuando volvió a sentarse después de haberse quitado el condón y recuperado sus bóxers y vaqueros. Miró el peluche que le había dejado aquella mañana sobre la cama.
— ¿Por qué un conejo, y por qué gris?
— ¿Preferías un osito blanco? — sonó repentinamente esquivo, y Mónica se sintió estúpida. Así que se apartó.
— No, era solo curiosidad — se puso en pie, cubriéndose con la camiseta de su hermano antes de ponerse las bragas de nuevo. Pasando un brazo sobre su tripa, agarró el codo contrario y miró a Pablo. O Donnie. O quien fuera. Ya vestido y en pie. Se mordió el labio, porque la morena solía ser directa con los chicos, no le temblaba la voz a la hora de decirles que quería volver a verse con ellos, o todo lo contrario. Pero al igual que no le había hecho falta cuestionarse muchas cosas que había hecho con él, o que él había hecho por su cuenta, lo de echarse atrás en lo de no volver a verse era otra historia —. Adiós, supongo — dijo resignada.
— Hasta que me necesites — indicó él.
La dejó tan perpleja semejante afirmación, que se quedó mirando hacia la ventana por la que él salió como una idiota. Cuando logró reaccionar, fue corriendo para apartar las cortinas y miró hacia abajo. Pero él ya no estaba. Vale, ahora sí necesito un cigarro.
Se puso unos shorts deportivos, cogió de la mochila la cajetilla de tabaco y bajó a la parte trasera de la casa. En el tendal, pendían coloridas muchas, muchísimas de sus bragas. Como si hubieran puesto una lavadora solo para ellas. No tuvo que contarlas, supo que había cuarenta y cuatro. Incluso la del día anterior.
Apoyada contra la puerta del garaje, fumó rayando la histeria. El cigarrillo le duró un suspiro. Pensaba cómo explicarle a su madre por qué preguntara qué había pasado con el aluvión de su ropa interior, que era la forma más sencilla de no pensar en Pablo. En Donnie. Porque a ella le gustaba cómo se la había follado Donnie. Sin querer, se perdió en esos derroteros. Decidió que se haría la loca con su madre respecto a sus bragas. Ya, total, qué más daba.
Tiró el cigarrillo a través de la verja, hacia la carretera, y volvió a su habitación. Cogió el pijama y se dio una ducha por terquedad. Si él ya no estaba en su vida, que no lo estuviera en ningún aspecto. Se frotó hasta quitarse su olor, se mastubó pensando en su actor favorito aunque desistió pronto de aquello, se vistió, cogió las sábanas y su ropa para echarlo a la lavadora poniéndole un programa intensivo que no dejara en la tela rastro de nada. Dejó la ventana abierta de par en par para que la habitación se ventilara y echó medio bote de ambientador hasta que el aroma a lavanda la mareó. Entonces, cerró la puerta.
Se permitió achuchar a Marley en el sofá mientras veía un programa de cambios radicales de casas en la tele. Cuando la lavadora terminó, recogió todas sus bragas del tendal, colgó las sábanas y volvió a su habitación para guardar la ropa interior que superpoblaba el cajón de la cómoda. Trató de no mirar demasiado, ni el lugar ni nada que pudiera recordarle a él.
Su madre regresó, y Mónica prestó atención a lo que se había comprado. Ropa, un nuevo juego de toallas… También le contó que se había encontrado a sus amigas, quienes al parecer la habían estado llamando sin que ella respondiera. A la hora de cenar, su hermano volvió. También se interesó por él, que reacio, le preguntó si se había metido en una secta o algo y le mandaban hacerse la simpática. Sin embargo, terminó quejándose de que la profesora de historia le tenía manía, de que desde que su mejor amigo se había echado novia no le veía el pelo porque todas las mujeres eran un cáncer y que tenía ganas de ir a ver una película que iban a estrenar al día siguiente. Se ofreció a ir con él pero su hermano la repudió como si tuviera la lepra, alegando que iría con sus amigos, y se sumergió en sus videojuegos.
La morena ayudó a su madre, que le dijo que la notaba rara pero no mencionó nada sobre todas las bragas ya guardadas, a recoger la mesa, lavar los platos y fregar la cocina. Hasta se metió en cama con ella un rato, con la excusa de ver un talent show, y terminó quedándose dormida allí.
A la mañana siguiente, su madre la despertó para ir a clase. Había llegado el momento de enfrentarse a su habitación. Al entrar, vio la cama con nuevas sábanas perfectamente colocadas. Ya no olía a lavanda, ni a nada. La botella sobre la mesilla estaba completamente vacía, y limpia, lo que la hizo fruncir el ceño. Al mirar al estante, ya no había un peluche de un conejo gris, sino el de un osito blanco.
Parpadeó, y se acercó para buscar una nota, pero no encontró ninguna.
Recordó entonces el teléfono móvil silenciado, que yacía moribundo junto a la lámpara de noche. Lo conectó al cargador y vio un montón de notificaciones. WhatsApps, llamadas perdidas de sus amigas… Ninguna de Pablo. No le dio la gana de aceptarlo, así que buscó la conversación, tres veces. Pero no estaba. Había sido borrada. Igual que él de los contactos. Sintió que le daba un ataque de ansiedad.
¿Se estaba volviendo loca? ¿Él había estado allí? ¿Había decidido borrarse de su vida al no encontrarla? ¿O había sido todo premeditado, sabía que no estaba y por eso…? No entendía nada, y ahora ni siquiera tenia una forma de contactar con él… Respiraba dificultosamente, lloraba sin darse cuenta y le temblaban las manos. Sentía un intenso calor en las mejillas y unas manos invisibles apretándole el cuello.
El condón.
Abrió el primer cajón de la mesilla y la cajita donde los guardaba. Estaba vacía.
Entonces, rió.