Yoga al desnudo

Matías tiene 24 años y está absorbido por el estrés. En un curso de respiración y relajación conoce a Sonia, una mujer de 50 años, con vasto conocimiento de las últimas tendencias de Yoga en el mundo.

YOGA AL DESNUDO

Corría el año 2012 y en ésa época de mi vida estaba experimentando mis primeras sensaciones de estrés. Yo tenía 24 años y había asumido ciertas responsabilidades laborales que me superaban. Por eso un compañero de trabajo me recomendó que haga el curso de “El Arte de Vivir”, una semana de encuentros en donde aprendería a respirar y a hacer ejercicios de relajación entre otras cosas. También me tentó diciendo que al curso iban muchas chicas y que seguro me terminaba levantando a alguien.

Para mi decepción, en la primera clase había una sola mujer de mi edad y no me atraía para nada. El resto eran hombres o señoras de la tercera edad. Me propuse concentrarme en mi objetivo principal: superar el estrés. Sin embargo, al día siguiente mis segundas intenciones aflorarían de manera protagónica.

Llegué a la segunda clase un poco tarde y la profesora justo estaba presentando a Sonia, una nueva alumna. Era una mujer de unos 50 años muy bien llevados, morocha fibrosa, de pelo negro largo y lacio brillante, ojos grandes y oscuros delineados, una nariz de cirugía estética y boca de labios marrones, finos y delicados. Llevaba puesto un sweater que se le pegaba a sus pequeños pechos y a sus delgadas caderas. Era flaca, para su edad tenía un cuerpo admirable. En la parte de abajo llevaba unas calzas negras que apenas dejaban imaginar lo que había en su entrepierna pero que remarcaban sus nalgas de carne magra y firme, muy agradables a la vista.

Desde el comienzo de la clase mis ojos estuvieron fijos en Sonia. Me deleitaba viéndola hacer algunos ejercicios de estiramiento y hasta intentaba disimuladamente ubicarme detrás de ella para poder observarla mejor, sobre todo cuando abría las piernas y yo taladraba mi cerebro tratando de imaginar cómo sería esa cuevita de labios oscuros debajo de esas calzas, debajo de esa bombacha que también era un misterio para mi mente estresada pero propensa a excitarse fácilmente.

Cuando terminó la clase a eso de las diez de la noche, caminé solitario hasta la parada de colectivo, rumbo a mi casa. Estaba cansado y al subir no presté atención al resto de los pasajeros.

– ¡Psst! ¡Psst! –sonó una voz a mis espaldas ni bien me senté.

Miré un poco distraído. Había poca gente en el colectivo. Pero el llamado de atención fue un poco más insistente. Entonces giré la totalidad de mi cabeza para mirar a mis espaldas. Era Sonia. La reconocí enseguida. Estaba sentada en el último asiento, sola. Me hizo señas amablemente para que me acercara y me sentara a su lado.

– ¿Vos sos del curso, no? –le pregunté haciéndome el desentendido–. ¿Sonia? ¿Puede ser?

–Si, claro. Por eso te chisté –me respondió ella–. Me subí una parada antes, hay una un poco más cerca. Te aviso así caminás menos la próxima vez.

–Matías, un gusto –le dije y aproveché para darle un beso en la mejilla.

Después de esa presentación empezamos a hablar. Ella tenía una dialéctica muy tranquila, me transmitía paz escucharla. Me contó que se había separado de su marido hacía un año y medio, una relación muy larga y tóxica. Que estaba comenzando una nueva vida y que hacía cursos de distintas disciplinas que la ayudaban a fortalecerse mental y físicamente: fitoterapia, reflexología, osteopatía, budismo, respiración y relajación. Pero por sobretodo hacía mucho énfasis en el yoga. Ella no sólo lo practicaba con profesores sino que ya había adquirido la experiencia suficiente como para hacerlo sola en su casa. Me contó que tenía una habitación especialmente acondicionada para eso.

Me volví en colectivo con Sonia después de las tres clases restantes del curso. La verdad es que no le presté demasiada atención a la respiración y a la meditación. Mi único estímulo para concurrir los 5 días a rajatabla había sido Sonia. El viernes fue la última clase y después de un austero brindis de bebidas sanas con el resto de los alumnos, caminamos juntos a tomar el micro. Una vez que estuvimos sentados viajando, ella tomó la iniciativa:

–Espero que podamos quedar en contacto –me dijo Sonia–. Sería una lástima perdernos.

–Estoy de acuerdo –respondí yo casi de compromiso.

– ¿Tenés un número de contacto? –me dijo Sonia–. Me gustaría invitarte un día de estos a que practiquemos Yoga, sobre todo por lo que me contaste de tu estado de estrés. Yo atravesé por una situación muy parecida de mucho cansancio mental y agobio físico...

Sonia seguía hablando con su cadencia suave y me iba engatusando lentamente. Cuando estaba sentado cerca de ella sentía su perfume entremezclado con el olor natural de su cuerpo después de hacer ejercicio. Terminé dándole mi número de teléfono y seguramente en ese estado de perdición también le hubiese dado la dirección de mi casa. Finalmente, se despidió con un pequeño abrazo y se bajó del colectivo. Yo seguí viaje, sin esperanza de nada. Seguramente sería una fantasía más en mi haber, pensé.

La semana siguiente estaba de nuevo hundido en las responsabilidades y el estrés. El jueves a la tarde me sonó el teléfono: número desconocido. Atendí de mala gana, pensando en que sería algún telemarketer tratando de venderme algo inútil. La voz dulce y pausada del otro lado me convenció enseguida de lo contrario. Antes de que ella me diga su nombre ya sabía quién era. Tuve que irme en privado no sólo a hablar, sino porque tenía una erección inocultable.

–Hola, Matías ¿Te acordás de mí? –me dijo Sonia.

“Cómo no me voy a acordar...” tuve ganas de decirle pero me contuve y hablé fingiendo seriedad. Su invitación a hacer Yoga en su casa se estaba haciendo realidad. Me dijo si quería ir al otro día, el viernes a eso de las ocho de la noche. Acepté sin dudarlo, aún sabiendo que quizás íbamos a practicar yoga y nada más.

Estuve puntual como un soldado a la hora pactada en la puerta de su casa. Toqué el botón “2” en el tablero. Sonia vivía en un edificio de varios pisos. Cuando bajó a abrirme, se sorprendió por lo bien vestido que estaba. Me recordó que íbamos a hacer ejercicio y se rio porque yo llevaba puesto un jean y una camisa. Otra vez mi mente anteponiendo las segundas intenciones por encima de todo, pensé. Le dije a Sonia que no iba a tener problemas, que era un jean bastante elástico, que no se preocupe. Mentira, era un jean que me quedaba ajustadísimo. Lo usaba justamente como represor de erecciones inesperadas.

Cuando entramos a su loft, muy lujoso por cierto, me condujo a través de un pasillo y me mostró la sala acondicionada para hacer Yoga. Ella se detenía en cada objeto y me explicaba: las colchonetas, las velas, las luces, las imágenes. Yo no paraba de mirarla a ella: estaba vestida de blanco, con una remera bastante ajustada que me hacía sospechar que no tenía corpiño debajo y una calza también blanca que le transparentaba una bombacha de encaje negra.

Después de poner música suave, me dijo que nos sentáramos en posición de loto para empezar a hacer unas respiraciones. Estábamos los dos enfrentados. Cerré los ojos y me dejé llevar por el ritmo que ella imponía para inhalar y exhalar. Mi mente no podía dejar de fantasearse. Además en la habitación hacía un calor realmente agobiante. La calefacción, sumada a mi ropa no apta para hacer ejercicio me estaba jugando una mala pasada. Realmente no podía concentrarme y ella lo notó. Me preguntó si estaba incómodo. Yo le pregunté a Sonia si era posible bajar el nivel de la calefacción y me explicó que era un sistema de calor centralizado de todo el edificio. Cuando le dije resignado, que podíamos continuar sin problemas ella tomó las riendas de la situación.

– ¿Tenés un shortcito debajo del jean? –me dijo Sonia con total impunidad–. Si no te incomoda, podemos hacer yoga sin ropa.

–Ehhh... –atiné a hacer un ruido extraño con la boca.

–No quiero que te asustes, Matías –siguió ella con su cadencia envolvente y suave–. Es una práctica que se está poniendo de moda en algunos países del primer mundo. Igualmente yo te invito a que lo hagamos en ropa interior, nada más. Es más voy a bajar un poquito las luces así no te da vergüenza.

Después de bajar las luces, se quitó la remera y se quedó en tetas. Tenía unas tetas muy pequeñas, dos bultitos que apenas se distinguían del resto de su pecho. La punta de sus pezones era de marrón oscuro y tenía alrededor una aureola delicada de un marrón más claro. Pude ver su cuerpo fibroso, firme, bien mantenido. Podía notarle las costillas. Era realmente flaca, el tipo de mujer que más me calienta.

–No seas tímido, Matías. Tenés que vivir más relajado –me dijo Sonia–. Sacate esa camisa que te debés estar muriendo de calor.

Ella se sacó la calza mientras yo acataba sus órdenes. Finalmente quedé en calzoncillos parado frente a ella. Tuve una mala elección: me puse un bóxer blanco y de elastano. El efecto represor de erecciones era nulo. Y en ese momento no me quedó otra opción que entregarme al destino. Ver a Sonia en tetas frente a mí, con esa bombacha negra de encaje fue demasiado. Sus piernas también eran excitantes: los músculos bien marcados, sin estrías ni imperfecciones. En cuestión de segundos se me infló una carpa en la entrepierna. Tenía una erección enorme y bien marcada. Ni siquiera llegué a acomodarme la verga de costado. Estaba bien empinada, como queriendo atravesar el bóxer. Y lo peor es que ya empezaba a lagrimear, ese líquido incontenible que sale cuando él lo decide. Enseguida noté como el calzoncillo empezaba a humedecerse y se formaba una mancha visible en la tela blanca.

Sonia se acercó lentamente hacia mí. Yo empecé a balbucear algo como “Perdón, no es mi intención que pase esto...” pero ella puso su dedo índice en mi boca y dijo:

–Dejá que tu cuerpo hable por vos. No quieras tener todo bajo control, Matías. Te voy a sacar esto que te está haciendo sufrir porque vos no te vas a animar a sacártelo solito –agregó Sonia y me bajó el bóxer hasta las rodillas.

Nos quedamos con nuestros cuerpos muy cerca. El bóxer se me deslizó de a poco hacia los talones y sutilmente levanté los pies para quitármelo del todo. Yo quise decir algo pero ella otra vez apoyó su índice sobre mi boca acompañado de un sutil “Shhh...” y después arrastró ese dedo índice por mi pecho, mi ombligo, hasta desembocar en mi pene, el dictador del momento, el que tomaba decisiones, ya sin mi consentimiento. La sentía muy dura, como si pesara más de lo habitual. Sonia la tomó con una mano y empezó a acariciarla desde la base del tronco hasta el glande, haciéndome una paja suave.

–Nuestro cuerpo es un templo –me dijo Sonia–. Ahora me diste la llave. Tengo que abrir sus puertas para renovar su energía. Cerrá los ojos y repetí conmigo: mi cuerpo es un templo y sólo quien yo elija tendrá su llave.

Entrecerré los ojos y llegué a decir apenas la mitad de la frase con la voz temblorosa: “Mi cuerpo es un templo...”. Pude ver que Sonia se quitaba la bombacha y quedaba completamente desnuda.

–Repetilo una vez más completo. Mi cuerpo es un templo y sólo quien yo elija tendrá su llave –dijo Sonia mientras agarraba nuevamente mi pija dura y tensa. Sentí como la direccionaba hacia su entrepierna con su mano. Hacía leves movimientos para frotar mi verga como un pincel sobre su vulva. Terminé de entender un poco la frase mística de Sonia en ese éxtasis. Me hizo acordar a cuando volvía borracho a mi casa y no lograba embocar la llave en la cerradura. Podía sentir sus labios vaginales chocando con la cabeza de mi pene. Sonia levantó una rodilla en el aire y la puso a un costado de mi cuerpo, abriéndose como una ostra para que mi verga pueda deslizarse cuevita adentro. Ella estaba tan húmeda como yo. Mi cerebro atolondrado se hacía preguntas como “¿Lo habrá planeado ella todo esto?”. Qué importaba. Ni bien entró mi glande y parte del tronco adentro de su vagina, perdí la discreción. La agarré de los muslos y la invité a que se cuelgue de mi cuello. Ahora ella rodeaba mi cintura con sus piernas mientras yo le sostenía las nalgas y la empujaba hacia mí. Sin embargo, la posición de parado nunca me resultó cómoda. Divisé un sillón y caminé hacia atrás sin soltar a Sonia ni salirme de adentro de esa concha profunda, caliente y jugosa. Era el hábitat perfecto para mi pene en estado salvaje. Una vez que estuvimos en el sillón, ella empezó a cabalgar despacio. Se daba cuenta del placer que me daba que lo hiciera lentamente, para poder dimensionar las sensaciones en cada centímetro de mi verga: cuando yo tocaba su fondo y ella apoyaba su vulva sobre mi pelvis y cuando se retiraba lentamente envolviendo todo el tronco hasta dejar adentro sólo el glande. Lo hacía con mucha prolijidad, en ningún momento se salió.

–Esto es una transferencia de energía, Matías –me dijo Sonia–. Estás muy estresado, muy agobiado. Mi cuerpo es una fuente de renovación para vos, extraé todo lo que puedas de mí, tenés la llave de mi templo, llevate... ahhh... –Sonia no pudo continuar más con su monólogo.

Empezó a gemir y a cabalgar más descontroladamente. Se impulsaba con los pies apoyados en el sillón y hacía fuerza con sus muslos y sus rodillas. Sus nalgas duras y magras rebotaban contra mis cuádriceps. Al tacto se sentían perfectas, muy sólidas sin un gramo de carne de más. Yo se las apretaba y ella parecía excitarse más. Toda su poesía mística se pervirtió en pocos segundos.

–Chupame las tetas, Matías –me dijo Sonia–. Chupámelas por favor, te lo suplico...

Empecé a usar todas las herramientas que tenía en mi boca. Primero lamí con la punta de la lengua sus pezones hasta que estuvieron realmente duros. Luego rodeé la aureola alrededor del pezón con mi boca y empecé a succionarla, como si realmente pudiera darme leche.

–Mordeme, ahí, ahhh... mordeme –me dijo Sonia

Obedecí y le mordí la puntita del pezón, como si quisiera arrancarle un pequeño pedacito de carne. Ella ya no decía nada, sólo gemía aumentando de volumen. Yo estaba por acabar en cualquier momento. Los dos estábamos transpirados. Sentí su cintura mojada escurriéndose entre mis manos.

–No puedo más Sonia –le confesé–. Voy a acabar.

–Dame tu energía sí, dame toda la leche –me dijo y empezó a gemir más fuerte todavía.

Sentí como mis testículos se relajaban y la leche recorría todo mi tronco hasta estallar en la punta de mi verga. Podía notar los pequeños temblores que sacudían toda mi zona genital con cada eyaculación. Debo haber acabado una gran cantidad de semen dentro de ella porque rebalsó. Sentí que sobre mis muslos se derramaba algo líquido.

–Ahhhhh... dios mío... –dijo Sonia y se quedó quieta como piedra por un instante, con la mirada perdida en el techo y la boca abierta. Recordé la frase en francés “L’ Petit Mort”. Finalmente se desarmó y se dejó caer. Me abrazó y nos quedamos acostados en el sillón por un largo rato.

–No puedo creer... –empecé a decir para romper el silencio pero ella otra vez me calló con su índice.

–Shhh... relajate un poco Matías –dijo Sonia–. Relajate y respirá, que tenés el corazón muy acelerado. Renová energía. Tranquilo, está todo bien. No podés tener el control de todo. Soltate, deja que tu cuerpo y tu mente entren en plena armonía, en plena sinergia. Pensá en una luz dorada que entra por tu pecho y se expande por cada uno de los músculos de tu cuerpo –recitaba Sonia mientras deslizaba su mano por mi pecho, luego por mi ombligo y otra vez se disponía a empuñar, a mi rey, al dictador, que otra vez estaba con el tronco tieso y expectante, con la cabeza roja y húmeda fuera de mi control.