Yo te cuido

El confinamiento pone al límite a un hijo que está obligado a convivir con su madre.

*Este relato se lo dedico a Xio, que además de ser una de mis autoras favoritas y admirarla mucho, se ha comportado conmigo de manera exquisita y solidaria en estos tiempos oscuros para mí. No sé si es un buen relato, pero está hecho con cariño.

Yo te cuido

—Es, simplemente, una incapacidad transitoria para realizar cualquier tipo de movimiento voluntario—explicó el médico—. Tiene lugar entre el estado de sueño y el de vigilia.

Lorena y su hijo le observaban atentamente, intentando comprender lo que llevaba tiempo angustiándola.

—Su duración suele ser corta, es extraño que dure más de tres minutos, aunque no imposible —siguió él.

El doctor, viendo la cara de incredulidad de su paciente, intentó mostrarse más humano.

—Señora Marsó, lo que intento decirle es que lo que le pasa no es nada preocupante ni grave, debe creerme.

Rubén, el hijo, respiró tranquilo. Pero su madre no parecía convencida.

—Doctor, grave no sé, pero es una sensación terrorífica.

El facultativó sonrió empáticamente antes de continuar:

—Sí, lo sé, con razón antiguamente le decían “subida del muerto”, no te puedes mover, pero sí sentir y estar consciente. La audición, la vista y el tacto están perfectos, pero no consigues moverte. Es terrible, pero algo inofensivo, le prometo que la parálisis del sueño no supone ningún peligro para la salud. No se conocen las causas, pero usted tiene un largo historial de problemas para dormir...Le daré unas pautas para intentar terminar con esto, o por lo menos minimizarlo.

—Diga, doctor —dijo Lorena sacando una pequeña libreta del bolso y un bolígrafo que siempre le compañaban.

—Debe tener hábitos saludables del sueño. Despertarse y levantarse a la misma hora, tenga o no sueño e incluso el fin de semana. No mirar móviles, tables ni el ordenador por lo menos dos horas antes de acostarse...

Lorena apuntaba en el bloc, atenta, asintiendo con la cabeza.

—...Procurar no dormirse nunca en el sofá ni en ningún lugar que no sea la propia cama.

—¿Eso es todo? —preguntó ella, asqueada por aquel último consejo, recordando que era algo más que frecuente en su vida.

—Bueno, y le voy a dar una medicación. No se preocupe, es amitriptilina, pero una dosis súmamente baja. Le ayudará a relajarse —concluyó el médico levantándose y alargando la mano en forma de despedida.

Equilibrio

Durante un tiempo las cosas fueron mejor. Lorena se tomó en serio los consejos y fue constante con la medicación. Rubén se convirtió en su recordatorio diario y también en su apoyo, pero eso siempre había sido así. Al fin y al cabo ella había sido madre joven, jovencísima. Dando a luz a un sano muchacho con solo quince años de edad. Y él, que ni siquiera sabía quién era el padre, a sus dieciséis años ya era un joven responsable y poco problemático.

Ambos eran muy distintos. La madre había tenido una juventud salvaje. Un poco heavy, un poco gótica y un mucho de subversiva. No encajaba en ningún grupo, pero era bienvenida en todos. Melómana y amiga de la fiesta. El hijo, por el contrario, vivía entre las series, los libros y las películas. Interesándose mucho más por temas intelectuales que por la música.

Ella tenía un encanto especial, más allá de ser más o menos sexy, que lo era. Al poco de nacer su hijo, criado con la ayuda de sus padres, fue sentando la cabeza, pero detrás de sus rasgos atractivos y el voluminoso pelo negro se seguía intuyendo a una salvaje, capaz de seducirte sin proponérselo. Él era bien parecido, pero su timidez y su estilo apocado le hacían tener poco éxito social, y mucho menos con las féminas.

Habían creado una familia. Equilibrada dentro del caos. Amorosa. Apoyada siempre por unos dedicados abuelos. Todo iba bien, o por lo menos mejor.

Entonces llegó la pandemia.

Confinamiento, día 10

—Hijo, ¿Qué haces? —preguntó entrando en la habitación.

—Juego al Starcraft con Borja —respondió él sin despegar la vista del ordenador.

—Ah...ya...bueno. Supongo que es un mata-mata de esos que te gustan. En fin, que por fin me ha llamado el médico.

—¡Ah sí! ¿Y qué te ha dicho? —preguntó mirándola fugazmente.

—Nada, que...mmm...bueno. Osea, yo le he dicho que no duermo una mierda y tal, y a mitad de explicación me ha dicho que doble la medicación. Creo que están muy estresados por el tema del puto virus.

—Mamá...

—¡¿Qué?! No seas mojigato peke, es un virus de mierda. Si no puedo decir tacos ahora no sé cuándo voy a poder.

—Bueno, vale. ¿Y las recetas?

—Nos las envía por mail, le he dado el tuyo.

—Ahá —respondió Rubén desconectando poco a poco de la conversación y centrándose en el juego.

La madre, aburrida como nunca después de que la empresa la incluyera en un ERTE, observó a su hijo tecleando apasionadamente, inmerso en aquel videojuego de estrategia espacial. Se acercó lentamente y se sentó en el borde de la mesa del ordenador, intentando llamar su atención.

—¿Y así juegas, sin música ni nada?

—Claro —dijo él casi entre dientes —. Con música no me concentro.

—¡¿Cómo que no?! ¡¡Pero si la música es compatible con todo!!

—Mamáaa...

—¡¿Qué?! Pero si es que no me puedo creer que tenga un hijo tan sieso, ¡coño! Te voy a poner algo de los The Doors , ¿vale?

—Mmm, nah. Creo que no me gustan, demasiado psicodélicos.

Rubén no pudo ver el semblante casi desencajado de su madre al oír tal afirmación.

—No digas tonterías, hay dos tipos de personas: a los que les gusta Jim Morrison y los gilipollas.

Lorena seguía apoyada en el borde del escritorio, casi tapando el monitor del muchacho con sus voluptuosas curvas. Vestía tan solo con una camiseta larga de Los Ramones a modo de vestido. Rubén no pudo evitar fijarse en sus piernas, largas, trabajadas. No eran delgadas como las de una quinceañera, pero sí firmes, con deseables y generosos muslos. Vio que llevaba las uñas de los pies pintadas de negro, era, probablemente, la madre más juvenil de su instituto.

—¿Y entonces?

—¿Entonces qué? —preguntó el chico.

—Que si voy a por el disco o no.

—No hace falta, mamá, de verdad.

—Hijo, joder, este virus ya es suficientemente coñazo, no lo seas tú también.

—Mamá —intentó explicarse el adolescente mientras salía de una emboscada perpetrada por su amigo—. Me estás desconcentrando. No te preocupes por el coronavirus, la naturaleza es sabia.

La madre, frustrada, se sentó mejor en la mesa del ordenador, evitando escurrirse. Momento en el que mostró, involuntariamente, sus braguitas blancas, que no pasaron desapercibidas al atareado muchacho.

—No tan sabia la naturaleza, encontró el equilibrio a base de miles de años, muerte y extinción. Esas lagartijas gigantes de los dinosaurios vivieron ciento ochenta millones de años, mucho tardó en darse cuenta de que eran unos inútiles.

Rubén sonrió ante ese inesperado alarde intelectual de su madre.

Confinamiento, día 12

Rubén desayunaba en la mesita de la cocina cuando apareció su madre, adormilada y con la voz ronca.

—¿Qué comes?

—Unas tostadas con mantequilla y mermelada, ¿te preparo unas?

—No…gracias, creo que solo tomaré leche, tengo el estómago revuelto.

—¿Has vuelto a dormir mal?

—No, que va, pero ayer doblé la medicación. Joder, no es tan floja como decía, ni siquiera recuerdo irme a dormir. Me ha dejado completamente k.o.

—Bueno, seguro que eso solo pasa al principio —intentó tranquilizarla el hijo.

—Sí, supongo, no sé. El tema es dormir.

El resto del día fue un calco de los anteriores. Videojuegos, series, películas y llamadas a familiares. Por la tarde coincidieron en el salón para ver una película antigua de terror, género que sí convencía a los dos. El adolescente permanecía atento a la pantalla cuando se dio cuenta de que su madre llevaba tiempo sin comentar nada, aun siendo de las personas más parlanchinas que conocía. Miró al otro sofá donde estaba ella dormida y la vio, completamente inmóvil, con los ojos abiertos.

—¡Oh! ¡¡Mierda!! ¡¡Mamá!!

Rápidamente se levantó de su sofá y fue a su encuentro. Sabía, por lo leído en internet, que no era conveniente que la moviese, pero sí podía hablarle y tranquilizarla.

—Mamá, no es nada, no es nada. Relájate. Enseguida podrás moverte.

Ella no pudo responder, pero sus ojos, abiertos como platos, lo decían todo. A Rubén le pareció incluso oír algún pequeño gemido.

—Vamos, vamos, valiente…seguro que ya casi está.

Pasaron tres larguísimos minutos, y eso sin saber el tiempo que llevaba ya así antes de que se diera cuenta, hasta que empezó a moverse muy lentamente.

—¡¡Joder!! Me ha pasado otra vez esa puta locura.

—Lo sé —respondió él acariciándole cariñosamente el cabello.

—¡Qué puta mierda! Es como que te entierren viva, sientes que te mueres. ¡Coño!

—Mamá…no debes dormirte en el sofá. Piensa que llevas solo un día con el aumento de medicación y tienen que sanear tus horarios.

—¡Sanear mis ovarios! ¡¡Menudo mal rollo joder!! Cada vez me dura más. Voy a pillar a ese médico por el pescuezo y me va a oír.

—Es mejor no ir al hospital ni nada, la situación está muy tensa. Eso es un hervidero de virus —le explicó el hijo resignado.

La madre pareció calmarse poco a poco, pero se la veía realmente angustiada por lo sucedido.

Confinamiento, día 20

—Lo que me cuentas es absolutamente normal, Rubén, se llama amnesia anterógrada. Es una amnesia a corto plazo, completamente benigna, usual con la amitriptilina. Sobre todo, si se mezcla con benzodiacepinas, que es el caso de tu madre. Cuando se toma la medicación, acaba por no recordar lo que ha hecho las dos horas antes de ir a dormir —explicó, paciente, el doctor por teléfono al preocupado hijo.

Lorena había preferido que hablara él, era el más sensato de los dos.

—¿Y le va a pasar siempre?

—Siempre no, solo hasta que rebajemos la dosis o su cuerpo se acostumbre al fármaco, pero repito, es absolutamente normal.

—Gracias doctor —dijo el chico antes de colgar.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó la impaciente madre.

—Que es normal, completamente normal.

—La madre que lo parió, para este matasanos todo es normal. ¿Que no recuerdo una mierda antes de acostarme? Normal. ¿Que se me sube el muerto? Normal. Cualquier día tendré un puto cáncer y me dirá que tranquila, que no pasa nada, que me relaje.

Rubén no pudo evitar reírse con las ocurrencias de su madre, risa que acabó por contagiar a la estresada progenitora.

—Pues nada, a seguir drogada, amnésica y con el íncubo encima de vez en cuando —concluyó entre risas.

El confinamiento empezaba a ser largo, pesado, asfixiante. Se acaban las series, por lo menos las buenas. Lo mismo pasaba con el cine. Fue un día tan insípido que Lorena decidió cenar pronto, a las ocho, y tomarse la medicación con la intención de acostarse. Al rato, sintió la boca algo pastosa, también sus reflejos disminuir.

—Hijo… —dijo entrando en la habitación del joven—. Estoy ya hecha polvo por las pastillas y me he acordado de que tengo que darle una vuelta al coche, me da miedo que se le jodan las baterías.

Rubén pareció mirarla sin entender muy bien a dónde quería llegar.

—¿Lo mueves tú?

—¿Yo? Mamá, ¿te has olvidado de que tengo dieciséis?

—Joder, pero si es solo por el parking, a la calle no se puede ni salir.

—¿Y no puede esperar a mañana?

—Joder, ¿qué te cuesta? Sabes conducir un puto coche automático, ¿no?

—Estoy en pijama ya, mamá.

—Coño, te pasas el día en pijama. Yo estoy en bragas y camiseta, ¿no te jode?

—Vale, vale…

Se puso unas zapatillas deportivas y se dirigió a la puerta con aquel absurdo atuendo. Esperando el ascensor se encontró a la madre, ni siquiera se había calzado. Pensó en preguntarle, pero no quiso entrar en otra aburrida discusión. El ascensor llegó y ambos entraron. Estaban a punto de llegar al destino cuando el elevador se detuvo en el primer piso y entró un vecino vestido de calle y con mascarilla. Se les quedó mirando, algo perplejo por la situación.

—Voy a la farmacia —explicó él.

—Vamos a mover el coche —dijo ella con voz algo narcotizada.

El residente en cuestión era Juan, un tipo amable y discreto de unos sesenta años. Pero su fama de formal no pudo evitar que los ojos repasaran el voluptuoso cuerpo de la madre, de manera obvia, aunque intentara disimular. A las deseables y descubiertas piernas se le unía el generoso escote de la camiseta de Pink Floyd, que casi mostraba sus espléndidos y carnosos pechos. Desprovistos, desde hacía semanas, de nada que se pareciera a un sujetador. Rubén se dio cuenta de lo descocada que iba la madre, y de las libidinosas miradas del vecino. Por suerte el trayecto restante fue corto y pudieron despedirse en la puerta del parking.

Entraron en el coche y dieron algunas vueltas al amplio parking, siguiendo el hijo las instrucciones de la, cada vez más, adormecida madre.

—Aparca ya —ordenó ella con problemas de vocalización.

Una vez estacionados, el muchacho se quitó el cinturón y luego se lo quitó a ella, ya que parecía no ser dueña de sus actos. Se lo habían puesto para evitar el molesto pitido que emitía el coche al no hacerlo. Lorena tenía la cabeza apoyada en la ventanilla del copiloto, apenas podía abrir los ojos. Balbuceaba y se movía como buscando una postura más cómoda. Vio como uno de los tirantes cedía y se deslizaba brazo abajo, descubriendo parte del pecho, pero nada demasiado impúdico. La madre tenía las piernas abiertas, demasiado, hasta mostrarle sus finas braguitas negras.

El hijo tragó saliva…

Nunca se había sentido así mirándola, pero no pudo evitar sentir una congoja en la entrepierna. La falta de estímulos por el confinamiento, las obscenas miradas del vecino. Quizás aquella especie de uniforme que había adoptado la madre día tras día, escaso de ropa. No sabía que oscura razón le hacía observarla de esa manera, pero lo hacía. Los muslos, parte del seno, sus sensuales labios, todo adquiría un cariz distinto. Con un dedo y extrema suavidad, intento devolver el tirante a su sitio, pero enseguida cedió de nuevo.

Ella siguió sin reaccionar, todo lo contrario que la incipiente erección que nacía debajo del fino pantalón del pijama de él.

—Mamá, ¿Estás bien? —preguntó con voz entrecortada.

—Gjd’sdmd —respondió ella.

Casi en un impulso puso la mano en su muslo, acariciándolo disimuladamente. Simulando intentar hacerla volver en sí, pero disfrutando del contacto.

—¿Mamá?

La caricia siguió hasta detenerse demasiado cerca de su entrepierna, casi llegando a rozar la ligera tela de su ropa interior. Un espasmo en su entrepierna anunció una notable erección. Le acarició entonces el brazo, el hombro y el cuello, cerciorándose de que la progenitora no se lo impedía. Sintió unas irremediables ganas de besarla y lo hizo, con suavidad, rozando sus labios con los suyos. Al ver que tampoco reaccionaba le acarició un pecho, por encima de la camiseta, con cuidado. La mano libre bajó ligeramente el pantalón, liberando el erecto trozo de carne, y comenzó a masturbarse delicadamente.

Le dio otro beso, más sentido, que tampoco fue correspondido ni evitado. Las dos manos subieron de revoluciones, la que magreaba impunemente su seno y la que le daba placer.

—Mmm, mmm…

Volvió al muslo, manoseando su carne y no deteniéndose esta vez al llegar a su entrepierna, rozándole el sexo por encima de las braguitas.

—Mmm, ¡mmm!

Ella gimió, incómoda quizás, pero parecía lejos de estar consciente. Precavido, disminuyó la intensidad de sus caricias y aumentó el ritmo de la autosatisfacción hasta correrse, mordiéndose el labio para no hacer ruido, y salpicándolo todo con su simiente.

Limpiándolo todo como podía con un pañuelo que había en la guantera exclamó en voz alta:

—Mamá, hora de ir a dormir.

Confinamiento, día 21

Rubén no fue capaz de pegar ojo. Dio vueltas toda la noche en la cama, acalorado, nervioso, incrédulo por lo ocurrido. Cuando por fin se despertó fue a la cocina y se encontró a su madre desayunando. El corazón palpitó con fuerza, sintió el miedo en el cuerpo, pero rápidamente se dio cuenta de que ella no recordaba nada y actuaba con total naturalidad, llenando de leche un bol para después hacerse con unos cereales.

—¿Has dormido bien? —le preguntó de pie junto a la nevera, guardando de nuevo la leche.

—No mucho, la verdad. Estamos en este tiempo tonto que tapado tengo calor y destapado, frío —disimuló él.

La madre tenía el pelo humedecido por la ducha, y había cambiado su habitual uniforme de reclusión por algo aún más impúdico, llevando un top blanco terminado por encima del ombligo y unas braguitas de color rosa. Poco se imaginaba que los ojos que le observaban habían cambiado, fijándose ahora en parte de su anatomía a la que antes no prestaban atención. El hijo notó un estímulo enseguida, abochornado recordando que su pijama no era el más adecuado para disimular dependiendo de qué reacción. Decidió terminar con la incómoda situación con una pregunta incluso más inapropiada, escupiéndola a bocajarro:

—¿Quién es mi padre?

Lorena casi se atraganta con la leche, era lo último que esperaba oír salir de los labios del muchacho.

—¡¿Qué?! ¿A qué coño viene eso?

—Nunca hablamos de eso.

Ella tragó saliva, sorprendida, y se recogió el pelo en un moño intentando ganar tiempo.

—Hijo… ¿qué quieres que te diga?

—La verdad.

—¿La verdad? Mira, en el mundo hay tres tipos de personas: mala gente que disimula, mala gente que se enorgullece de serlo y mala gente que no ejerce por puro egocentrismo, una de estas personas es tu padre.

A Rubén no le convenció la respuesta. Aquella explicación extraña que aplicaba su madre a la vida lo empequeñecía, le hacía sentirse jibarizado . Lorena tenía una frase pseudofilosófica para todo, frases contundentes que no decían nada realmente. Le pareció un ejercicio de reduccionismo inaceptable, pero había servido su táctica para que se le pasara el naciente calentón, así que decidió dejar el tema.

El día siguió navegando entre las horas a trompicones, intercalando momentos de aburrimiento con otros de inapropiada excitación, y es que la mirada del chico se había imantado a las curvas de la madre, sintiéndose incapaz de evitar repasar su exuberante figura a la mínima oportunidad. Después de su sorprendente pregunta, el ambiente estaba algo enrarecido, pero nada demasiado preocupante o violento. Cenaron en el salón viendo la televisión y poco después Lorena empezó a dormitar afectada por la medicación. En cuanto se dio cuenta, Rubén fue a su encuentro.

—Mamá —dijo mientras le agarraba de los brazos para levantarla —vamos a la cama que luego ya sabes lo que pasa.

—D…éjam…e —dijo ella casi ininteligible.

—Vamos —insistió él alzándola del sofá y llevándola a su dormitorio.

La madre no sabía ni dónde estaba, andando pasos cortos con las rodillas medio dobladas y con la cabeza caída. Forcejeando por el pasillo y de manera no intencionada sus deseables nalgas se estrellaron varias veces contra la entrepierna del joven, para cuando llegaron a la habitación la erección del hijo era más que notable. Consiguió empujarla con cuidado sobre la cama, pero parecía un juguete articulado sin vida de los que se quedan en la posición que los dejas, quedándose boca abajo, con los brazos desordenados y el trasero ligeramente subido, con la ropa interior mal puesta debido al accidentado viaje.

Pensó en adecentarla y taparla con una sábana, pero sintió de golpe la excitación acumulada por el trayecto.

—Gluppss —murmuró ella con la cara sobre el colchón.

La miró durante unos interminables segundos. Las nalgas, los muslos, las lumbares descubiertas, todo le parecía una oda a la sensualidad. Con la yema de los dedos recorrió su sinuosa pantorrilla, siguió por la corva y manoseó la cara posterior del muslo, convirtiendo la pierna de su madre en un circuito en el que la meta era su impresionante trasero. Al llegar se recreó en el glúteo, carnoso, grande, firme. Al comprobar que su madre seguía inmóvil siguió manoseándole el codiciado culo, inspirando profundamente por la excitación. Hechizado por el deseo continuó con los tocamientos hasta que decidió, cuidadosamente, quitarle las bragas.

De nuevo Lorena murmuró algo indescifrable, pero eso no detuvo al libidinoso hijo, que después de desnudarla de cintura para abajo, le abrió ligeramente las piernas y se colocó cuidosamente detrás de ella, con las rodillas apoyadas en la cama y acoplando el cuerpo cuidadosamente a su espalda, simulando las cucharas en el cajón de los cubiertos. La incorporó un poco, subiéndole las caderas y aprovechando para acariciarle el sexo, perfectamente recortado en forma de triángulo.

—Mmghhf —gimió ella, incómoda.

Mientras una mano manoseaba la vagina, la otra luchaba para colarse entre el cuerpo de la madre y el colchón, consiguiendo su objetivo y sobándole los extraordinarios pechos. Sintió como se humedecía su sexo entre sus dedos, comprobando que ya estaba preparada. La tremenda erección se liberó por sí sola del pantalón del pijama y buscó el codiciado orificio hasta encontrarlo, colocándose en la entrada de la ansiada madriguera. La penetró.

—¡Mmm! —gimieron ambos.

Rubén accedió lenta y gustosamente por aquel conducto hasta que los testículos hicieron de tope al encontrarse con sus nalgas.

—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!!

Movió entonces ligeramente las caderas, empezando un delicioso ritual de mete saca , lento y acompasado.

—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! ¡¡Ohh!!

El placer era inmenso, por dentro no dejaba de pensar en la cantidad de hombres que se habrían colado entre sus piernas o lo desearían en silencio. Los cientos de miradas indiscretas, repugnantes insinuaciones u onanismo desbocado que provocaban aquellas curvas.

—H..ijo…hijo… ¿qué pasa? ¿Qué haces? —murmuró ella en una momentánea recuperación del sentido que por suerte terminó rápido.

Rubén oyó la frase mientras la sacudía como se aman los perros, con su polla en su interior, una mano en la cadera izquierda y la otra en la teta derecha, pero incluso en tan delicada situación consiguió no perder la concentración y siguió con las placenteras embestidas. La madre bisbiseó de nuevo, pero el clap-clap de los testículos del hijo rebotando contra sus glúteos ahogó el sonido y lo hizo imperceptible.

—¡Mmm! Oh. ¡¡Ohh!! Mamá, tú también estás húmeda, ¡eh! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohh síi!!

Sintió entonces unas imparables ganas de correrse y, recuperando la cordura por un segundo, logró salir a tiempo y eyacular fuera, estampando los chorros de leche contra sus nalgas y lumbares. Extasiado, se dejó caer a un lado de la cama. Lorena susurraba algo, en un tono completamente inaudible. Era el momento de recoger. Recobró fuerzas, la limpió, vistió, y consiguió aposentarla en la cama y taparla con la sábana, como si fuera una niña pequeña a la que arropan antes de contarle un cuento. Ella abrió los ojos por primera vez y le observó con la mirada turbia, consciente de que algo no estaba bien.

—No te preocupes mamá, mañana no recordarás nada.

Confinamiento, día 40

Efectivamente la madre nunca recordó lo acontecido aquella noche, pero sí fue consciente de que la medicación no le sentaba bien, le afectaba demasiado y eran muchas las horas del día que acaban perdiéndose sin recuerdos. Bajó al mínimo la medicación y, aunque sí es cierto que se iba siempre a la cama algo confusa, nunca llegó al extremo de experimentar amnesia.

El hijo pasó unos días muy frustrado, sabiéndose desposeído de su nuevo entretenimiento. Siempre la acompañaba a la cama, aprovechando aquellos segundos en los que la madre bajaba la guardia para rozarla o toquetearla “despistadamente”, pero eso simplemente servía para alimentar sus fantasías posteriores, largas noches de onanismo en los que había eyaculado incluso hasta cuatro veces. Siempre pensando en su madre.

Se sentía enfermo. Enfermo de sexo. Enfermo de incesto.

No ayudaba el confinamiento, contaminando su mente y acentuando sus miedos. Le aterrorizaba salir de casa y encontrarse con el virus, tanto como quedarse en el hogar acosado por su tentación. Su carácter se agrió, pero Lorena pensó que era simplemente por la difícil situación que vivía el mundo. Intentó distraerle en alguna ocasión, pero se dio cuenta de que cuánto más lo intentaba más irascible estaba él. Había pasado de ser el hijo responsable al adolescente malcarado, y todo de la noche a la mañana.

Llegó otra de tantas interminables tardes. Aborrecido, Rubén miraba por enésima vez una película de la que conocía de memoria los diálogos. Una de las preferidas de Lorena. Se rascaba nervioso por la ansiedad, debatiéndose entre gritar o llorar. Cerca de rendirse, confesar y buscar ayuda. Había llegado un calor sorprendente para la época, húmedo, sofocante. De reojo observaba a su progenitora, disfrutando de aquella estúpida película. En bikini debido al calor. Quizás “por culpa” del calor sería la expresión correcta, ya que al desquiciado hijo solo le faltaba que fuera casi desnuda deambulando por la casa.

El bikini era demasiado sexy, o quizás no. Su madre lo convertía todo en algo libidinoso. En realidad no era ni especialmente pequeño, ni muy descocado, pero el voluptuoso cuerpo de Lorena se encargaba de ensuciarlo todo. Rubén miraba sus piernas, la cintura, el impresionante busto apenas tapado por la tela. La piel sudorosa. Tapado solo con unos calzoncillos enseguida notó crecer el bulto de la entrepierna, pero no se molestó en disimularlo con un cojín como en otras ocasiones. Le daba igual.

Pasó un rato inmerso en sus pensamientos más oscuros cuando oyó un casi inapreciable sollozo. Giró de nuevo la cabeza con brusquedad en dirección a su madre y la vio, completamente inmóvil y con los ojos abiertos. Un segundo gemido le confirmó que de nuevo estaba siendo atacada por la temida parálisis del sueño. Se levantó y acudió en su ayuda, dándose cuenta al ponerse de pie de que su calentón estaba lejos de haber remetido. Observó de nuevo su espectacular cuerpo, abstrayéndose de la cara de angustia de ella, y luego miró el bulto de su bóxer. Pensó:

«Seis o siete minutos».

Estresado y poseído por el deseo se abalanzó sobre ella, tumbándose sobre el incómodo sofá y clavándole la erección sobre la braguita del traje de baño, besándole por la cara y el cuello sin mediar palabra. La expresión de terror de la madre se acentuó incluso más, pero él consiguió ignorarla.

—Mmm, mmm, mmm —murmuró él entre besos.

El tiempo era oro y lo sabía. Agarró el sujetador del bikini y se lo bajó hasta la cintura convirtiéndolo en un cinturón inútil, liberando las impresionantes mamas que cedieron ligeramente hacia los lados debido a su tamaño.

—Mmm, mamá…muéstrame las tetas.

Las sobó con ambas manos, como un DJ en pleno clímax con sus platos, haciendo equilibrios para no caerse. Ella consiguió subir el volumen de sus quejas, pero seguía completamente petrificada.

—Vamos mamá, no soy el primero que te las toca, ¿a que no?

Las manoseaba con caricias profundas y circulares, moviendo la masa de carne de lado a lado y endureciendo los pezones. Lorena parecía luchar con todas sus fuerzas por salir de aquel estado que la mantenía atrapada, pero lo único que conseguía era mover los ojos y hacer vibrar las cuerdas vocales.

Con mucha dificultad y algo de brusquedad logró deshacerse de la braga, desnudándola de cintura para abajo. Le abrió patosamente las piernas y la penetró de manera aún más torpe, casi podía oír la cuenta atrás del cronómetro en su mente.

—¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhhh!!! ¡¡¡Ooooohhhhh síiiii jodeeer!!! ¡¡¡¡¡Jodeeeeeeer!!!!!

La embistió salvajemente, haciendo crujir el sofá que los sostenía a ambos, pero ni aquel meneo consiguió que Lorena recuperara el control de su cuerpo.

—¡¡Ohhh!! ¡¡Ohhh!! ¡¡Ahhhhhh!!

Le agarraba un tobillo con el que le abría más las piernas y seguía arremetiendo mientras observaba sus pechos botar.

—¡¡Ahh!! ¡¡Ahhh!! ¡¡¡Ahhhh!!!

Finalmente, la penetró hasta lo más hondo y moviéndose en pequeños círculos se corrió en su interior, alcanzando un descomunal orgasmo y cayendo, agotado, sobre ella. Apenas podía respirar, tenía aún su miembro en el interior de la madre, cuando pudo verla mover ligeramente la cabeza y el cuello. Una lagrima brotó del ojo y se deslizó por su mejilla. Rubén la vio, lamió el agua salada y le dijo:

—Tenías razón mamá, el mundo está lleno de hijos de puta.