Yo también soy un mirón
Y lo soy por su culpa.
Me llamo Bandini y soy voyeur. Sería una bonita entrada para una reunión de Mirones Anónimos, aunque si existiera esa asociación estaría condenada al fracaso, más que nada porque ninguno de sus afiliados querría curarse.
No siempre fui un mirón. Yo tendría que haber sido un tipo normal, que babea ante un escote o un culo prieto, con el único deseo de poseer físicamente ese cuerpo nada más verlo, sin apreciar que su visión es un acto placentero en sí mismo, que el mayor estímulo sexual está en la cabeza, en ese órgano que está justo detrás de los ojos. Por algo será.
Pero me crucé con ella...
Era mi prima, y ella me convirtió en lo que soy. A los quince uno suele ser una hormona con patas, y yo no era una excepción. Había despertado tarde al sexo pero me había puesto al día rápidamente a base de pajas. Aún así, no recuerdo tener una visión erótica tan fuerte por las mujeres hasta que ella comenzó a hacer aquello. Digo comenzó porque hasta entonces no tenía recuerdo alguno suyo haciendo numeritos, y nos veíamos muy a menudo. Ella tenía diecisiete. Físicamente era grande, lo que yo entiendo por una mujer grande, una donna típica del cine erótico italiano de los 70, Stefania Sandrelli, Laura Antonelli, etc. Curvas y más curvas allá donde mires, pechos generosos, melena negra y lisa y unos ojazos verdes en los que podrías perderte durante meses. Tampoco voy a hacer eso tan típico de los relatos de imaginar cuerpos perfectos. Esto no es una ficción que se pueda maquillar, así que también diré que su ligero sobrepeso no le afeaba aunque ella así lo creyera, y que guapa tampoco era pero su rostro me parecía bello a su manera.
Aquel día nos habíamos juntado casi todos los primos. Recuerdo exactamente dónde estaba sentado. Estábamos viendo la tele, y alguien le llamó para que viera algo. Ella apareció en el salón y se colocó a mi lado, algo retrasada, en el quicio de la puerta. Al volverme me quedé helado. Estaba en bragas, poniéndose un pantalón de deporte mientras miraba la tele. Eran unas bragas azules, totalmente de encaje, casi transparentes. Y sólo el vuelo de la camiseta al agacharse me impidió ver lo que a buen seguro dejaban ver. Pero curiosamente, lo que más me excitó no fue lo que vi, ni lo que no vi. Lo que más me excitó era su actitud, el hecho de que se mostrara de esa manera, aunque yo no hubiera aprovechado la oportunidad. A partir de ese momento comencé a perseguirla, a hacerme el encontradizo cuando sabía que iba a cambiarse, y me maravilló ver que no cerraba la puerta de su cuarto al hacerlo. Le pregunté a su hermano, que era de mi edad, y me contó que él le había visto todo a través de esa ropa interior tan atrevida. Y yo podía dar fe de ello. Había buceado en el cajón de su lencería y no parecía el de una chica de diecisiete. Casi todo rebosaba encaje, gasa y un gusto de lo más delicado.
Aún salido y voyeur, uno seguía siendo algo inocente, y pensaba que esa actitud era la natural en una familia (no en la mía, desde luego), aunque fuera de nueva aparición, y me sorprendía de la suerte que tenía porque cada vez que me pasaba por su cuarto ella comenzaba a cambiarse de ropa. Si hubiese sabido que ella lo hacía por placer habría mirado más descaradamente, me habría quedado con ella en la habitación, acariciándola con la mirada, recreándome en cada centímetro de su cuerpo, escudriñando lo que el encaje dejaba traslucir, sin decoro y sin disimulo, como a ella le gustaba. Pero yo no sabía todo eso, y fingía naturalidad, procuraba no mirar demasiado, iba y venía de la habitación haciendo que no me importaba. Qué idiota, pensaría ella. Ella, que contagió el virus exhibicionista a nuestra mojigata prima y a una amiga suya, para que hicieran algún numerito, y yo disimulando. Al final no conseguí ver apenas nada de lo que la lencería insinuaba, y cuando podía verlo, su ropa interior era más recatada. Pero eso no era lo importante. Lo verdaderamente hermoso era verla así, moviéndose por la habitación, eternizando el vestir, como una coreografía del erotismo.
Pasaron un par de años y esto debió parecerle demasiado suave, y comenzó la era de las camisetas abismales. La llamo así porque tenía como protagonistas unas camisetas de tirantes, que miraras por donde miraras, en cuanto ella se inclinaba lo más mínimo, caías a un abismo con forma de escote. Y oh sorpresa, se movía y agachaba constantemente.
Un día me pidió que le ayudara a encontrar una calle en la guía. Estaba sentada en el mismo sillón en el que yo estaba aquel día que todo comenzó. Yo me acerqué igual que ella aquel día, por su izquierda, me senté en el brazo del sillón y me agaché hacia el plano que tenía colocado sobre sus rodillas con el fingido interés de encontrar la calle. Podía ver perfectamente su pecho derecho, completo, precioso, algo más pequeño que antes (había perdido peso) coronado por un pezón perfecto, ligeramente hinchado, y que sería del rosa que tanto me gusta si no fuera porque estaba totalmente moreno, sin marca. Luego supe que iba a hacer topless a una piscina a varios kilómetros, para que no le vieran los del pueblo. No podía creerme que tuviera aquella maravilla a escasos centímetros de mi nariz. Ella estaba preciosa en aquella posición, ensimismada, con el pelo caído sobre la cara. Estuve tentado de darle un beso en la mejilla y susurrarle al oído un "gracias" que le hiciera sentir escalofríos y algo de pudor, pero no lo hice. El voyeur debe limitarse a mirar, a recoger lo que le ofrecen, sin hacer nada que condicione la escena o pueda incomodar a la persona que generosamente da. Me gusta pensar que fue por eso, pero la realidad es que soy un tímido enfermizo y no me atreví. Me fui al otro lado del sillón con la excusa de tener mejor luz, pero en realidad quería verle el otro pecho. Cada vez que pasaba una página del callejero, temblaban ligeramente, y yo me volvía loco.
Aquel rato, aquella tarde de verano, apoyado en el brazo de un sillón, fue uno de los mejores momentos de mi vida. Ella siguió haciendo numeritos, agachándose a por cosas que no se habían caído, mostrando a la menor oportunidad. Le vi los pechos mil veces, las mil que ella quiso que se los viera, pero nunca volví a sentir lo que aquella tarde, buscando una calle que a nadie le importaba, y que ninguno de los dos quería encontrar.
He usado el pasado para referirme a ella porque de ella nada queda. Se ha convertido en una señora casada, con hijos y un marido imbécil. Se le ha apagado esa luz, esa presencia erótica que flotaba a su alrededor. Al menos queda su huella, la que dejó en mí, aunque ella no lo sepa... todavía.