Yo, su hija, la más puta

El reencuentro que nunca debió ser (con foto)

Hay personas que deberían permanecer en aquél pedazo de papel amarillento perdido en las sombras de un baúl. Mi padre es una de ellas. Apenas supo que mi madre estaba embarazada, decidió que era joven para llevar semejante carga y la dejó sola con la panza y todas las dificultades que ello significa. No fue fácil para ella, tampoco lo fue para mí. Vivir con una madre que trabajaba casi todo el tiempo, y sin un padre, fue algo que jodió mi infancia, pues mis recuerdos de ella se limitan a grandes espacios de tiempo en los que la soledad era mi única amiga. Hablar con las muñecas sobre cosas de niñas, ennoviarme con los peluches para contarles de mis soledades, disfrazarme de mamá y decirme las cosas que hubiese querido escuchar de ella y hasta soñar con la llegada de mi padre, fueron los motores de una niñez que prefiero olvidar.

Cuando encontré ese maldito papel amarillento con el número de teléfono de mi padre supe que estaba sumergiéndome en la niebla de lo incierto. Debí detenerme antes de tiempo, las cosas son como tienen que ser y uno debería analizar el estallido de las consecuencias antes de ir más allá. Nunca remuevas el pasado, yo, me di cuenta tarde.


Antes de llamarlo, mi madre, luego de pedirme que no lo haga, me dijo: "De ahora en más sos presa de tus elecciones. Hija, no puedo evitar que quieras conocer a tu padre pero mejor sería dejarlo todo así" Ni sus súplicas ni su llanto mordido ni su mirada de dolor pudieron detenerme. Quería conocer a mi "padre"; esa persona que alimentó mis odios a base de ausencias, esa persona a la que no le había importado dejar a su hijo por cobardía, porque se puede dejar a una pareja, pero ¿a un hijo? Cumpleaños, navidades, reyes magos, tantas fechas en las que solo pedía que él apareciera y me abrazará al son de sus disculpas por irse. Deseaba con todas mis fuerzas cerrar de una vez y para siempre ese capítulo en mi vida y marqué los ocho dígitos de ese maldito número.


Cuando levantaron el tubo y la voz de un hombre dijo "Hola" sentí que caería producto del temblor de mis piernas y estuve a punto de cortar, pero algo dentro de mí impidió que lo hiciera – Hola, ¿estaría el señor Nicolás? – pregunté tartamudeando. Nicolás es el nombre de mi padre y por lo que mi madre me había comentado, estaría rondando los cuarenta y cinco años. Era alto, casi metro noventa y más nada, lo demás descansaba en las arenas de lo incierto, y es que cada vez que preguntaba por él la respuesta era un rotundo y profundo silencio.

  • Sí, él habla, ¿quién sos? – respondió parcamente ¿Qué decirle? ¿soy tu hija a la que abandonaste cuando todavía era un feto? ¿llamaba con la intención de conocer al padre que no tuve? No sabía qué decir; mis nervios estaban al borde del colapso y mis palabras estancadas en la garganta, hasta que carraspeé y me decidí a contestar.

- Soy Ámbar, hija de la mujer que abandonaste hace diecisiete años – musité con lágrimas en los ojos y todo el odio corriendo por mis venas. Al final no había sido tan difícil decirlo. Los odios y los rencores nos aben de vergüenzas. Estuvo un rato sin contestar, respirando aceleradamente, tratando de hilvanar las palabras con las cuales me respondería.

  • ¿ Ámbar? ¿te llamás Ámbar? Es el nombre que me gustaba a mí – hizo un silencio – Tantas veces quise llamarte y tantas veces me dije que era demasiado tarde para hacerlo – se lamentó.

- Pero no lo hiciste… y yo esperaba que lo hicieras – reclamé con la voz quebrada. Indignada.

  • Ámbar, hija, perdonáme, por favor – masculló – Quisiera decirte tantas cosas, hija, y sé que no tengo derecho a nada pero quisiera que vengas a casa para hablarlo cara a cara, como tiene que ser – y yo que no podía creer, primero, escuchar la palabra "hija" de los labios de mi "padre" y segundo, qué me invitara a su casa ¿Tendría otra familia u otros hijos abandonados? ¿habría preferido vivir en la absoluta soledad? ¿estaría realmente arrepentido?

  • ¿Ir a tu casa? No te conozco. No creo que sea buena idea – respondí automáticamente.

- Es que iría a la tuya pero estoy muy enfermo – hizo un silencio – Por favor, ven. Pagaré el taxi, ida y vuelta, no podemos dejar pasar este momento –

- ¿Estás enfermo? ¿qué tenés? - pregunté inquieta, confundida.

- Hija, tengo cáncer – respondió con lágrimas en su voz, sí, la voz también llora. Miles de cosas pasaron por mi cabeza pero todas coincidían en una. Mi padre, mi único padre, moriría y eso me dolía en el alma, porque si bien hasta se lo merecía, no dejaba de ser mi padre – Ven, hija, por favor, y si no lo hacés, sabré entender. Ojalá puedas perdonarme por haber sido tan mal tipo y peor padre – lloriqueó culposo, dolido.

  • Ok, Nicolás, ok, espero el taxi – es solo lo que pude responder. Hasta a los más miserables se les da un último deseo. Le di las coordenadas de mi casa y corté con la promesa de verlo en unos minutos. Dolor, eso es lo que me dominaba, el odio había pasado a un segundo plano, y culpa por no poder llamarlo padre. Yo, la afectada por sus ausencias, sentía culpa. Increíble.

Me duché y me vestí en tiempo récord. Ahora solo quedaba esperar que el taxista toque a mi puerta. Estaba tan ansiosa y tan dolorida. Todo era tan confuso. Diferentes sensaciones chocaban unas con otras. Es alucinante como una puede cambiar su vida en cuestión de minutos. Había llamado a mi padre, éste me había invitado a su casa para hablar sobre tantos años, yo había accedido contra todos los pronósticos, pero él tenía cáncer y yo un dolor enorme en el pecho por ello. Me senté a esperar en el sofá rojo de la sala y me miré al espejo. Melancolía en mi rostro. Muchas ganas de llorar. Y la sorpresa. Pude ver que no estaba vestida como debería estarlo la hija de nadie. El escote bastante pronunciado de un vestido rojo que me llegaba hasta por debajo de los muslos dejaba insinuar la redondez de mis pechos; pequeños y compactos "Tetas de niña, pezones de burdel ": es así como las habías descripto mi ex novio. Se lucía mi lunar ubicado en el pecho. Medias finas y unas botas negras completaban la imagen. No me gusté porque cuando me puse de pie y giré pude ver que el vestido, tan ceñido al cuerpo, calcaba la curva de mis glúteos al punto de marcar los bordes de mis braguitas. No estaba bien que me presentara como una putita. Cuando me dirigía a cambiarme de ropa tocaron la puerta. Era el taxi y no había tiempo para nada más que para salir. Al fin de cuentas, en lo que menos se fijaría mi padre es en como estaría vestida.

El viaje no fue largo. Mi padre vivía en los suburbios de la ciudad - a media hora de mi casa - pero debo admitir que esa media hora fue una eternidad de preguntas sin respuestas bombardeándome la cabeza. Al llegar, crucé un jardín de rosas blancas y rojas que me llevaría a la puerta de entrada. Me sorprendió ver allí a mis flores favoritas. Mis pasos pesaban cientos de kilos y mi pecho galopaba desesperado. Una vez frente a la puerta, di tres golpes y ésta se abrió.

- Ámbar… - musitó con los ojos llenos de lágrimas – Ámbar, hija… - haló del picaporte y abrió la puerta – Pasá –

Me quedé tiesa. La voz del teléfono tenía rostro. Mi padre tenía rostro, un rostro del que había heredado gran parte de mis rasgos. Ojos almendrados. Labios finos. Mentón pronunciado. Nariz pequeña. Y esa mirada de sorpresa. Tenía el torso desnudo y sobre su pecho, el mismo lunar que llevaba en el mío – Permiso, Nicolás – y crucé la puerta entrando al mundo de mi padre al que no podía llamar padre. No me salía hacerlo y tampoco quería forzarlo.

- Perdoná que esté tan impresentable, es que tengo fiebre y tuve que darme una ducha fría para poder bajarla. Si te molesta voy y me pongo una camisa – dijo apenado.

  • Tranquilo, no me molesta. Entiendo la situación – devolví mirando al suelo.

- Pasá y sentáte donde quieras – ofreció. Fui hacia lo más próximo, un sofá rojo como casi toda la decoración de ese living ¿Los gustos serían hereditarios? Es que el rojo siempre había sido mi color favorito y uno de mis sueños más banales era el de tener un living todo rojo. Pensé que las coincidencias eran más probables que cualquier herencia. Quería creer eso. Me senté y él se sentó a mi lado mirando sus manos entrelazadas ubicadas sobre su abdomen, intentando romper un silencio de piedra. Yo no lo haría, no me correspondía y para ser sincera, tampoco podía. Estaba muy nerviosa. Hasta que habló – Ámbar, hija, gracias por haber venido. Sé que todo lo que diga sonará a simple excusa pero quiero que sepas que siempre te he llevado en mi alma y mi corazón –

- No me digás esas cosas, no ahora – le disparé con un nudo en la garganta, aguantando para no llorar y deseando no creerle una sola palabra. Cuestión de orgullo y de odios.

- Es la verdad, hija. Quisiera que pudieras perdonarme. Necesito tu perdón y es que no me queda mucho tiempo, Ámbar. Semanas, tal vez meses. Nada – farfulló apretando sus manos, una con otra. Sus nudillos empalidecían de la fuerza con la que lo hacía y sus uñas, idénticas a las mías, amenazaban con enterrárseles en la carne.

  • ¿Poco tiempo? No podés morirte ahora. No es justo. No podés morirte ahora que tenemos la posibilidad de conocernos, de hablar sobre tantas cosas que han pasado y hasta de escuchar toda mi rabia por tu ausencia. No podés morirte, Nicolás, no podés – rompí en llanto, un llanto acumulado de años y años de ausencias y rezos y sueños rotos y tantos "y". Tomó mi mano y la besó. No pasa un solo día en el que no me odie por sentir lo que sentí en ese momento. Quiero convencerme que fue producto de tanta confusión, no podría seguir sin esa duda que sirve de argumento para lo que vino después. Al sentir la mano de mi padre tomando la mía y la humedad de su beso, sentí deseos de tenerlo sobre mí, cogiéndome, apretándome, amasándome, chupándome, aplastándome, diciéndome cosas sucias, tratándome como a una puta. Sentir eso me asustó – Nicolás, es mejor que me vaya. Creo que fue un error haber venido. No estoy preparada para todo esto – dije poniéndome de pie.

  • Ámbar, no tenés que irte, sé que esto es duro para vos, que soy culpable del espacio vacío que dejé como padre, pero quiero resarcirlo, al menos, en el poco tiempo de vida que me queda – dijo poniéndose de pie. Y debía irme, debí taparme los oídos y salir corriendo de allí. Pero no. Al ver su metro noventa de pie a mi lado, pectorales velludos y brazos gruesos, una revolución de hormonas recorrieron todas las partes de mi cuerpo. Comencé a sudar frío. Nervios, excitación, quisiera pensar que fueron solo los nervios del momento aunque la humedad en mi entrepierna decía lo contrario. Sí, me había mojado y las ganas de que me cogiera crecían a cada segundo.

- Nicolás, tengo que irme, ¿ok? No insistas, por favor – exclamé en el afán de convencerme y convencerlo. Permanecer allí se tornaba cada vez más peligroso ¿A eso se habría referido mi madre?

  • Ámbar, bebé – dijo suavemente tomándome del mentón – Dejáme entrar en tu vida. Dejáme resarcirlo todo. Tiene que haber una manera – agregó casi implorando. Lo único que deseaba en ese momento era que entre en mí pero desde la entrepierna. Me siento tan sucia por haberlo pensado. Mientras me decía eso traté de evitar mirarlo a la cara pero fue imposible, las ganas podían más. Lo miré a los ojos con esa mirada que las mujeres damos cuando estamos calientes y al darme cuenta de haberlo hecho tan descaradamente, giré en el afán de salir corriendo.

- Ya, Ámbar, no te hagás esto – dijo tomándome del brazo – Estás confundida. También lo estoy. Debe ser natural, no sé, solo que no te vayás, por favor. Hoy es el día, siento que hoy es el día – su mano enorme, áspera, de dedos anchos y largos en mi brazo detenían mi huída y yo, muerta de ganas, opuse poca resistencia. Al volver la vista a mi padre vi con asombro que estaba mirándome las tetas, culpa de ese maldito escote.

- ¿Qué mirás? – indagué deseando y no, que responda lo obvio.

- Tenemos el mismo lunar – respondió con una sonrisa – No puedo creer que compartamos un lunar – remató con la sonrisa aún más grande.

- Nicolás, debo irme. Soltáme, por favor – dije en un nuevo intento de irme pero estaba tan caliente que veía cosas en donde no las había. Imaginar que mi padre estaba mirándome las tetas cuando, en realidad, miraba el lunar ubicado en mi pecho, me hizo sentir poco menos que estúpida.

- ¿Será que compartimos todos los lunares? – se preguntó en voz alta y me soltó. Ya no quería imaginar nada y es que al hacerlo lo hacía mal, aunque debo confesar que la pregunta me había parecido retorcida ¿Por qué? No tengo muchos lunares, para ser exactos tengo tres. Uno en mi pecho, otro en la parte superior de mi glúteo derecho, al borde del comienzo de la cola y un tercero en el clítoris.

- No lo creo – respondí con una sonrisa de lado que quise evitar sin lograrlo – Sinceramente no lo creo -

  • Es posible, aunque sí, tampoco lo creo. Debo ser la única persona en el mundo que tiene tres lunares, ubicados ellos, en lugares particulares – dijo.

Su respuesta me llenó de dudas ¿Era morbosidad su intención de saber si la ubicación de sus otros dos lunares coincidía con la ubicación de los míos o era yo, que seguía viendo cosas sexuales dónde no las había? Debía despejar dudas y pregunté; maldigo la hora en que no me fui de ahí pero más maldigo el haber preguntado - ¿Y dónde tenés los otros dos lunares? – insisto, maldigo la hora en que no me fui. Él sonrió sonrojado y llevó la mirada hacia un punto ubicado en la nada.

- Bueno, es que… no sé… me da cosa decirlo… solo puedo decirte que voy a mostrarte uno y ya… que esto me avergüenza – farfulló, giró hasta quedar espaldas a mí y apartó el pantalón de su cóccix para mostrarme el lunar de la parte superior de su glúteo izquierdo, al borde del comienzo de su cola. Increíble, si compartíamos un segundo lunar, pero no fue eso lo que me movilizó. Verlo bajarse el pantalón hizo que me moje al ritmo de los escalofríos en mi espalda. Crucé las piernas y sonreí de lado. Dicen que "perversidad" es mi segundo nombre. Yo diría que "hija de puta" es el que mejor me queda y no precisamente porque mi madre sea una puta.

- Pues yo no veo nada – mentí para lograr que se baje un poco más el pantalón, cosa que hizo. Repetí la mentira dos o tres veces más hasta que dejó medio trasero desnudo. Por fin sabía a quién le había heredado el culo y es que mi madre lo tiene pequeño y cuadrado, no como yo, que siempre lo he tenido redondito y bien formado… como mi padre – Ya, ya lo vi, pero yo lo tengo en la parte superior del glúteo derecho – carcajeo – No es lo mismo -

- Vaya, y yo mostrándote medio culo – exclamó verecundo al mirarse el culo por sobre su hombro.

- No seas tonto, que no es el primer culo que veo… aunque ni tanto, apenas se te ha visto – y di una risotada. A esas alturas el ambiente estaba enviciado de confusión. Dosis mortales de confusión. Era todo tan extraño. Le estaba coqueteando a mi padre y él parecía hacerlo conmigo, y si bien un vínculo tan profundo nos unía no dejábamos de ser dos extraños… dos extraños coqueteándose.

- ¿Apenas? Medio culo… ¿es nada? – se deshizo en una carcajada – Decís eso porque no fuiste quién lo mostró – y se subió el pantalón – Visto mi lunar, el que se puede mostrar, guardo el culo para la posteridad – completó mientras trataba de mirar a cualquier lado que no sean mis tetas ¿Si logró su cometido? Ni un segundo.

- No digas eso – sollocé al recordar su enfermedad y el poco tiempo que nos quedaba. Fue allí cuando caí en que le estaba coqueteando a mi padre, que por más extraño, era mi padre… y me sentí aún más sucia.

  • No te pongás mal, es más, olvidemos eso, al menos por esta noche, Ámbar – y con una de sus manos cubrió uno de mis pómulos – Además, no te vayás por la tangente, que la posición de mi lunar es algo corroborado... no como el de ciertas personas – concluyó lleno de suspicacia ¿Estaba tratando de hacerme reír o intentaba ver si yo accedía a mostrarle uno de mis lunares? Ya no sabía qué pensar.

- Bueno, tengo un lunar en la zona que me mostraste –

  • No, no lo puedo creer – esbozó sorprendido.

  • A ver, tenés razón, no tenés porque creerlo pero siempre me gustó la idea de la justicia y siempre que puedo lo demuestro – le di la espalda, tomé el vestido desde el borde de la espalda y halé hacia abajo hasta dejar el cóccix al desnudo - ¿Lo ves? – le pregunté mascullando picardía.

  • No, no se ve nada de nada – respondió y vaya, hasta estaba usando la misma mentira que usé porque estoy segura que estaba viendo el lunar y poco más.

- ¿Y ahora? – volví a preguntar y halé aún más hacia abajo.

- Pues, no, Ámbar, no sé quiere dejar ver – y vaya que su respuesta fue obvia. Al parecer hasta le heredé eso de mentir por beneficio propio. No podía dejar de ratificar cuánto me estaba mintiendo así que, como pude, miré por sobre mi hombro y tal cual, podía ver perfectamente mi cóccix, el nacimiento de mi cola y las braguitas perdiéndose en la línea de mis nalgas. El lunar estaba allí, a la vista. Debo admitir que me gustó saber que estaba deseando ver más que mi lunar.

  • Qué extraño. Debería verse – y sonreí de lado.

- Quizá esté debajo de la ropa interior, no lo sé, pero ya, que la situación me avergüenza – dijo confirmando su mentira y apostando a más.

  • ¿Avergonzarte? Ahora quien está mostrando la cola soy yo, Nicolás, así que en todo caso "yo" soy la avergonzada – manifesté halando el borde del vestido un poco más hacia abajo – Ahora que llegué hasta acá no lo voy a dejar a medias, que no quiero quedar como mentirosa –

  • Te creo, te creo – balbuceó, seguramente, babeando de ganas de seguir viendo.

- Nada de eso, dije que soy justa. Si creés que está bajo la braguita, levantá, no sé, tampoco creo que esté muy escondido – respiré profundo - Está en la parte superior de mi glúteo derecho, casi al borde del nacimiento de… bueno, ya sabés – no podía creer lo que acababa de permitirle pero aún así no me desdije. Antes muerta que sencilla. Creo que una vez superado el muro de la vergüenza, los dos no supimos volver.

- Bueno, lo voy a hacer solo por eso de la justicia – sentí el roce, mínimo, de dos de sus dedos cuando tomó la parte superior de la braguita justo en el nacimiento de la línea de mis glúteos, y juro que ese roce casi me hace acabar. Su pulso temblaba, mi alma temblaba - ¿Lo viste? – le pregunté.

  • Lo estoy viendo – murmuró – Tal cual. Lo tenés en el mismo lugar. Increíble – quedó unos segundos en silencio, contemplando o estupefacto o las dos cosas hasta que sentí cuando soltó la braguita para luego tomar el borde superior del vestido y halar hacia arriba – De verdad, es increíble… soy tu padre… hasta heredaste un par de lunares… increíble – dice pausado, sorprendido, hasta diría que con un tono de voz que rozaba el abatimiento.

Doy la vuelta hasta quedar frente a él y veo que su rostro estaba sumido en el estupor - ¿Qué pasó? – pregunté sabiendo que lo estaba torturando.

- Tantos años perdidos, Ámbar – vuelve su mirada a mis ojos – Tanto tiempo por no querer aceptar que era padre. Padre – remarcó apoyando un puño contra su pecho - Vivo abatido en mi soledad por no ser parte de una sociedad de hijos que se vuelven padres que paren hijos para volverse abuelos – y tres lágrimas cayeron de sus ojos – Tan estúpido – movió su cabeza a los lados – Tan estúpido que fui. Perdí la oportunidad de ser padre, Ámbar. Y es que, por más que me perdonés, el tiempo ha pasado y no hay cura para eso… ni para el cáncer. Seamos sinceros, no queda mucho más que compartir, el tiempo se acaba si es que ya no se ha acabado – mordió sus labios – Y rematando este rosario de desgracias, me muestras con la inocencia de una hija, un lunar en la cola y lo que hago es excitarme como el viejo hijo de puta que soy – remató y todo se tiñó de rojo. Lo incité en todo momento. Lo seduje. Lo llevé a los límites y sus lágrimas eran producto de ello. Cientos, miles de veces lloré por él, pero verlo llorar por mí me dolió en el alma.

- ¿Ves? Lo mejor es irme, Nicolás – y posé una de mis manos sobre su pecho – Quedemos en vernos otro día en algún café, no sé, de pronto en mi casa y de paso ves a mamá, ¿no te parece? – pero dentro de mí decía lo contrario. Decía que nos quedemos allí, que me rompa la boca de un beso, que me apriete contra su cuerpo, que estruje mis glúteos con sus manos… que me coja. Así de puta, así de sucia.

  • Tranquila. No sos vos, soy yo – y de verdad, cuando dijo eso pensé dos cosas. O era un estúpido que no se había dado cuenta que lo estaba seduciendo o simplemente estaba tomando culpas que no le pertenecían para alivianar las mías – Pero, sí, es mejor que nos encontremos en algún café. En casa de tu madre, no, creo que no tenemos nada más que reproches y vernos sería violentar algo que mejor… quede como está –

  • No puedo irme si estás así, Nicolás. Vamos, quiero que te alegrés, por favor, reíte, dale. Al final, voy a pensar que te pusiste mal por tener una hija con la cola fea – rematé entre risotadas y le palmeé con la otra mano uno de sus hombros.

  • No seas tonta, tenés una cola… - iba a decirlo pero se detuvo. Seguramente quería evitar seguir con algo que parecía no detenerse y prefirió cortar la frase por lo sano.

- ¿Una cola qué? – le incité a que termine con lo que había empezado a decir.

  • Sabés que tenés buena cola – remarca.

- No, no sé, no me la puedo ver, si apenas vos la veías. Entonces, ¿qué opinás de la cola de tu hija? –

  • Opino que es buena cola –

  • ¿Solo una buena cola? –

  • Bueno, no solo una buena cola… -

  • Completá que me duermo, Nicolás – y di una carcajada instigadora.

- Tenés, una buena cola… parece ser firme, redondita, bien formada – escucharlo hablar así de mi culo me calentó tanto que un hilo viscoso de calentura empezó a derramarse a través de mi entrepierna con rumbo hacia la rodilla. Lo imaginé tomándome por atrás con el salvajismo de su hombría – Por eso, en síntesis, una buena cola, como dicen que es la mía. Redondita, abultada y apeti…. – volvió a detenerse.

- ¿Apetitosa? ¿te parece apetitosa? – y mi voz ya no era la de una hija sino la de una mujer caliente.

- Perdón, no quise decir eso – intentó disculparse pero ya nada podía quitarlo de aquella vorágine de seducciones.

  • ¿Por qué te parece apetitosa? – insistí buscando una respuesta.

Respiró profundo. Apretó los párpados. Rechinó los dientes – Ámbar, no me llevés a ese terreno, por favor –

- Solo quiero saber porqué mi cola te parece apetitosa –

Abrió sus ojos y clavó su mirada en los míos – Porque dan ganas de hacerle de todo, ¿ok? – dijo con fuerza, no con la voz de un padre sino con la de un hombre caliente.

- Nicolás, no me gustan las cosas a medias y esa es una respuesta a medias – le dije sin quitar la mirada de sus ojos. No quería demostrar inseguridad ni debilidad, seguramente, también lo heredé de él - ¿De qué se trata ese "todo" de ganas para con mi cola? –

  • Ganas de acariciarla, besarla, morderla. Muchas ganas de aplastar mi pubis contra ella o abrirla para… - se detuvo bajando la mirada.

  • No te avergüences, Nicolás, no soy una niña manipulada por un adulto sino una mujer hablando de sexo con un hombre – aclaré con la intención de no cortarle la inspiración.

- abrirla para salivarla con la boca en el afán de prepararla para una penetración – y quedó en silencio observándose las manos entrelazadas.

  • No te sientas culpable, bueno, al menos no sientas que sos el único que siente eso. Me pasó lo mismo cuando vi tu cola, aunque claro, las ganas eran otras – ya me sentía estúpidamente solidaria. Cosa de mujeres. No podemos ver a un hombre humillado en sus instintos.

  • ¿Y cuáles eran las ganas? – preguntó apoyando una de sus manos en mi pómulo derecho. Cerré los ojos y recosté mi rostro sobre aquella palma tibia que ya no era de padre.

- Ganas de verla subir y bajar sobre mí. Ganas de apretarla y empujarla contra mi entrepierna. Ganas de lamerla… - murmuré excitada.

Y por fin su otra mano se posó sobre mis glúteos. Lo acarició tímidamente recorriendo la planicie del cóccix, la ondules de las nalgas, la hendidura entre ellas. Comencé a jadear, a moverme levemente en un vaivén sexual que lo llevó a acariciar con más fuerza al punto que sentí como cerraba la mano en cada una de las nalgas.

- ¿Te gusta? – preguntó a sabiendas de la respuesta que le daría y digo a sabiendas porque con mi actitud no podía "no" gustarme.

- Me encanta – respondí tras respirar profundamente. Carraspeó, se puso frente a mí y apartó la mano de mi pómulo para llevarla a un costado de mi cuello. Me encantaba sentir sus caricias; tan fuertes, tan decididas, tan de macho. Nunca me había tocado un hombre mayor de veinte años, por lo tanto, nunca había sentido el placer que la experiencia le puede dar a una mujer. Alejó la mano de mi culo y la alojó al otro costado de mi cuello. No quise abrir los ojos, no quería que el fantasma de su paternidad haga trizas al momento.

- Sos hermosa, Ámbar – musitó tomando de los tirantes del vestido que surcaban mis hombros para halarlos hacia abajo. Sentí la caricia de la tela que descendía hasta detenerse en la cintura. Sentí la sobada de su mirada recorriendo cada milímetro de piel de mi torso desnudo. Y digo "sentía" porque, como dije, no quería abrir los ojos. "Ojos que no ven, corazón que no siente" reza el dicho. No sé si guarda algo de verdad pero por las dudas acaté su mensaje.

  • Nuestro lunar – murmuró y apoyó un dedo sobre el lunar en mi pecho - y que hermosas tetas tenés, Ámbar – completó antes de empezar a sobármelas. Sentí el calor de la yema de sus dedos perdiéndose en la suavidad de mis senos y el peso de la palma de sus manos apretando, magreando, estrujando. Sentí la presión de dos dedos sobre cada pezón erecto y un escalofrío atravesándome desde el cuello a los talones. Sentí su aliento caliente sobre mi rostro y sus labios posándose sobre mis labios. Los abrí, los abrió, y nos invadimos con las lenguas convirtiéndonos en un beso desesperado que me hizo perder la razón. Cuando reaccioné, mis pechos se aplastaban sobre su pecho, sus manos se cerraban cual garras de cuervo en mis nalgas empujándome contra su entrepierna y movíamos las caderas como poseídos.

La sala era espectadora del mayor de los incestos si es que éstos pueden medirse. No nos importaba. El poder de las entrepiernas encendidas puede más que cualquier cosa. No es una frase más aquella que dice: "Hala más que una yunta de bueyes" Desde los primeros tiempos somos el producto de nuestras acciones y éstas son consecuencias de los calentones. La historia del mundo es el resultado de calentones como éste.

  • Me volvés loca – jadeé con las rodillas chocando entre sí debido a la falta de fuerza en mis piernas. Así de caliente.

- Bebita, ¿qué querés? – jadeó con su boca deshaciéndose en mi pezón derecho.

- Papito, quiero que me cojas – respondí como pude lo que más deseaba en el mundo para ese momento: Que me coja. Que me rompa toda. Que me trate como a una puta, porque me sentía una puta. Llevé mis manos hacia los botones de su pantalón y sin más preámbulos, los desabotoné. Tomé los bordes de la cintura, halé hacia abajo dejándolo en pelotas, y con las dos manos agarré su verga y empecé a masturbarla. Venosa, larga, dura, llena de ganas, coronada por un glande hinchado, latiendo de ganas de penetrarme y unos huevos llenos de leche presta a derramarse en mí. No aguanté más, me apreté contra él dejando su verga recostada sobre mi vientre y mordí uno de sus pezones.

- ¿La querés adentro, putita? – Me arrojó sobre el sofá, me puso de espaldas a él, hizo un nudo en su mano con mis cabellos y dejó caer todo su peso sobre mí - ¿Eso es lo que querés, putita, qué te coja así? – continuó con la respiración en mi oído izquierdo y su aliento humedeciéndome el cuello – ¿ Querés que tu papito te coja así? -

  • No, no, es mejor que dejemos todo así, basta, Nicolás, basta – dije poco convencida en un atisbo de conciencia aunque en realidad quería que me coja, que me parta al medio, tanto lo quería que mis rodillas estaban al borde del sofá lo suficientemente separadas como para que entre el subterráneo de la línea "D".

- ¿Dejarlo todo así? – rugió con voz de hombre caliente – Imposible, ahora vas a saber lo que es que te cojan bien – esbozó levantando la parte baja del vestido y halando de la braguita hasta desgarrarla. Ya no era mi padre, era Nicolás, el mismo que diecisiete años antes se había cojido a mi madre dejándola embarazada, el mismo hijo de puta que había olvidado que tenía una hija a la que ni conocía. Y lo odié tanto como lo amé.

Tomó su verga en una mano y apoyó el glande entre mis labios vaginales. Los recorrió de arriba hacia abajo empapándose con mis jugos en un ida y vuelta que me estaba matando de ganas. La quería adentro, no soportaba más el suplicio de desear sentir su carne en mi carne. Y empujó hacia mí al tiempo que empujé hacia él, clavándomela entera, si hasta sentí como los huevos se aplastaron en mi perineo. Grité como nunca antes había gritado. Grité tan fuerte que vibraron los seis lunares, las lámparas, el sofá, los vidrios, las almas. Y gritó, o mejor dicho, abrió la boca y ahogó el placer en un grito silencioso y es que difícilmente un hombre grita cuando está cojiendo. Para la mayoría de ellos eso es algo que le corresponde a la mujer. Si supieran cuánto nos calienta escucharlos gritar.


Hay personas que deberían permanecer en aquél pedazo de papel amarillento perdido en las sombras de un baúl. Mi padre es una de ellas. Y yo la peor de todas. Lo acepto con dolor; me enloquecía su manera de cojerme, de bombearme, de apretarme, de salivarme, me enloquecían sus jadeos en mi nuca, su pecho contra mi espalda, sus huevos golpeándome los labios externos de la vagina, su calor de macho, su olor a sexo. Esa noche me volvió una loca desquiciada, obsesa de su verga, de sus movimientos, de su respiración, de él.


Era mi padre. Era su hija. En un ataque de conciencia quise zafarme, quitármelo de encima, terminar con el error más grande de mi vida – Basta, Nicolás, ya… esto no está bien… no está bien – jadeé con el poco aliento que me dejaban los embates de carne a carne.

- ¿Ahora? ¿vos estás loca? Estoy por acabar – jadeó y seguramente, la experiencia, lo llevó a pensar mejor su respuesta – Aunque puedo quitarme y acabar fuera, lo que quieras – remató. Y no respondí, no podía decirle algo que realmente no quería. Sabía muy bien del lazo que nos unía, siempre lo supe, pero más podía mi calentura, el deseo de tenerlo entre mis piernas, de sentirlo hervir en mis entrañas, sí, de sentirlo derramarse en mi interior.

- No, no sé, esto no está bien pero… mierda… nada… acabá, acabá, por favor, acabá – quería su leche, quería que empape mi interior con ella, que me lave de toda moral. En acto reflejo, abrí más las piernas y respingué las caderas para que la penetración sea lo más profunda posible.

- ¿La querés en la espaldita o en la cara? –

  • Nada de eso, la quiero dentro de mí… acabáme en la concha – exclamé, rogué, pedí en un grito impregnado de todas las ganas de mi cuerpo.

- ¿Así que tengo una hija viciosa? – musitó a modo de humorada que no prosperó. Metió uno de sus dedos entre mis nalgas hasta enterrármelo en el ano y lo movió hacia los costados. Ese movimiento más su verga metida en mi vagina es lo que el fuego a la pólvora. Estallé en una cadena de orgasmos que me hicieron gritar hasta el dolor.

  • Acabá… quiero que acabemos juntos – desgarré desde la garganta – Acabá, hijo de puta, acabáme adentro – y sentí como aceleró en los embates contra mí. Escuchar los chasquidos de sus humedades en mis humedades que ya eran una humedad, sentir la rudeza de sus golpes contra mis glúteos y la fuerza de su dedo entrando y saliendo de mi culo le daban forma a la cojida más rica que me habían dado.

- Ahí voy, puta, ahí voy –

- Sí, hijo de puta, acabáme de una puta vez -

Y acabó justo cuando tuve mi último orgasmo. Una cascada de leche caliente invadió mi interior y luego su cuerpo se desvaneció sobre el mío. Su boca quedó pegada a mi cuello, su pecho contra mi espalda, su pubis contra mis glúteos, sus huevos en mi perineo y su verga, flácida, disparando los últimos chorros dentro de mi raja.

- Vaya cojida, hija – apenas pudo decir ahogado en el éxtasis.

  • Si, padre, vaya cojida – agregué llena de culpas, de miedos, de remordimientos. Todo lo que entra sale, dicen, y el semen de mi padre no escapó a esa regla. Sentí como el líquido caliente comenzaba a salirse de mí y eso me quitó una sonrisa de lado.

- ¿De qué te reís? – preguntó. Su aliento sabía a fresas. Siempre me han gustado las fresas. Pensé si también eso tendría algo de hereditario.

- De lo arrepentida que voy a estar toda mi vida por haber cojido con vos – sollocé – Pero no solo porque seas mi padre sino por lo tanto que me ha gustado… tanto que lo haría mil veces más… aunque eso me lleve sin escalas al mismo infierno – a esas alturas, sinceridades como ésas eran solo un detalle más. Estaba jugada. Ya no había más límites ni fronteras que romper. Todo estaba roto. Y él no respondió – Todavía me queda una duda… - dije en el afán de quitarle algunas palabras, de saber cómo se sentía, qué pensaba sobre todo esto. Necesitaba que dijera algo.

- Ámbar, ¿cuál es tu duda? – pregunta en tono displicente.

- El tercer lunar… digo, su ubicación… ¿tenés el tercer lunar en el glande? – pregunté dubitativa, irónicamente con algo de vergüenza, la misma vergüenza que había perdido con el primer atisbo de seducción.

Rió y fue su carcajada, apoteósica – No, hija, el tercer lunar lo llevo en la planta del pie izquierdo – contestó para mi sorpresa. Juraba que nuestros tres lunares coincidían; eso me hacía un poco más hija de él – Acaso, ¿vos lo tenés en la rajita? – agregó besándome el cuello. No hizo falta que conteste lo que para él y para todos ya era obvio.

- ¿Y vos cómo te sentís? ¿qué te produce el haberte cojido a tu hija? – increpé de inmediato al sentir como su verga se empezaba a poner dura entre mis glúteos.

  • ¿Cómo voy a sentirme, hija? Mal, muy mal por haber roto cualquier código e imaginando la de golpes que me daría Carmen si se enterara que me acosté con vos – respondió y el mundo se detuvo ¿Carmen? ¿quién carajos era Carmen? ¿sería su esposa, su amante, otra hija abandonada, la verdulera de la esquina de algún barrio?

- ¿Carmen? ¿quién es Carmen? – pregunté tratando de mirarlo por sobre mi hombro.

- Tu madre, cariño, tu madre –

  • Mi mamá no se llama Carmen –

  • Y yo tampoco me llamo Nicolás -