Yo soy esa
Esa oscura clavellina, que va de esquina en esquina...
Jalean, Manolo, jalean. Aplauden, silban, se impacientan. Te esperan, Manolo. No, mentira. No esperan a Manolo. Manolo sólo eres en el D.N.I., ellos esperan a Loles. Loles, con sus pechos generosos y su bata de cola y su voz prodigiosa. Echas un vistazo al escenario, el presentador intenta apaciguar los ánimos, dar tiempo para que te prepares. Pero estos espectadores son muy impacientes.
- ¡Bueno, con todos ustedes !- oyes gritar a los altavoces. Te tiemblan las piernas, se te acelera la respiración. Siempre te pasa lo mismo cuando estás a punto de salir al escenario.- ¡Lo que estaban esperando! ¡Recién llegada de su gira por Portugal La maravillosa "Loles de Medina"!- Ésa eres tú. Te ha llegado el momento. Manolo, Loles, a darle arte al público.
Sales al escenario, con aire altanero. Los focos te ciegan, te cuesta localizar el micrófono mientras arrastras el vestido verde tras de ti. Comienza a sonar la música, la orquesta interpreta con calidad la canción. Tú no eres de las de play-back. Tú eres la voz. La maravillosa voz de Loles de Medina. Tú eres Loles y, delante de ti, cientos, miles de personas, prestos a escuchar tu voz poderosa.
- ¡Yo era la luz del Alba, espuma del río! ¡Candelita de oro puesta en un altar!- llenas tu garganta con los primeros versos de la canción, y escuchas los primeros vítores. Se te humedecen los ojos de alegría.
Cantas, tu voz feminizada a golpe de práctica tiene la potencia propia de un vozarrón masculino. Perfecta para tu arte. Llenas con tu voz la plaza de toros. Mueves manos y brazos, copleas como la mejor. Oírte es hacer un viaje por el arte castizo español. Como ver desde el tendido torear al "Gallo". Los cánticos del público se detienen cuando te acercas al estribillo. Quieren oírte a ti, y sólo a ti, decirlo.
- Yo Soy ¡Esa! ¡Esa oscura clavellina, que va de esquina en esquina, volviendo atrás la cabeza!
Aplausos, silbidos encantados, voces de ánimo, hurras, bravos, todo te inunda los oídos. Controlas, casi se te quiebra la voz de alegría pero consigues controlarla. Continúas la canción. Entonas cada palabra poniendo en ella tu alma y tu fuerza. El mundo está a tus pies. No sólo la plaza de toros del pueblo. Todo el mundo te aplaude, te jalea, te anima, todo el mundo se admira de tu arte.
Acabas la canción. Tu bata de cola verde brilla perlada con gotas de sudor que volaron desde tu frente o tus brazos. El peinado se mantiene sin que un solo pelo se atreva a romper el estricto orden militar al que los impone la peineta.
- Gracias, muchas gracias- casi pegas tus labios al micro. Lloras de alegría.- Sois estupendos, muchas gracias. Os llevo en mi corazón, de verdad - Lo que en otros pueblos no ha sido más que una estrategia más o menos sincera, aquí es una verdad como un templo. Aunque nadie te haya reconocido, Manolo, ahí estás tú, en las fiestas mayores de tu pueblo natal, oyendo como todo el mundo te jalea.
Cantas otras canciones, y acabas la noche entonando de nuevo "Yo soy esa". Es tu despedida del escenario del pueblo. Mañana sales hacia Sanlúcar. Hoy te toca dormir, por primera vez en años y años, en tu pueblo. Cinco minutos después de dejar el escenario estás en tu camerino. Riendo, llorando, todo a una. Alejando de ti el calor de los focos con un abanico que agitas con sapiencia.
Recuerdas tantas cosas en este pueblo. El culo de Marianico, y lo suave y acogedor que era. Y cómo su verga te perforaba con suavidad y cariño, escondidos en el rincón más apartado del mundo, relegados allí por la puta sociedad. Allí os amabais, os besabais, os chupabais las vergas. Dos cuerpos desnudos que se acariciaban y se amaban a pesar de todo, en un sótano cerrado a cal y canto, y aún así, os guardabais muy mucho de gemir demasiado alto. Silencioso placer de vergas alzadas y anos dilatados.
Sudas como una condenada, Loles, asediada por dos calores. Sudas un sudor agrio, como un hombre. Como Manolo. Sudas como el Manolo que eres, el Manolo que te tiene esclavizada en su cuerpo de macho desde que naciste. El Manolo de la gruesa verga y los dos grandes cojones. Ése Manolo. Tú.
El aire que acaricia tu cara, empujado por el abanico, parece también refrescarte la memoria. ¡Cuántos recuerdos te traen las callejuelas de este pueblo! Sí, ¿Por qué no? Hoy te pones tu abrigo y sales a pasear por el pueblo. Que para algo es el tuyo.
Sales a la calle, te imbuyes del aroma de la tarde-noche que cae sobre las callejuelas que cuarenta años antes llamabas tuyas. ¡Qué recuerdos, Loles! ¡Qué recuerdos! Aunque sabes que esos recuerdos no son tuyos, son de Manolo y tú simplemente los has tomado, siguen siendo tus recuerdos. Los bonitos, los felices, los no tanto
Aquella calle, la conoces, de niño pasabas muy seguido por allí. Y aquella No, aquella ha cambiado demasiado. Y aquella otra también. ¿Dónde está tu pueblo? ¿Dónde están los niños jugando por las calles? ¿Dónde está don Julián, que cada noche sacaba la tele a la calle para que pudierais ver una peli de romanos? ¿Dónde están los perros, dónde está el sereno, dónde está tu pueblo, Loles? ¿Dónde está?
Hastiada del progreso que engulle las calles de la infancia de Manolo, vuelves a tu camerino. Regresas a la silla, a enfrentarte con tu reflejo. Te engalanas. Maquillaje, sombra, carmín Loles siempre tiene que estar guapa.
Ya casi no recuerdas la primera vez que lo hiciste, el maquillarte. Contarías doce, o trece años. Querías estar guapo. No sabes por qué ni para quién pero querías estar guapo. Y en plena faena, tu padre te sorprendió. Los santos del cielo se te quedaron cortos, Manolo. Rezaste a todos los poderes del cielo. Sorprendido poniéndote colorete en las mejillas. ¡Cómo te zurró tu padre! Se rompió el cinturón de tantas veces que te golpeó el lomo, y la cara, y las posaderas.
¡Déjalo, Evaristo! Ha sido sólo una travesura Cosas de críos.- escuchabas chillar a tu madre entre los chasquidos del cinturón contra tu piel.
¡Cosas de críos! ¡Y una mierda! ¡A mí no me sale un hijo maricón! ¡Por mis muertos que no!- respondía tu padre, reforzando su castigo.
Y tú llorabas, y gritabas, y te dolían las marcas. En carne viva te dejó toda la espalda. Más de dos meses te duraron las heridas. Dos meses sin salir de casa. "Está enfermo, me ha pillado una gripe...". Decía tu madre a los vecinos.
Allí aprendiste que la verdad puede dolerte mucho. Que tenías que esconder lo que sentías. Que no podías mostrar que lo que a ti te gustaban eran los hombres hechos y derechos, como Julio. O como Marianico. ¡Dulce Marianico! ¡Cuántas pajas os hicisteis en las tardes de verano en las que desaparecíais de la plaza del pueblo!
Marianico, y con él, sus recuerdos, te excitan sobremanera. La bata de cola muestra ya un bulto considerable a la altura de la cintura, como si el lunar blanco que lo corona quiera escaparse de la tela verde. Allí esta, bajo el vestido, lo que te sigue recordando que naciste y creciste en mentira, que desde el mismo día en que viniste al mundo estás encerrada en un cuerpo que no te corresponde.
Te quitas el engorroso traje de folclórica y quedas desnudo, desnuda, ante el espejo. Ves el reflejo de tus ganas de mentir. Esos pechos grandes, orgullo de cirujano. Tus labios carnosos, decorados de rojo pasión, por que Loles es pasional. Loles es mujer de la cintura para arriba. Manolo es hombre desde ahí hacia abajo. Y tu verga petrificada no cesa de repetirlo. Eres Manolo, Loles. No eres Loles, eres Manolo de cintura para abajo.
Te niegas a aceptar lo evidente aún delante del espejo. Tú eres una mujer. Da igual que el espejo refleje una polla enhiesta, tú eres mujer por que te sientes como tal.
- Yo no soy Manolo. Yo no soy Manolo.- ¡Cuánto te gustaría que esa triste letanía aprendida a golpe de práctica fuera verdad!- Yo Soy ¡ESA!
Tu mano se cierra, como una cruel garra, sobre el estandarte de tu odiada masculinidad. La aprietas bien fuerte, con ganas de ahogarla, como si fuera el cuello de Manolo. Pero el cerebro que se queja es el tuyo, Loles. Las neuronas que transmiten el dolor son las tuyas.
Comienzas a masturbarte, pero en tu mente no es una verga lo que acaricias. Es un clítoris duro e hinchado, lo que la naturaleza no te ha querido dar. Y cuando sobas tus cojones, son dos labios vaginales lo que rozas, imaginándote, al tiempo, que otra persona, un hombre de bandera, es quien está ante ti.
¡Hay tantos y tan pocos, Loles! ¡Tantos y tan pocos! ¡Tantos que quisieron llevarte a la cama! ¡Tan pocos que se quedaran después de saber la sorpresa que guardabas entre tus piernas! Pero aún hay... Haberlos haylos. Marianico, el primero. Luego, Pepe. Pepe, que era actor de teatro y fue el que te impulsó a meterte en el mundo del espectáculo.
Recordando a Pepe, empiezas, de verdad, a sentir placenteras las caricias de tu polla. Recuerdas cómo besaba tu polla. Con cariño. Él no era maricón, pero igualmente le daba placer a tu cuerpo de hombre. Cerraba los labios sobre tu verga mientras tú te colgabas de tus pezones endurecidos. Mientras él le mamaba la verga a Manolo, tú sobabas las tetas de Loles.
Luego su mano viajaba a tus cojones, y acariciaba incluso más atrás, dejando tu ano palpitando de un ansia que le carbonizaba de pasión. Y, antes de descargar en su boca, te girabas, y le ofrecías las nalgas. Pepe te penetraba, con su fuerza de hombretón hecho y derecho. Y, al sentir esa verga llegarte hasta el fondo de tu ser, dejándote imaginar que te la estaba metiendo por la vagina que Dios no te dio, al sentir todo aquello te corrías desesperadamente sobre las sábanas, empastrándolas de un semen que, en tu ansiada paranoia, era flujo transparente. Luego, tras otra tanda de placenteras embestidas, Pepe te llenaba el recto de su leche.
Recordando, eyaculas sobre el espejo y caes rendida en la silla, fruto del temblor de piernas que te convoca el orgasmo. Tu reflejo queda enmarcado entre dos chorretones de semen blancuzco. Tu rostro andrógino amenaza con soltar alguna lágrima si sigues mirándote así. Por suerte, alguien toca a la puerta.
¡Un momento!- gritas, mientras te vuelves a vestir, a la carrera, con tu bata de cola y tu mantoncillo de flores. Limpias el espejo y adecentas un poco más tu maquillaje antes de abrir. Casi te caes de espaldas al hacerlo. Aún a pesar de la inmensidad de años que han pasado, reconoces a tu amor de la infancia detrás de esas canas y arrugas que no lo han cambiado demasiado.- ¡Marianico!- gritas, olvidándote de que, en teoría, Loles jamás ha visitado el pueblo.
¡Manolo! ¡Sabía que eras tú!- no puede decir nada más por que le besas, y lo atraes hacia ti. Os desnudáis como adolescentes en celo, moviendo vuestras manos con torpeza.
Cuando caéis, desnudos, al suelo, ya está todo dicho.