Yo soy el feo

¿Era aquel chico el guapo?

Yo soy el feo

1 – Encuentro imposible

Siempre he sido el marginado de la pandilla. Todos los colegas se van con las chicas, pero ninguna chica se acerca a mí ni por compromiso. ¡Y menos un chico! Me miro al espejo y reconozco que no soy muy agraciado, pero tampoco soy un estúpido ni alguien que mire a los demás con envidia. Los patrones que marcan a una persona como guapa o fea van cambiando conforme pasa la historia, pero me ha tocado vivir una época donde, si no eres un bombón, te tienes que ir acostumbrando a la soledad e incluso al desprecio y la mofa de los demás; «¡Míralo; el feo!».

Afortunadamente, para mi trabajo, que no es de cara al público, mi fealdad no influye. Salgo del trabajo y me doy un paseo (ignorado) por las calles más cercanas hasta llegar a mi piso.

Esta tarde, sobre las cinco, bajé al bar de al lado a tomar un café. Es un bar grande y lujoso con una barra en forma de L donde me siento a gusto. Normalmente, hay poca gente a esa hora y elijo mi sitio preferido: el rinconcito que queda al fondo de la parte más corta de la barra.

Me sirvió el camarero el café y hablamos algunas cosas. Ya me conoce de ir allí a tomar mi café o mi cerveza. Luego, se metió por la puerta que da a la cocina y vi a un chico en el otro brazo de la barra. No era guapo; era algo fuera de lo común. Un muñeco delicado de porcelana, con su tupé hacia un lado, su raya derecha en el pelo corto, sus mejillas sonrosadas y sus labios que, de sólo verlos, me parecía estar tocándolos.

El camarero le sirvió un refresco y quise tomarme el café rápidamente y salir corriendo de allí, pero me quemaba los labios y la lengua. Soplé cuanto pude sin querer mirarlo e incluso estuve a punto de dejar dos euros en la barra y salir corriendo a casa. Con las prisas y los nervios, dejé caer el café hirviendo sobre mi camisa y mi pecho. Llamé apurado al camarero y trajo una botella de agua fresca y un paño húmedo.

  • ¡No se preocupe! – le dije - ¡Gracias por refrescarme! ¡No pasa nada!

Estaba retirándome la camisa empapada del pecho, cuando apareció con rapidez el joven que bebía el refresco.

  • ¿Puedo ayudarte? – me dijo - ¡Déjame ver cómo tienes el pecho! Quizá podríamos calmarte el dolor con un poco de hielo o alguna pomada.

Levanté mi mirada y al verlo tan de cerca, me costaba trabajo respirar.

  • ¡Vamos! – me dijo -; déjame que te quite la camisa. Yo creo que debería darte el aire.

El camarero, oyéndonos hablar, nos hizo señas para que pasásemos a los vestuarios. Aquella belleza andante y que se estaba preocupando por mí, me cogió de la mano, dimos la vuelta a la barra y entramos donde nos dijo el camarero.

  • ¡Venga, tío! – me dijo -; respira profundo. No pasa nada. Voy a quitarte la camisa y a refrescarte la piel. Creo que es lo mejor para que no te salgan ampollas.

  • No importa, chaval – le dije -, yo me la quitaré y me echaré bastante agua fresca.

  • ¡Déjame ayudarte, joder! – me miró de cerca -; déjame que te quite la camisa y te echaré agua fresca.

El camarero nos observaba desde la puerta y miraba hacia el bar por si entraba algún cliente.

  • Puedo dejarte una camisa limpia – dijo el camarero -; es blanca, pero te servirá para llegar a casa. Si tienes algo para calmar el dolor de la quemadura, póntelo.

  • No – dijo con seguridad el joven -; ahí enfrente hay una farmacia. Lo acompañaré y compraremos una crema. Le preguntaré al farmacéutico.

Lo miré de cerca y me entró un ataque de pánico ¡Pensaba acompañarme a mi casa!

  • El problema – dijo el chico -, es que no he traído dinero nada más que para el refresco.

  • ¡No importa! – contesté angustiado -; yo tengo dinero bastante ¡Camarero! Cóbrese de aquí lo que debemos los dos; necesito cambio, por favor.

  • ¡Ni hablar! – me contestó saliendo de allí - ¡La casa invita! Y si le falta para comprar la pomada, que venga el chico a por más dinero.

Me sentí rodeado de gente que me cuidaba, pero me asustaba ver tan de cerca tanta belleza sonriéndome y mirándome fijamente a los ojos.

2 – Un masaje delicado

¡Oh, Dios! ¿Qué estás haciendo conmigo? – me decía yo mismo -. Me has puesto a uno de tus ángeles bellísimos delante, me quemas el pecho y lo mandas a curarme. Si de verdad eres tan bueno como dicen, por favor ¡te lo ruego!, sé malo conmigo. Déjame solo y abandonado en casa. No permitas que este ser maravilloso esté tan cerca de mí ¿Qué quieres? ¿Matarme? ¿No tienes suficiente con haberme hecho feo ante los demás? ¡Apártalo de mí!

El chico me puso la camisa blanca con mucha delicadeza para no rozarme, me cogió del brazo y salimos al bar. Se despidió del camarero muy agradecido en nombre de los dos y me abrió la puerta para que saliera. No quería mirarlo, pero empezó a hablar:

  • ¡Tranquilízate, hombre! – dijo -, la farmacia está cerca. Luego, dime dónde vives y te acompañaré para curarte.

Decidí no volver a hablar. Pensaría que yo era un estúpido o que estaba bajo los efectos de un shock ¡No lo sé! Fuimos a la farmacia y habló con el farmacéutico, que me desabrochó dos botones y vio cómo estaba mi piel.

  • ¡No es nada! – le dijo al chico -, es muy doloroso pero no es grave ¡Toma! Úntale esto por todo el pecho. No lo mojes más. Espera una media hora a que la piel lo absorba y le das otra buena capa. Si puedes, úntale la crema cada vez que se reseque ¿vale?

  • ¡Sí, señor! – le contestó -, eso haré.

Lo miré asustado. No era tarde, pero ¡no iba a estar untándome crema hasta la noche!

  • ¿Cómo te llamas, chaval? – le pregunté al salir de allí -.

  • Me llamo Ángel – respondió - ¿Y tú?

Me quedé inmóvil y no supe qué contestarle. Atravesamos la calle y le señalé con la mano hacia dónde tenía que ir.

  • ¡Venga, tío! – me dijo - ¡Que no es para tanto! Voy a curarte, pero no me has dicho cómo te llamas.

  • Mateos – le dije -; me llamo Mateos. Gracias por preocuparte por mí. Tú lo has dicho; no es nada.

  • ¿Están ahí tus padres? – preguntó sonriente -.

  • ¡No, Ángel! – no quise mirarlo - ¡Vivo solo!

Subimos por las escaleras y me llevaba cogido por el brazo.

  • Dame las llaves – hizo un gesto con la mano -; yo abriré. Luego vamos derechos al dormitorio.

Pasamos despacio y cerró la puerta. Tiré un poco de él para ir hacia el dormitorio y fue encendiendo las luces.

  • ¡Venga, siéntate en la cama, que voy a quitarte los zapatos! – dijo dándome órdenes -; es mejor que estés en horizontal.

Yo me movía como un zombi y comenzaba a mirarlo de vez en cuando. Me parecía estar soñando. Aquel «ángel», me quitó los zapatos, me aflojó los pantalones y tiró de ellos y, con mucho cuidado, me desabrochó la camisa. Luego, me tomó con cuidado por los hombros y me puso cómodamente sobre la cama. Abrió la caja de la pomada y leyó rápidamente el prospecto. Luego, me advirtió que el primer masaje me dolería, pero yo pensé que más iba a ser mi dolor por sentir sus manos sobre mi cuerpo.

  • ¡A ver, Mateos, relájate! – dijo -; sentirás un poco de dolor, pero se calmará en poco tiempo. Dime dónde está la cocina y te traeré agua fresca o algo de beber. Dicen que es bueno.

  • Sí, Ángel – no sabía ni con quién hablaba -, en el frigorífico hay refrescos. Yo tomaré una cerveza. Coge tú lo que quieras.

  • Vamos a untar esto – dijo -; no quiero que aguantes tus quejas si te duele ¿me entiendes? Voy a intentar que la primera capa sea suave.

Se fue a la cocina y volvió con dos latas de cerveza. Las abrió y me dio a beber levantando un poco mi cabeza. Luego, abrió el bote de pomada, se la puso en la mano y comenzó a untarla. Yo no me estaba quejando un poco por el dolor, sino por sentir su mano en mi pecho y su cuerpo sentado junto al mío desnudo.

  • ¡Tranquilo, Mateos! – dijo – la primera capa ya casi está. Toma un poco más de cerveza. Cuando tengas sed, me la pides.

¿Qué era aquello? ¿Un sueño? ¿Una tortura? ¿Un pasaje surrealista que nadie iba a creerse?

3 – Un comienzo

Comenzó a contarme cosas de su vida con una voz melodiosa y con una mirada, que hubieran dejado a cualquiera con la boca abierta; pero es que yo la tenía ya abierta. Había puesto sus manos juntas y entre sus piernas y me contaba cosas. Yo no hablé casi nada hasta que comenzó a preguntarme él. Empezó con cosas triviales como «¿Eres de aquí? ¿Qué haces?». En ninguna de las preguntas hizo alusión a mi fealdad, sino que me tomaba como a alguien más, con total naturalidad.

  • Dentro de un poco más de tiempo – dijo mirándome el pecho -, voy a darte la segunda capa. Dice aquí que ya no te dolerá como la primera. Sé lo que sientes y me he dado cuenta de cómo me miras.

Se inclinó con mucho cuidado sobre mí y me besó en los labios con un leve chasquido.

  • Supongo – dijo -, que tendrás algo de comer en la cocina, ¿no?

  • ¡Sí, claro! – le dije clavando mis ojos en los suyos -; en el frigorífico hay una fiambrera con pisto. Puedes calentarlo en el microondas.

Se fue a la cocina mientras que yo seguí pensando que aquello no era nada más que un mal sueño y que quería despertar lo antes posible, pero apareció al rato con la mesilla de comer en la cama y el plato de pisto con un trozo de pan y cerveza.

Tomó la cuchara y probó la verdura como si la besara con delicadeza.

  • Está templado - dijo - ¡Toma!

Me alargó la cuchara y me dio de comer. Seguía sin salir de mi asombro cuando cogió otra cucharada y se la llevó a la boca.

  • ¡Hmmm! ¿Lo has hecho tú? – preguntó cerrando los ojos -; está exquisito.

Cogió otra cucharada y me la dio a mí. Me supo mejor el pisto por estar en la cuchara donde él había comido que por haberlo hecho yo a mi gusto. Así, nos comimos el plato entre los dos. Me secaba los labios con la servilleta y me daba a beber de la misma lata de donde él estaba bebiendo, hasta que nos lo comimos todo.

  • Me parece, Mateos – dijo -, que he visto un trozo de tarta en el frigorífico ¿Traigo un poco?

  • Como quieras, Ángel – le dije -; es una tarta de queso que también hice yo.

Se llevó el plato y trajo uno de postre con un buen trozo de tarta. Tomó un pedazo con la cucharilla y se lo metió en la boca. Volvió a inclinarse sobre mí y me dio de comer con sus labios. También así acabamos el postre.

  • Habrás visto – me sonrió -, que no soy tonto. Sé que te preocupa que murmuren los chicos a tus espaldas de tu supuesta fealdad; la que tú mismo te creas.

Retiró la mesilla y llamó a su madre por teléfono. Le dijo con toda normalidad que iba a quedarse en casa de un amigo, dejó el teléfono sobre la mesilla y se fue a los pies de la cama, justo frente a mí. Se sacó los zapatos, se aflojó el cinturón, abrió su pantalón y lo dejó caer al suelo. No sabía exactamente lo que iba a hacer y me quedé mirando su rostro y sus piernas.

Poco después, comenzó a abrirse la camisa desde el cuello hacia abajo hasta que la abrió con rapidez y se la quitó ¡Dios mío! ¡No podía creer lo que estaba viendo! ¡Su vientre estaba totalmente deshecho; lleno de cicatrices enormes!

  • También los chicos que se acercan a mí – dijo -, son avisados de esto que escondo ¿Lo estás viendo?

  • ¿Qué te ha pasado?

  • Una peritonitis – dijo -; llegué al hospital casi muerto y comenzaron a abrirme el vientre aún despierto. Tenían que salvar mi vida como fuese. Así fue.

  • ¡Por favor! – sollocé -, acércate a mí. Échate aquí a mi lado.

Se echó junto a mí con cuidado de no rozarme. Su vientre estaba destrozado.

4 – Un final

  • ¿Me comprendes ahora, Mateos? – dijo -; la belleza no está ni en la cara ni en el cuerpo, sino en el corazón. Lo vi en tus ojos desde el primer momento.

Dejé la habitación a media luz y nos abrazamos con mucho cuidado y nos besamos y nos acariciamos hasta perder la noción del tiempo. Nos masturbamos porque yo no podía moverme y seguimos besándonos hasta caer rendidos.

Cuando desperté por la mañana estaba vistiéndose y me miró sonriente. Se acercó a mí y me besó.

  • ¡Buenos días, amor mío! – nos acariciamos las mejillas y los cabellos -, voy a casa a cambiarme y vuelvo rápidamente.

Me incorporé con cuidado y lo acompañé a la puerta reliado en la colcha. Volvimos a besarnos, abrió la puerta y se fue esparciendo felicidad por todos lados. Corrí al balcón para verlo salir y miró hacia arriba sonriendo y saludándome con la mano. Corrió hacia su casa atravesando la calle, pero apareció un coche a toda velocidad, lo golpeó, lo lanzó por los aires, calló en el techo del vehículo y rodó hasta golpear en el suelo.

Corrí por las escaleras reliado en la colcha y dejando el piso abierto y, al salir a la calle, se había acercado mucha gente aterrorizada. Un hombre, empujaba hacia atrás a todo el mundo: «¡No se acerquen, por favor; ¡Retírense!».

Me acerqué a aquel hombre llorando y, al verme liado en una colcha, me preguntó que si conocía al accidentado.

  • Soy amigo íntimo suyo – le dije - ¡Déjeme verlo!

  • No, hijo – me retiró de allí con cariño -, es mejor que no lo veas. Ahora vendrá una ambulancia.

Me asistieron de mi ataque de nervios mientras me llevaron a un hospital. No dije nada de mis quemaduras y pedí que me diesen el alta.

Por la tarde, fui al tanatorio y entré asustado. Había allí una familia destrozada y me acerqué al cristal a mirar a Ángel. Caí al suelo de rodillas y llorando al verlo. Estaba como dormido con su belleza inigualable.

Se acercaron dos señores y me levantaron del suelo.

  • ¡Muchacho, cálmate! ¿Tú quién eres?

Los miré con la vista nublada.

  • Yo soy el feo.