Yo solita me entregué

Mientras su fuerza me comprimía, colmaba mi deseo de pertenencia, haciéndome sentir toda la mujer que abrigaba en mi pecho

Mienten los que dicen que soy así porque un día me violaron. Soy así porque así soy y no puedo ni quiero cambiar.

Siempre fui una persona educada, suave y cariñosa. Cualesquiera que me de un poco de ternura puede sacarme el alma. Tantas veces la entregué, que ya no tengo ni memoria.

Soy complaciente, me gustan los chistes de salón, odio las palabras soeces, aunque en la cama me desboco.

Yo solita me entregué a aquel que me inició.

Fue un protector circunstancial; se hizo amigo y, como varón bien plantado, me defendió de unos matones.

Esa noche estaba rumbo a una fiesta con mis pantalones ajustados -resaltaban mis redondeces traseras-, la camisa entallada que marcaba mis pechos incipientes propios de la juventud, los cabellos largos mecidos por el viento y el bolso hombruno colgando de mi hombro.

El grupito estaba reunido en una esquina. No sé qué los habrá molestado, pero comenzaron a agredirme con palabras groseras y gestos obscenos.

Inmediatamente me puse roja de vergüenza, mala costumbre que tengo desde niña.

Yo me hacía encima ante el pavor de que me pegaran cuando, desde atrás, salió mi defensor y los retó bien retado.

Era un hombre, ¡qué hombre!, que me acompañó lo que quedaba del trayecto hasta mi destino para resguardar mi seguridad en ese arrabal.

Su olor a macho me impactó.

Me dejó en la puerta de la fiesta. Preguntó cuando iba a salir, le dije que no sabía la hora y me dio su celular para que lo llamara y me acompañara por mí seguridad. Me negué para no ser abusiva, pero insistió diciéndome que él debía estar despierto toda la noche porque era el vigilador de una playa automotor.

La fiesta estaba ardiente, aunque llena de blandengues.

Corría el alcohol como en una bodega.

Bailé con varios, pero no congenié lo suficiente con ninguno.

Por cierto, el calor de esos cuerpos se contagió al mío sin que fueran las manos que me apretaron desde el trasero; algunos exhibían sus durezas bajo los pantalones, pero ninguno llegó a impresionarme.

Alguien intentó besarme, pero me negué por falta de experiencia en ambos.

La cuestión es que, además de levantar temperatura, me aburría, así que llamé a mi salvador, quien estuvo a los cinco minutos para acompañarme. Fue la espera más larga e intensa de mi vida.

Cuando apareció ese hombretón morrudo el alma me volvió al cuerpo y, como es costumbre en m país, lo saludé con un beso que se corrió de la mejilla a la comisura de sus labios.

-¡Que sabroso beso! Exclamó apretándome contra su cuerpo fornido y duro. Su calor caló mis poros.

Algo sucedió entre nosotros de lo que no tenemos control.

Desde entonces no me soltó y me llevó por las calles nocturnas tomada de la cintura. Poco antes de llegar a la parada del bus, me pidió que lo acompañara a su trabajo un rato para conocernos mejor y hacer la noche más llevadera.

Ante la corrección de su comportamiento, accedí y entramos a la casilla vidriada de un estacionamiento que él debía vigilar.

Era una cabina que permitía la presencia de ambos, aunque no muy amplia.

Mario, tal su nombre, colgó mi bolso en una percha y, con la excusa de preparar café, me pidió que vigilara mientras tanto.

Lo cierto es que él se movía a mis espaldas, gozando con su vista de un primer plano de mi pronunciado pandero.

A veces me rozaba con alguna parte de su cuerpo. La estrechez fue siempre su justificativo.

Cuando estuvo lista la infusión, me la alcanzó desde atrás y él, parado a mi trasero y rozándome delicadamente, tomó el suyo.

Me indicaba todo lo del lugar que vigilaba, señalando con su brazo cada sombra, contándome su significado. Mientras, su cuerpo se acercaba más al mío y su virilidad cobraba a cada instante mayor existencia.

“Me gustaste desde que te vi”, desgajó a mis oídos.

Su voz grave aterciopelada y el vaho de su respiración en mi oreja acabó lo que yo había empezado. La calentura me mataba y él agregaba nafta al fuego.

Si Mario apoyaba su verga en mis nalgas haciéndome notar sus dotes, mi traste por sí mismo se inclinaba hacia su cuerpo.

Fue una sensación nueva; nunca había sentido una verga tan marcada y caliente dibujándose en mi traste; me sentía cómoda, me gustaba.

Cuando sus manos se apoyaron en mis caderas y su lengua lamió mi cuello -arrancándome oleadas de placer- las cartas estaban echadas sin retorno.

Un beso de lengua me quitó el invicto y me conmovió hasta los tuétanos. “No sé, es mi primera vez”, dije en un murmullo. “Yo te enseñaré, quiero que goces”, respondió.

Y los dedos desabotonaron la parte superior de mi camisa y sus manos calientes se apoderaron de mis helados pezones. “Estás preciosa”, dijo y desabrochó mi pantalón iniciando la dificultosa sacada por lo ajustado que me quedaba. Luego fue el turno de los suyos que cayeron a los pies junto a sus calzones. La tea hirviendo de su sexo talló mis nalgas quemándome por dentro.

“Serás mía”, repetía una y otra vez. “Es mi primera vez, contestaba entre gemidos.

No sé dónde se agenció una crema que esparció por mi trasero; sentí su dedo en mi puerta y cómo mi anillo se abrió a su presencia.

Luego lubricó su arma, me hizo sentir su fuego en el portón como deseada amenaza de la inminente penetración; “me gustas, estás caliente, relájate”, decía y presionó lo necesario para que su bálano se lleve consigo todas mis defensas.

Milímetro a milímetro su virilidad se abrió camino adentro mío; me quemó su calor, pero el ardor y el dolor desaparecían ante los sucesivos besos y caricias que me regalaba su cuerpo.

Es inenarrable el cúmulo de sensaciones que se amuchan en la verga que te penetra y anda dentro tuyo.

A su momento sentí como su pelambre quedaba grabada en mis glúteos y sus bolas chocaban en mis posaderas. Había llegado a fondo. “Quédate quieto, me duele”, rogué y se quedó con su pomo en mis profundidades mientras me decía cosas bonitas como “niña linda, te haré conocer la felicidad, siempre seré tuyo, tu culo me condena, me calientas como ninguna”, entretanto sus manos callosas calcinaban mi piel y sus labios desabrochaban mi soledad.

Estábamos abotonados; cuando cedió el dolor, mi trasero —como si tuviera vida y voluntad propia— empujó hacia él, quien inició un leve movimiento de bamboleo y luego un mete y saca que él siguió lentamente primero y después cada vez con mayor potencia y velocidad.

De su virilidad, no había duda.

“Te gozo, te gusta”, afirmaba mientras sacaba casi todo y lo metía con fuerza. No sé qué tocaba su verga en mi interior, pero me hacía sentir apasionada.

Y él siguió con su movimiento cada vez más fuerte hasta que su miembro se engrosó y estalló en mis adentros. Sentí sus descargas y como mi culo se inundaba de su leche que, además, me lubricaba.

“Quédate, no lo saques todavía”, pedí y su muñeco quedó en mi interior mientas sus brazos me abrazaban mimosamente. Sentí ablandarse su estaca mientras mi cabeza se apoyaba en sus hombros y mis manos, tendidas hacia atrás, acercaban su cuerpo.

“Eres muy fogosa”, dijo. “Eres el primero”, respondí. “Entonces vas a ser mia”, concluyó.

Me gustó sentir su hombría en mi interior. Es una sensación rara de llenez y blandura a la vez por el abundante semen de su llegada anterior que obraba como lubricante.

Su mástil, que había perdido su extrema dureza, se hacía sentir como de una suavidad extraordinaria y su cuerpo, duro y musculoso pegado a mis nalgas, se me ofrecía como la contención y fortaleza que nunca tuve y que buscaba.

Sus brazos envolvían mi cuerpo, me daban una hermosa sensación de pertenencia que él sabía explotarla a su favor.

Estábamos callados después del revolcón, las palabras holgaban detrás del zarandeo o, simplemente, eran reemplazadas por el lenguaje de las pieles.

Sus manos endurecían mis pezones, sus labios deleitaban los míos y mi ano se percibía contento como si luciera una sonrisa.

Fue un estar plácido hasta que mi intuición o mi instinto hicieran de las suyas: mi ano se frunció y relajó una y otra vez apretando y soltando la verga anidada-

“Me encanta como me comes la picha, sigue”, pidió y, como efecto, el garrote empezó a endurecerse y agrandarse.

“Me calientas -dijo-. Si esta es tu primera vez, cómo serán las posteriores; eres una maestra del sexo; sabes hacer gozar a un macho”, decía mientras yo solo respondía con gemidos de gozo y afirmaciones como “me gusta, que grande, qué rica”.

Pronto estuvo dura, tan dura como antes y sus movimientos se aceleraron lo mismo que sus besos, esta vez matizados con mordiscones que, vulnerando mis carnes, me causaban un placer indescriptible. Su bombeo era suave en mi dilatado, empapado y lubricado culo.

Mientras su fuerza me comprimía, colmaba mi deseo de pertenencia, haciéndome sentir toda la mujer que abrigaba en mi pecho.

Cuando aceleró sus movimientos y era previsible su éxtasis, supe que ese momento seguiría vivo en todo mi camino.

Su calentura había llegado al máximo y las estocadas de su lanza cada vez me perforaban más; su miembro se hinchaba a cada embate, sus gemidos embriagaban mis sentidos hasta que reventó preñándome por segunda vez en estertores sucesivos.

Esta vez la verga se achicó más rápido y se salió de mí dejándome una sensible ausencia. No pude evitar palparme con los dedos y notar lo dilatado de mi ano.

El notó mi mano y la llevó a su verga, aún mojada y pegajosa de vida.

Nos vestimos, me acompañó a la parada del bus iniciando una amistad que se extendió en el tiempo.