Yo Panadera
Si yo extendía la masa, él esparcía sus toqueteos con las palmas abiertas; si yo la agrupaba, él cogía mis pechos desde abajo queriéndolos amontonar en sus puños.
Yo Panadera
Detesto trabajar los domingos, lo odio con todas mis fuerzas. Y no es por el madrugón, que a eso ya está una acostumbrada. Es que los domingos siempre son calcados unos de otros: los mismos cuarentones vestidos de chándal con los mismos periódicos en la sobaquera, los mismos niños con lazos, calcetines calados y zapatos de charol.
Quiero un huevo kinder, papá, quiero, ¡quiero!, ¡¡quiero!!...
Los tengo metidos en la cabeza, con esas vocecillas chirriantes. A veces se ponen tan pesados que yo misma pagaría el dichoso huevo kinder con tal de que no montaran la escandarela dentro de la panadería. ¿Y las doñas del barrio qué? Estas son las peores porque como trabajan, entre semana nunca compran pan, así que los domingos si tienen invitados en casa, se enfrentan a la ardua tarea de calcular cuántas barras deben comprar.
Dame dos. No, tres. Es que no sé. ¿Y si me sobra? Bueno mira, dame dos y una baguette.
Digo yo... ¿tan difícil es? Mujer, compra de más y si sobra, para los patos del parque. El caso es que se monta una cola de tres pares de narices y nadie tiene prisa más que yo, que no hay domingo que no me den las tres y media despachando pan.
Entre semana es más ameno. La clientela es bastante variada porque al estar el local en una zona comercial de mucho paso, ves caras distintas. Bueno, siempre está dando por culo la del croissant quemado y la del colón poco hecho, pero se lleva mejor porque al menos no hay gente esperando y sus charlas hasta te sirven de distracción. Ten en cuenta que el horno funciona hasta las doce, luego ya es solo vender, así que el dueño se sube a casa a descansar y hasta la tarde me quedo sola.
En fin, que si no fuera por los clientes esporádicos que por una u otra razón me parecen agradables, este trabajo sería una verdadera bazofia. Con esos clientes da gusto ser amable.
Buenos días, ¿me da una barra, por favor?
Aquí tiene, señor.
Muchas gracias, ¿qué le debo?
Sesenta y cinco céntimos, por favor.
No, no me dé bolsa, gracias, hasta luego.
Gracias a usted, adiós.
Gracias, sí. ¿Tanto cuesta? Y eso de "que tenga un buen día" ya ni hablamos. Es muy yanqui, sí, pero qué bien queda. O sin ir más lejos, algo tan sencillo como mirar a los ojos; la gente común ya no mira a los ojos. Vamos, que si un día le da al jefe por sustituirme por una máquina expendedora de pan, más de uno no se daría ni cuenta.
Algunos de los clientes esporádicos se hacen asiduos durante cortos periodos de tiempo. Por ejemplo, una obra dos calles más abajo. Pues eso te garantiza que durante lo que dure la faena tienes unas cuantas barras vendidas para los bocatas de media mañana.
Hace unos cuantos lunes entró un albañil de edad incalculable. Muy mayor no debía ser, pero ya sabes, estos hombres están tan trabajados y tienen la piel tan ajada por las inclemencias del tiempo que a veces le echas cuarenta, así, a ojo, y lo mismo te quedas corta que larga.
¿Me das cuatro barras, bonita?
Cuatro barritas, aquí las tiene; son dos sesenta.
¡Cómo son los albañiles! Tampoco te miran a los ojos. Si le vale al tío se me vuelca al otro lado del mostrador para mirarme mejor el culo; los ojos si acaso después. Son una especie aparte. Siempre lo he pensado, pero es que es verdad, están más salidos... A los hechos me remito.
Al día siguiente viene el mismo albañil con otros dos. El reincidente va de portavoz y me pide el pan en tono vacilante mientras los otros me miran de arriba a abajo apoyados descaradamente en el mostrador. Uno silba y canturrea por lo bajini el "Escándalo" de Rafael. Me doy la vuelta para coger sus cuatro barras y suponiendo sus ojos clavados en mi trasero, me subo de puntillas sobre el cajón de madera que uso para alcanzar el estante más alto regalándoles una panorámica de mi menudo y deseable cuerpecito, el mismo que me da esa apariencia frágil que ya me encargo yo de soslayar con mi carácter. Está feo que yo lo diga, así que no voy a describir mi culito respingón y mis caderas redondeadas bajo mi falda airosa. Además, a los albañiles con mucho menos les vale para ponerse borricos. En mi brusco descenso del cajón, la falda se ahueca mostrando mis muslos.
Cuatro barritas. Aquí las tiene; son dos sesenta.
Por sus caras embobadas no me cabe duda de que no han perdido detalle de mi homenaje a su fidelidad como clientes. Jajaja... si es que son todos iguales. Estaban a punto de abandonar el local murmurando entre ellos cuando uno de los nuevos, notablemente más joven que los otros dos, regresa al mostrador, apoya sus manos en actitud un tanto chuleta y lanza sus ojos oscuros al fondo de los míos. Me sentí cual pava real siendo cortejada.
Oye, bonita... ¿y no sabrás por aquí una charcutería?
Hubiera jurado que iba a decir algo más interesante, pero qué va. El caso es dar conversación.
Al tercer día, miércoles, tuve la honorable visita del ojazos del día anterior y dos nuevos espectadores. Calculo la edad media entorno a los treinta. Son los peores porque los de más de cuarenta te piropean sin mas interés que el de sonrojarte, pero éstos, ¡ay éstos! Estos tiran a dar. Fíjate si saben lo que hacen que entran en tropel, seguidos de una anciana a la que ceden el turno con tal de poder entretenerse con cualquier excusa sin que la mía pueda ser la gente esperando.
Buenos días, Maite
Me hace gracia. Raro es el cliente que sabe mi nombre por haberlo visto en la chapita que llevo prendida de la pechera del delantal con el logotipo de la panadería en grande y lo de Maite en pequeñito. Cosas del dueño, que dice que hay que equipararse con las grandes superficies y que por los detalles se empieza. Anda que no podía pensar en los turnos...
En su punto para ser degustado en su mesa. ¿Ah sí? Yo sí que te degustaba. ¡¡Y no te iba a gustar poco ni na!!
Este chico no sabe mucho de seducción, de lo contrario no hubiera hecho el comentario más que para mí. Pero a ellos lo que les gusta es compartir las sensaciones y sonrojar a sus víctimas. Claro que, la culpa de esto se la atribuyo a Mateo. Inspirado que estuvo el señor jefe buscando eslogan: en su punto para ser degustado en su mesa . Un castigo la chapita de los demonios, un castigo. Además, no hace falta dedicarse al marketing para darse cuenta de que como eslogan, la parrafada resultaba excesiva.
Ejem... Buenos días, cuatro barritas, ¿verdad?
Son como una tribu y cuando hay más de uno, se crecen. El del día anterior se sentía en posición ventajosa respecto a los otros, así que tomó la voz cantante cual rey de la manada.
Uy... mira, qué buena profesional. Esto es lo que yo llamo atención personalizada.
Pues claro, hombre, por el cliente se hace cualquier cosa.
Me sonrío para mis adentros y para mis afueras con cierta picardía y descaro. Demasiado descaro para estar tratando con este gremio. Anda que vaya metedura de pata la mía. Eso es lo que en lenguaje futbolístico se llama gol en la propia puerta.
Cualquier cosa haría yo por un pan como el tuyo, bonita, que estás de mordisco.
¡Cómo son! Y lo que nos gusta... He hablado de esto con amigas muchas veces. Pasar por delante de una obra es como pasar el control de calidad. Si no hay albañil que te suelte alguna barbaridad es hora de entrar en acción: o el vaquero no se ajusta mucho o la falda es demasiado larga.
Durante los siguientes días fue pasando toda la cuadrilla por la panadería, siempre a eso de las diez y media. Se ve que a esa hora paraban para el bocata y debían jugarse a los chinos quién hacía la compra y quién se quedaba poniendo ladrillos. Tan sólo el ojazos parecía haberse suscrito a las entregas de pan diarias, porque éste no fallaba nunca.
Al cabo de una semana había desfilado por la panadería toda la cuadrilla y ya nos comportábamos con más naturalidad, es decir, ellos más bestias y mis provocaciones más evidentes. Un toma y daca: puro tonteo. El amigable protagonista de días anteriores encontraba tema de conversación ejerciendo de comentarista de lo acontecido durante el fin de semana o mi día libre, y aprovechando otra de las menciones a mi nombre, me hizo saber que se llamaba Juanjo. Llegó a lanzarse de cabeza obteniendo resultados desconcertantes, creo.
¿Y a ti qué te importa si tengo o no tengo novio?
Sí que tengo. Hubiera bastado que pasara por delante de la panadería a eso de las ocho y lo hubiera visto esperándome en la esquina de enfrente, subido en su vespa. Pero los obreros terminan su jornada a las seis, así que no lo sabría nunca porque yo no pensaba revelárselo, no fuera a ser que cesaran sus intentos.
De lunes a viernes a las dos y media cierro al público, pero antes de colgar el delantal tengo que dejar preparada la masa para que cuando el dueño baje pueda meterla al horno y tener pan a las cinco, que es cuando abrimos de nuevo.
Aquel martes estaba echando de menos esos minutos de liberación de la rutina. Eran las dos y media y las cuatro barras seguían esperando en el estante a ser separadas en dos mitades y rellenadas de jamón, chorizo, mortadela o vete tú a saber. Pensé que quizás la obra había acabado. Este tipo de cosas son las que una panadera nunca sabe, salvo que se aventure a preguntar, pero eso no está bien. Es como decir "Entonces dígame, ¿hasta cuándo tengo asegurada la venta de sus cuatro barras?" , así que si no me lo revelan los clientes, nunca sé si es el último día que vienen a por el pan. Puede que los otros no, pero Juanjo me habría dicho algo; no iba a desaparecer de un día para otro sin más. Habíamos creado un microclima de complicidad y picaresca tan abstracta como adictiva.
Admito que me quedé bastante desilusionada al darle la vuelta al cartel de abierto para dejarlo en cerrado a eso de las tres menos cuarto. Me metí en el obrador y me dispuse a terminar la tarea. Voy rápido, actúo mecánicamente. Me sé las proporciones de memoria pero siempre lo hago a ojo. Vuelco del saco una abundante cantidad de harina y luego voy añadiendo puñados, hasta que la masa coge la consistencia óptima. Al final añado la levadura y la sal, amaso un poco más y listo.
No cuesta nada dejar la masa lista, eso es lo de menos. Lo que me fastidia es que la mesa de trabajo se pone perdida y si no la dejo limpia ya tenemos bronca con Mateo. Da igual que tenga o no cuidado, siempre se desparrama la harina por todos lados. Odioso ingrediente... Mira que trato de abrir los sacos con cuidado. Es inútil.
También el hambre se me desparrama a estas horas, así que voy picoteando algo de pan u hojaldres salados mientras meneo la masa. Es relajante hacerlo. Me gusta dejar parte de la masa fuera de la amasadora programable. La masajeo, la extiendo, la recojo, hago formas al azar a partir del rulo que se enrolla bajo las palmas de mis manos. Mateo no pone pegas respecto a que me haga mis propios panecillos artísticos, así que doy rienda suelta a mi creatividad y lo mismo me horneo un panete que una polla con su huevecitos y todo. Mateo suele hacerse el loco, otras veces se lo toma a coña y suelta alguna sandez.
A lo que voy. Estaba en plena faena venga a amasar cuando oí que golpeaban el cristal de la puerta. Desde el obrador se ve el mostrador y la entrada por un pasaplatos hecho a este propósito. Era Juanjo, que insistía e insistía.
Voooooooooooooooooy, ya voooy. Un momentoooo...
Nada, que no me oía por el bullicio de la calle. Me remangué rápidamente y sacudiéndome las manos en el delantal, acudí hasta la puerta con las cuatro barras y una sonrisa.
Cerramos a las dos y media, pero por ser tú...
Muchas gracias, bombón. Hoy sólo me llevo una. Cóbrate, no tengo suelto.
Salía del mostrador con paso perezoso en dirección a la entrada mientras contaba las monedas del cambio en la palma de mi mano. Muy hábil, se había colado en la tienda cerrando la puerta tras él. Choqué de bruces con su tórax distendido y las monedas se desparramaron por el suelo. Me agaché para recogerlas y al volver a ponerme en pie me lo encontré con una mano extendida esperando las monedas y la otra apoyada en la pared impidiéndome el paso en el estrecho pasillo que delimita el mostrador. No tuve mas remedio que dar un paso atrás para atenuar la tensión del momento.
¿Y tú cuándo comes?
Un poco más tarde, antes tengo que terminar en el obrador.
Qué interesante. Cómo me gustaría verte hacerlo.
Ya, sí. Pues otro día te vienes con tiempo...
Ah, que no tienes tiempo. Qué lástima!, porque yo sí podía entretenerme un poco hoy mismo.
No es que no tenga tiempo, es que...
Como quieras, sólo quería mirar, pero oye, que si la receta es secreta, pues no te preocupes, eh... que lo entiendo.
¿Secreta la receta del pan? Jajajaja...
Bueno, para mí lo es porque nunca he visto cómo se hace.
Está bien, pasa..., pero sólo mirar, eh? Nada de meter mano a la masa.
Me pareció cuando menos divertido, así que tras aceptar la propuesta, me escabullí bajo su brazo sorteando su amenaza pueril. Recibí a cambio un cachete atrevido que me predispuso para su juego.
Hasta ese momento no había reparado en sus manos. Las manos dicen mucho de las personas; desde que trabajo en la panadería me fijo más. Él las tenía rudas pero jóvenes, trabajadas sin llegar a la tortura, grandes pero no descompensadas ya que su complexión era amplia, como su sonrisa facilona que no escatimaba en ofrecer numerosos planos de una dentadura envidiablemente blanca, quizás por contraste con su piel soleada.
Se colocó silencioso a mi espalda como un curioso aprendiz mientras yo hundía mis manos en la masa inclinándome sobre la mesa de trabajo. Como de costumbre, la hacía rodar, la agrupaba en un puñado que colmaba mis manos y la extendía de nuevo. La tenía totalmente expandida para comenzar a moldear a mi antojo cuando sentí su aliento próximo a mi cuello.
Oye, pues es muy relajante ver como la trabajas, se ve que sabes la técnica y lo haces con soltura.
Bah, no te creas... no tiene misterio, esto lo hace cualquiera. Lávate las manos y pruebas. Te dejo que hagas un panecillo a tu antojo.
¿Síii? Jajaja... ¡eso está hecho!
Se enjabonó las manos en la pila del obrador y ni corto ni perezoso se las secó en el mono de trabajo. Para matarle... En fin, luego se lo iba a comer él, así que a mí plin.
Separé la mezcla en dos partes más o menos iguales y le di una de ellas.
Hazlo tú primero, así tomo nota.
De nuevo se colocó a mi espalda. Su altura le permitía una buena vista de la mesa por encima de mi hombro. Continué amasando mi mitad un poco más para obtener la bola inicial. Mi cuerpo se arqueaba sobre la mesa, y se arqueaban mis brazos al compás de la masa.
En la panadería te mueres de calor casi siempre porque el horno emana unas temperaturas extremas que apenas se ventilan entre hornada y hornada, sin embargo, la fuente de calor principal estaba ahora en mis elucubraciones mentales, mi nerviosismo y su creciente seguridad.
Oye, ¿por qué no...? ¿Y si...? No sé... ¿Te fijas y lo haces a la vez que yo o prefieres...?
Claro que lo voy a hacer a la vez, qué buena idea has tenido, verás como aprendo rápido. Con una profesora tan buena...
Fue evidente que no hablaba de harina ni agua ni sal cuando empezó a descargar el peso de su vientre en el final de mi espalda hasta que mi cuerpo quedó atrapado entre el suyo y el borde de la mesa. Seguí trabajando mi porción de masa presa de la incertidumbre del momento. Sabía que antes o después caería en sus garras, pero no contaba con tanto ritual. Contra todo pronóstico, Juanjo estaba resultando ser un seductor que posaba sus manos en mi cintura y subía hasta abrazar sutilmente mis pechos bajo mis hacendosos brazos, tanteándolos desde el otro lado de la frontera de mi delantal y una escueta camiseta de algodón sin mangas.
Dime cómo tengo que hacerlo, anda... Con detalle por favor, que ya sabes que esto no es lo mío, y quiero que salga un pan muy rico.
Ahora sí, sumida en el sofocante calor que me producían sus susurros, quise darme la vuelta para enfrentarme a su sonrisa vacilona y sus ojos turbios, pero su corpulencia me lo impedía . Recolocó mis manos sobre la masa manteniendo accesible el camino que había cimentado en dirección a mis pechos.
Sigue, por favor, sigue... Estoy muy interesado en la técnica y la receta, Maite. Tómatelo en serio, mujer.
Me resultaba difícil ponerme a la altura para entablar conversación con los comentarios de doble sentido. Sus discretos gemidos y el roce de esos labios que los dejaban escapar tan cerca de mi oreja me estaban llevando hacía un excitante desenlace que ansiaba conocer sin mucha dilación.
Entonces dio comienzo a un juego de reglas sobreentendidas. Si yo extendía la masa, él esparcía sus toqueteos con las palmas abiertas; si yo la agrupaba, él cogía mis pechos desde abajo queriéndolos amontonar en sus puños. Me resultaba todo un reto dirigir sus manos a través de las maniobras de las mías con la masa, así que quise concentrarme en sus caricias arriesgándome a perder el control remoto.
Si ya has terminado con esta masa, puedes seguir con la otra mitad. Sería una pena que se quedara dura y se echara a perder, ¿verdad?
Buscaba y encontraba mi complicidad. Amasé su mitad con movimientos circulares que sus manos interpretaban bajo mi falda, en mis nalgas impacientes. Se arrodilló a mi espalda y comenzó a mordisquearlas y colmarlas de suaves lametazos mientras sus manos rastreaban mi bajo vientre estremecido, mis salientes y mis entrantes desbordados.
Aparté la masa de mis manos y al cesar mis movimientos, se detuvieron también los suyos. Se puso en pie y desató la cinta del delantal que rodeaba mi cintura, y luego la de mi cuello.
¿Ya está la masa? Qué buena pinta tiene. Ahora supongo que hay que calentarla mucho...
Bueno, verás, creo que me he pasado con el agua...
Me volteó por fin y sin darme tiempo a reaccionar, me mordió los labios suavemente sujetándome por la nuca. Me elevó por la cintura hasta sentarme sobre la mesa. Separó mis piernas y se colocó entre ellas para seguir sembrándome los muslos de dulces bocados y lengüetazos. Yo misma me encargaba de que la falda no se entrometiera. Él se ocupó de apartar mis bragas para comprobar con sus propios dedos que el horno estaba perfectamente precalentado y la masa en su punto de sal. Saboreó sus dedos.
Mmm... a mí me parece que está perfecta. Túmbate.
Me tumbé sobre la mesa con las piernas medio colgando. Los zuecos se escurrieron de mis pies y la situación de mis manos al comprobar que su hasta ahora dulzura tornaba en desenfreno. Me quitó las bragas enrollándolas a lo largo de mis piernas, colocó mis talones sobre la mesa y comenzó a lamerme como un perro se lame las heridas, siempre en la misma dirección, cada vez más rápido y con más presión hasta que lo que comenzó siendo una sesión de lamidas encadenadas terminó en inmersiones de su rostro y sus dedos en mi sexo.
Se desabrochó el mono y sus vaqueros roídos y sin llegar a quitárselos restregó su polla en mi sexo, dirigiéndola al cauce de mi río. Acto seguido apoyó una mano en mi vientre y me penetró lentamente observando mi expresión.
Qué consistente está esa masa para ser la primera vez, novato... Creo que me engañas.
Tú también me engañas, pero me alegra comprobar que te gusta catar el pan de la competencia.
Así que sabes que tengo novio, eh? A mí me alegra comprobar que no es motivo para no compartir recetas.
Entre sonrisas y gemidos siguieron una serie de embestidas con ritmo y movimientos variables, cogiéndome por las rodillas elevadas, por los muslos o las caderas.
Pronto sentí un orgasmo tan cerca como su dedo lo estaba de mi culito. Luego fueron dos y su otra mano bajo mi camiseta pellizcando mis pezones alterados. La luz artificial del obrador se apagó de golpe cuando mis párpados no soportaron más tensión ante tal acumulación de placer.
Oye, hay que reconocer que te sale incluso mejor que a la competencia. Ya sabes, cuando se tienen clientes fijos, la calidad decae...
Shhh... no hemos terminado, bombón. Esto es calidad extra.
Me ayudó a bajar de la mesa y continuó mordisqueando mis pezones mientras magreaba mis nalgas con ambas manos. De nuevo buscaba mi espalda ahora enharinada.
Mira como te has puesto de harina. Te tendré que sacudir todo esto.
De pie, apoyada en la mesa, recibí caricias de todo su cuerpo. A la par que su boca y sus manos ocupaban mi cuello y espalda, su polla rozaba insistentemente mis nalgas. Hubiera sido complicado intentar cualquier tipo de penetración ahora que su polla expectante compartía el fino polvo instalado en mi espalda y mis glúteos, haciendo de ella una empuñadura aterciopelada y sedosa que yo me encargaba de cubrir de caricias.
Veamos qué podemos hacer con ella, déjame pensar...
No pienses, cómetela.
Me arrodillé prácticamente bajo la mesa y en cuatro lametazos retiré de su polla los restos de harina mezclados con mis fluidos. Ensalivé sus huevos y su miembro erecto mientras aprovechaba para palpar sus piernas firmes y sus glúteos atléticos. Hubiera seguido deleitándome con tan sabrosa polla, pero detuvo mis movimientos e hizo que me levantara para de nuevo pedirme que me diera la vuelta apoyando esta vez mi vientre contra la mesa. Abrió mis cachetes y pasó entre ellos sus dedos mojados. A continuación su lengua. Primero suave y extensa, queriendo abarcar cuanta mas piel mejor, después dura y afilada buscando mi esfínter. Debió captar mi temor por lo que se me venía encima, bueno, no encima, más bien dentro. Alcanzó las dos porciones de masa que dieron pie a aquella excitante situación y las puso al alcance de mis manos.
Sigue amasando, relájate, que te va a gustar.
Su polla, sus dedos y su lengua se alternaban merodeando mi culito hasta que en una reacción instintiva elevé mis caderas, alzándome de puntillas en mis pies descalzos, esperando ser penetrada. Me invadió anunciando su lento caminar con un gemido de placer y una primera queja de rechazo que se apaciguó a medida que mis entrañas se acostumbraron a sus movimientos y mi clítoris a sus caricias desordenadas.
La masa se escapaba de entre mis dedos buscando espacios más amplios que mis puños apretados donde poder ser recompuesta. Mi vientre no aguantaba más presión contra la mesa pero tampoco podía parar. Me sujetó por los hombros, mordió mi nuca y aumentó el ritmo de sus movimientos hasta derramar su leche y desocupar lentamente mis nalgas.
Uff, nena, ¡cómo me has puesto! Hubiera apostado que te negarías.
Y me niego, pero todo sea por abrir nuevas líneas de negocio, jajaja... La competencia no llega tan lejos.
Entre comentarios irónicos nos sacudimos los restos de harina y poco más porque para cuando quise mirar el reloj, tenía el tiempo justo de programar la amasadora y decirle adiós a Juanjo.
Mateo bajó puntualmente.
¿Qué tal la mañana, Maite?
Todo bien, sin novedad.
Mujer, novedad sí hay... Estos panecillos que te has hecho hoy son originales, dignos de un análisis grafológico, jajaja... no, jajaja, psicológico. No, no, ...mejor: panográfico, jaja... ¡¡análisis panográfico!!
¿Panográfico? Las sandeces de este Mateo, que se le espesa el cerebro en la siesta.
...si hubiera dicho pornográfico...
Agradezco las palabras impregnadas de afecto y sinceridad que me dedican mis primeros y más severos críticos, los que hacen de cada idea un argumento y de cada argumento un relato. ¡¡Gracias!!
Espir4l,
mayo 2005.