Yo no soy una puta.
Hay veces que entre la mierda surge el amor, y otras en las que entre el amor surge la mierda.
“Yo no soy una puta”
Ya no sé cuantas veces me lo repito al cabo del día. Se ha convertido en un mantra, mi letanía particular, mi “Ave María, sin pecado concebida”… mi excusa. “Yo no soy una puta”. Cada día me lo digo a mí misma cien veces y cada día me cuesta más creérmelo. Lo acabo de hacer. No puede sonar verosímil con el semen de “El Cabrero” chorreando por mi rostro. De rodillas ante él, suplico mi soldada. Muda. Mis ojos se escapan fugaces hacia el tarro sobre la mesa. No quiero que se dé cuenta. O sí. Él lo nota y sonríe con suficiencia; toma la pequeña cucharilla de plata que hay junto al tarro y carga la puntita del polvo blanco de su interior. Con cuidado deposita la “coca” sobre su polla. Me abalanzo con ansia sobre mi premio y agarrándolo con ambas manos por el culo esnifo mi dosis de indignidad. Agradecida. ¿No soy una puta? No es más que un “tirito” pequeño, pero “El Cabrero” tiene la mejor “coca” de Madrid. La nariz se me duerme y el cerebro se me despierta. Lamo los restos que quedan pegados a su polla con fruición, todavía sabe a mi coño. Me la meto en la boca y bebo las últimas gotas de semen que cuelgan de su capullo, le limpio los vestigios de mi flujo, mamo con codicia las sobras de la mierda que me alimenta, que me mantiene viva. “Yo no soy una puta”.
“El Cabrero” recoge con un dedo el semen que empapa mi cara y me lo ofrece. Me agarro a su muñeca y lo chupo. ¡Qué asco me da! Chupo su dedo como si fuera una polla, succiono la leche que me amamanta y me la trago, intento parecer agradecida. ¡Qué asco me doy! Se sienta en el sofá sobre el que acaba de follarme y llena otra vez la cucharilla. Cruza las piernas y deposita con cuidado la “coca” sobre su zapato blanco de piel de serpiente, única vestimenta que aún conserva. “El Cabrero” tal vez sea el mayor capo de la droga de la Cañada Real, pero tiene un gusto para vestir cuando menos dudoso. Me humillo ante él y esnifo otra vez la droga de su zapato. Lo lamo. Igual que antes lamí su polla y otras veces he lamido su ombligo, o sus pies, o su culo… “Yo no soy una puta”. Lamo su zapato. Lamo el vientre de la serpiente que se arrastró por el suelo y que ahora calza a un hijo de puta. Solo dos días más y esto habrá acabado.
Levanto la mirada y me encuentro el puño de “El Cabrero” con el gigantesco anillo que lo adorna ante mi cara. Cocaína, zapatos de piel de serpiente, anillos de oro… “Yoli, vives en el lujo”. La coca me ha puesto de buen humor. Le beso el anillo, como si fuera un obispo. De rodillas, desnuda, muestro mi veneración. La degradación es mi nueva religión. “Padre Nuestro, que me arrastras al infierno”… Beso la mano que otras veces me ha pegado. ¡Si me viera mi padre!
―¡Qué puta eres! ―me espeta “El Cabrero”.
¿Te quedaba alguna duda, Yoli? Dos días más y esto habrá acabado. Me pregunto cómo va a ser mi vida después. Me pregunto si sabré volver a vivir sin droga. Soy una adicta. ¡Qué asco me doy! Arrodillada entre sus piernas espero órdenes. Como una buena sierva. A lo mejor quiere follarme otra vez, a lo mejor que me vaya, a lo mejor darme un poco más de “coca”… ¡Ojalá! Me acaricia la cabeza como si fuera un perrito. Cierro los ojos y hago como que me gusta. Igual me gusta. Ya no lo sé.
―Pasado mañana vienen los colombianos y quiero darles una buena fiesta ―me dice―, si te portas bien y se quedan contentos te daré un premio.
―Yo siempre me porto bien ―respondo.
Se ríe. No sé si le ha hecho gracia o se ríe de mí. ¿Qué más dará? Acaricia mi cara como un padre acariciaría la cara de su hija.
―Es verdad, Yoli, tú siempre te portas bien. Déjame solo, es hora de atender el negocio, no todo va a ser placer.
Recojo mi ropa desperdigada por el suelo y salgo de la habitación desnuda. El gitano que guarda la puerta me mira con una mezcla de deseo y desprecio. He follado con él alguna vez; a “El Cabrero” le gusta tener contentos a sus secuaces y de vez en cuando les hace regalitos. Al guardián le gusta darle por el culo a las “payas” de piel blanca como yo, hacerles daño, que lloren. Es un hombre cruel. Es un hombre de “El Cabrero”. Rafa dice que mandó a una chica al hospital de una paliza, porque se atrevió a darle una bofetada cuando él la meó encima. Después “El Cabrero” ordenó que la buscaran y le cortaran la cara. A los hombres de “El Cabrero” no se les toca. Dos días más.
Rafa está en mi habitación, tumbado en mi cama sin camiseta. Hace calor. Mataría por una ducha para quitarme el olor a semen, pero tengo que conformarme con llenar el lavabo con agua fría. Hago un poco de espuma con una pastilla de jabón y me lavo la cara y el coño. No es suficiente. Me parece que todavía huelo. Hago más espuma y me restriego todo el cuerpo, me enjuago echándome con las manos el agua del lavabo, que hace un charco bajo mis pies en el suelo de tierra de la chabola. Me ensucio de barro. Me lavo el pelo. Aún huelo, seguro. Este olor me va a acompañar mientras viva. ¡Qué asco me doy! Me seco con una toalla y me limpio el barro de los pies. Abro el cajón de la mesilla junto a mi cama y saco el espejito. Tengo que ponerme. Tengo que ponerme o me voy a derrumbar en cualquier momento. Solo dos días más. Hay cinco “rayas” ya preparadas. Cojo el canutillo de plástico que uso para estas cosas y esnifo una. No es suficiente. Me lo pongo en el otro orificio de la nariz y me meto otra. Soy una adicta. Me siento mejor, me siento de puta madre. Ahora ya no me parece que esté haciendo nada malo, son mis “rayas”, me las he ganado. Son parte de mi sueldo. ¿De mi sueldo de puta? Voy a la cama y me tumbo junto a Rafa. Apoyo mi cabeza sobre su hombro y me acurruco junto a él. Desnuda.
―¿Cuántos años tienes, Rafa? ―le pregunto.
―Veinticuatro ―me miente.
Nunca me lo quiere decir. Debe tener entre cincuenta y sesenta. Unos treinta más que yo. Igual es por eso que me gusta, porque me siento protegida.
―Tienes que dejar esa mierda, niña ―me dice.
―Es muy difícil dejar la “coca” en un sitio donde está por todas partes ―le respondo―. La dejaré cuando nos vayamos de aquí.
―”Pasao” mañana vienen los colombianos y nos iremos. Ya se lo he dicho a “El Cabrero”. Estoy viejo “pa” estas cosas. Tengo una casita en Jerez, cerquita de la playa, una casita blanca con un terrenito para poner un “güertecillo”, “alejá” del pueblo, tranquila, hay una calita “chiquinina” cerca donde se puede mariscar y un embarcadero al “lao” “pa” amarrar una barquita. Por las mañanas “tempranico” me iré a pescar mientras tú haces la casa…
Levanto la cara y busco su boca. Él me esquiva, me hace “la cobra”, sabe lo que acabo de hacer y no quiere besarme cuando acabo de chuparle la polla a “El Cabrero”. Apoyo la cabeza en su pecho, oigo su corazón y su voz reverbera por dentro. Me habla de los pueblos blancos de su tierra con su acento andaluz. Él acaricia mi pelo y yo juego con el vello de su pecho entre mis dedos. Me cuenta cosas de su padre, de su infancia en Cádiz, de cómo vamos a vivir dentro de dos días. Me habla de sus “ahorrillos”, que ha reunido durante toda una vida traficando, de cuando se bajaba al “moro”… Me dice que vamos a estar bien, juntos. Y yo me quiero ir allí. Dejar mi curro y amanecer todas las mañanas abrazada a él con la boca limpia, porque estoy enamorada. Es la confirmación que busco cada día, es lo que me demuestra cada día que yo no soy una puta. Busca mi boca. Me besa. Me quiere.
Abro la boca y dejo entrar su lengua que me limpia por dentro, que torna el agrio sabor de “El Cabrero” en dulce miel. Cierro los ojos y me abandono a él. Ya nada existe, estamos solos en el universo fundidas nuestras lenguas, bebiéndonos el uno al otro, sedientos, creando por fin algo hermoso entre la pobredumbre. Me subo sobre él a horcajadas, las caras juntas, compartiendo los alientos. Mis pechos rozan su pecho. Su vello acaricia mis pezones y sus manos mi espalda. Me pierdo en el abismo marrón de sus ojos hasta que casi me mareo, cierro mis ojos y me abro toda. Me besa. Me quiere. Soy suya. Es mío. Me besa hasta que se nos acaba el aire y respiramos con las bocas unidas. No podemos permitirnos estar un segundo lejos del otro. Levanta una pierna y busca mi sexo con su muslo. Me froto con él. Voy a vaciarme por el coño. Estoy empapada. Me agarra el culo con las manos y lo estruja, me clava las uñas. Suelto un gritito y arqueo la espalda. Él hace presa en mi cuello con su boca. Me restriego con su pierna con un movimiento rítmicamente acelerado. Si sigo así me voy a correr.
Me da la vuelta y se pone encima de mí. “Mi niña”, me susurra, no me atrevo a contestarle: “Mi amor”. Rezo. “Creo en Ti, mi amor todopoderoso, hacedor de todos los besos”. Creo que te amo, creo que me amas, ¿será la “coca”? Sujeto su cara con mis manos y lo beso. Yo no soy una puta, yo doy besos en la boca y se me va el alma en cada beso, y se me va la piel en cada caricia y la razón en cada palabra. “Mi niña”, me dice mientras abre mis piernas; “mi amor”, le responden mis ojos mudos; “mi vida”, gritan mis pechos trémulos; “mi salvador”, vocifera mi coño chorreando. Y entra en mí. ¡Lo deseo tanto…! Yo no soy una puta. Entra en mí y me parte en dos. Entra en mí y me estorba la piel. Me abrazo a él con furia y acompaño sus embestidas. Si me suelta me perderé. Me abrazo a él y gimo, me abrazo más fuerte y grito, araño su espalda y me traspasa y exploto y me vuelvo del revés y subo, subo, subo, subo al cielo, por encima de las nubes en brazos de mi creador. ¿Acaso existía yo antes de él? “Aunque camine por el valle de las sombras, nada temeré, porque él estará conmigo”, y jadeo, jadeo, y me vence. Me vence y me rindo exhausta bajo su peso, derrotada, mientras él aún da las últimas violentas acometidas antes de caer también rendido sobre mí.
Noto latir su corazón, con fuerza. Noto latir su corazón dentro de mi pecho. Noto latir su corazón como si fuera el mío. Lo abrazo. Respiro su olor, bebo su sudor. Hace calor. Bebo de su piel salada como si fuera agua bendita. ¡Bendita locura! Su respiración se estrella contra mi cuello. Jadea aún por el esfuerzo. Me muerde el hombro con suavidad. Comulga de mi piel… ¡El cuerpo de Cristo hecho pecado! Sigue dentro de mí, no quiere alejarse, no quiero que se aleje. Lo rodeo con mis piernas, acaricio su espalda, él me abraza por los hombros, hunde su cara en mi cuello. No puedo perderlo. Él me ha salvado a mí, yo tengo que salvarlo a él.
―Tienes que irte, Rafa ―susurro.
―Espera ―me dice―, déjame un “ratillo” más.
―No digo ahora. Pasado mañana, cuando vengan los colombianos, tienes que irte.
Se incorpora sobre sus brazos y me mira extrañado, sin comprender que es lo que quiero decir.
―¿Qué dices, chiquilla? ― Sus ojos marrones parecen dos estrellas, brillan.
―No puedes estar aquí cuando vengan los colombianos. Van a deteneros.
―Yoli, pequeña, ¿qué estás diciendo?
―Yo te buscaré. En cuanto pasen unos meses y la cosa esté más tranquila te buscaré, te lo prometo…
―Niña, ¿tú cómo sabes eso?
―Vamos a ser muy felices en Jerez, Rafa, te juro que voy a dejar esta mierda…
―¿Eres “poli”, Yolanda?
―Haremos lo que tú decías, tú saldrás a pescar, yo me ocuparé de la casa…
―Contesta, niña, ¿eres “poli”?
Está confuso. Tengo que salvarlo. Si lo salvo a él este caso habrá merecido la pena. Voy a dejar el cuerpo. Voy a irme con él a Jerez. Tendremos niños que correrán por la playa…
―¿Eres “poli”, Yoli?
Tres veces me lo pregunta. Ninguna respondo.
―Pasado mañana, cuando vengan los colombianos, busca una excusa y márchate, Rafa…
El primer golpe es brutal. Su puño aplasta mi cara, me rompe la nariz y la sangre inunda mi boca. Casi no siento los siguientes. Golpea mi cara con furia, deshaciendo la carne, pero me duelen más sus palabras.
―¡¡¡PUTA, PUTA, PUTA…!!!
“Yo no soy una puta”. Me agarra por el pelo y me tira al suelo. Me hago un ovillo. Me da patadas. Está descalzo y no me hace tanto daño como quisiera, así que cambia la táctica y me da golpes de arriba abajo con el talón, como si me pisara. ¿Por qué me pega? Él me quería. Yo solo quería ir a vivir con él a Andalucía.
Me agarra de la cabeza y me incorpora. Me arroja contra la puerta como si fuera una muñeca. Mi propia sangre me ahoga. Escupo un cuajarón para poder respirar. Viene hacia mí, furioso. Ya no parece mi Rafa. Ahora es un hombre de “El Cabrero”. Me encojo y protejo mi cara con mis brazos. Abre la puerta y a patadas me obliga a salir. Me caigo contra la pared de enfrente. Me agarra por el pelo y me arrastra por el pasillo. Me araño las rodillas al rozarlas con el suelo de tierra, hago un esfuerzo y me incorporo. Lo comprendo de golpe. Me van a matar. He conseguido levantarme, Rafa me da un empujón y caigo delante del gitano. No hay un samaritano que me ayude a levantarme. Una patada en la boca me lo recuerda: Me van a matar. El miedo se apodera de la boca del estómago, mis rodillas tiemblan, mis rodillas sangran, y mi cara, la sangre me chorrea por la barbilla como si una corona de espinas taladrara mis sienes. Más que el cuerpo me duele el corazón, porque ha sido él quien me ha condenado. Él, que aquí fue mi sustento, será quien me traicione. Me van a matar.
―¡Abre! ―ordena Rafa.
De un empujón me mete dentro de la habitación donde aún no hace una hora me follaba su jefe. Caigo a sus pies. “El Cabrero” mira la escena sorprendido.
―¡¡Esta puta es “poli”!! ―dice Rafa gritando.
“Yo no soy una puta”. Ya puedes cobrar tus monedas. Hablan. No sé lo que dicen, bastante tengo con concentrarme en respirar. Rafa debe haberme roto alguna costilla y me falta el aire. La sangre de mi nariz llenando mi boca tampoco ayuda. Rafa me coge del pelo y me pone en pie. “El Cabrero” se acerca mucho a mí, casi roza mi nariz con la suya.
―¿Eres “poli”, Yoli? ―me pregunta.
El orgullo. Es curioso el orgullo. Cuando todo está perdido, en el último momento de la vida de una persona, el orgullo aflora y muestra una grandeza vacía, fútil. Le dedico a “El Cabrero” una mirada retadora.
―Agente Eva *, de la Brigada Antidroga. Número de placa *. Estás jodido, hijo de puta.
Trago una bocanada de sangre. No quiero que me estropee el numerito.
―Tú sí estás jodida, Eva ―me dice con suavidad.
Con parsimonia saca de su bolsillo la navaja de su padre. La cuida como una reliquia. Siempre cuenta que era la que su padre usaba para matar las cabras y que él le ha dado un nuevo uso. Matar cabrones.
―¡Qué puta eres, Yoli! ―me susurra.
―Yo no soy una puta ―respondo.
Rafa me sujeta los brazos a la espalda. “El Cabrero” me clava la navaja en el coño. El dolor es tan insoportable que no duele. Tira de ella hacia arriba y desgarra mi vientre. No puedo respirar. Rafa me suelta y caigo de rodillas. Sujeto mis tripas con mis manos. Mi sangre ha manchado los zapatos blancos de piel de serpiente de “El Cabrero”. La vista se me nubla.
Alguien se acerca. Solo puedo adivinar su silueta, pero lo reconozco. “Eva, pequeña, acompáñame”, me dice. Me pongo en pie. Ya no hay dolor. Ahora puedo verlo mejor, está tan guapo como siempre con su uniforme azul. Sonríe, con esa sonrisa tan suya que tantas veces he echado en falta, me mira con esa mirada tierna que desvanecía los monstruos bajo mi cama y yo no puedo evitar echarme a llorar como una niña pequeña. Las lágrimas corren por mi cara y gotean al suelo desde mi barbilla teñidas de rojo. Parecen lágrimas de sangre. Sabía que tú no me abandonarías. Una luz cegadora se extiende tras él. “Acompáñame”, me repite. Caigo de bruces sobre los zapatos de “El Cabrero”, ya no tengo fuerzas. Quiero llamarlo, pero ya no puedo hablar. Mis labios esbozan sonidos que no suenan y mi último aliento dibuja mudo en el aire su nombre. “Papá”.
Nota de la autora: Gracias a Vieri_32 por su desinteresada colaboración corrigiendo los siete mil fallos que tenía y aportando ideas sin las cuales este relato no habría sido el mismo.