YO, LAURA - Capítulo 3

Tras la decepción que me había llevado con Fran, no podía ni imaginar que lo mejor de la noche estuviera aún por llegar.

Las 2:37 de la madrugada. Esa hora marcaba mi móvil cuando sigilosamente entré en casa. Me había quitado los tacones porque me hicieron rozadura, y así al mismo tiempo evitaría despertar a mis padres. La noche en Nexus había sido muy diferente de lo que me había imaginado. No estaba decepcionada, pues disfruté de Fran y su compañía… pero su proyecto de aparato viril había echado por tierra todas mis expectativas al respecto.

Enfilé el pasillo con cautela y al final abrí la puerta de mi habitación. Sobre mi cama, sentado, mi padre, solo a la luz de la tenue lámpara de mesa:

-Papá… ¿qué estas haciendo aquí? –susurré al tiempo que mi corazón se aceleraba y sentía la sangre llegando instantáneamente a mis sienes.

-Te he estado esperando, Laura –la voz de mi padre era calmada, con cierto aire de tristeza y melancolía.

-Bueno, pero… ¿por qué no estás en la habitación con mamá? –le inquirí yo haciendo un gran esfuerzo por no ahogarme del sobresalto.

-¿Lo has pasado bien, hija? –los ojos de mi padre se clavaron en los míos, llorosos, al tiempo que su voz se resquebrajaba.

-Papá, ¿estás bien?... ¿qué te pasa?... ¿puedo ayudarte en algo? –dejé mis zapatos en el suelo y me aproximé a él, sentándome a su lado. Él me tomó una mano, y con la otra acarició mi mejilla.

-Laura, mi niña… ya eres toda una mujer… cada día siento que te estoy perdiendo más y más –una lágrima sincera rodó por su cara.

-No digas eso, papá, por favor. Sabes que te quiero, y siempre voy a estar cerca de vosotros… de ti –y con mi mano derecha limpié su lágrima. En ese momento, él aprovechó para tomar mi mano con la suya, y se la llevó hasta su entrepierna.

-Hija… no me dejes nunca… por favor… -sentenció mi padre, y con su mano guiando la mía comenzó a sobar su pantalón. Yo le miré fijamente a los ojos, esos ojos color miel que habían recuperado la luz en aquel preciso instante, y mi instinto fue el que actuó después, besándole apasionadamente. Nuestras lenguas comenzaron a jugar, mientras las salivas se entremezclaban. La mía dulce como el caramelo. La suya, salada por la vida. Mi mano ya actuaba sola, buscando entre el pantalón y el slip de mi padre su erecto pene que estaba deseando escapar de la prisión y lanzarse al deseo de la libertad. Yo sentía cómo su barba de varios días rozaba mi cara como lija, pero el placer que sentía inundó de nuevo mi tanga con energía. Él me tomó entre sus manos, y me tumbó boca arriba en la cama. Me desabotonó poco a poco la camisa y dejó al descubierto el sujetador negro que me había puesto especialmente para Fran. Me reincorporó con suma delicadeza y me lo desabrochó, para dejarme de nuevo caer ligeramente sobre la cama. Entonces su lengua partió desde mi boca y fue recorriendo mis orejas, mi cuello… hasta llegar a los pechos. Primero me los tomó entre sus grandes y curtidas manos, para después comenzar a lamerlos de una manera sublime. La punta de su lengua jugaba con la areola de mis pezones, para introducírselos después de un bocado, al tiempo que iba bajándome con sus manos la falda de cuero, no sin dificultad, dejando al aire mi minúsculo tanga negro. Mis manos trataban de abarcar su fornido cuerpo, pero su incipiente barriga de camionero era un obstáculo para poder llegar con mis manos a su espalda. Él seguía con el juego de la lengua deslizándose por mi ombligo, por mi vientre, por mi pubis… y llegó hasta mi coño, el cual había empapado completamente el tanga. Me lo retiró hacia un lado e introdujo su lengua despacio en él. Yo sentí una descarga eléctrica en ese momento, y otra a continuación, cuando introdujo la lengua hasta el fondo de mi cavidad, pero la tercera descarga y más potente llegó cuando comenzó a mordisquear mi clítoris, momento en que no pude evitar soltar un alarido de placer en medio del silencio de la noche.

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Ernesto tapó la boca de su hija con su ancha mano, y Laura no pudo evitar esbozar una sonrisa cómplice. Estaba experimentando otra vez algo nuevo con su padre, y se estaba volviendo loca de placer.

Ernesto continuó comiendo el coño de Laura durante un largo rato. Ella tenía los pezones duros, y su padre se los estimulaba dándole pequeños pellizcos que después curaba con lametazos. Sus bocas se encontraban cada cierto tiempo ansiosas de deseo, como si no se hubieran visto en décadas. En un preciso momento, los dos se detuvieron, y Laura, mirando a su padre fijamente a los ojos con mirada lasciva, se abrió el coño con una de sus manos.

-¿Estás segura? –dijo Ernesto mirándola con deseo.

-Sí, papá… quiero que seas tú –la voz susurrante de Laura denotaba un vicio hasta ese momento nunca experimentado por ella.

Ernesto introdujo poco a poco su polla en el coño perfectamente lubricado de Laura. Primero entró con su capullo, lentamente, y ella casi vuelve a gemir de placer. Pero él se apresuró a taparle la boca de nuevo, al tiempo que introducía el resto de su miembro en la cavidad de su hija, y comenzaba a moverse acompasadamente. Lento primero, más rápido cada vez.

Laura sentía que aquel placer estaba a punto de matarla. Su padre estaba sobre ella, dentro de ella, moviéndose agitadamente y con su mano en su boca. Ahora ella era capaz de abrazarse a su espalda, pues los dos eran uno. Sus respiraciones iban al compás, rápidas, delatoras del deseo que estaban viviendo en esa minúscula cama. Ernesto lamía con deseo los pechos de su hija mientras se movía cada vez más y más rápido, en un desenfreno que les había provocado que las gotas de sudor recorrieran sus cuerpos desnudos. Finalmente, él se corrió dentro de Laura, induciendo unos espasmos rítmicos en ambos que llegaron a inundar su coño de leche. Quedaron exhaustos y abrazados sobre la cama.

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A la mañana siguiente, sonó el timbre muy temprano. Maruja se despertó y vio que Ernesto dormía a su lado a pierna suelta. Ella se puso la bata del camisón de raso y fue a abrir:

-Hola, Maruja… buenos días. Perdona por las horas, pero es que ya sabes cómo es mi padre –un chico joven, de unos 19 años, bien formado y atlético estaba en la puerta, cargado con dos cajas.

-¡Manuel!... pasa, pasa… no te preocupes. Si es que ya van siendo horas de levantarse, que en esta casa tenemos la mala costumbre de no madrugar –la mirada de Maruja se iluminó al ver al joven, que le traía compra del supermercado que regentaba su padre, y al que ella había sido fiel toda la vida.

-Bien, te lo dejo por aquí –Manuel depositó las dos cajas sobre la mesa del comedor.

-Perfecto, muchas gracias… ¿quieres tomarte algo?... una cerveza, un refresco… -Maruja estaba encandilada observando los musculosos brazos del joven, decorados por varios tatuajes.

-Muchas gracias, pero tengo a mi padre que fuma en pipa con los repartos… otra vez será… pero déjame decirte que estás muy guapa con esa bata… -afirmó Manuel rotundamente.

-Bueno… pues muchas gracias, Manuel… es todo un halago… -replicó Maruja atusándose el pelo al tiempo que el chico salía de la vivienda.

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Las hojas del calendario fueron pasando. La vida se fue acelerando mientras los días iban ganando en duración y en calor. Llegó el mes de junio y con él los temidos exámenes finales estarían a la vuelta de la esquina. Me pasaba las tardes estudiando en mi habitación, para que luego digan que soy una mala alumna, y después solía quedar con Silvia unas veces para tomar algo o comprobar apuntes, y otras con Fran, porque sí, había decidido tener algo con él. Y a pesar de que seguía sin llenarme con su mediocre herramienta, era la tapadera perfecta. Perfecta para los encuentros clandestinos con mi padre. Habíamos encontrado el punto exacto a nuestra relación, y aunque suene a locura, los dos lo deseábamos. Así que para no levantar sospechas en casa, decía que me iba a casa de Silvia y aprovechaba para llegar hasta el polígono, donde me esperaba él tras una dura jornada de trabajo, para dar rienda suelta a nuestros deseos más oscuros.

Un domingo de mediados de mes, justo antes de dar el pistoletazo de salida a nuestro calvario estudiantil, me presenté con Fran en casa, a la hora de comer. Mi madre estaba acabando de preparar la comida mientras mi padre se empeñaba en arreglar el mando a distancia de la televisión que se había estropeado, y no podía cambiar para ver la Fórmula 1. Les pedí por favor que me atendieran un momento y dejaran sus quehaceres por un instante. Nos reunimos en torno al recibidor, y mi madre nos miró ingenuamente, mientras mi padre esbozó un gesto de desconfianza:

-Mamá, papá… os presento a Fran: mi chico.