Yo, Delfina - Capítulo 4
"Estás hermosa, Delfina". Mi cuerpo se relajó y una sonrisa brotó de mi cara. Mi primer encuentro real con Gustavo.
Capítulo 4
“Estás hermosa, Delfina”. Mi cuerpo se relajó y una sonrisa brotó de mi cara. Él estaba muy seductor, con su estilo de macho maduro que tanto me gustaba: la camisa blanca dentro del pantalón de traje, negro; y con zapatos perfectamente lustrados, detallados con una hebilla dorada. Intercambiamos saludos cordiales y continuamos la charla en el sillón.
Sentados, la sirvienta de la casa nos sirvió champagne y dejó la botella en un balde con hielo. La charla se prolongó durante una hora; había corrido la primera botella y la segunda estaba a punto de terminarse. Mi sonrisa y mis latidos escondían cada vez menos el deseo que tenía de que Gustavo me hiciera suya. Ayudada por el champagne, mis ojos bajaban cada vez más hacia su entrepierna, hasta un punto que el disimulo era inevitable; Gustavo clavó sus ojos verdes sobre los míos, dándome a conocer que había notado mi mirada. Una sonrisa fue el “sí” implícito que estaba esperando. Me acerqué a su boca, y la besé fugazmente (ya habría tiempo para eso, en ese momento quería otra cosa); fui bajando por su cuello, luego por su pecho: a cada paso desprendía su camisa, que iba revelando un pecho firme, con vellos negros, grises y blancos; mi boca siguió su camino por su panza mientras que con mi mano iba tocando su bulto; llegué al límite del pantalón: era el momento clave, el paso final, no habría vuelta atrás. El tiempo se detuvo un segundo, aquél botón negro me separaba de un jugoso manjar que ya se hacía notar en mi mano. Con un movimiento lo desprendí y poco a poco fui bajando la cremallera, hasta el final. El pantalón quedó abierto, develando unos boxers blancos. Los aparté de mi camino y allí estaba: una verga erguida, con su base cubierta de vellos negros, un tronco con venas que lo recorrían de lado a lado, de arriba hacia abajo, y coronada por una cabeza de color violeta. Desprendía un fuerte olor, a macho, que aumentaba mi excitación. Mi boca se humedeció y sin pensarlo la abrí. Mis labios pintados de rojo la rodearon; poco a poco comencé a bajar, sintiendo el relieve venoso, mientras mi lengua jugaba con su cabeza y su tronco. La saliva que tragaba tenía un sabor salado, que se mezclaba con el aroma de Gustavo. Subía y bajaba con mi boca, al mismo tiempo que con mis manos iba masajeando sus testículos. La aparté un segundo y mi lengua siguió el trabajo: chupaba aquél pene, desde los testículos hasta la cabeza; lamía su escroto, siguiendo por la base de su falo, repleta de vellos púbicos, recorriendo el tronco, hasta su glande, que recibía una pasada de lengua extra. Me acomodé: bajé del sillón y me arrodillé frente a él para estar más cómoda. Volví a meterme su verga en la boca y miré hacia arriba: Gustavo estaba disfrutando la labor que estaba haciendo en su entrepierna; me miró mientras yo repetía aquél movimiento de sube y baja, y colocó una mano sobre mi nuca: sabía lo que significaba. Cerré los ojos e intenté concentrarme mientras bajaba más y más; unas lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos verdes y pequeños sonidos, como arcadas, de mi boca; sentí como los vellos púbicos de Gustavo tocaban mi nariz, lo que me indicó que lo había logrado: su pene, entero, estaba dentro de mi boca. La presión sobre mi nuca cesó, y rápidamente me aparté para respirar una gran bocanada de aire, mientras la tos se apoderaba de mí.
Lo miré: la sonrisa se mezclaba con las lágrimas. Me miró, devolviéndome la sonrisa. Volví a mi tarea: mientras masturbaba con mi mano el pene de Gustavo, mis labios y lengua acariciaban su cabeza. El movimiento aumentaba su velocidad, mientras lamía su verga y sus testículos. Una mano se posó nuevamente sobre mi nuca, insertando de un golpe el pene en mi boca: no podía parar y él tampoco. Seguía con la masturbación: ahora mis labios, apretados contra su verga, habían tomado el lugar de mi mano, y mi lengua jugueteaba con la porción que tenía adentro. Escuché un gemido que me alertó lo que venía. Como reflejo intenté sacar el pene de mi boca, pero la mano de Gustavo hizo fuerza contraria y me lo impidió. Sentí como oleadas de semen tibio emanaban de aquella verga, ocupando lugar entre mis cachetes y debajo de mi lengua. Sacó el falo y me miró: no hacía falta decir más, él lo quería, y yo haría todo para complacerlo. Abrí la boca, que dejó ver mi lengua cubierta de un espeso líquido blanco; la cerré y tragué: sentí como aquél semen salado y tibio se iba deslizando por mi garganta, terminando su viaje en mi estómago. Orgullosa, abrí nuevamente y mostré mi boca vacía.
Me senté junto a Gustavo, lo besé nuevamente y puse mi cabeza sobre su pecho, sintiendo el sube y baja de su respiración, y el constante golpeteo de su corazón, y me relajé por completo: estaba él y estaba yo; los dos en una casa, en completa privacidad, lejos de las posibles miradas de la sociedad, pero cerca, muy cerca de Delfina: podría pasear por los pasillos y las habitaciones en mis tacones altos, ceñir mi cintura con una falda, marcar mi cola con un jean, o levantar la temperatura con un escote. Era yo, en completa libertad.
Cansada de pensar, me dejé ir: el sillón era extremadamente cómodo, y las caricias que Gustavo me hacía en el pelo no ayudaban a mantener la vigilia. Cuando me desperté, habían pasado algo más que 30 minutos. Él me estaba mirando cuando abrí los ojos y le sonrió con ternura a su pequeña nena que recién había despertado. Era la hora del té, así que fuimos al comedor, donde una mesa preparada con masas, galletas y tortas nos estaba esperando. Era un lugar muy apacible: las paredes blancas reflejaban el sol que entraba por los grandes ventanales, que a la vez tenían vista al jardín. La naturaleza coronaba la belleza que ya tenía la situación. Charlamos por dos horas. El trabajo de Gustavo y su propio interés lo habían llevado por caminos muy diversos: viajó por el mundo, mitad por trabajo, mitad por gusto; literariamente abarcó varias materias en su afán de conocimiento. Tal habrá sido mi cara, que me invitó a seguir la conversación en su sala de lectura; allí, libros guardados en bibliotecas adornaban las paredes. Dos sillones individuales y uno para tres se colocaban junto a una mesa ratona, en frente de un hogar a leña. Hablamos y hablamos, el tiempo pasó sin cuidado: ninguno tenía horarios, estábamos los dos sólo para nosotros mismos.
El silencio hizo presencia: necesitábamos tiempo para descansar las ideas y tomar aire. Nuestras miradas se buscaron, y se encontraron; como dos espejos, nuestras bocas sonrieron y también se buscaron; y también se encontraron. Toqué sus labios con los míos, las bocas se abrieron y las lenguas empezaron a bailar; de vez en cuando, una se adelantaba más que la otra, y lamía el paladar; otras veces, los dientes mordían los labios, estirándolos y dejándolos libres; la saliva se iba mezclando, intercambiando de boca en boca. Su mano hacía presión en mi nuca; rodeé su torso con mi brazo para acercarme a él; su otra mano fue bajando por mi cintura, dobló en mis caderas y se posó sobre mis cachetes: recorrió mi cola y empezó a jugar con ella, apretándola.
Así seguimos por un largo rato hasta que un golpe de puerta nos hizo volver a la realidad: faltaba poco tiempo para la cena, y yo aún debía cambiar de atuendo. Nos dimos un par de besos más y nos levantamos. Isabel me llevó nuevamente a la habitación donde me había vestido por primera vez. Me desnudé completamente (era tal la confianza que había tomado con ella que lo hice con total naturalidad) y acercó el guardarropa. El ritual se repitió nuevamente: los vestidos se fueron acumulando en el piso hasta encontrar el atuendo ideal. Esta vez, el estilo era diferente: por debajo, un hilo dental negro me cubría el pubis y se perdía entre mis nalgas; por encima, tenía un vestido verde oscuro combinando con mis ojos, con la espalda descubierta, atado al cuello, dejando mis hombros a la vista; por delante, las tiras se unían por debajo del busto, haciendo notar un escote en forma de almendra que revelaba la cara interna de mis pechos al natural; y como la falda anterior, el vestido sólo llegaba hasta casi tres palmas por encima de la rodilla: mi movilidad era menor, pero Gustavo no podría resistirse a probar la cola que se dibujaba por debajo de aquella ropa. Como calzado, unos tacos de aguja color verde cubrían los dedos de mis pies. En el cuello tenía una cinta negra atada atrás con un moño; y de mis lóbulos colgaban dos pendientes imantados de color plata. Isabel retocó mi maquillaje, pintándome los labios nuevamente (después de los eventos anteriores sólo quedaban pequeños resabios del color carmín) y algún ajuste menor, pero sin grandes cambios.
Fui al comedor, donde me esperaba Gustavo, ya con una camisa rosada, unos jeans y mocasines; mi debilidad por los perfumes de hombre se hizo notar: su fragancia entró por mi nariz y me hizo estremecer por dentro. No fue necesario ningún comentario, nuestras caras lo dijeron todo. Con una sonrisa pícara y un guiño de ojo le agradecí los halagos silenciosos y me senté. Mientras comíamos, puse en práctica todo lo que me había enseñado Isabel: la espalda y los hombros rectos, la cabeza mirando hacia el frente, las piernas cruzadas, y las manos tomando delicadamente los cubiertos. Al lado del vaso había una pastilla, igual a la que había tomado en la mañana: la tomé. Durante toda la tarde, haber tenido el pene de esa forma me daba total comodidad: una erección arruinaría la falda, además me gustaba el aspecto chato y femenino que tenía mi zona púbica.
Nuestra charla sólo era interrumpida por las sirvientas que nos llenaban las copas de agua y, ocasionalmente, de vino, y cambiaban los platos para dar lugar a más comida. El servicio era impecable, desde que llegué no había dejado de sentirme mimada por los lujos que me daba Gustavo. Podría acostumbrarme rápidamente a esta vida. La noche había tomado lugar, revelando la iluminación del jardín. Seguimos, vino de por medio, conversando sobre nuestras vidas. “¿Cómo te sentís con todo esto?” me preguntó. Estaba maravillada con mi nueva imagen; mire por donde me mire, me gustaba ser tratada como señorita: usar vestidos, caminar con tacos, maquillarme… En fin, mantener mi aspecto cuidado y prolijo y, por qué no, provocador. Me gustaba sentirme deseada por Gustavo. Intenté explicarle eso (excepto la última parte) lo mejor posible. “Me alegro. Sos una chica muy interesante y divertida, pasé una muy linda tarde”.
Nuestras piernas empezaron a acariciarse por debajo de la mesa, a forma de juego. Nuestras caras comenzaron a reírse. Pero mientras el jugueteo aumentaba, también lo hacía la temperatura. Su zapato comenzó a subir por mi muslo, hasta llegar a mi pubis; lo mismo hizo el mío, y con la punta acariciaba suavemente su pene. Unos segundos después me levanté y me senté en sus piernas. Abrazada a él comenzamos a besarnos. En mi cola empecé a sentir un bulto que se iba endureciendo; comencé a moverla, frotándola contra él. Su lengua recorría mi cuello y mi oído; me volvían loca los besos en la oreja. Gustavo me agarró: posó una mano en mi espalda y otra en mis piernas y me levantó; con mis brazos rodeando su cuello me llevó hacia su habitación. Era la primera vez que entraba ahí: la cama era grande, como para que tres personas entren cómodamente; a mi derecha tenía un ventanal y a mi izquierda, un armario. Me dejó en la cama y se puso encima de mí. Los besos continuaron, pero su mano iba bajando hacia mi entrepierna; como reflejo intenté detenerlo, pero sabía lo que hacía: apartó mi mano y me levantó el vestido; me sacó el hilo dental y, en su recorrido por mis piernas, también los tacos; liberó mi pene, flácido y comenzó a frotarlo. Mi espalda se curvaba de placer. Volvió luego hacia mi boca: nos besamos y, lentamente, se colocó boca arriba. Era mi turno. Repitiendo el mismo proceso de la tarde, fui bajando, desprendiendo su camisa en mi camino a su pantalón. Allí llegué y lo desprendí, bajándolo, junto con sus boxers, de un solo movimiento. Otra vez se erguía la verga de Gustavo, esperando una boca deseosa que la complazca. Y esa boca era la mía.
Tiré mi cabello hacia un costado, y comencé a pasar mi lengua por sus testículos, mientras lo masturbaba; un gusto salado se esparció en mi boca, y el olor fuerte de sus genitales penetró por mi nariz. Subí por el tronco. Miré hacia arriba y la cara de placer de Gustavo me dio la pauta de que iba por buen camino. Metí la cabeza en mi boca. Con la experiencia ganada, subía y bajaba, acariciando por dentro su pene con mi lengua. Me la saqué y un hilo de saliva conectó mis labios con su glande. Volví a metérmela dentro, aumentando la velocidad.
Sentí como, mitad por el vino, mitad por la situación, me liberaba completamente, deseosa, para entregar mi cuerpo al placer de ese momento: el placer de ser Delfina y de estar con Gustavo. Mis glúteos, mis pechos, mi cintura, mi cara y mis maneras eran los de una mujer. Me hizo una caricia. Dejé el sexo oral y subí a besarlo. Estaba encima suyo. Mis manos recorrían su pelo, su cuello y su pecho, mientras las suyas, mi espalda, mi cintura y mi cola. Noté como iba subiéndolas, hasta llegar al moño que sujetaba mi vestido: tiró de una de las puntas y se volteó, quedando encima de mí. Apartó el vestido, dejando mis pechos libres. Subió mi vestido y levanté los brazos para que salga. Quedé completamente desnuda.
Se sacó su camisa, desprendida, y sus pantalones, que habían quedado arrugados en sus piernas. Ahora los dos estábamos mostrándonos mutuamente nuestra desnudez. Rozábamos piel contra piel, mientras nos besábamos; sentía sus pelos contra mi abdomen, su pecho contra mis pechos, su pene contra mi pubis…
Me volteó. Estaba sobre mis rodillas, pero mi pecho se apretaba contra la cama, haciendo que mi cola quede parada, hacia arriba. Tomó mis cachetes con sus manos para separarlos, en ese momento sentí como su lengua, tibia y húmeda, se pasaba por mi esfínter. Un escalofrío de placer me recorrió entera, mi respiración se aceleró, y mis gemidos aumentaron, a pesar de mi intento de reprimirlos mordiéndome los labios. Sentí presión: Gustavo estaba introduciendo su dedo índice, que no tuvo problemas en abrirse paso por el excelente trabajo de lubricación que había hecho. Lo movió dentro mío, describiendo círculos. Un segundo dedo acompaño su labor. Sacó sus dedos, lentamente, y, a pesar de que me gustó la sensación, sentí un leve alivio. Buscó gel lubricante en la mesa de luz y sentí como un líquido frío se desparramaba por mi cola. Introdujo una vez más dos dedos, que esta vez entraron con más facilidad, mitad porque mi ano estaba más dilatado, mitad por el gel. Cuando los sacó, me imaginé lo que seguía. Sentí como cambiaba de posición y tomaba mis cachetes, acariciando mis caderas. Su glande tocó mi esfínter, yo seguía con mi pecho apoyado en la cama, y mi cola dispuesta a recibir el pene de Gustavo. Con su mano lo sostuvo, para facilitar la penetración. Con pequeñas embestidas, suavemente, empecé a sentir como aquella verga iba venciendo la resistencia que oponía mi esfínter. Cuando la cabeza entró completamente, los movimientos se hicieron más largos, introduciendo más y más su verga dentro de mí.
Con sus manos tomándome firme de las caderas iba marcando el ritmo. Mi cola golpeaba contra su pubis. Mis gemidos iban en aumento, mientras Gustavo me daba suaves (y algunas no tanto) nalgadas a mis glúteos. Hicimos una pausa y comencé a hacer movimientos circulares, mientras sentía como el falo, tibio y erguido, se apretaba contra mis intestinos.
Sacó suavemente su pene y se colocó boca arriba. Yo crucé una pierna por encima de su pecho, quedando parada en mis rodillas. Con una mano coloqué su verga en mi ano y me dejé caer. Entró de golpe, haciéndome gemir de dolor. Pero lo peor había pasado. Con mis piernas, en un verdadero acto atlético, subía y bajaba mi cuerpo, controlando la velocidad y la intensidad de las embestidas. Acerqué mi pecho al de Gustavo y nuestras bocas se encontraron en un beso apasionado, mientras la parte inferior de mi cuerpo seguía con el sube-baja. Me quedé quieta y él continuó moviendo sus caderas, penetrándome con fuerza, con una mano me daba nalgadas y con la otra recorría mi espalda de manera desenfrenada. Nuestras lenguas libraron una batalla dentro de las bocas: los besos se mezclaban con mordidas, se alejaban para gemir libremente y volvían al encuentro; otras veces nos esquivábamos, y mi lengua recorría su cuello, o la suya mis orejas. “Hmmm, sí, me encanta, más, más”, estaba fuera de mí, las embestidas eran cada vez más veloces, las nalgadas cada vez más fuertes y los besos cada vez más descontrolados. Un gemido salió de la boca de Gustavo, en el mismo instante que sentí como un chorro de semen tibio salía expulsado de su verga, llenándome las entrañas de líquido… se hizo una pausa y todo se detuvo. Me dejé caer sobre él, mientras sacaba su pene, dejándome vacía, al mismo tiempo que el semen se escapaba de mi ano, escurriéndose entre mis piernas. Me volteé hacia un costado y lo miré. Era la mirada más dulce que le había dado a alguien, y él me devolvió una igualmente tierna. Nos fundimos en un largo beso. Cualquier palabra hubiera estado de más. Con mi cabeza sobre su pecho y su mano acariciándome el cabello, entré en un profundo sueño.