Yo, Delfina - Capítulo 3
"Sentí el frío gel que precedió a las siliconas... veía como dos hermosas tetas se alzaban de mi cuerpo". La visita a la casa de Gustavo y un largo proceso de feminización.
Capítulo 3
Me desperté un par de horas más tarde. Me había quedado dormida. Mi bombacha seguía tirada a un lado, mi ropa manchada, y el pene de plástico todavía estaba pegado y olía a sexo. Puse mis ropas a lavar y me metí en la ducha. El agua me acariciaba la piel mientras me limpiaba los restos de semen de mi panza y mis piernas; me limpié también la cola que estaba un poco dolorida por la acción que había tenido hacía un par de horas. Estaba extenuada, me sequé, fui a mi cama y caí en un sueño profundo.
El despertador hizo que amaneciera. Todavía estaba cansada, pero tenía que asistir a clases. Fui a la cocina y tomé el desayuno. Al volver a la habitación noté que había olvidado guardar el pequeño butt-plug: estaba sobre el escritorio, con su forma cónica me tentaba y se me hacía agua la boca. Bastaron algunas lamidas para que esté lo suficientemente lubricado. Lo apoyé en el piso, rápidamente me saqué el pantalón y la ropa interior, y cuando sentí que la punta estaba tocando mi esfínter, me dejé caer. Un gemido de dolor salió de mi boca: mi cola seguía dolorida, pero ya estaba adentro. Me vestí nuevamente y salí.
Me fue difícil acostumbrarme a tener el consolador dentro mío. Al caminar, sentarme o pararme, sentía presión en el ano lo que hizo que me excite cada vez más. Llegué a mi casa siendo casi las 8 de la noche. Fui al baño a sacarme el butt-plug, para aliviar un poco mi colita y me bañé: a las 9 debía conectarme para hablar con Gustavo y tenía que estar linda, más si pensaba pedirle disculpas por mi ausencia del día anterior. Tiré mi pene hacia atrás, lo sujeté con cinta, y la ropa interior hizo el resto; me coloqué el corpiño hacia atrás, lo prendí, lo dí vuelta y pasé mis brazos por los breteles; la pollera siguió, y la remera negra después de ésta; me puse los tacos, el perfume, y el labial completó mi atuendo. Para ese momento faltaban 5 minutos, así que logueé en el correo. Estaba Gustavo, así que le hablé:
-“Hola, cómo estás? Perdón por la ausencia de anoche… estaba haciendo unas cosas y me quedé dormida”
-“No tengas problema, princesa. Recibiste mi paquete?”
-“Sí” – contesté, y tímida le dije – “eso es lo que me quedé haciendo …”
Estaba gustoso de que me haya gustado. Puse la cámara, para que me viera, vestida para él:
-“Estás muy linda, puedo verte completa?”
Dí una vuelta completa, lenta, para que me viera de todos los ángulos. Que le haya gustado me hizo subir la temperatura: adoraba hacerlo excitarse. Seguimos nuestra conversación, con comentarios cachondos en medio de la charla. Ya se hacía tarde cuando me dijo:
-“Tengo una propuesta. Delfi, realmente sos muy simpática, pienso en vos todo el día” – tenía una gran habilidad para hacerme sonrojar – “me gustaría que nos conociéramos cara a cara. Tengo una casa de fin de semana a las afueras. Quiero que estés cómoda y segura. Pensalo y avísame por teléfono así preparo las cosas.”
Me quedé sin palabras. Por un lado, era todo lo que había querido desde que lo conocí; en su casa podría estar vestida todo el día, siendo Delfina, estando con él, teniendo sexo sin preocupaciones. Por el otro, nunca había sido Delfina cara a cara con otra persona: ¿y si no le gusto? ¿si se cansa de mí? ¿si me quiero ir?.. mi cerebro estaba trabajando horas extra, pero Gustavo me estaba esperando. “Gracias, te aviso” fue lo que pude escribir. Rápidamente cambió de tema, la charla perdió densidad, y unos minutos más tarde nos saludamos y cada uno se fue a dormir.
Me miré en el espejo. Había imperfecciones, pero me gustaba lo que veía. Marqué el número de Gustavo, pero no hice nada. Dí vueltas por la casa, para intentar dormirme, hasta que por fin, cansada y ya con pocas horas de sueño por delante, me tiré en la cama. El número seguía marcado. Estaba entre la vigilia y el sueño, cuando le contesté: “sí, voy”. El mundo se tranquilizó y caí en un dormir profundo.
Al otro día, un mensaje aparecía en la pantalla del celular:
-“Me alegra mucho que hayas aceptado. Te espero el viernes, un auto va a pasar por tu casa a las 6 de la mañana. No vas a necesitar bolso. El día es largo, dormí bien a la noche. Besos, Gustavo.”
Mi corazón no paró de saltar. ¿Qué había hecho? ¿Aceptar ir a la casa de un desconocido, en las afueras, solo? ¿En qué estaba pensando? Iba a ser otro día en que mi cabeza no iba a parar. A pesar de las dudas, no cancelé, dejé que el tiempo pasara. Además, era miércoles, faltaban aún dos días, tenía tiempo para negarme.
Pero el tiempo pasó. Era la noche del Jueves. Los dos días pasaron lento, con mi cabeza que se debatía entre las dos opciones. La charla con Gustavo no introdujo nada nuevo: él no trató el tema, y yo simplemente no podía. Me despidió temprano, sólo hablamos una hora. Para despedirme, me dijo:
-“Me voy a dormir, Delfi. Te recomiendo que hagas lo mismo, mañana va a ser un día largo. Te voy a estar esperando con muchas ganas.”
Me escribió el número de patente del auto y el nombre del conductor. Iba a ser un auto negro y el horario era el mismo: 6 de la mañana. No me imaginaba por qué era tal la hora. Ya iba a enterarme. Me fui a dormir; el día había sido largo, así que no tuve problemas, a pesar de los nervios.
No pude dormir más que hasta las 5. Me dí una ducha y desayuné. A las 5:45 ya estaba abajo: un par de jeans, la remera y mis zapatillas eran todo mi equipaje. Mis nervios aumentaban con cada minuto que pasaba hasta que ví algo que no podía creer: era una pequeña limusina negra, con vidrios negros, la que me estaba pasando a buscar. La patente y el nombre del chofer coincidían. Era una más de las excentricidades de Gustavo. Javier, el chofer, se bajó a abrirme la puerta: “adelante, señorita”, y mi cara se puso roja en un segundo.
Era muy espaciosa por dentro: dos asientos para tres personas estaban enfrentados; en un lado, un champagne, entre hielos; en el centro, una mesa con unos bocadillos (porque ya mi estómago estaba empezando a rugir) y una carta:
-“Delfina, gracias otra vez por aceptar. El viaje dura aproximadamente una hora. Cuando llegues a mi casa, te van a atender. Las empleadas son de confianza y ya han hecho esto antes, no te avergüences. Yo voy a llegar por la tarde. Estoy seguro que vas a estar preciosa. Gustavo”
¿Cómo? ¿No iba a estar él para recibirme? ¿Iba a estar entre un grupo de desconocidas? Por más extraño que me pareció, no tenía (o no quería) otra opción, así que me dejé llevar.
El asiento del conductor estaba separado del lugar trasero por un vidrio oscuro, al igual que las ventanas, lo que me dio privacidad y tranquilidad. Comencé con los bocadillos: eran pequeñas piezas de sushi, canapés y otros alimentos. No era lo ideal para un desayuno, pero eran perfectos para el champagne.
Llegamos. El viaje pasó como un relámpago, entre los bocadillos, el champagne y los pensamientos. Había tomado más de la mitad de la botella, por lo que sentía un leve mareo. Javier me abrió la puerta, “bienvenida, señorita”. Habíamos entrado por un camino, con plantas hacia los costados, y no me había enterado; estaba frente a una casa hermosa: ladrillo a la vista, columnas, puertas y ventanas blancas, que a la vista tenía dos pisos (del tercero, me enteraría en otro momento). Una bella señora, que no debía tener más de 40 años, se presentó: se llamaba Isabel, su pelo castaño claro le caía por delante de los hombros, reposando sobre unos firmes pechos. Me invitó a pasar y la seguí: iba detrás de ella y veía como sus caderas se movían de aquí para allá, en un compás hipnótico.
Me mostró la casa mientras hablábamos. Ella había conocido a Gustavo hacía varios años. Era maquilladora, Gustavo siempre había acudido a ella para casos como el mío. Su simpatía me relajó. Paramos en una habitación: era blanca, con una camilla en el centro, una especie de sillón sobre una pared, y una estantería con objetos que, entre el apuro y los nervios, no identifiqué.
-“Necesito que te saques la ropa, Delfi” – Desde que subí al auto, me trataban como una señorita, a pesar de estar vestido como hombre… y me encantaba – “déjala sobre aquella silla y recuéstate.”
Isabel se dio vuelta para buscar sus cosas, lo que me quitó un poco de vergüenza. Me saqué la ropa. La situación me estaba gustando, y no pude evitar tener una erección. Intenté taparla, pero no había forma: estaba acostado sobre una camilla, totalmente desnudo. Al verme, Isabel dijo:
-“Cierto! Me había olvidado de ese detalle. Estas pastillas son para evitar la erección, se toman cada 12 horas. El pene sigue igual de sensible, y no se evita la eyaculación. Las usan los algunos actores cuando hacen escenas al desnudo, no tienen contraindicaciones así que lo podés tomar tranquila, Delfi.”
En mi situación, no tuve otra opción que aceptar. Tomé aquella pastilla de color amarillento. Isabel mencionó que tarda cerca de dos horas en actuar, así que mi erección iba a seguir ahí al menos un rato más. Hizo un pequeño comentario amistoso sobre la forma en que me había depilado el vello púbico: le gustó mi iniciativa.
Se acercó hacia mí con espuma y una máquina de afeitar.
-“A Gustavo no le gusta el vello. Además, todas las mujeres están depiladas y lucen hermosas”.
Me dijo que iba a ser una depilación completa, por lo que tendría que tener paciencia. El día, ciertamente, iba a ser largo.
Tomó mi pierna izquierda, la enjuagó y le colocó espuma. Con la navaja de afeitar fue removiendo el vello, desde debajo de la rodilla hasta mis tobillos. No había mucho que remover, pero cuando terminó mi pierna completa, realmente noté un cambio: estaban más limpias, mas prolijas. Siguió el mismo proceso con mi pierna izquierda. Cuando terminó, me hizo levantar los brazos, para que mis axilas quedaran al descubierto. Era su turno: repitió los mismos pasos. No lo podía creer: ahí estaban, mis axilas blancas y suaves; no pude evitar tocarlas.
De allí siguió a mis brazos. No tenía mucho vello, pero iba a ser lo mejor si quería tener un acabado uniforme. Repitió los pasos de la crema y la hoja de afeitar. Acto seguido, se dirigió a mi pecho. Buscó en su armario una loción depiladora y me la esparció bajo el ombligo y en los pectorales, alrededor de los pezones. Dejó la loción aplicada, dado que tardaba algunos minutos en hacer efecto, y empezó a bajar sus manos hacia mi pubis: la forma triangular persistía, pero ya algunos vellos se empezaban a asomar. Cubrió la zona púbica y los testículos de crema y pasó la hojita de afeitar lentamente. De a poco iba sacando el pelo junto con la crema, y dejando a la vista una piel virgen, adolescente, suave y femenina.
Después de limpiar la zona púbica y el pecho, me puse boca abajo. Me pidió que levante la cola, que quede apoyada sobre mis rodillas, pero con mi pecho aún contra la camilla: esa posición dejó mis cachetes abiertos, a su merced. Sentí como la crema, fría, se desparramaba por entre mis cachetes; como los dedos de Isabel iban esparciéndola, yendo desde lo bajo de mi espalda, pasando por mi esfínter, hasta donde comenzaban los testículos. Una vez lista la crema, nuevamente con su navajita de afeitar fue haciendo movimientos hacia afuera, con mucho cuidado, dejando una cola limpia de vellos, una cola para que Gustavo recorriera con sus manos y su lengua, con sus dedos y con su saliva.
Terminada la sesión de depilación, Isabel me llevó al cuarto contiguo. Era una especie de camarín: un gran espejo con luces ocupaba el centro de la pared, acompañado de una silla giratoria. Hacia los costados, la mayor cantidad de pelucas, senos falsos, ropa interior, vestidos, zapatos y maquillajes que había visto. Y todo eso me tocaba a mí.
Isabel me hizo poner de pie. Me explicó que “para poner bien los senos, tengo que verte de cuerpo completo” ¿Senos? De la estantería trajo un par de senos de silicona medianos (aunque considerablemente más grandes que el relleno de mi sostén), de color que imitaban la piel, con unos hermosos y pequeños pezones rosas. Me los colocó, para ver la medida: quedaban perfectos. Se aseguró que mi pecho estuviese limpio y esparció una especie de pegamento, un poco en los senos de silicona y el resto en mis pectorales. Sentí el frío gel, que precedió las siliconas. Con un ruido de aire saliendo, quedaron selladas a mi pecho que, excepto por la diferencia en el tono, veía como dos hermosas tetas se alzaban de mi cuerpo. Con mucho maquillaje, Isabel fue pintando aquellas siliconas hasta lograr que ambos colores de piel coincidieran.
Cuando terminó con mis pechos, me sentó en la silla giratoria y llamó a Alejandra: era una mujer de pelo corto y rubio, rondando los 50 años y un poco regordeta. Alejandra se iba a encargar de mis manos y pies mientras que Isabel se encargaría de mi cara.
Me tomó los pies y comenzó a cortar y limar mis uñas para pasar luego a sumergirlos en un recipiente con agua tibia que desprendía un suave aroma floral. Mientras Alejandra masajeaba mis pies, Isabel iba recortándome el cabello. Entre las dos mujeres me sentía en el cielo.
Cuando Alejandra terminó con mis pies, siguió con mis manos. Isabel finalizó con mi pelo y me colocó una peluca de pelo natural con sutiles ondas, color castaño que terminaba en puntas más claras (lo que le daba naturalidad y e iba realmente bien con mi cara). Puesta en su lugar, y luego de haberla peinado y logrado un volumen adecuado, comenzó a maquillarme: iba mirando mi cara, como poco a poco iba perdiendo sus formas rectas y mis rasgos iban tomando curvidad; mis mejillas se volvieron lisas y con rubor; mis ojos tomaron un aspecto gatuno a la vez que mis pestañas se alargaron (gracias a un par de pestañas postizas), mis cejas, luego de varios tirones con la pinza de depilar y maquillaje, se volvieron más finas, y mis párpados gozaban de un color ocre muy sutil, que iba a tono con el cabello; mis labios aumentaron su volumen y pasaron a tener un color rojo carmín brillante. Finalmente, me colocó lentes de contacto color verde oscuro, que me dieron una mirada provocadora y profunda. Mi pene era lo único que faltaba: con mucha naturalidad, Isabel empujó mis testículos hacia arriba, luego se agachó detrás de mí, lo tomó, ya estaba inmóvil por las drogas que había tomado unas horas antes, y gentilmente lo tiró hacia atrás; crucé mis piernas y ella, con un poco de cinta, lo sujetó en su lugar.
Cuando Isabel me dijo: “estás lista”, sus palabras me sacaron de un trance hipnótico. Volví a la realidad y me ví, desnuda, de cuerpo entero, frente al espejo: mi cara tenía las facciones de una hermosa mujer; mis pechos eran del tamaño adecuado, coronados con pequeños pezones rosados; el deporte me había sentado bien, haciendo que mi cintura sea relativamente pequeña; mi cuerpo se veía suave y uniforme, sin vellos; mi pubis tenía un aspecto adolescente y virginal, y no había rastros de mi pene. No lo podía creer.
Isabel vino hasta mí con una cantidad impensable de ropa. El tiempo pasó mientras me iba poniendo y sacando cada uno de los accesorios; los vestidos, las polleras, las remeras, los pantalones, los sostenes, y las tangas que Isabel decidía que no iban conmigo, iban formando una pila que Alejandra se encargaba de ordenar y acomodar. El cansancio y el hambre se iban apoderando de mí: no había tenido ni un segundo de descanso desde que entré en aquella casa, y no había comido más que aquellos canapés en el camino.
El proceso siguió por tres cuartos de hora más: mi atuendo debía ser perfecto para el primer encuentro con Gustavo, y estaba dispuesta a hacer estos sacrificios para lograrlo. El estilo terminó siendo casual, apropiado para pasar una tarde (ya vendría el momento de usar vestidos): un sostén negro liso sujetaba y levantaba mis nuevos pechos; una tanga, también negra, cubría mi pubis; me cubría una blusa blanca que dejaba transparentar apenas el corpiño, y que, si desprendía un botón más, mi escote se volvía extremadamente provocador; la blusa estaba dentro de una pollera color gris que iba hasta tres palmas por encima de la rodilla, lo que me impedía un poco el movimiento (si no quería revelar los cachetes), pero a la vez me marcaba la cola y hacía notar el contorno de la tanga por debajo; las piernas estaban al natural: el trabajo que había hecho Alejandra era impecable, tanto en mis piernas como en mis pies, y no lo iba a cubrir con medias; como calzado Isabel me eligió sandalias negras, con taco de 5 centímetros, que tenían pequeñas tiras para sostener el pie, pero que lo dejaba descubierto; como detalle, unos aros de perla imantados adornaban mis orejas, y una fina cadenita, color dorada, con una medalla en forma de corazón abrazaba mi cuello.
Me dirigí hacia el comedor donde me esperaba una ensalada como almuerzo. Isabel me enseñó a sentarme (con las piernas cruzadas, la espalda recta y los hombros hacia atrás), comer y hablar como una dama. Después de la comida (y ya más motivada porque había calmado mi apetito), tomé una lección sobre cómo caminar elegantemente con los tacos, acentuando el movimiento de las caderas. De repente, un timbre se hizo escuchar: Gustavo estaba entrando por el portón de la quinta, y en un par de minutos estaría abriendo la puerta de la casa. Me preparé, parada, firme frente a la puerta para recibir a mi hombre, para que viera mi transformación, para que la vea a Delfina.
La llave entró en la cerradura. Mi corazón latía cada vez más y más fuerte. La puerta se abrió: 1.80, con su camisa dentro del pantalón de traje, prolijamente planchado, con una pequeña elevación, una “pancita” que se notaba por debajo, su pelo gris y sus ojos verdes, mirando mi cuerpo de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, tomando cada detalle… Fue un segundo, o dos, o cien, hasta que el silencio se rompió: “estás hermosa, Delfina”.