Yo, Delfina - Capítulo 2

Capítulo 2 - No podía dejar de pensar en Gustavo. Días después, la sorpresa llegó en forma de paquete.

Capítulo 2

La noche que conocí a Gustavo me fui a acostar con mil pensamientos en la cabeza. Me imaginaba cómo él me hacía suya, cómo me recorría el cuerpo con manos varoniles, que sabían qué hacer y qué tocar para hacer que me se retuerza de placer. Me imaginaba un vestido que ciñera mi cintura, marque mis pechos (o un corpiño con relleno, que era lo mismo) y resalte mi cola.

Esos mismos pensamientos me ocupaban la cabeza tanto durante la noche como durante el día. Soñaba despierta, mirando a mis compañeras, sus cuerpos, e imaginándolos como míos, sus tetas que se movían al caminar, sus caderas que se bamboleaban y sus caras, con el maquillaje que las hacía parecer ángeles.

Durante una semana visité shoppings, me detuve frente a las vidrieras de lencería femenina, para ver la figura de los maniquíes luciendo bombachas, corpiños con encaje, cancanes y portaligas, y me las imaginaba puestas.

Decidí rasurarme el pubis, en un acto de feminidad: compré una navaja de afeitar, crema y bandas de cera; al llegar a mi casa me desnudé por completo y me metí en la ducha. Con el agua golpeando mi cuerpo, me alejé hacia una zona seca y comencé a recortar el largo del vello con una tijera hasta una altura de poco más de un centímetro. Saqué la crema de afeitar del envase y la esparcí. Seguido, busqué la hojita de afeitar y comencé a rasurarme, logrando que el vello sin depilar formara un triángulo. Me enjuagué para sacar el pelo y la espuma, y con las bandas de cera le dí un acabado suave. Usé agua una vez más para limpiarme y había terminado. Me levanté, fui hacia el espejo, tiré mi pene hacia atrás, cruzando las piernas para mantenerlo en su lugar, y aprecié el triángulo que me había quedado en el pubis. Iba a ser una linda sorpresa para Gustavo, porque me daba un aspecto fino y femenino.

Para feminizar mi aspecto busqué trucos y consejos en foros, blogs y páginas web, lo que me proveyó información de cómo pararme, sentarme, caminar, hablar, y la manera de evitar que mi bulto se marcara a través del uso de cinta adhesiva (técnica que me costó varios tirones, intentos frustrados e incomodidades hasta que, llegando al final de la semana, logré acostumbrarme a la molestia y poder soportarlo mejor). Incluso aprendí técnicas para agudizar la voz y hacer que suene más femenina, practicando todos los días, en los momentos en que tuviera privacidad.

A las 8 de la noche, una hora antes de loguear en el chat, comenzaba mi precaria transformación: caminaba poniendo un pie delante de otro, para acentuar el movimiento de las caderas; me sentaba cruzada de piernas; me ponía un perfume de mujer (una fragancia barata que había comprado con la excusa de que era el cumpleaños de una novia ficticia); y empezaba a afinar mi voz, aunque no tuviera micrófono y no habláramos por teléfono. A las 9 logueaba en el chat, donde generalmente estaba esperándome Gustavo, con quien chateaba por horas. Él sabía que me tenía comiendo de su mano, pero al mismo tiempo, apreciaba el deseo que le tenía. En esas conversaciones, él me contaba de su vida, yo de la mía, de las cosas que hacía (como mirar las vidrieras o buscar formas de ser más femenina);y  nunca faltaba la temática sexual.

Era un sábado, había pasado casi una semana desde que chateé por primera vez con Gustavo, cuando me pidió la dirección de mi casa. Ante lo que creí que era una propuesta para encontrarnos, traté de buscar la forma de evitar responder. Gustavo, percibiendo eso, me dijo:

-“No te preocupes, no es para ir a tu casa. Es que tengo un paquete, te compré un par de cosas, y me gustaría mandártelas.”

No me sentía confiada, más allá de lo que me dijo, pero decidí pasarle mi dirección real. Fue un verdadero salto de fé.

Dos días después, había llegado el paquete a mi casa. La caja, de tamaño considerable, no decía nada, así que la abrí, con la emoción que se me salía por los poros. Dentro, había varias cajas más pequeñas, envueltas en papel de regalo, junto con una carta que decía:

“Delfi, espero este regalo te guste. Es uno de los muchos pasos que estás tomando. Estoy seguro que vas a quedar preciosa. Besos, Gustavo.”

Como todo lo que hacía Gustavo, la carta daba muy poca información, lo que aumentó mi ansiedad, y empecé a abrir las cajas. Dentro de ellas, encontré: una bombacha negra, de encaje, de una tela más dura que las normales (que luego me enteré que era para que el pene y los testículos no se salgan cuando los escondía entre las piernas); un corpiño, igualmente negro, con un poco de relleno, que hacían que unos pequeños y lindos pechos se noten por debajo de la remera; un par de zapatos negros de taco alto y fino, que, cuando logré pararme y hacer más de tres pasos sin tropezarme, me lucían la cola y las piernas; dos pares de medias de encaje, unas blancas y otras negras, que llegaban hasta la mitad del muslo; una pollera tableada, color gris piedra, que me cubría por poco los cachetes y que, junto con las medias, hacían una linda pareja; y dos remeras, una sin mangas, negra, y otra, blanca, con dos tiras. Ese era el atuendo que Gustavo me había elegido, y me quedaba de maravilla. Agregó también un perfume y un labial color rojo, que resaltaba mis labios.

Pero dentro de la caja me esperaba otra sorpresa. Un paquete que, de casualidad, fue el último que abrí. Dentro tenía tres consoladores: dos, uno de más grosor que el otro, que simulaban un pene real (con sopapas para poder pegarlos); y el segundo un consolador anal (butt-plug) de vidrio transparente.

Viéndome vestida, con los pequeños senos que se notaban por debajo de la remera blanca, la pollera que dejaba ver una cola marcada por las líneas de una bombacha negra, mis piernas lucidas con las medias, no pude evitar comenzar a excitarme. Empecé a frotarme el pene por debajo de la bombacha y a masajear los pechos falsos. Mi boca empezó a llenarse de saliva mientras me lamía los dedos, simulando el pene de Gustavo. Pasé de mis dedos al consolador, lo pegué contra la pared y empecé a metérmelo en la boca, a seguir el contorno de sus venas de plástico con los labios, sacármelo y pasarle la lengua, desde la base hasta la punta. Arrodillada como estaba, y con un consolador metido en la boca, comencé a hacer círculos con el dedo en mi esfínter, y de a poco me fui metiendo el dedo índice, moviéndolo adentro del ano. Seguía lamiendo la verga de plástico y, lentamente, fui metiéndomela más y más adentro de la boca, aguantando las arcadas y las lágrimas que se derramaban por mi cara, hasta que al fin llegué a los testículos; la saqué con rapidez de mi boca, habiendo cumplido tal hazaña, y dí media vuelta, me bajé la bombacha negra y levanté mi pollera de modo que mis nalgas quedaron al descubierto. Tenía el culo dispuesto a recibir aquél pene de plástico que chorreaba mi propia saliva. Lo puse en el centro del esfínter y empecé a presionar hacia atrás, llevando mi cuerpo contra la pared. Sentí como aquella cabeza falsa se iba abriendo paso, provocando una sensación tan cercana al dolor como al placer, hasta quedar toda en mi interior, apretándome por dentro. Me moví hacia adelante y hacia atrás, sintiendo que el falo salía y entraba, aumentando la velocidad, mientras me seguía frotando la cabeza del pene,  acariciándome los testículos y pellizcándome los pezones por debajo del relleno del corpiño. Gemidos comenzaron a salir de mi boca, que mantenía cerrada mordiéndome los labios pintados de rojo. Cada vez me frotaba más y más rápido el pene, los testículos, los pezones, hasta que en un solo instante, la verga de plástico entró por completo dentro mío, un escalofrío recorrió mi cuerpo y mi semen salió a borbotones, junto con un espectacular orgasmo, y un “ahh…” que me hizo perder las fuerzas de mis piernas y me desplomó. El consolador salió de un tirón, dejándome el ano dilatado; caí en mi propio charco de semen, que manchó mi remera y mis piernas, mientras el silencio se apoderó del ambiente. Me encontraba agitada, extenuada, sola y sucia. Pero había sido uno de los mejores orgasmos de mi vida.