Yo, cazador

Una fiscal Iglesias es secuestrada por un psicópata que trae en jaque a las policías del mundo y al que se le acusa de ser responsable de más de un centenar de muertes. Jefe indiscutible de una oscura secta de fanáticos ha sembrado de sangre las calles de Madrid. Una historia de violencia y sexo.

YO, CAZADOR

Una fiscal Iglesias es secuestrada por un psicópata que trae en jaque a las policías del mundo y al que se le acusa de ser responsable de más de un centenar de muertes. Jefe indiscutible de una oscura secta de fanáticos ha sembrado de sangre las calles de Madrid. Una historia de violencia y sexo.

Capítulo uno

Si en ese momento, un desconocido hubiera prestado atención a las gotas de sudor que recorrían la frente de Mariana Zambrano, con seguridad hubiese asumido que las mismas eran producto del nerviosismo por estar rodeada de delincuentes. Nada más alejado de la realidad, la mujer por su trabajo de psicóloga forense estaba habituada a mezclarse con esa clase de individuos, esos que por diversas causas son catalogados como la lacra de nuestra sociedad.

La verdadera razón de su transpiración era mucho más mundana y residía en  los veintiséis grados de temperatura que había que soportar en los pasillos de los juzgados centrales de la Plaza de Castilla. Tanto calor era un contraste excesivo con el frío polar que castigaba inmisericorde a los pocos peatones que se aventuraban a deambular a esas horas por las calles de Madrid.

Esa mañana, al despertarse, Mariana Zambrano se había abrigado a conciencia  al recordar que había quedado con la fiscal Iglesias y que la calefacción de ese edificio llevaba estropeada más de una semana. Construido en los estertores del franquismo, hoy en día es un elefante al que hay que inyectar constantemente enormes caudales de dinero con el objeto de tratar de paliar su deterioro.

Supo nada más traspasar el control de seguridad de la puerta principal que se había equivocado: ―Mierda― gruñó para sí al sentir, sobre su pelo, el sofocante chorro que emanaba del circuito de ventilación.

El sudor hizo su aparición en su frente, aún antes de llegar a la puerta del despacho donde había concertado la cita. Un estudiante de sociología vería en esos pasillos, abarrotados de público, el contexto perfecto donde realizar su tesis doctoral pero, para Marina, esa fauna formaba parte de su vida diaria y por eso le resultaba sencillo distinguir a los procesados, de sus familiares; y a estos, de los letrados. Con solo mirarlos y debido a su lenguaje no verbal, podía discriminar cual era función de cada uno dentro de la opereta judicial. No era solamente que sus gestos los marcara como miembros de uno de esos grupos, también los delataba su expresión facial o el modo en que entraban en contacto visualmente con los de su alrededor. Esa sociedad en miniatura se manejaba por un sistema de castas cuya rigidez haría palidecer a cualquier autóctono de la India. La cúpula de la pirámide está dominada por los magistrados y los miembros del ministerio fiscal; justamente debajo, los funcionarios; después los defensores, familiares, procesados y por último, los condenados. Las funciones, los deberes y los derechos de cada grupo estaban predeterminados y ninguna actuación individual podía atentar contra ese orden preestablecido.

Tras saludar a la secretaria, tuvo que esperar sentada  a que la fiscal la recibiera, lo que le dio la oportunidad de aclarar sus ideas antes de encontrarse bis a bis con esa mujer. Su llamada la había cogido desprevenida. Nunca había creído posible que esa engreída tuviese los suficientes arrestos para bajarse del pedestal de diosa justiciera en el que se había subido para pedirle ayuda. No era que tuvieran una mala relación personal, era que no tenían ninguna. Aunque habían coincidido varias veces en  un juicio, ella siempre había actuado como perito de la parte defensora, es decir, siempre que se habían cruzado profesionalmente, ella había fungido como adversaria y, siendo honesta, la psicóloga tenía que reconocer que consideraba que la fiscal era una perra dura e insensible que no tenía ningún escrúpulo en manipular la justicia  a su beneficio. Su único objetivo era conseguir sentencias condenator i as. Para ella, Isabel Iglesias era ese tipo de servidor público al que no le importaban las personas que mandaba a la sombra porque, en su retorcida forma de pensar, no eran más que  un número dentro de un expediente. Por eso le sorprendió su llamada. Marina era, dentro de la carrera judicial y sobre todo a los ojos de esa fiscal, una loquera que tenía la vergonzosa costumbre de  justificar los más abyectos crímenes, dándoles la coartada de una enfermedad mental.

«En pocas palabras, me tiene por una blanda» pensó para sí mientras se desanudaba el pañuelo del cuello. Todavía recordaba la mirada que esa mujer le dirigió cuando dos años atrás Joaquín Berrea, un presunto parricida, quedó en libertad gracias a su testimonio. « ¿Qué querrá?»

Cuanto más lo pensaba, más difícil le resultaba difícil justificar que habiendo docenas de psicólogos forenses se hubiese dirigido a ella; sobre todo porque se había labrado la fama de ser proclive a los intereses de los procesados. Supo que iba a saber en pocos instantes el motivo de esa llamada: la puerta del despacho se acababa de abrir y con paso firme, la fiscal se dirigía hacia ella.

Con un deje de envidia no pudo evitar compararse con ella. Mientras a esa mujer le sentaba como un guante el ajustado traje de chaqueta que portaba, ella parecía embutida dentro del suyo.

―Mariana, gracias por venir― dijo la fiscal extendiendo su mano y dándole un fuerte apretón.

Ese gesto casi masculino y que teóricamente denota confianza y seguridad, la hizo sentirse aún más hundida al tener que asumir que por mucho que lo intentase, iba a ser la otra quien llevase la iniciativa. Era y se sabía inferior, por eso no pudo más que obedecer y sumisamente sentarse en la silla que le había señalado.

Un silencio incómodo se adueñó de la habitación. Ninguna de las dos quería empezar la conversación.

―Usted dirá― se atrevió a decir Mariana cediendo el testigo a su interlocutora.

Isabel Iglesias comprendió que no podía  dilatar el motivo que le había llevado a citarla y por eso entrando al trapo, le soltó:

―Le habrá sorprendido que le haya citado después de nuestras pasadas divergencias. Desde hace años, me hice a la idea que usted, a pesar de ser una persona con demasiado buen corazón, tiene una mente abierta que no se deja influenciar por prejuicios.

La muy puta estaba utilizando la estrategia del palo y la zanahoria. Primero le confirma que la opinión que tenía de su persona y, como suponía, la consideraba una cagarruta, para acto seguido alabar su manera de pensar.  Por mucho que la fachada fuera la de una atractiva cuarentona, era un maldito bicho que disfrutaba jodiendo la vida al prójimo. Era mejor tener cuidado en el trato con ella.

―Gracias por ambos piropos― contestó sin dejarse intimidar.― Usted dirá.

―Espere que cierre la puerta para así poder hablar con mayor tranquilidad sin que nadie nos moleste.

Esa actitud tan reservada en esa mujer  era algo nuevo. A la señora Iglesias se la conocía por sus bravuconadas y por su prepotencia casi rayana en el exhibicionismo.  La psicóloga tuvo claro que el tema que quería tratar debía ser importante y por eso se mantuvo en silencio mientras se acomodaba en el asiento.

―Como le estaba diciendo, necesito su consejo experto respecto a un sujeto ― respondió dejando entrever un cierto nerviosismo. ―Pero antes de nada me tiene que prometer que nada de lo que se hable en esta habitación será comentado con nadie. Es demasiado serio y cualquier filtración puede resultar peligrosa.

―Se lo prometo. Mantendré un secreto  absoluto sobre lo que tratemos pero no porque me lo pida, sino porque es mi forma de actuar― contestó molesta por el insulto que escondían las palabras de esa mujer.

La fiscal supo que se había pasado de la raya pero no le importó y haciendo caso omiso a los sentimientos de la psicóloga, se centró en lo que le parecía importante que no era otra cosa que el motivo de esa entrevista:

― ¿Qué sabe de Manuel Arana?

La sola mención de ese nombre produjo un escalofrío en la psicóloga. Escalofrío comprensible porque todo el mundo conocía que ese asesino estaba acusado de ser,  entre otros muchos crímenes, el principal responsable de desencadenar de la sangrienta guerra entre mafias que asolaba Madrid. Su carrera delictiva había empezado hacía  tres años y actualmente era el enemigo público número uno en al menos una docena de países. Creía recordar que incluso existía una abultada recompensa para quien pudiese aportar cualquier dato que llevase a su captura.

―Solo lo que he leído en los periódicos. Se le acusa, además de  ser el causante y máximo responsable de una guerra entre bandas, de fundar y dirigir una secta satánica…

―Bien, pero me refería a cuál es su opinión profesional respecto a ese sujeto.

Esta vez se tomó su tiempo. Sabía que la fiscal le estaba pidiendo una opinión preliminar y no un dictamen pero, aun así, intentó ser todo lo precisa que se podía:

―Como usted sabe no me gusta sacar conclusiones sin haber tenido tiempo de estudiar al sujeto. Pero si me pide una primera valoración: creo que se trata del típico caso de  personalidad narcisista y mesiánica.

Al escucharla, involuntariamente desde su sillón, orejero Isabel asintió. Era básicamente su misma opinión. Envalentonada por tal reacción, la psicóloga prosiguió diciendo:

―La nota predominante del carácter del señor Arana es su  autoritarismo. Ejerce su liderazgo sin padecer ningún tipo de  remordimiento por la violencia ejercida por su gente y sin que, llegado el momento, le importe manchar sus propias manos con la sangre de sus enemigos. Según se dice es también intensamente narcisista, con sueños de gloria,  que se cree ungido por Dios y que a menudo ha mostrado tendencias paranoicas.

―Estoy de acuerdo contigo― contestó tuteándola por primera vez. ― Ahora, quiero que ahora me escuches con atención ― esperó unos segundos antes de continuar: ―Ayer en la noche, ¡Arana me secuestró!

“A las fiesta de tus amigos ve despacio, pero a sus desgracias deprisa”.

Refrán popular .

Los muros de la facultad de economía fueron testigos del día en que nos conocimos, Pedro y yo.  Deseosos de triunfar y sin otra alforja que la ilusión que otorga la juventud,  ambos nos inscribimos en Empresariales porque  nos queríamos comer el mundo a mordiscos. Estábamos convencidos que nuestro paso por esa universidad  solo era un escalón obligatorio que había que transitar para llegar a cumplir nuestros sueños.

Recuerdo todavía cómo cruzó la puerta de la que iba a ser nuestra clase esa mañana con sus pantalones militares y su corte de pelo al uno, avergonzado por llegar tarde y buscando un hueco libre donde sentarse.  La casualidad hizo que ese día nos colocáramos juntos. No teníamos  nada en común y, aun así, nos hicimos amigos en seguida. Proveníamos de distintos  círculos sociales pero, entre los raídos pupitres de la clase, no se notaba. A él no le importó que yo fuera el clásico  niño bien, ni yo le di importancia a que su madre le hubiese tenido sin un padre reconocido. Esos convencionalismos estaban obsoletos y fuera de lugar a finales del siglo XX.

Físicamente tampoco nos parecíamos, su pelo casi albino y su constitución delicada hacían resaltar mi tez morena y el  metro noventa que los genes heredados de mis progenitores me habían conferido y que yo me había ocupado de perfeccionar con largas horas de gimnasio. Lejos de esas superficiales diferencias, lo que creo que nos unió fue el ser  unos críos de dieciocho años con toda una vida por delante. Juntos nos corrimos juergas, sufrimos desengaños e hicimos realidad gran parte de nuestras ilusiones. Nunca llegamos a ser socios; nuestra amistad, demasiado valiosa para estropearla por unos euros, no nos lo hubiera permitido pero cada uno compartió  los éxitos del otro como si fueran propios.

La vida nos había sonreído, o eso creí, hasta que un funesto día contesté su llamada. Por su tono supe que  Pedro estaba hundido. La confirmación llegó al decirme que esa mañana le habían dictaminado que el cáncer, que había mantenido oculto, se le había reproducido. Desgraciadamente, ese pequeño bulto del costado, que le indujo a ir al médico, había demostrado ser uno de los carcinomas más virulentos. No había nada que hacer, era una sentencia de muerte. La única duda, que quedaba, era el tiempo que ese verdugo irracional se iba a tomar para hacerla efectiva. La quimioterapia y los demás  tratamientos no habían servido de nada, su único efecto realmente visible consistió en el dolor insoportable que, con una infinita fortaleza, tuvo que soportar. Los médicos, al ver su inoperancia, habían claudicado. El diagnóstico era definitivo, le pronosticaron tres meses de vida, de los cuales ya habían transcurrido dos.

Esa tarde fui a visitarle con Pepe, mi mano derecha en la empresa y buen amigo. Al llegar al hospital de la Moncloa, el cielo estaba encapotado. Parecía como si el sol, compartiendo mi ánimo, no se hubiese dignado a salir. Negro presagio. Su estado había empeorado. Del hombre duro y vital, que se comía los problemas a bocados, sólo quedaba un despojo de piel y huesos tumbado en una cama. Lleno de cables y con una vía conectada en su brazo izquierdo, sonrió al verme entrar en la habitación. Jimena, su mujer, le acompañaba.

Con un rictus de dolor, me pidió que me acercara a su lado:

―¿Cómo estás?― pregunté, sabiendo que me iba a mentir. Nunca podría reconocer su estado. Los machos, como él, nunca se quejan. Por eso me sorprendió que agarrándome la mano, contestara que se moría, que le quedaban pocas horas de vida y que necesitaba dejar todo atado para cuando él no estuviera.

―No exageres― respondí. ―De peores hemos salido―. Pero en mi interior, supe que tenía razón. Pedro se moría y nada podía hacer para remediarlo, solo aguardar lo inevitable.

―Manuel, necesito que me ayudes― su voz era un susurro ― durante los últimos años, mi compañía ha ido de mal en peor y mi enfermedad  solo ha hecho adelantar su colapso. He perdido hasta mi casa. Cuando muera, los bancos, como aves de rapiña, se lanzaran por todo. No tengo dinero ni para el entierro.

―Por eso, no te preocupes― contesté estupefacto. Hasta ese momento, siempre había creído  que Pedro era un hombre de negocios con un gran palmarés, inmune a las crisis. Estaba convencido que su mujer iba a heredar un emporio.

―¡No es eso lo que quiero!― me confesó con voz entrecortada por el dolor ―¡quiero que me prometas que te harás cargo de Jimena!, ¡te lo  pido por nuestra amistad!.

―Te lo juro― respondí. Era como mi hermano en vida, por lo que jamás podría negarle nada en su lecho de muerte.

Agradecido al escuchar de mis labios esa promesa, cerró los ojos para no volverlos a abrir. Tardó tres horas en fallecer. Tres horas durante las cuales, permanecí sujetándole la mano mientras su mujer se asía desesperadamente a la otra. Destrozado, observé cómo se dejaba la vida en cada respiración y cómo su pareja desde los  veinte años veía que se iba apagando bocanada a bocanada y con él, ella.

A las seis con cuarenta y un minutos, los aparatos que le mantenían vivo empezaron a sonar. Una jauría de médicos intentaron reanimarle sin éxito. Ruido, gritos, carreras… tras las cuales una rutinaria frase certificando su muerte:

―Lo siento, el paciente ha fallecido.

¡Se había ido!, sólo su cuerpo vacío nos acompañaba.

Jimena me  abrazó llorando al oírlo. Como  una muñeca rota, la tuve que sujetar para que no se cayera al suelo. Al estrecharla entre mis brazos,  palpé lo desmejorada que estaba. Donde debía haber carne, no encontré más que huesos.  Los meses de la agonía de su marido habían hecho mella en su organismo; nada quedaba de la mujer explosiva que había enamorado a Pedro.

«Pobrecilla», pensé mientras la consolaba, « era todo lo que tenía».

Unidos en nuestro dolor, fueron pasando los minutos, durante los cuales no pude dejar de pensar en mi promesa y en que, pasara lo que pasase, iba a cumplirla. A  esa mujer, que mis brazos rodeaban, no le iba a faltar de nada  aunque eso arruinara mi vida.

Aproveché la oportuna llegada de unos amigos para escaparme de allí; tenía que  arreglar el  entierro y pagar la deuda contraída con el hospital. No deseaba que lo primero a lo que se tuviera que enfrentar Jimena fuera al dinero.

Ya tendría tiempo suficiente.

Dispuse que su despedida fuera cómo él hubiese elegido: por todo lo grande, en la catedral y con un coro cantando. Pedro se merecía una despedida alegre y triunfal, acorde con su carácter. Resuelto el desagradable papeleo, retorné a la habitación. Jimena al verme, se lanzó a mis brazos, llorando y diciendo que Pedro había muerto. Estaba tan trastornada que no se acordaba que había estado presente durante su deceso. Por eso no la volví a dejar sola a lo largo de esa noche. No me atrevía dado su estado.

La procesión de amigos y conocidos se prolongó durante horas. Pésames, frases de apoyo y mucha pero mucha hipocresía. Con rabia, pensé que algunos de esos que mostraban sus condolencias, en vida de Pedro no hubiesen dudado en clavarle una daga por unos pocos euros.

Ya bien entrada la madrugada, Jimena se durmió apoyando su cabeza en mis rodillas.

Al día siguiente era la incineración, sabiendo su pena, hice traer de su casa un vestido negro. En su dolor, se negaba a  separarse del cadáver de su marido. Su duelo, mudo e introspectivo, era total. La  depresión en la que estaba inmersa la había paralizado. Absorta y con la mirada fija en Pedro, no reaccionaba. La enfermera de guardia, quizás acostumbrada a ese tipo de derrumbes, tuvo que ocuparse de ayudarla a cambiarse de ropa.

Fue una ceremonia triste, estábamos despidiendo a la mejor persona que había conocido. Su mujer,  se dejaba llevar de un lado a otro sin quejarse como una zombi. No creo que fuera realmente consciente de lo que ocurría a su alrededor. Habíamos tenido que suministrarle un calmante, no fuese a hacer una tontería. Aun así, en el momento de cerrar la tumba, se desmoronó del dolor y gritando, nos rogó que la enterráramos con él porque su vida carecía de sentido.

Entre todos, conseguimos tranquilizarla y tras unos minutos de forcejeo, conseguimos  montarla en el coche. Al salir del cementerio, el chófer preguntó por nuestro destino. No supe que responder; menos mal que Pepe, conocedor de la situación, le contestó:

―A casa de Don Manuel.

Durante la media hora que tardamos en llegar a mi chalet, Jimena se mantuvo callada, llorando en silencio.  Ya en casa, con cuidado, la subimos a la habitación de invitados donde nuevamente mi secretario había tenido el buen tino de ordenar al servicio que colocase tanto su ropa como sus objetos personales. Ella no lo sabía pero esa misma mañana el banco había embargado todas sus propiedades. Totalmente vestida, únicamente se dejó que le quitásemos los zapatos, la tumbamos en la cama y aprovechamos que, momentáneamente, se había quedado dormida para bajar a la cocina y servirnos un café.

Ninguno de los dos se atrevía a hablar. El frágil estado anímico de nuestra amiga era tan patente que no nos cupo duda alguna que iba a necesitar de apoyo largos meses. Estuvimos unos minutos en  silencio, reflexionando sobre la situación.  Fue Pepe, quien pasando su brazo por mi hombro, empezó la conversación:

― ¿Sabes dónde te estás metiendo?― dijo preocupado.

―No, pero es mi deber― contesté.

―Manu― por su tono fraternal estaba claro que no me iba a gustar lo que me iba a decir ― esta mujer está enferma, necesita ayuda. Ayuda que, tú, no le puedes otorgar, aunque quisieras―

―Lo sé, pero voy a intentarlo―, le respondí angustiado.

― ¿Y tu vida?― por la expresión de su cara, compartía y sobretodo comprendía mi sufrimiento. ― Te quiero como un hermano, pero conozco tus limitaciones. Tu tiempo lo divides entre el trabajo y tus devaneos. Jimena necesita que le dediques horas, no minutos. Recuerda que, en estos momentos,  Jimena es una mujer vulnerable.

― ¿A qué te refieres?―pregunté indignado.

― Lo sabes perfectamente: ahora la miras y solo ves a la esposa de tu amigo pero, el tiempo pasa, es una mujer atractiva...

No le dejé terminar, ¡cómo podía pensar así de mí!, irritado, me levanté de un salto con sus palabras retumbando en los oídos. Salí de la habitación y encerrándome en el despacho, escuché que cerraba la puerta de la casa, no sin antes gritarme que no tardaría en darme cuenta que él tenía razón.

Jimena se pasó el resto de la tarde durmiendo. Usé su descanso  para ocuparme de los asuntos que se habían acumulado en los días que llevaba sin pisar mi oficina.  Pepe se había ocupado de todo, mis citas las había pasado para el lunes y,  por medio de un mensajero, me había hecho llegar los cheques que debía firmar. Enfrascado en mi despacho, conseguí  dejarlo todo más o menos solucionado.

¿Todo?, ¡no! Durante el fin de semana, no me quedaría más remedio que hablar con ella y explicarle la delicadísima situación económica en que se encontraba para planear su futuro.

Reconozco que me daba terror abordar ese tema. Si despedir a un empleado ya era de por sí difícil; detallar a una amiga cuan preocupante era el escenario con el que se iba a enfrentar, era un cáliz que con gusto hubiese dejado que otro bebiera.

No habían dado aún las nueve de la noche cuando subí a despertarla. Al no contestar a mis llamadas, intenté abrir la puerta pero la había atrancado. Temiendo lo peor, tomé impulso y,  usando mi cuerpo como ariete, conseguí derribarla. Lo que vi me dejó helado. Sobre la mesilla había un vaso y un bote de pastillas vacíos. Sabía lo que significaba,  grité pidiendo ayuda. Al oír mis gritos, subió corriendo la cocinera. Afortunadamente,  Paula, de joven, había sido enfermera y entre los dos conseguimos que vomitara el veneno que había ingerido para suicidarse.

―Hay que ducharla― gritó mientras la desnudaba. Paralizado, sólo podía observar sus maniobras. ― ¡Ayúdeme!

Como un autómata, la levanté en mis brazos metiéndome con ella  en la ducha. El agua helada la hizo reaccionar, terminando de echar los barbitúricos que todavía tenía en el estómago.

―Hay que evitar que se duerma, ¡hágala caminar!―  ordenó Paula.

Obedecí sin pensar en la imagen que estábamos dando. Ella desnuda y yo, con el traje mojado, andando por la habitación. Durante media hora, la tuve en movimiento. Varias veces se me cayó de las manos, las mismas que la levanté del suelo, obligándola a incorporarse y seguir caminando.

―Váyase a cambiar― dijo mi criada al considerar que ya había pasado el peligro y percatarse del estado de mi ropa. ―Yo me quedo con ella.

Agradecí su sugerencia. Lo primero que hice fue secarme: estaba congelado. Al vestirme, no pude dejar de martirizarme con la certeza de estarle fallando a Pedro. ¡Ni siquiera había podido cuidar de su esposa durante un día!

De vuelta al cuarto, Paula la había conseguido vestir. Jimena estaba consciente pero con la mirada perdida. Sus ojos secos no podían ocultar que su corazón estaba roto y tampoco que en su interior, sangraba.

―Esta cría tiene que comer algo. Voy a la cocina y vuelvo― me explicó la mujer.

Me acerqué a Jimena, sentándome en la cama. Tenerme a su lado provocó que se desmoronara por enésima vez y que,  llorando,   empezara a decirme que lo sentía pero que no quería seguir viviendo. Quizás en otra situación o con otra persona, un tortazo hubiese sido mi respuesta  para hacerla reaccionar pero, al verla tan indefensa, sólo pude abrazarla y acariciándole la cabeza, intenté calmarla. Resultó en vano. Cuanto más me esforzaba en tranquilizarla, más lloraba. Sus gemidos y llantos se prolongaron largo rato y ni siquiera se calmaron  cuando Paula apareció con la bandeja de la comida.

Cómo la cocinera tenía razón y necesitaba comer, tuve que obligarle a cenar. Jimena se comportó  como un bebé al que había que dárselo en la boca, evitando que lo escupiera y exigiéndole que tragara. No recuerdo cuanto tardé en conseguir que cenara. Al final lo logré, tras muchos intentos. Con el estómago lleno, la tensión acumulada durante el día consiguió vencerla y, gimoteando, se quedó profundamente dormida.

―Esta muchacha está muy mal, jefe.

―Lo sé, Paula, lo sé― respondí con mis manos sujetando mi cabeza mientras me hundía desesperado en el sillón.

Capítulo dos

― ¡No jodas!― soltó Mariana al oír de labios de esa mujer que la noche anterior la habían secuestrado: ― ¿Qué ocurrió?

La fiscal sonrió al oír el exabrupto. Tal y como había deseado, había captado toda su atención:

―Salía de trabajar y en el parking mientras estaba abriendo la puerta de mi coche, dos encapuchados, sin darme tiempo a reaccionar, me inmovilizaron. Tras lo cual, me metieron en la parte de atrás de una camioneta de reparto con los cristales polarizados. Pienso que eligieron ese tipo de vehículo para que no pudiese ver donde nos dirigíamos pero, para serte sincera, estaba tan aterrada que aunque hubiese ido en un autobús panorámico no podría decirte con precisión a donde me llevaron.

Acostumbrada por su profesión a escuchar las violentas vidas de sus clientes, la dureza de la imagen fue lo bastante terrible para provocar en la psicóloga que un brusco estremecimiento recorriera su cuerpo e,  incapaz de reprimir su curiosidad, preguntó a Isabel que era lo que había sentido:

―Creí que me había llegado la última hora. Pensé que me iban a matar. Durante la media hora que me estuvieron dando vueltas por Madrid, supuse que alguno de los delincuentes, a los que había mandado a la cárcel, se estaba vengado. Por eso cuando llegamos al almacén que era nuestro destino y abrieron las puertas, respiré.

―No te comprendo.

―Verás, lo primero que vi fue a Manuel Arana de pie frente a mí. Lo reconocí al instante y aunque te parezca ridículo teniendo en cuenta su sanguinario currículum,  saber que nunca había tenido nada que ver con su expediente, me tranquilizó.

―Tiene lógica― contestó la psicóloga.

―Lo extraño fue su comportamiento. Nada más verme, me ayudó a salir mientras me pedía perdón por la forma en que sus hombres me habían obligado a ir a verle.

―No es raro― Mariana volvió a interrumpir. ―Él no comete errores, de forma que proyecta en personas de su entorno las posibles injusticias cometidas.

― ¿Me dejas terminar?― protestó airadamente Isabel. ― Si me interrumpes permanentemente nunca vamos a acabar.

―Perdón― masculló intimidada.

―No hay problema. Como temía una reacción violenta, le contesté que no había problema pero que se habían equivocado de objetivo porque yo no llevaba su caso y por lo tanto no poseía información que le pudiera servir.

― ¿Qué te contestó?

―El muy estúpido se echó a reír, preguntándome si no era acaso la fiscal Iglesias. Como comprenderás en ese momento, ya había perdido mi tranquilidad inicial y volvía a estar muerta de miedo. Solo pude asentir y esperar a que continuara.

Isabel Iglesias se estaba desahogando. Llevaba veinticuatro horas, tratando de asimilar lo sucedido y el exteriorizarlo le estaba sirviendo de catarsis.

―Fue entonces cuando sin parar de sonreír, me soltó que no era el monstruo que habían descrito los periódicos. Por tu experiencia: ¿cabría la posibilidad que este hombre se entregara?

― ¡Nunca!, dicho acto entraría en contradicción con lo que él considera su misión. Debes de saber que Arana se ve como un defensor mesiánico de sus seguidores. Si se rindiera, estaría traicionándolos y lo que es más importante, traicionándose a sí mismo. Necesita la admiración continua y entregarse sería un fracaso.

―Bien, opino lo mismo pero ese loco me dijo que quería hacer las paces con la sociedad y que yo podía ser el canal por medio del cual se llevara a cabo.

― ¿No le habrás creído?

―No soy tan tonta y dudo mucho que el crea que lo soy. Por eso no comprendo sus palabras… Antes de ordenar a sus esbirros que me devolvieran a casa, dijo que no tenía prisa porque cuando lo conociera comprendería que se vio abocado a actuar así.

―Narcisista de libro― masculló la psicóloga.

― ¿Decías algo?

―Nada, pensaba en voz alta. Concuerda a la perfección con mi primer diagnóstico. Para Manuel Arana, todo el mundo que le conoce, le ama. O lo que es lo mismo, si estás en su contra solo se puede deber a que no le conoces―. Sabiendo que estaba pisando suelo resbaladizo, se atrevió a preguntar: ― ¿Qué te pareció?

―Esa es la razón por lo que te he llamado. En teoría Manuel Arana es un tipo peligroso, un asesino en serie, que debía de haberme repugnado estar en su presencia pero, en contra de la lógica, la persona que me encontré resultó ser un hombre agradable y hasta cariñoso.

―No te extrañe, esta clase de enfermos suelen tener una personalidad atrayente y en eso basan una gran parte de su éxito.

―Lo sé y eso es lo que más me cabrea. Soy una persona experimentada  que capta a la primera a esta gentuza y con él, he fallado. Debería haber sentido un rechazo frontal y en cambio, incluso, me ha resultado simpático.

―Eso es lo que Arana quiere. En su locura desea que sientas empatía por él.

―De acuerdo pero ¿por qué yo?.

―Estos pacientes están permanentemente en busca de reconocimiento y creen que solo pueden ser comprendidos por personas que como él sean especiales. Busca rodearse de talento y belleza y tú: ¡reúnes esas dos cualidades!

La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente larazón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez.

Chesterton

El amanecer me sorprendió sentado al lado de su cama. Me había quedado dormido en la butaca. Esa noche, no quise o no pude dejarla sola con su depresión. Al despertarme, Jimena dormía plácidamente mientras el sol de la mañana iluminaba su cuerpo.  Las largas horas de sueño habían hecho desaparecer las ojeras pero no así la palidez  de su rostro.  Debido al calor, se había deshecho de las sabanas, dejando su cuerpo al descubierto. Eso me permitió observarla con detenimiento. Una mujer que solo unos pocos meses atrás era bellísima, hoy estaba totalmente demacrada. Los huesos del escote, demasiado  marcados, no podían disimular la rotundidad del pecho que había vuelto loco a Pedro cuando se la presentaron. Sus piernas habían perdido sus formas, se habían transformado en dos palillos. Hasta su piel estaba como ajada, mate, sin brillo.  ¡Daba pena ver en lo que se había convertido!

Decidí no despertarla y aprovechar su sueño para  ducharme. Cerré las persianas para prolongar su descanso y saliendo de la habitación, sin hacer ruido, me dirigí a la cocina.

Mi cabeza empezó a funcionar después del segundo café. Reconozco que me cuesta espabilarme por las mañanas; no soy persona hasta que la cafeína corre rampante por mis venas. Ya despierto me desnudé metiéndome en la ducha, no sin antes encenderme un Marlboro.

El vapor del agua, junto con el humo del cigarro, produjo ese ambiente blanquecino y translúcido en el que me sentía tan a gusto. Muchos años de costumbre diaria convierten un hábito insano en una irremplazable y apetecible rutina.

De improviso, la mampara de la ducha se abrió, acabando con mi ensoñación y, atónito, me encontré con Jimena frente a mí.

―Pedro, ¡Cuantas veces te he dicho lo que me molesta que fumes en el baño!― la oí decir.

Cortado por mi desnudez, me tapé rápidamente con una toalla.

―No soy Pedro― dije mientras salía  envuelto en la tela ― Soy Manuel―.

― ¿Dónde está mi marido?― me preguntó.

En sus ojos no había rastro de tristeza, sino el enfado al encontrarse en una casa ajena sin su compañía. Noté que me flaqueaban las piernas. Para evitar caerme, me senté en la cama tratando de analizar sus palabras.

«No se acuerda», pensé al tiempo que asiéndola de un brazo le pedía que se pusiera a mi vera.

―Jimena, Pedro está muerto, ¿no te acuerdas que le enterramos ayer?―, le expliqué con el tono más calmado que pude. Interiormente estaba espantado, acongojado por el equilibrio psicológico de la mujer.

Tras breves instantes de duda, la certeza  del recuerdo se reflejó en su cara. El enfado se diluyó en lágrimas que intentó disimular ocultando su cabeza entre las piernas. Se sumergió en  un llanto mudo, donde su respiración entrecortada y el movimiento de sus hombros eran la única manifestación del duelo que sentía. Dejé que llorara durante largo rato mientras  trataba de consolarla.

Más calmada me preguntó con un hilo de voz qué iba a ser de ella.  Con los ojos cuajados de lágrimas, se quejó de que ni siquiera tenía una casa donde vivir.

―Por eso no te preocupes, le juré a tu marido que me iba a ocupar de ti y eso es lo que voy a hacer― contesté con mis manos sobre las suyas,―lo primero es que te cuides para que no me vuelvas a hacer lo de anoche.

―¿Qué te hice?― dijo.

Antes de que le respondiera, se acordó.

―¿Qué me pasa, Manu?, ¿por qué me olvido de las cosas?―, preguntó angustiada.

―Es normal― afirmé en un intento de tranquilizarla, ― has sufrido un duro golpe pero, con mi ayuda, lo vas superar.

Ni yo mismo me lo creía. Su única reacción fue mirarme. En sus ojos vislumbré gratitud y amistad, pero también ansiedad y sufrimiento.

No se podía quedar postrada rumiando su dolor. Si no se movía, podía volverse loca; si es que no lo estaba ya.  Levantándola de un brazo, la llevé a la cocina. Me espantaba ver lo delgada que estaba. Huesos sobre huesos. Pensando que gran parte de su estado debía deberse a la debilidad provocada por una deficiente nutrición, decidí que era imperioso que comiera algo.

El olor a café recién hecho inundaba la habitación. La figura bajita y rechoncha de Paula nos saludó con una sonrisa. En la mesa del ante comedor estaba dispuesto un magnífico desayuno, listo para que diéramos buena cuenta  de él.

― ¿Cómo se encuentra hoy, la señora?― preguntó con tono alegre.

Mirándola de reojo, tuve que reconocer  que era una joya de mujer y admitir  que me había tocado la lotería al contratarla hace ya siete años, cuando llegó de la República Dominicana con una mano delante y otra detrás. Todavía recuerdo que curiosamente lo que más me había gustado de ella era su timidez. Estaba tan asustada  que fue incapaz de levantar la mirada mientras la entrevistaba. Por el aquel entonces, me jodía profundamente perder intimidad y gracias al  carácter huidizo de esa mujer, pensé que no iba a tener que soportar su presencia más allá de lo meramente profesional.

―Mejor― debido a la ausencia de respuesta de Jimena, tuve que ser yo quién contestara. ―Siéntate, aquí―, ordené a la viuda acercándole la silla.

Me hizo caso sin rechistar y mecánicamente, se bebió el café que le había servido pero rechazó de plano tomar ningún alimento. No tenía ganas.

Por primera vez desde su llegada a mi casa, Paula se sentó en mi mesa y, regañándola con cariño, le insistió:

―Tiene que cuidarse, los males del corazón se agravan con los males del cuerpo. ¡Hágame caso!, ¡Coma un poco de tostada!― le susurró mientras le metía un trozo en su boca.

Anonadado, observé cómo, con una paciencia digna de encomio, la negrita consiguió que se terminara el plato que le había puesto enfrente.

―Gracias― fue todo lo que le pude decir. Toda la ayuda que me brindaran era poca. Nunca en mi vida había  tenido una mascota, siempre había reconocido y asumido mi total  incapacidad de hacerme cargo de un ser vivo, por lo que ocuparme de una mujer enferma me sobrepasaba de largo.

En ese momento, caí en la cuenta que como única vestimenta seguía llevando  la toalla que me había enrollado al cuerpo  al salir de la ducha. Azorado, me excusé diciendo que tenía que vestirme, que no era apropiado el estar así vestido. Con una carcajada, Paula me contestó que hacía bien en irme a vestir, porque estaba demasiado atractivo para una vieja como ella y no fuera a ser que tanta belleza, le hiciera hacer algo de lo que más tarde tuviese que arrepentirse. Ese comentario soez cumplió con su objetivo al conseguir arrancar una débil sonrisa de los labios de Jimena.

Ya solo, me afeité con rapidez mientras ellas terminaban de desayunar. Fue a la hora de vestirme cuando me entraron dudas sobre que ponerme. No sabía lo que iba a hacer ese día pero lo que tenía claro era que tenía que intentar que saliera de la casa para que le diese el aire y el frío de Madrid, la animara. Cogí del armario unos vaqueros y una camisa azul oscuro. «Los colores son importantes, está de luto», medité al ponérmelos. Entretanto la cocinera, después de recoger los platos del desayuno, había  subido a vestirla. Ella tampoco se fiaba de dejar a mi amiga sola. Con esa ternura que sólo las mujeres que han sido madre pueden tener, le abrió el grifo de la bañera y templó el agua para que se bañara. Jimena se desmoronó otra vez al sentir el calor del agua recorrer su cuerpo. Todo le afectaba, daba lo mismo el motivo.

―Tranquilícese―, le pidió Paula y cogiendo una esponja la empezó a bañar, ― el señor no va a permitir que nada le pase. Si usted me deja, yo la cuidaré hasta que se ponga buena.

Sin esperar su autorización, lentamente le fue enjabonando  la espalda.  Jimena se dejó hacer, no tenía fuerzas ni ganas de oponerse. Al irle a aclarar el pelo, le pidió que se levantara. Verla en pié le permitió percibir en plenitud la extrema delgadez de su cuerpo desnudo. Era una mujer alta. Todo en ella  apuntaba las penurias por la que había pasado. Tenía los brazos cruzados intentando tapar sus pechos; tentativa condenada al fracaso, tanto por el poco grosor de aquellos, como por el volumen desmesurado de sus senos. No haciendo caso a la vergüenza que sentía la pobre niña, siguió lavándole las piernas, dejando que se aseara ella  sola  su sexo.

Acercando una toalla, la envolvió en ella para secarla. Un quejido salió de su garganta al observarse en el espejo. Jimena fue  consciente, quizás por primera vez en meses, del  deterioro de su cuerpo.

―Ya engordará―, le soltó, sabedora de lo que sentía y cogiendo un bote de crema, empezó a embadurnarla tratando de devolverle la elasticidad perdida a su piel.

El masaje se prolongó durante veinte minutos, durante los cuales, Paula no dejó de recapacitar en la desgracia de la chica: quedarse tan joven viuda, sin dinero y teniendo como único apoyo al amigo de su difunto esposo, el cual, por muy bien que se portase no dejaba de ser un extraño. No era ni normal ni justo. «Pero la vida nunca lo es», pensó recordando a esos hijos que tuvo que dejar al cuidado de la abuela cuando emigró a España con el objeto de darles  una vida mejor.

―Vamos a vestirla―, le espetó de improviso y, revisando su ropa, le eligió un discreto traje  de chaqueta gris, ― voy a decirle al señor que se la lleve a dar un paseo mientras yo ordeno sus cosas―.  Sin dejarla protestar, la peinó y poniéndole un poco de perfume, la echó del cuarto.

Estaba en el hall de entrada, cuando la vi bajando las escaleras. Me sorprendió su transformación. Paula había obrado milagros, la Jimena que descendía por los escalones se parecía más a la mujer impresionante de hace unos meses que a la trastornada de hacía  cuarenta y cinco minutos. Su negro pelo enmarcaba un rostro dulce donde sus ojos de color marrón realzaban su belleza.

―Estás deslumbrante.

Un esbozo de sonrisa fue mi recompensa. Nadie es inmune a un piropo, siendo además una inocua pero efectiva medicina para mejorar la autoestima. Ya sea hombre o mujer el receptor de la flor, su efecto es el mismo. Sólo cambian los adjetivos y el aspecto a realzar. No se me ocurriría decirle a un amigo:  “que figura se te ha quedado”. O a una mujer: “joder, con el ejercicio, te estás poniendo cachas”. Una mujer de cualquier edad siempre acepta de buen grado que se le diga que está atractiva y Jimena no fue  diferente. Su propia pose cambió al oírme, levantando la cabeza a la vez que se incrementaba el contoneo de sus caderas.

Tuve que convencerla para salir a dar una vuelta, ella insistía en que no le apetecía y que no le importaba quedarse sola en el chalet. Sólo dio su brazo a torcer cuando poniéndome serio, la amenacé con llevármela a la fuerza. A regañadientes, se subió al coche. Comportándose como una niña malcriada que está haciendo un berrinche, se negó a colocarse el cinturón de seguridad y tuve que ser yo quién se lo atase e incluso quién le acomodase a su altura el respaldo del asiento.

Sin dirección fija, arranqué el vehículo. Adonde no era importante, la mujer necesitaba distraerse.   Las musas tuvieron piedad de mí cuando de repente se me ocurrió llevarla al zoo. Enfilando la Castellana, me dirigí hacia la M―30. Hacía un típico día de noviembre en Madrid, frío y con esa luz velazqueña de la que tanto hablan los pedantes. Jimena no había emitido palabra durante el trayecto, se limitó  a mirar por la ventana, observando a las personas que andaban por la calle un sábado en la mañana. Intenté darle conversación mostrándole a los guiris que hacían cola en el museo del Prado, con sus atuendos de turista y su piel enrojecida por un sol al que no estaban habituados, pero solo obtuve un gruñido por respuesta. El escaso tráfico nos permitió llegar en cinco minutos a la entrada del túnel. Justo cuando iba a entrar a esa obra faraónica de treinta kilómetros de subterráneos que vertebra la ciudad, abrigué miedo que, en su estado, sintiera claustrofobia y desándase el camino recorrido, hundiéndose de nuevo en su dolor. Para evitarlo, decidí ir a la Casa de campo por el exterior. Las obras inacabadas del Manzanares fueron nuestra compañía.

Lo primero que oímos al estacionar fue la risa y las peleas de los niños que hacían cola para entrar al zoológico. Con morriña, recordé a mi madre llevándome de la mano para que no me perdiera. Instintivamente, cogí la suya. Pero en este caso, no  era yo sino a ella a quien tenía miedo de perder. Lo hice como algo natural sin pensar en que parecíamos dos enamorados visitando el parque y que si alguien nos hubiera visto, hubiese podido pensar en lo pronto que nos habíamos repuesto, o lo que es lo mismo que pudiera inventarse un chisme sabroso que haría las delicias de los cotillas. Jimena, lejos de retirar su mano, me la apretó con fuerza. Para ella, ese sencillo gesto era  un apoyo necesario.

Hacía muchos años que no estaba en el zoo. Como a unos críos, los animales nos hicieron olvidar momentáneamente nuestras vidas. Nos impresionó  el tamaño de los elefantes, nos reímos en la jaula de los monos y nos asqueamos viendo a las tarántulas. Estábamos acercándonos donde estaban los osos, cuando una oca decidió que había invadido su espacio vital. Yo, con mi despiste habitual, no la vi venir y sólo cuando sentí un picotazo en mi pierna derecha, me di cuenta de la agresividad del animal. Mi rápida huida provocó la carcajada de la muchacha. Mi enfado se tornó en risa, uniéndome a la suya, cuando el puñetero bicho cambio de objetivo y la atacó a ella, dándole un certero mordisco en el trasero. Era una gozada el verla reírse después de lo que había pasado.

Relajados, nos paramos en  un chiringuito a comer algo. Sin preguntarle, pedí dos especiales y dos coca―colas. Nunca he sido un forofo de la comida rápida, me parece insulsa y asquerosa, pero tengo que reconocer que los llamados hotdogs son otra cosa; la combinación de pan, salchicha, cebolla, tomate y mostaza me parece una delicia. Es más, cada vez que voy a Nueva York, tengo que hacer una parada obligatoria en el puesto de perritos que hay en una de las entradas del Central Park. No sé si será algo freudiano pero me vuelven loco.

Mientras nos atendían, Jimena encontró una mesa en el exterior del local donde sentarnos. La camarera fue eficiente y en menos de dos minutos nos había preparado el pedido. Con la bandeja me dirigí hacia  la terraza donde Jimena me esperaba, haciéndome señas con la mano.

Me senté frente a ella.

―No tienes idea de los años que llevo sin comer uno de estos―, me comentó cogiendo un perrito y metiéndoselo en la boca.

― ¿No te gustan?―, pregunté extrañado, no era posible que no fueran de su agrado. No se lo estaba comiendo sino que  lo estaba devorando.

Tuvo que tragar antes de contestarme, cosa que no fue fácil debido al tamaño de la porción que estaba masticando. Bebió un poco de refresco, para ayudarse.

―Al contrario, me encantan. Pero Pedro, mi marido, me los tenía prohibidos―, en su voz no había ni un deje de protesta, como mucho un atisbo de tristeza.

―Lo vas a echar de menos pero tienes que seguir adelante―.

―Lo sé pero es que él era todo para mí― contestó casi a punto de llorar, ―desde que nos hicimos novios, dejé que organizara mi vida. Él se ocupaba del día a día mientras yo únicamente vivía para cuidarle y, ahora, no está.

Su confesión me hizo recordar el extraño carácter de un amigo al que desde joven llamábamos Hassan por lo machista y celoso que era. No me extrañaba lo que me había contado; formaba parte de su forma de ser, cuadriculada y perfeccionista. Si creía que algo era perjudicial, lo apartaba sin contemplaciones de su lado. Hace años, cayó en sus manos un reportaje sobre la leche y sus efectos sobre el organismo, donde se hacía una dura crítica a su consumo y desde entonces no volvió a probarla. En cambio, Pedro era un experto enólogo. Cuando tomándole el pelo, le recriminaba los perjuicios del alcohol, me rebatía enojado que, por sus antioxidantes, el vino era el elixir de la inmortalidad. ¡De poco le habían servido los miles de litros que se había bebido!.

Volviendo a la realidad, miré a su viuda. Esta lloraba calladamente mientras se terminaba la Coca―Cola. Su soledad y la incertidumbre de su futuro me agobiaron. Me sentía responsable de ella, no sólo por la promesa realizada sino por mi tendencia a involucrarme en los problemas de los demás. Desde niño mi padre me llamaba defensor de causas perdidas.

Me levanté a abrazarla, ella necesitaba  consuelo y a mí me urgía el darlo. Jimena hundió su cabeza en mi pecho al sentir que mis brazos la envolvían. Sin cambiar de postura, traté de expresarle que no tenía por qué agobiarse, que no estaba sola,  pero mis palabras lejos de producir el resultado apetecido, azuzaron el volumen de  sus lamentos. Entonces decidí callarme. De nada servía seguir hablando, sólo le hacía  falta verse arropada mientras descargaba su congoja. Cuando una anciana se acercó a darnos un pañuelo con el que la muchacha  secara sus lágrimas, caí en la cuenta  que todo el restaurante nos miraba. Incómodo,  le pedí que nos fuéramos. El zoo había perdido su magia y nos sentíamos fuera de lugar. La estridente risa de los niños se había convertido en una tortura para nuestros oídos.

Sin mediar palabra, nos subimos en el coche. Un denso silencio nos envolvía. Tratando de romperlo, encendí la radio. Cogiendo mi mano,  me rogó que la apagara. No pude contradecirle. Acelerando, deseé llegar a casa cuanto antes. Al igual que a la ida, la ausencia de coches nos permitió hacerlo con rapidez.

Jimena estaba destrozada. Nada más entrar, me suplicó que la dejase sola. Traté que se tomara un té pero no pude insistirle. La puerta cerrada del cuarto no evitó  que su llanto se oyera por toda la casa. Sin saber qué hacer, encendí la televisión, no tanto en busca de una vana distracción sino como medio de ocultar el sonido de sus lamentos. Haciendo zapping, busqué un programa que aliviara mis propias penas pero me resultó imposible. Todas las cadenas estaban emitiendo programas basura donde unos desgraciados cuentan su inútil vida y sus frívolas experiencias. Todo ello, dentro de un ambiente de morbo y degradación. Cabreado, la apagué. Bastante mierda me rodeaba, para que esa bazofia me jodiera aún más.

En ese momento, entró Paula por la puerta y acercándose a mí, en voz baja me preguntó dónde estaba la muchacha. Al contestarle que en su cuarto, respiró pidiéndome que la acompañase a la habitación donde estaban las pertenencias  de Jimena que acababan de llegar. Tanto misterio, picó mi curiosidad y, como un perrito siguiendo a su ama,  fui tras de ella.

No tardé en saber que era aquello que tanto la incomodaba:

―Señor, quiero mostrarle algo― hizo una pausa antes de continuar― cuando ustedes salieron, estuve ordenando la ropa de su amiga y al terminar, bajé a ver si algo de lo que estaba en esta habitación le podía ser necesario. ¡Mire lo que me encontré!― dijo señalando dos cajas.

Con sensación de cotilla, de estar violando su privacidad, abrí la primera de ellas. Me quedé de piedra al encontrarme un completísimo instrumental de práctica sadomasoquista. No faltaba nada, esposas, bozales, látigos y muchos otros aparejos cuyo uso no quería siquiera imaginar. Avergonzado por mi descubrimiento, cerré la caja. No podía creer que  Pedro y Jimena fueran aficionados a esa clase de depravación. Tratando de quitar importancia al asunto, expliqué a mi cocinera que  en algunas parejas el sexo duro era normal; que era un modo de entender la sexualidad como cualquier otro. Lo  que no me esperaba fue la reacción de la mujer. Sin decirme nada, abrió la segunda caja. Por su actitud, debía ser algo peor aún pero al echar una ojeada a su interior no vi más que objetos inútiles, cuya función, si es que la tenían, desconocía por completo.

Asumiendo mi total ignorancia al respecto, dijo:

―Todo esto forma parte de los útiles de un brujo.

Si hubiera visto un burro volando, me hubiera extrañado menos que sus palabras.

― ¿Estás insinuando  que Jimena, mi amiga, es una bruja?―, enojado, le repliqué.

―No señor, ella no. Fíjese― insistió señalando un bastón, ― es una vara de brujo. En mi país es un símbolo de poder masculino, sólo  lo pueden usar los bokors, nunca una mujer ―.

―Entonces Pedro era un bokor― le contesté sin poder evitar una sonrisa y sin saber con seguridad que significaba ese término.

―No se lo tome a risa― estaba indignada por mi incredulidad,― los bokors son hechiceros que controlan a demonios y que siembran el mal por donde pasan. ¿Sabe Dios, que le ha hecho pasar a esta pobre niña?.

―Por favor, Paula, ¡eso son sólo supersticiones!. Debe de haber otra explicación. Seguramente coleccionaba estos chismes como mera diversión. Te puedo asegurar que mi amigo no era un brujo ni nada que se le pareciese.

―Ojalá tenga usted razón― contestó  entre susurros  y persignándose, cerró la caja, ― pero si es verdad lo que pienso y era un bokor, con su muerte se han liberado los malignos.

Masoquismo, brujería, seguía sin cuadrarme porque, de ser así, nunca había llegado a conocer a la persona que consideraba un hermano. Ahora no era el momento de preguntar a Jimena. Si quería ayudarla, nada se debía interponer entre nosotros y quizás al saberse descubierta, al estar al corriente que conocía esa oscura afición,  eso pudiera convertirse en  una barrera imposible de franquear.

―Paula, te voy a pedir que no le digas nada a la señora. No quiero que piense que hemos revisado sus cosas sin su consentimiento―.

―No se preocupe― escuché su contestación.

Lo habría negado pero estaba intranquilo por todo lo que había visto. Saliendo de la habitación, me fui directamente al despacho y, tras encender el ordenador, me metí en Internet con el propósito de averiguar algo sobre brujería.

Cuanto más me informé, más ridículo me pareció todo. Nadie en su sano juicio podría creer en esas memeces y menos una persona cultivada y educada en el mundo occidental. Todo lo que leía era producto del  analfabetismo y la incultura. Zombis, almas encadenadas, ron y mujeres. Chorradas para incautos y turistas que desgraciadamente muchas personas creen.  Negocio para gente sin escrúpulos, una forma como otra cualquiera para explotar la incultura. Pero aun así, algo me seguía reconcomiendo y proseguí leyendo. Así me enteré de la diferencia entre houngan y bokor. Lo que simplificando podría ser  “mago blanco” y “mago negro”, aunque tal distinción  es absurda en el culto vudú, tanto unos como los otros utilizan la misma magia, siendo la única discrepancia sus fines. A los bokor se les define como seres intrínsecamente perversos, cuya existencia está dirigida a la dominación de los que le rodean.

Seguía todavía absorto en la lectura, cuando escuché que Jimena salía de su habitación. Como no quería que me pillara leyendo sobre ese tema, me salí de las páginas sobre ocultismo, entrando en las de un periódico.

― ¿Qué haces?― preguntó.

―Nada, leyendo que ha ocurrido por el mundo. Últimamente  todo son malas noticias, ya sabes la crisis…― contesté apagando el portátil.

Mi amiga me dijo que tenía ganas de salir a pasear. La casa le agobiaba, por lo que fuimos a dar una vuelta para distraernos. Durante el paseo, le pregunté por su infancia. Aunque conocía a esa mujer desde hacía muchos años, no sabía nada de sus padres, solo que habían muerto hace tiempo. Esa tarde, me contó que su viejo había sido militar de carrera y que,  aunque había nacido en Madrid, toda su niñez la pasó deambulando de una ciudad a otra, sin domicilio fijo, dependiendo de los destinos que tuviese su padre en cada momento. De su madre  no se acordaba, murió siendo ella un bebé, por lo que nunca tuvo una figura materna, como mucho y tras un gran esfuerzo conseguía recordar breves atisbos donde una mujer de pelo largo la cuidaba. Al darme cuenta  que esa conversación empezaba a transcurrir  por malos derroteros, cambié radicalmente  de tema preguntándole si tenía frío. Jimena, con una sonrisa cómplice, me dijo que no hacía falta que me preocupara tanto. Según ella, todos los recuerdos de esa época eran felices y que, lejos de entristecerla, le servían para seguir adelante.  Podía estar dolida, jodida y echa papilla pero era una mujer inteligente.

Ya de vuelta, estaba anocheciendo. El sol en el ocaso coloreaba el cielo dándole una tonalidad rojiza. Siempre me había encantado ese fenómeno:

―Mira la puesta de sol.

Noté como la angustia recorría su cuerpo.  Angustia que me contagió al escuchar su respuesta:

―Parece  sangre.

No me había fijado pero en ese instante las nubes asemejaban una herida que se derramaba en un gran charco, formado por el horizonte. La dureza de esta visión, me incomodó. Como estábamos  cerca del chalet, acelerando el paso, busqué el familiar cobijo de sus paredes.

Recibí con alegría el olor que provenía de la cocina. Durante nuestra ausencia, Paula nos había preparado la cena y sin apenas quitarnos los abrigos, nos sentamos en la mesa.  La caminata me había abierto el apetito por lo que aplaudí efusivamente  la llegada de la negra con  la sopera. Sin hacer caso a los reproches de Jimena, ordené que nos sirviera bastante a los dos.

―Está claro que me quieres cebar― protestó.

―Estás demasiado delgada y algo de chicha no te vendría mal―, le contesté bromeando cuando sonó el  teléfono.

Disgustado me levanté a contestar. Resultó ser mi secretario para recordarme las citas y demás asuntos que tenía ese  lunes. Con su perfeccionismo habitual me entretuvo durante  cinco minutos. José es una máquina que, en cuanto se pone a funcionar, no para.

―Pepe, ¡estoy cenando! ¿algo más?― protesté. Por mi tono supo que me había importunado su interrupción y disculpándose se despidió.

Al volver al comedor, Jimena no había probado la sopa.

―Come― le pedí ― se te debe de haber quedado helada―.

―Te estaba esperando― comentó apenada.

―Gracias pero no hacía falta. Ahora come― dije mirándola con curiosidad. En ella había una tensión que no comprendía, seguía sin hacer siquiera intento de llenar su cuchara. Con gestos le azucé  que comenzara.

Sus ojos se llenaron de lágrimas:

―No puedo hasta que tu empieces.

Comprendí que era algo condicionado, físicamente se sentía incapaz. Pedro le había enseñado que siempre el primero que debía comenzar era el señor de la casa y ahora esa figura era yo. Por mucho que intenté romper ese hábito diciéndole que era una tontería, no pude. Me parecía inaudita la forma en la que el que consideraba mi mejor amigo se había comportado con su mujer. No era sólo machismo de la peor especie, era sumisión, pura y dura. Sabiendo que era una lucha a medio plazo, probé el guiso. La tirantez desapareció de su rostro y empezó a comer.

No habló durante el resto de la cena. Se sentía avergonzada. En su fuero interno, debía de saber lo grotesco de su postura. Yo, por mi parte, seguía perplejo:

«El dominio ejercido sobre esta mujer debió de ser brutal», pensé recordando las cajas que habíamos descubierto, « no puede seguir así, tengo que explicarle que eso se había terminado».

Desde la adolescencia había sido un golfo. Un mujeriego siempre dispuesto a la conquista de un nuevo trofeo pero jamás había considerado a una mujer como un objeto merecedor de ser encerrado en una vitrina con el único propósito  de ser observado y valorado como una obra de arte.

Estábamos tomando el café, cuando conseguí armarme  de valor y le dije:

―Jimena, tenemos que hablar.

―Estoy muy cansada, ¿podemos dejarlo para mañana?―, la amargura impregnada en su contestación me convenció a la primera. Suficientemente dolorosa era su cruz para que yo le añadiera otro clavo, insistiéndole.

―Claro, no urge―, respondí.

Aunque hubiese podido forzarla, no quise  que en su mente  me viera como un ser injusto que se quería aprovechar de su estado.

«Menos mal que no soy padre», medité viendo a la muchacha levantarse, «me tomarían el pelo sólo con soltar una lágrima de  cocodrilo o con darme un besito con abrazo de oso. Siempre me he reído de las mujeres por eso y, ahora, me doy cuenta que  soy igual».

Desde mi silla, observé  como Jimena se despedía de Paula diciéndole que se iba a la cama. La cocinera, maternalmente, le dio un beso en la frente, deseando que pasara una noche tranquila.

―Necesita descansar.

Con paso cansino, salió del comedor, subiendo por la escalera. Parecía que tuviera miedo a la noche. La perspectiva de tener que hablar conmigo sobre Pedro y reconocer el grado de sometimiento que había llegado a alcanzar durante su matrimonio, la empujaba a irse contra su voluntad.

Me había quedado solo, como tantas otras noches pero en   esta ocasión la soledad me incomodó, por lo que decidí hacer un poco de deporte que mantuviese mi mente ocupada. En mi habitación tenía una bicicleta estática. Desde hacía años, había tomado la aburridísima costumbre de ejercitarme mientras ponía la tele durante al menos  una hora todas las noches, haciéndola coincidir con la noticias. Esa noche, mientras me dirigía hacia mi cuarto, pasé por delante de la habitación donde dormía la muchacha. La puerta estaba abierta. Jimena debía de estar en el baño. Sobre su cama, perfectamente colocado estaba el camisón que esa noche se disponía a usar. Aunque no llegué a verla, supuse que estaba bien.

Después de ponerme una camiseta y un pantalón corto, empecé a pedalear tranquilamente. Sentí que era el ejercicio lo que necesitaba para relajarme. La monotonía de las pedaladas me permitía concentrarme en mis pulsaciones. Un viaje introspectivo, durante el cual fui notando cómo evolucionaba mi respiración, como mis poros se abrían, permitiendo que mi cuerpo se liberara con la sudoración. Una vez superada esa fase inicial, incrementé la resistencia.  Cada uno de los giros de la rueda era una empinada cuesta que vencer.  El sudor me caía a chorros, la camisa empapada se pegaba a mi espalda y mis pulmones absorbían el esfuerzo en profundas bocanadas.

En ese momento, supe que estaba acompañado.

Al girarme, vi a Jimena de pie bajo el marco de la puerta sin atreverse a entrar. Se notaba que se había duchado. Su pelo, todavía húmedo, mojaba el camisón casi transparente que se había puesto. Era una visión provocadora, con su escote dejándome entrever las pronunciadas curvas de sus pechos. La luz del pasillo al atravesar la tela, me mostraba su silueta desnuda, convirtiéndose en copartícipe involuntaria de mi lujuria.  No sé cuánto tiempo estuve contemplándola, estudiándola de arriba a abajo, deteniéndome en su cuello, en la forma de sus hombros. Pude observar como sus pezones se endurecían al notar la caricia de mi mirada. Adiviné por su  tonalidad  oscura el inicio de su sexo. Iba descalza. Las uñas de sus pies pintadas de rojo resaltaban con la blancura de su piel.

Incómoda  al saberse estudiada pero sobretodo deseada, rompió el silencio:

―Disculpa, venía a decirte que me iba a la cama―, me dijo a la vez que con sus labios me daba un beso en la mejilla.

Un beso casto que estuvo a punto de hacerme perder la razón. Faltó poco para, que estrechándola entre mis brazos, le hubiera despojado de su ropa y allí mismo me hubiese lanzado entre sus piernas, haciéndole el amor. Algo en ella me atraía, me volvía loco. Solo el  pensar que era la viuda de mi amigo recién enterrado me detuvo. Excitado, le di las buenas noches. Mi mente me felicitaba por no caer en la tentación, al contrario que todo mi cuerpo que se rebelaba presionando las costuras del pantalón. Algo me estaba cambiando en lo más profundo, el deseo no me permitía respirar.

«No soy un hijo de puta», pensé.

Nada de eso era lógico. Asustado por lo que representaba, repasé mentalmente que me podía haber llevado a esa situación sin encontrar respuesta. ¡Jimena nunca me había atraído!. Buscando una explicación plausible, decidí que quizás solo era el morbo a lo prohibido o por el contrario, que desaparecido Pedro estuviera aflorando una atracción oculta durante años  por ella. Con estos pensamientos torturando mi mente, me metí en la ducha.

Nada mejor que el agua fría para calmarme. Recibí su helado abrazo con impaciencia, las gotas iban cayendo y apaciguando mi calentura. Poco a poco el tamaño de mi pene volvió a la normalidad pero el fuego seguía ardiendo dejando, bajo una estrecha capa de ceniza, rescoldos que cualquier gesto podía avivar, convirtiendo mi cuerpo en un incendio.

Disgustado conmigo mismo, me acosté tratando que el sueño me hiciera olvidar ese mal rato. Pero lejos de sosegarme, no dejé de recibir en mi cerebro imágenes  de Jimena haciéndome el amor. Imágenes donde sumisamente me provocaba, mostrándose y exigiéndome que hiciera uso de ella como hembra. Como si estuviera en el cine, por mi imaginación se emitían  pequeños episodios. En ellos, me llamaba a su lado pellizcándose  los pezones o insistía en que la atara a la cama mientras se introducía toda mi extensión en la boca.  Sin poderme aguantar, mi mano se apoderó de mi sexo y en un alarde onanista, liberé mi tensión derramándome sobre las sábanas.

No recuerdo si había conseguido quedarme dormido o no, cuando un grito sobresaltó la quietud de la noche. Saltando de la cama, corrí hacia su cuarto pero nada más salir de mi habitación, me quedé paralizado. La viuda de mi amigo, la mujer que en mi imaginación acababa de hacerme el amor, yacía acurrucada en el rellano de la escalera. Aterrorizada, no dejaba de balbucear incoherencias. Daban miedo sus ojos, colmados de locura y sin vida. Al acercarme a ella, pisé algo líquido. Líquido que descubrí asqueado que brotaba de sus piernas, creando un charco en la alfombra.

Impresionado, cogí a Jimena entre mis brazos. Fuera lo que fuese que hubiese soñado esa mujer, produjo en ella un pavor inexplicable.

― ¡No dejes que vuelva!―, fue todo lo que conseguí entender de sus palabras antes que se  desmayara.

De no haberla agarrado, se hubiese caído al suelo. Como un peso muerto  la deposité sobre mis sabanas. Tratando de auxiliarla, busqué un camisón seco que ponerle. Mi atracción había desaparecido y sólo la urgencia motivó que la desnudase para cambiarla. En sus pechos descubrí  marcas de mordiscos que, podía jurar ante un juez, una hora antes no estaban. Era como si hubiese sido atacada por un salvaje. Cogiendo una esponja mojada, fui limpiando sus heridas mientras ponía en orden mis ideas.  Las señales de dientes eran claras, era imposible que ella se las hubiese podido haber auto infligido. Desconocía su origen, quizás Jimena estuviera somatizando sus traumas y que estos solo fueran una forma física de sus dolencias psicológicas, pero nadie me podía negar su existencia:

¡Los mordiscos estaban allí!

Mientras tanto, mi amiga se mantenía  en un duermevela, interrumpido frecuentemente por gemidos de angustia que no la llegaban a despertar pero que tampoco permitían que profundizara en el sueño. Aprovechando un momento de quietud en el que parecía que se había dormido, fui en búsqueda de Paula.

Hasta esa noche nunca había entrado en su cuarto, por lo que dudo si fue mayor su sorpresa por encontrarme  allí en su puerta o la mía al verla rezando ante un pequeño altar casero realizado a base de imágenes de santos.

― ¡Ven!,  ¡te necesito! ― fue todo lo que alcancé a decirle mientras tiraba de ella.

No hallé asombro en sus ojos mientras le explicaba lo sucedido,  sino la confirmación de sus peores temores. Al llegar a la habitación, como un médico examinando a una paciente  revisó las marcas de mordiscos y pidiéndome ayuda para darle la vuelta, descubrió que también las tenía en espalda y glúteos. Cuando hubo acabado, salió de la habitación, volviendo instantes después con una vela blanca.

― ¿Qué haces?― pregunté alarmado.

Haciendo caso omiso a mis palabras, se arrodilló frente a la muchacha y mientras rezaba en un idioma extraño para mí, encendió la llama. Sólo cuando la luz de la vela ya iluminaba la estancia, se giró para contestarme:

―Tranquilizarla― respondió extrañada de que no supiese interpretar sus actos.

Volví mi cabeza para observarla. Jimena se había hundido en un sueño sosegado. En su cara había desaparecido la rigidez y con gesto sereno, dormía como una niña. Lo sorprendente fue cuando abriendo su escote, Paula me mostró que no quedaba rastro de las señales que tanto me habían asustado. No podía ser real, ¡la piel de sus pechos volvía a tener un aspecto sedoso!, ¡nada quedaba del maltrato que habían padecido!

―Parece cosa de magia― murmuré sin atreverme a alzar la voz.

―Es magia, blanca pero magia― contestó señalándome el pasillo para que saliera de la habitación.

Fui tras ella. Siguiendo sus pasos, pude ver como entraba en el cuarto de invitados, olfateando el aire, en búsqueda de no tengo ni idea qué vestigio o resto. Deshizo la cama, estudiando las sabanas. Entró en el baño, encendió la luz, escudriñándolo todo. Sin Hacer ruido, cogió una escoba y barrió concienzudamente todas las estancias. Parado en la puerta, sin adivinar la razón de  sus acciones, comprendí que de alguna forma estaba tratando de averiguar que le había pasado a la mujer y que no me iba a quedar más remedio que convertirme en un mero espectador de lo que de ahora en adelante pasara en mi casa.

Acto seguido, me preguntó dónde me la había encontrado.

―Ahí, en el centro del pasillo― expliqué.

Fue al lugar exacto  donde le había señalado y mojando sus dedos en el charco todavía caliente, se los llevó a la boca. De no haber sido por lo aterrorizado que estaba, no hubiera podido resistir la repugnancia de verla saboreando los orines. Ya nada me escandalizaba por lo que no me pareció raro que me pidiera que me sentara con ella en el suelo y que le explicara con pelos y señales todo lo que había ocurrido.

Tomando aire, empecé con mi relato sin atreverme a ocultarle nada. Le conté con gran vergüenza que, mientras estaba  haciendo ejercicio, había entrado Jimena en mi cuarto y que su sola presencia me había excitado hasta lo indecible. Incapaz de mirarla a la cara, le reconocí que no estaba seguro de cómo había conseguido refrenar mis impulsos, que todo mi ser me pedía desnudarla y sin tomar en cuenta su estado, hacer uso de su cuerpo.  Paula se mantuvo callada, escuchando, sin interrumpirme. Su rostro reflejaba no solo concentración sino un claro conocimiento de lo que le estaba contando. Al terminar mi relato,  me hizo repetir la frase que había llegado a entender de sus balbuceos. Cuando llegué al final de mi exposición, ella se quedó pensando un momento antes de contestarme:

―Señor, no me pida que le explique ahora lo que ha ocurrido, debemos descansar para que  mañana tengamos fuerzas pero mientras tanto póngase esto― me ordenó a la vez que se quitaba  su medalla.

La recogí de sus manos sin protestar. Podía ser una locura pero, en cuanto la toqué, me sentí seguro y haciéndole caso  me la puse, no sin antes jurarle  que por ningún motivo me la iba a quitar. Dio la impresión que había quedado satisfecha con mi respuesta, susurrándome al oído, me pidió que me fuera a la cama de inmediato y canturreando una triste melodía por el pasillo, me dejó solo.

Como Jimena estaba durmiendo en la única cama del cuarto, no me pareció apropiado el acostarme a su lado, tenía demasiado reciente mi reacción y temí que si compartía su lecho, ésta se volviera a repetir y no pudiese hacer nada por pararla. Cogiendo mi almohada y una manta, hice lo único que podía permitirme, tumbarme en el suelo a dormir.




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