Yarisa

Compartir una habitación de hotel puede traer agradables consecuencias.

En algún momento de la noche, tras la larga jornada de viaje, me despierto. O mejor debería decir que cobro cierta consciencia en la que mis sueños se amontonan con una realidad que no soy capaz de definir. Alguien jadea. Casi sin moverme, toco a Silvia; su respiración es profunda, tranquila y pausada. Alguien jadea.

Es ahora cuando me comienzo a dar cuenta que el sonido viene de la cama de al lado. También el movimiento. Yarisa, nuestra pasajera, se está masturbando. El descubrimiento me llega como un mazazo: es increíble, pero es cierto. Instantáneamente desaparece el sopor del sueño, el cansancio del viaje, prácticamente toda la realidad fuera de la cama junto a la nuestra y mi propio sexo. La respiración de nuestra vecina se hace cada vez más agitada, más húmeda.

Todo comenzó unos días antes, cuando Silvia insistió en que pusiéramos un anuncio en internet, en una página especializada, para que alguien nos acompañara en nuestro viaje a travesando Polonia y así compartir los gastos. Aquí, en Alemania, es costumbre hacer este tipo de acuerdos, aunque a mi no me gustan mucho.

Yarisa se presentó el día de nuestra partida a la hora convenida. Ella trabajaba como niñera como única manera de conseguir un visado de trabajo aquí, en la anhelada Unión Europea. Para una uzbeca era todo un sueño. Llegó acompañada de la madre y de las dos niñas pequeñas que cuidaba. Muchos besos y abrazos y buenos deseos para terminar el año.

Ya en ruta, me dio tiempo a observarla un poco, aunque no demasiado. Era joven, quizá veinte años, morena de pelo corto y tenía un ligero toque mongol. El conjunto no era demasiado favorecedor y enseguida llegué a la conclusión de que, con unos años más, sería una mujer oronda, con la cara chata y mofletuda. Y no tardaría más de cuatro o cinco años de llegarle semejante futuro. Eso sí, hablaba como si le hubieran dado cuerda. Y todo el tiempo en ruso. Yo, claro, no entiendo ni media palabra en ese infernal idioma, pero como buenas exsoviéticas, tanto ella como mi mujer si. Yo me limitaba a conducir y a decir algo en mi escaso alemán cuando venía a cuento.

Atravesamos la frontera casi sin problemas y seguimos rumbo este. En un pueblecito pequeño paramos a hacer noche en un hotel que ya conocíamos de anteriores viajes. En un caserón enorme, algo desangelado, el dueño se mostraba orgulloso contando como quería hacer las reformas necesarias para que pudieran visitarlo turistas extranjeros de paso sin avergonzarse por el estado de su establecimiento. Un señor muy simpático y agradable. Su única pena es que no vería realizarse su sueño con toda seguridad: tenía setenta y ocho años.

La habitación, una con tres camas para ahorrar gastos, no era demasiado amplia, y el baño con la ducha era común y estaba en el pasillo. Según nos dijo el buen señor, aquella noche éramos los únicos huéspedes en esa planta, así que no tendríamos que compartirlo con nadie. Salimos a cenar y, no muy tarde, regresamos al hotel. Silvia y yo juntamos dos camas, y deseamos buenas noches a nuestra compañera.

Al pasar unos minutos escuchando como Yarisa se masturbaba, mi deseo estaba servido. Mi verga se apretaba contra el boxer y se quejaba por salir. Yarisa, de pronto, tuvo un orgasmo. Apretó la almohada contra su cara para silenciar sus gemidos, pero puede escucharlos perfectamente. Tardó unos segundos en calmarse, en recuperar el aliento. Pero para mí fue terriblemente excitante.

Me volví en la cama y puse la mano sobre una de las tetas de Silvia. Estaba dormida de espaldas a mí y mi polla encajaba perfectamente en medio de su precioso culito respingón. Quise separarle las piernas y acariciar su conejito por encima de la braga pero ella, rezongando, se apartó de mi lado, dejándome solo. Ella seguía durmiendo. Dudé durante unos instantes e inicié de nuevo mi ataque, con el mismo éxito.

Desolado, intenté calmarme, pero mi pene se negaba a hacerlo. Al ver que la cosa no tenía remedio, me levanté pensando en ir al baño para refrescarme, de una manera u otra. Y me dirigí a la puerta.

La habitación estaba iluminada por la claridad de las farolas de la calle y podía ver perfectamente la cama de Yarisa. Y a Yarisa. Me estaba mirando, con cara de susto. Me acerqué a ella, y le tendí la mano con el índice de la otra en mis labios. Ella negó con la cabeza. Yo insistí pero ella seguía negándose. Con la mano que estaba junto a ella, de un solo movimiento, tiré del edredón destapándola. Tenía la camiseta con la que dormía subida hasta el cuello y las bragas, hechas una pelota, a su lado. Ella me miraba asombrada. Le acaricié la cara, las tetas, grandes y blandas, la tripa y el monte de venus, con su lacio pelo negro. Ella se estremeció de placer. Ahora ya no le costó nada coger mi mano e incorporarse en la cama y seguirme al pasillo sin ruido. Silvia dormía.

Tal como estaba ella, con la camiseta levantada, comencé a restregarme por su cuerpo, sintiendo su culo grande pegándose a mi polla, mientras que ella subía los brazos para acariciarme la cabeza. Mis manos apretaban sus tetas, extrañadas por el peso tan grande que tenían: estaban habituadas a las pequeñas y duras de Silvia, con sus pezones erectos y sonrosados. Sentía su cuerpo demasiado voluminoso para lo que estaba acostumbrado pero, curiosamente, este hecho sólo servía para aumentar mi excitación y mi deseo de ella aumentaba por momentos.

Yarisa bajó una de sus manos y la introdujo por debajo de mi boxer, acariciándome salvajemente la cadera y el culo. Tiró de él y gimió de placer al sentir mi polla libre contra su culo. De un solo movimiento la giré en redondo e hice que se agachara, poniendo su cara enfrente de mi sexo. Su respiración, caliente, se estrellaba contra los huevos, haciendo que se encogieran más aún, intentando impulsar mi pene contra su cara. Ella inmediatamente entendió que quería, pero se echó un poco para atrás, alejándose de mi verga. La sujeté por la nuca.

Ich niemals – yo nunca dijo

No le di tiempo a que dijera más. Empujé su cara contra mí, y ella, por instinto o por miedo, abrió la boca y la tragó entera. Sólo necesité dos impulsos, al tercero, llené su boca con mi semen. El placer era inmenso. Ella la sacó y lo escupió todo en el suelo, tosiendo. Mi polla seguía cabeceando.

La levanté del suelo y, empujándola, la llevé hasta el baño. Apenas entorné la puerta. La apoyé en el lavabo y, levantándole una pierna, la abrí. Ella estaba todavía noqueada por la mamada que me acababa de hacer, por la leche que, a buen seguro, acababa de tragar y saborear. Una lágrima le rodaba por su mejilla regordeta. Con la mano que me quedaba libre, me acerqué a su coño; tenía ganas de sentir su humedad. En cuanto se lo toqué, a la uzbeca se le olvidó todo el "mal trago" que acababa de pasar y comenzó a jadear. Yo quería atravesarla cuanto antes, pero en pago de que se había dejado hacer en el pasillo, comencé a masturbarla. Tenía el conejo muy, pero que muy mojado, y su clítoris estaba endurecido tanto que apenas había necesidad de buscarlo. De sus entrañas salía fuego. Yarisa comenzó a menear las caderas a delante y atrás, mientras que yo la acariciaba haciendo pequeños círculos en su húmedo chochito. No tardó en correrse, arañando ligeramente mi espalda, y pegando su boca a mi hombro mientras resoplaba. En cuanto la intensidad de sus jadeos disminuyó, le clavé mi polla de un golpe.

Ella gritó. No esperaba verse ensartada tan pronto y comenzó a jadear, a gritar y a gemir todo a la vez. No hacía más que repetir "Niet, niet" pero con sus manos impulsaba mis caderas para que mi polla se clavara más en su interior. Yo le abría todo lo posible las piernas para sentir todo su coño a lo largo de mi sexo, para aspirar el aroma que de él surgía, para cumplir el deseo de ella y perforarla intensamente. Cuando sentí que me llegaba el orgasmo, arremetí contra ella como si de verdad quisiera atravesarla.

Después permanecimos unos instantes acoplados, resoplando, recuperando el equilibrio y la cordura, tal vez. Poco a poco, con mi polla semierecta, fui saliendo de ella, depositándola en el suelo. La miré y me sonrió satisfecha. Cuando me disponía a salir para volver a la habitación, Yarisa me detuvo y se agachó frente a mí. Por un momento pensé que me la quería chupar de nuevo, pero comenzó a "peinar" mi bello púbico para buscar pelos suyos enredados en él. Me dijo, o más bien logré entender, que se había dado cuenta de que Silvia tiene el coño afeitado y no era buena idea que encontrara pelos de otra enredados en mi polla. Encontró dos facilmente: los suyos, negros y lacios, destacaban sobre los míos, rojos y encrespados. Después me contó que siempre que su jefe se la motaba le tocaba hacer la misma operación. Al día siguiente, cuando Silvia y yo follamos en la ducha, agradecí mucho el cuidado de Yasira en el momento en que mi mujer se agachó para mamarme maravillosamente mi verga.

Cuando entré en la habitación, Silvia aún dormía. Me metí en la cama en silencio y con cuidado y ella se acurrucó contra mí. Pese a todo, dormí profundamente. A la mañana siguiente, al marcharnos descubrí que la mancha de mi leche en el suelo del pasillo había desaparecido: Yasira la había limpiado.

Al cabo de unas horas llegamos a nuestro destino y nos despedimos amigablemente… hasta el viaje de regreso. Entonces, guiñándole un ojo, en un momento de descuido de Silvia, le dije que me faltaba su culo, grande y redondo. Ella no me comprendió, pero, días más tarde, al sentir mi polla enterrándose en su estrechez, lo entendió perfectamente.

Pero esa es otra historia