Yakuza

El cruel destino de las hijas de la mafia japonesa

Hacía pocos, muy pocos años, que la pequeña Fumiko podía verse a sí misma como mujer, pero ya su instinto la avisaba del peligro. Lo notó, en el escalofrío que recorrió sus piernas impulsándola a cerrarlas con fuerza, en el ardor que apenas podía contener el suave tejido de algodón de las braguitas del uniforme. Sentía la punzada en la piel desnuda de sus muslos antes de percatarse del modo en que la mirada de aquel occidental se clavaba con descaro allí donde acababa la falda a cuadros.

En su instituto, el centro privado más exclusivo de Kobe, existían tres largos de falda: el oficial, para las mojigatas; una vuelta enrollada a la cintura para las chicas como Fumiko; dos o más para las atrevidas. Las alumnas no tenían problemas mientras los profesores tuvieran que hacer el esfuerzo de agacharse para comprobar si llevaban o no ropa interior. Aunque alguna compañera solía despejar las dudas inclinándose a la mejor oportunidad.

Pese a que había salido con dos compañeras con faldas más cortas que la suya, los ojos de aquel hombre alto se centraron desde el principio en ella: en su cara, en su blusa, en sus caderas, en el roce suave de sus muslos desnudos cuando se acercaba por la acera; en el contorno de sus pechos al pasar a su lado; en sus glúteos bamboleantes conforme se iba alejando. Estaba allí, inmóvil, apoyado despreocupadamente en el muro que rodeaba el instituto, sin inquietarse porque la pared le manchara el traje de diseño. Tan solo miraba a Fumiko, girando el cuello a su paso sin el mejor disimulo, con una sonrisa en los labios, asintiendo con aprobación ante lo que veía.

–¡Uhm! Es guapo –comentó una amiga entre risitas, dándose la vuelta para lanzarle un guiño.

–Fumi-chan ha ligado –dijo la otra, pícara.

Ella bajó la mirada con timidez. En su boca se dibujaba un mohín asqueado.

–Es un descarado –susurró.

Ellas se rieron.

–¿Qué pasa, bebé? ¿A tu mami no le gusta que disfrutes de un poco de atención?

Fingiendo girar la cabeza para responder a su amiga, Fumiko observó de reojo a su admirador. Era joven, alto, atlético y occidental. Y ya no la mirada: un coche negro se había detenido delante de él. El hombre hizo un gesto hacia las ventanillas tintadas del vehículo y empezó a andar en sentido contrario, alejándose de ellas. El coche arrancó, sin prisas, y empezó a rodar al lado de Fumiko y sus amigas. Le recordó enseguida al coche de su padre; su coche del trabajo.

Un hombre trajeado y con gafas de sol bajó del asiento trasero. Vestía como papá cuando estaba de servicio.

–Sube –ordenó.

No dio más explicaciones. Agarrándola del hombro la condujo sin violencia pero con firmeza al interior. Antes de entrar tras ella se volvió hacia sus compañeras, que contemplaban estupefactas la escena. La chaqueta del hombre, abierta con aparente descuido, dejaba entrever la culata de marfil de una automática. Miró a las chicas en silencio, sus ojos rasgados ocultos tras los espejos negros.

–Fumi-chan tiene una deuda que saldar. Guardad silencio u os uniréis a ella.

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La anciana trastabilló, apoyándose en el bastón. Estuvo a punto de caer, pero logró recuperar el equilibrio con unos rápidos pasitos limitados por la estrecha abertura de la falda de su kimono negro. En su rostro arrugado apareció un reproche silencioso, apenas perceptible tras una capa bien asentada de la antigua y comedida educación nipona.

La pareja de jovencitas que había pasado a su lado meneando las caderas con tanta exageración como para llegar al choque generacional siguió su camino sin detenerse. La anciana se percató entonces de su aspecto siniestro, de su maquillaje al tiempo pálido y oscuro, de los ombligos al aire y los pantalones de cuero, ceñidos a las mismas caderas por las que iban abrazadas. Su gesto de reproche se incrementó hasta el punto de resultar perceptible.

Las jóvenes rieron. Rieron sin disimulo a costa del pudor de la anciana. Kumi se volvió hacia la vieja, mirándola con desafío al tiempo que se recargaba contra el cuerpo de su amiga y empezaba a besarle el cuello. Su amiga correspondió apretando el pecho generoso de Kumi envuelto en su corset gótico.

El deportivo rojo se acercó pegándose a la acera. La ventanilla descendió en silencio y una mano adornada con un rolex de platino salió y permaneció flotando lánguida en el aire. Al pasar junto a las chicas cobró vida y descargó un azote vigoroso sobre las nalgas de Kumi. La mano se hundió en el glúteo juvenil y se quedó allí un instante, agarrándolo, antes de que el coche aumentara su velocidad.

La anciana sonreía, más o menos. Kumi se movió como un resorte y pudo observar a través del retrovisor el rostro también sonriente de aquel occidental que había osado disfrutar de su culo. Él la examinaba a través del espejo, recorriendo la anatomía delantera de la joven de arriba a abajo.

El deportivo paró unos metros adelante. El hombre seguía mirándola. Pudo sentirlo, los ojos perdiéndose en la profundidad de su escote, clavándose en la piel tersa de sus pechos embutidos en cuero negro y en el trozo de metal que colgaba entre ellos. Sintió el frío de la fina cadena y de la cruz de plata que llevaba colgada al cuello: un abalorio de esas monjas católicas y mojigatas, que había comprado llevada por una mezcla de ironía, estética y diversión al observar el efecto que producía en los demás ver aquel trozo de fervor extranjero colgado entre sus tetas. La gelidez de la plata se extendió por su cuerpo e hizo que se le erizara la piel, pero avanzó decidida a encararse con aquel tipo.

La mano, que seguía colgando lánguida de la ventanilla, se alzó en un gesto despreocupado. Kumi no oyó llegar el coche negro de cristales tintados que se paró a su lado. Siguió andando, su furia concentrada en aquel occidental sonriente. Esa parte de la mente que siempre está atenta a lo que se ve por el rabillo del ojo le gritaba. Aquel coche negro era como el de papá. También vestían como él, con esos horribles trajes negros, los hombres que salieron del vehículo.

Uno le agarró una muñeca y tiró de ella, pero Kumi se revolvió. Intentó zafarse y seguir su camino. Su ira, alimentada por la interrupción, seguía centrada en aquel sujeto que bajaba con tranquilidad de su deportivo y caminaba hacia ella, pero el hombre que la agarraba siguió tirando en dirección a la puerta abierta del coche negro. Kumi lo encaró, intentó clavar las uñas en el rostro pétreo. El hombre apartó la mano de la muchacha y, en el mismo gesto, le cruzó la cara con un golpe seco de los nudillos. Kumi quedó sin respiración, su mente en blanco llena con los latidos de calor que emanaban de su mejilla. Creyó oír cómo gritaba su amiga, pero fue un grito corto. Su rostro girado por el impacto miraba sin ver al occidental que seguía acercándose.

–Tranquilo, amigo –le dijo al sicario. Su japonés era bueno, pero tenía un fuerte acento–. No tan fuerte. La vas a estropear.

El joven occidental agarró el rostro de Kumi y lo alzó para observarlo. Acariciaba con un dedo la mejilla dolorida mientras sus ojos se centraban en los de ella, en sus labios llenos, contraídos en un mohín de llanto, y descendían por el cuello hasta perderse en el generoso y apretado escote que el corset de la chica ofrecía a todo aquel que quisiera mirarlo. Asintió, complacido, y el hombre que la tenía agarrada tiró de ella sin miramientos, lanzándola al interior del coche.

A través de los cristales tintados vio cómo el segundo hombre obligaba a su amiga a arrodillarse y sacaba una automática. Tirando del pelo de la chica hasta forzarla a abrir la boca, metió el cañón en ella. Kumi empezó a aporrear los cristales, pero eran sólidos. Escuchaba los gimoteos de su amiga amortiguados por el acero, su rostro surcado por lágrimas de rimmel negro. El hombre movía un dedo juguetón en torno al gatillo. Su voz era un susurro calmado, paternal.

–Aquí no ha pasado nada. ¿Entendido? O la próxima vez que nos veamos chuparás este cañón al rojo vivo y empapado en tu propia sangre.

Su amiga solo veía su propia imagen reflejada en la negra superficie de las gafas cuando empezó a asentir con todo el ímpetu que le permitía la barra de acero clavada entre sus labios. La anciana pasó a su lado con sus pasos lentos y cortos, mirando al suelo como quien sabe que hay cosas que no debe ver.

–No ha pasado nada –susurraba. Aún tenía una sonrisa en los labios.

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Jun se despidió de sus compañeras de la universidad en la esquina de su calle y caminó sola hasta el pequeño bloque donde estaba su apartamento. Aquel joven ejecutivo occidental se paró a su lado frente a la puerta y esperó mientras la muchacha rebuscaba las llaves en el bolso. ¿Qué haría un hombre tan elegante en aquel barrio modesto? Una sonrisa dirigida a Jun adornó aquel rostro bien afeitado. Ella se la devolvió con una inclinación de cabeza al tiempo que sacaba las llaves y abría. Él entró detrás.

El edificio era viejo; ni siquiera tenía ascensor. Pero Jun era joven y no le suponía esfuerzo subir algunos tramos de escalera. Además, tampoco podía permitirse nada mejor: no quería recurrir al dinero de su padre sabiendo de dónde venía. Así que empezó a subir, y el desconocido subió tras ella.

Escuchaba los pasos a su espalda. Zapatos de calidad, de suela sólida. Podía sentir la mirada clavada en sus glúteos. Aceleró el paso, pero el hombre seguía detrás, recreándose en el contoneo de su falda larga en torno a sus caderas.

Dio un respingo al sentir la mano agarrándole una nalga.

–¡Uhm! No está mal. Nada mal.

Corrió escaleras arriba, librándose del agarrón. Un tramo de escaleras. Otro. El rellano de su piso. Su puerta. El hombre seguía subiendo con pasos tranquilos. Las manos le resbalaban en torno a las llaves, le temblaban, no acertaba con la cerradura. La llave entró cuando el hombre llegaba al rellano. Sonreía. Jun giró. Una vuelta. Lamentó ser tan precavida mientras volvía a girar. Dos vueltas. La puerta se abrió ante ella cuando el hombre ya había llegado al último escalón. Entró cerrando de golpe y se recostó contra la puerta. Jadeaba.

Oyó la respiración masculina al otro lado de la puerta. Después, el roce de una llave deslizándose en la cerradura, girando, el crujido del cierre al abrirse. La madera sobre la que estaba apoyada se movió, empujándola. El occidental entró, guardándose en el bolsillo una copia de la llave del apartamento de Jun.

–¿Qué quiere? –preguntó Jun.

Su voz era poco menos que un grito. La respiración agitada hacía vibrar sus pechos bajo la blusa. La mirada del hombre se recreó en ellos. Se relamía. La joven se cubrió los senos con los brazos, lamentando el generoso volumen que había heredado de su madre.

–¿Qué quiere? –volvió a preguntar.

Él abandonó con desgana la contemplación y miró a Jun a los ojos. Seguía sonriendo.

–Conocer a la hija de Otomo.

Dos hombres más entraron: japoneses, traje negro, gafas de espejo, igual que su padre. Le resultaban familiares. Uno la saludó con un movimiento de cabeza. Jun comprendió.

–Sírvenos una bebida –ordenó el occidental.

Minutos después, Jun y sus tres acompañantes salían del edificio. El occidental caminaba a su lado, agarrando las nalgas de la muchacha sin disimulo. Cuanto le abrieron la puerta del coche, Jun entró con docilidad. Miró su hogar a través de las ventanillas tintadas.

–¿Volveré?

El hombre se sentó a su lado, la mano posada sobre el regazo de la chica.

–Más o menos.

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Muchos años atrás, el edificio había sido la sede del sindicato de pescadores de Kobe, una vieja construcción de madera endurecida por el salitre, cercana al mar. Pero las actividades del sindicato habían ido cambiando al mismo ritmo que el propio edificio. La madera dio paso al acero y al cristal que se elevaban un piso tras otro hasta obtener una vista privilegiada de la bahía, desde arriba, lejos del olor a sal y pescado. El viejo sindicato era ahora el sexto Yamaguchi–gumi y muchos de sus miembros aún conservaban las viejas cañas de pescar de bambú, guardadas con mimo en los almacenes de utilería de sus yates.

En la última planta, el kumicho Tsukasa se sentaba sobre las rodillas ante la mesa de té. El anciano jefe se mantenía erguido pese a la edad. Sus ojos, dos rendijas apenas visibles en un mar de arrugas, miraban con interés al joven occidental que levantaba el vaso de sake en un brindis silencioso por su anfitrión. Tsukasa devolvió el gesto y bebieron. El sake era fuerte, quemaba en la garganta, pero el joven mantuvo el tipo.

En una mesa aparte, con la cabeza gacha, Otomo miraba su bebida. Sus manos  acariciaban el vaso –la izquierda con una falange menos en el meñique–, sin decidirse a llevárselo a los labios. El jefe le dedicó una mirada antes de volverse hacia el occidental.

–¿Complacido? –preguntó. El joven asintió– Bien. Es un asunto de honor, pero siempre me halaga que mi huésped se sienta a gusto. ¿Ha elegido?

–Aún no. No me gusta decidir a la ligera. Todas las opciones tienen mucho potencial. Y son hermosas...

Los ojos del jefe volvieron a desviarse hacia Otomo.

–Sí. Han salido a la madre –sentenció.

–Creo...  preferiría esperar a conocerlas mejor antes de decidir.

El jefe asentía.

–Sabia decisión. Prudente, para alguien tan joven. Necio es el que da un paso sin saber a dónde va. ¿Quiere empezar con alguna?

El joven se tomó un momento para meditar.

–La mayor. Hay que respetar la primogenitura. Y así las otras tomarán ejemplo.

–Haré que se la envíen. Descanse el resto de la tarde. Cenaremos antes de proceder con la ceremonia.

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El sicario la metió a empujones en el lujoso baño y cerró la puerta tras ella.

Jun quedó sola. Empezó a recorrer la amplia estancia, una mezcla de baño y sauna, de maderas nobles y mármol, tan habitual entre la clase alta del país. El único elemento fuera de lugar era la cómoda silla colocada en el centro. Y el cojín en el suelo delante de la misma. Supo lo que debía hacer.

Cuando el occidental entró, la encontró arrodillada ante la silla. Él tomó asiento y comenzó a inspeccionar su cuerpo. Jun bajó la mirada.

–¿Sabes por qué a tu padre le falta un dedo?

Ella lo sabía. Su boca estaba seca al contestar, la voz apenas un susurro.

–Cometió un error.

–No –sentenció el hombre–. Cuando cometió un error, sus compañeros le dieron una paliza. Con el segundo, tuvo que compensar a su señor entregándole una falange envuelta en lino blanco. ¿Sabes qué pasa con el tercero?

Jun tragó saliva. Asintió. El tercer error de un miembro del sindicato implicaba la violación ritual de sus hijas, o de su mujer, o hermanas.

–Yo no tengo nada que  ver con mi padre –replicó.

–Esa frase no tiene sentido. Es tu padre. Te dio la vida y te crio.

–Me aparté de esa vida.

–Nadie te dio permiso para hacerlo. En la profesión de tu padre hay leyes. Tú no crees en ellas, pero por suerte para mí, a nadie le importa tu opinión. Esta noche te violaré. A ti y a tus hermanas. Serás la primera. Puedes ponerlo fácil, o difícil. Si lo pones difícil no te castigarán. A ti no. Pero sí a ellas. Si siguen tu ejemplo, sufrirán. ¿Lo entiendes?

Jun no respondió. Sus manos aferraban la tela de la falda en un esfuerzo por disimular su temblor.

–¿Lo entiendes? –volvió a preguntar él con dureza.

–Sí –susurró.

El hombre se levantó. Agarrando su cabeza, la forzó a alzar la mirada.

–Desnúdame –ordenó.

Ella empezó a desvestirle, obediente. Iba quitando cada prenda a medida, doblándola y colgándola con cuidado en los soportes. Llegó a los calzoncillos, abultados, y apartó la vista mientras los bajaba, pero él le agarró la cabeza y la forzó a girarla. Antes de que pudiera cerrar los ojos una imagen del generoso miembro occidental se coló en su mente y permaneció en ella tiñendo sus mejillas de color rosa vergüenza. Él empezó a reírse.

–¿Eres virgen? –preguntó. Jun asintió– ¡Bien! Espero que sigas siéndolo esta noche. De lo contrario, me enfadaría y podría acabar pagándolo con la siguiente. Prepara la sauna.

Ella empezó a echar agua sobre la roca caliente hasta que la sala se llenó de vapor. La humedad era incómodo, le pegaba la ropa al cuerpo. El occidental repasaba con interés su silueta.

–Tienes unas curvas muy marcadas para una mujer de su raza. Me gusta... Más incluso que las de tu hermana, la guerrera. Una chica un poco… chocante, ¿no crees? Ese cuerpo tan... "maternal"... mezclado con esa estética… Pero se nota que sois hermanas. Ella es algo más delgada, pero aun así, con buenas ubres y mejores nalgas.  La pequeña, en cambio, es más oriental, más... infantil.

–No, por favor... –gimoteó Jun– Son muy jóvenes. Yo pagaré la deuda de mi padre.

–Quizá sí, quizá no. Eso no está en tu mano: tú no haces las normas. Ni yo. Yo solo las disfruto. Desnúdate. ¿A quién se le ocurre, vestida en una sauna?

Jun le dio la espalda y empezó a desabrocharse la blusa, pero él negó con la cabeza.

–¡No, no, no! Hazlo bien.

Continuó desnudándose de cara al hombre, un botón tras otro, despacio. Intentaba mostrarse seductora, las manos delicadas acariciando unos pechos que no podían abarcar, apretándolos entre sí mientras abrían la blusa. Cuando la prenda se arremolinó en torno a sus tobillos, le dio la espalda y empezó a inclinarse deslizando la falda por sus caderas. Su trasero enfundado en braguitas blancas quedó expuesto en todo su esplendor ante un espectador que asentía complacido. Una lágrima rodaba por su mejilla cuando sus brazos se doblaron a su espalda buscando el cierre del sujetador. Él se levantó y, acercándose, la secó con una caricia.

–Aun no te he dado motivos para llorar –dijo mirándola a unos ojos brillantes. Pero el sonido de un click metálico hizo que la vista del hombre descendiera por el cuerpo de Jun para contemplar el suave recorrido del sujetador deslizándose sobre la piel de sus pechos. Parecía complacido.

Los examinó durante un largo, largo rato, sin tocarlos: solo contemplaba las montañas gemelas de sólida carne que subía y bajaba, temblorosa, al ritmo de la respiración alterada de la muchacha.

–Continúa –ordenó.

A Jun solo le quedaban las bragas blancas para proteger su honra: sus humildes braguitas de algodón, ahora empapadas y pegadas a su piel. Empezó a deslizarlas dejando al descubierto su suave mata oscura, pero él estaba demasiado cerca. Cerca y desnudo. Podía sentir su respiración sobre la coronilla. Por mucho que intentase apartar la mirada, sentía la presencia del falo colgando divertido frente a ella. Necesitaba inclinarse para seguir desnudándose, para bajar la prenda íntima adherida a su piel, pero tenía miedo: miedo de tocarle, miedo de tocarlo. Así que se giró ofreciéndole sus nalgas y siguió bajando, arqueando la espalda, consciente de que debía mostrar una buena panorámica de su culo en pompa, con su coño virgen asomando entre los glúteos para que el hombre que aquella misma noche iba a profanarlo pudiese recrearse.

Una mano masculina sobre su lomo presionaba invitándola a mantenerse inclinada. Un dedo curioso la sobresaltó al acariciar sus labios vaginales, valorando su humedad y la suavidad de sus pliegues, sin entrar en su interior. Intentaba controlar el temblor de sus muslos, esconderse en lo más hondo de su ser dejando la mente en blanco en espera de que hiciese con ella lo que quisiera. No se percató de en qué momento dejó de acariciarla, pero cuando volvió en sí, él estaba sentado de nuevo. Había apagado la sauna y esperaba, divertido, a que ella terminara de quitarse las bragas y se alzase.

– Báñame –ordenó.

Jun tardó un instante en reaccionar, incapaz de entender lo que decía. Él dio una palmada, sacándola de su estupor.

–¡Vamos!

Los ojos de la muchacha recorrieron con nerviosismo la estancia hasta dar con la esponja y el cubo de agua jabonosa. Se apresuró a recogerlos y, colocándose al lado del hombre, empezó a frotar su hombro. Él le quitó la esponja y la apretó entre sus senos hasta que el líquido fluyó empapando su escote de espuma. Jun comprendió.

Empezó a restregar sus ubres sobre la piel masculina. Las enjabonaba y las deslizaba por el cuerpo del hombre en largas pasadas, los brazos y las piernas del occidental resbalando entre sus pechos lubricados una y otra vez, sus pezones como la quilla doble de un catamarán sobre la espuma del mar, dibujando surcos paralelos sobre la espalda y los firmes pectorales. El agua jabonosa iba de la esponja a sus pechos y de estos al hombre hasta cubrir por completo el robusto cuerpo, salvo la virilidad masculina, que el pudor de Jun no se atrevió a visitar.

En una de las pasadas, él la agarró del pelo y la besó. La lengua entró en su boca buscando una pareja de baile. Jun se quedó sin aliento.

Su primer beso. Al menos, con un hombre. En el instituto había practicado, con amigas: besos de jovencitas tiernas que no sabían que se podían ir más allá de los labios. Alguna había apretado también sus pechos, que salvo esas manos de niña adolescente y las suyas propias en la oscuridad, seguían siendo tan vírgenes como el resto de su cuerpo. Como muchas jóvenes japonesas, sentía cierto temor a la intimidad con el sexo opuesto. Había llegado a la universidad sin magrearse con un chico, y la energía del hombre que irrumpía a través de sus labios la sorprendió provocando una oleada de calor en sus muslos.

Él era alto, fuerte, muy varonil. Recorría su boca como si estuviese en su propia casa. Metió una mano entre las piernas apretadas de Jun y empezó a deslizarla sobre su raja. Ella lo sintió: el dedo en su interior, explorando sus recovecos, comprobando su humedad, palpando su himen...

Se sentía sofocada. Él sacó los dedos de su vulva y los expuso ante sus ojos, girándolos para que pudiera apreciar el brillo de la humedad entre sus yemas, los hilillos gelatinosos de su vergüenza. Jun bajó la mirada y siguió enjabonándole, él sentado, ella arrodillada ante él como una perrita en celo que restregaba sus tetas contra las piernas del hombre.

La gran polla estaba ante su cara, voluminosa, consistente, pero aún no dura. Intentaba no mirarla,  pasar de una pierna a la otra ignorando la columna central, pero él la agarró por la cabeza y la forzó a centrarse en su extensión, a restregar sus ubres húmedas sobre la virilidad masculina. La forzó a mirarlo mientras su miembro acariciaba el canalillo encajando con naturalidad entre los pechos de la muchacha.

–Tienes ojos de chupapollas –comentó.

Sólo después de enjabonar y frotar con  brío la verga le permitió pasar a la otra pierna para terminar con la limpieza. El vapor ya se había disipado y el hombre se encaminó a la gran tina para aclararse en agua fresca. Le indicó que le siguiera. Jun se metió en la bañera, a su espalda, y empezó a masajearle. Él la hizo girar, cara a cara, sentada sobre su regazo, la atrajo hacia sí apretándola contra su cuerpo.

Empezó a restregarse sobre el hombre. Cada vez que subía y bajaba sobre el cuerpo masculino, sentía la dureza bajo sus nalgas que amenazaba con empalarla, la pica que animaba el ímpetu de su movimiento. Él disfrutaba de su entrega, del entusiasmo que no se reflejaba en el rostro de Jun. Ella forzaba su movimiento, deslizándose entre el miedo y la excitación, aceptando su destino inevitable. Bajaba cada vez más, acariciando con la suave piel de su trasero la verga del hombre.

Quería excitarlo, lograr que la tomara en aquel momento. Ella misma no había logrado evitar el calor y la humedad que surgían de entre sus piernas. Su educación, su honra, lo rechazaba, pero su instinto femenino le susurraba entre gritos que era mejor que la violase, perder su virginidad en ese instante y que la sangre de su virtud rota tiñese el agua de la bañera en lugar de derramarse aquella misma noche como sacrificio al honor del señor de su padre.

Aumentó su ímpetu, arriba y abajo sobre el cuerpo masculino, intentando en cada bote ensartarse en la consistencia que la aguardaba. Pero él se dio cuenta y la agarró por el cuello deteniendo su movimiento. Le cruzó la cara con un enérgico manotazo.

–Aún no ha llegado tu hora, zorra.

Jun se dejó caer sobre el pecho del hombre, abrazándolo con suavidad, su ímpetu sofocado de golpe. Apoyó la cabeza sobre su hombro y empezó a sollozar. Él volvió a relajarse disfrutando del calor de sus tetas.

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Un hombre en cada esquina de la estancia. Firmes. Serios. Los intrincados tatuajes amenazando con escapar por las mangas y el cuello de los trajes oscuros.

En el centro, sentados sobre los talones a ambos lados de la mesita de té, el kumicho y su huésped permanecían en silencio ritual. La piel del occidental resplandecía por su limpieza cuando tomó el vaso. El kumicho cogió el suyo con las dos manos y se inclinó en un brindis oriental. Ambos apuraron el sake de un trago. El anciano hizo un gesto, casi imperceptible.

La puerta de madera y papel se deslizó en silencio. La pequeña Fumiko fue empujada al interior sin delicadeza, arrastrada por el brazo por un sicario que la colocó frente a la mesa de su señor y la dejó allí para el escrutinio evidente de los dos hombres sentados y de todos aquellos ojos rasgados ocultos por gafas oscuras. La joven volvió a sentir la mirada del occidental arañando su piel, recorriéndola, valorando sus pantorrillas cubiertas por las medias cortas del uniforme de colegiala, recreándose en sus muslos desnudos, en su falda corta y en la blusa blanca que en aquel momento le parecía demasiado traslúcida, para acabar deteniéndose brevemente en su rostro y sonreír a la muchacha.

–¿Qué opinas? –preguntó el occidental dirigiéndose al anciano. El viejo tardó un instante en contestar, aún perdido en la fresca anatomía.

–Es joven –dijo al fin–. Buena cosa: aún se pueden disfrutar la mayoría de sus mejores años. Y hermosa, con esa belleza que tanto apreciamos los de mi generación. El exceso de exuberancia resulta algo... agresivo. Aunque creo que a tu gente le gustan los sabores más fuertes. ¿Estoy en lo cierto?

El occidental asintió, comprensivo, sabiendo a qué camino quería llevarlo el anciano, la insinuación oculta tras la rigidez ceremonial: hay pastel para todos.

–Cierto. Por suerte tenemos variedad para elegir. Hay para todos los gustos.

El kumicho asintió. Otro gesto imperceptible fue seguido del algarabío de fuera de la habitación. Dos sicarios sudorosos entraron llevando en volandas a una Kumi que no paraba de revolverse e insultarlos. Los ojos de furia recorrieron la estancia y acabaron reparando en la pequeña figura de Fumiko. Enmudeció de golpe, flotando en el aire entre sus captores. Entonces reparó en la presencia del kumicho y un rayo de comprensión comenzó a abrirse paso entre las nubes de ira. Su hermana pequeña empezó a llorar. Kumi volvió a revolverse.

–Es guerrera –comentó el occidental.

El kumicho soltó una carcajada llena de cinismo.

–Mis hombres tenían órdenes de no golpearla. De lo contrario, estaría mucho más calmada.

Los sicarios colocaron a Kumi frente a la mesa e intentaron mantenerla quieta mientras el señor y su invitado repasaban a conciencia la jugosa anatomía de la muchacha. Ambos acabaron centrándose en el corset gótico, en la vibración aprisionada de unos pechos que ponían a prueba la resistencia del cuero negro y hacía temblar la cruz de plata. El kumicho hizo un gesto de desagrado ante las convulsiones de la chica, que dificultaban una contemplación tranquila y, de inmediato, el sicario agarró la melena de Kumi y tiró hacia atrás obligando a la joven a arquear la espalda entre protestas, ofreciendo sus tetas en todo su esplendor a la evaluación de los hombres.

–Mucho mejor –comentó el occidental.

El kumicho asentía, mostrándose de acuerdo.

–Reconozco que es muy... femenina. A vuestro estilo. Aunque si no recuerdo mal, la mayor no tiene nada que envidiarle.

Otro gesto imperceptible del anciano y los hombres apartaron a Kumi. Jun entró en la estancia con el andar resignado de la novilla conducida al matadero. La hija mayor de Otomo miró a sus hermanas sin sorprenderse. El llanto de Fumiko arreció. Kumi parecía confundida, su actitud beligerante apaciguada de pronto ante la tranquila presencia de su hermana mayor; los hombres que la sujetaban aflojaron su presa, pero no llegaron a soltarla.

Jun se acercó a la mesa y colocó las manos a la espalda para que nada obstaculizase el análisis de los señores. Bajó la mirada.

–Esta joven ya es toda una mujer, ¿verdad? –valoró el kumicho–. Resulta obvio para cualquiera que tenga ojos.

El occidental se mostró de acuerdo.

–Tiene grandes cualidades. Muy grandes. Y parece buena chica, ¿sabe? Complaciente. Esta tarde llegué a la conclusión de que tiene alma de auténtica felatriz.

El anciano dio un último repaso a la anatomía de la joven. Su mano bajo con suavidad. Las chicas fueron obligadas a arrodillarse.

–Estamos todos –dijo–. Empecemos.

Invitó al joven occidental a sentarse a su lado. Dio una palmada.

Cuando Otomo entró, era el vivo retrato de una estatua de piedra. Sus hijas intentaron incorporarse, acercarse a la presencia protectora de su padre, pero recias manos las mantuvieron en su sitio. Las protestas simultáneas de tres jóvenes gargantas fueron ignoradas mientras Otomo pasaba de largo y se sentaba ante la mesa del señor. Sacó de su cinturón un viejo tanto, recuerdo de la época en que la organización era un sencillo colectivo de pescadores que portaban aquellos cuchillos para defenderse de los asaltantes y destripar capturas, o viceversa. La piel de raya del mango estaba desgastada, y los años habían apagado el brillo de la hoja, pero el metal estaba recién afilado.

Una breve inclinación ante su señor, y Otomo extendió la mano izquierda sobre la mesa, colocó el acero sobre el punto que separaba las primeras falanjes de su dedo anular y apretó. Una de las muchachas dio un grito.

Minutos después, Otomo entregaba a su señor un pañuelo de lino blanco cuidadosamente doblado, volvía a inclinarse en reverencia y se marchaba con el mismo rostro imperturbable.

El kumicho contempló el pequeño paquete con la triste expresión que requerían las circunstancias del ceremonial. En posición de loto, cerró los ojos en reflexiva meditación. Todos los hombres guardaron silencio. Solo se oían los sollozos de la pequeña y la retahíla de amenazas de la mediana, pero incluso estos se fueron apagando con el paso de los minutos. Para cuando el anciano volvió a abrir los ojos, las tres muchachas lo miraban con una mezcla de temor e incertidumbre. Se volvió hacia su invitado.

–¿Por cuál quiere empezar?

–¿Alguna voluntaria? –preguntó el occidental dirigiéndose a las chicas.

Jun se incorporó, y en esta ocasión nadie le impidió hacerlo. Colocándose ante la mesa, metió los dedos bajo la cinturilla de la falda y la deslizó por sus caderas. Unos muslos firmes quedaron al descubierto, apretados entre sí, mientras las rodillas temblorosas entrechocaban intentando proteger la intimidad oculta. Comenzó a desabrocharse la blusa.

Los dedos temblaban sobre cada botón. Sentía la mirada de ambos hombres en la piel desnuda de su vientre, recorriendo el camino que iba abriendo para ellos con sus propias manos; los sicarios, inmóviles como estatuas, su avidez oculta por los cristales oscuros; sus propias hermanas atentas a cada uno de sus movimientos. Ella, que aspiraba a no ser nadie, era la invitada forzosa de aquel espectáculo lascivo. El primer plato.

Llegó a oír las respiraciones contenidas cuando el último botón se liberó y la blusa se deslizó por sus hombros arremolinándose en torno a sus tobillo en un estruendoso crepitar. Pero no fue nada en comparación con el clic metálico del sujetador, que restalló entre las paredes como un disparo. Jun oyó el susurro de la lencería sobre la piel tersa de sus pechos, los latidos acelerados de su propio corazón y el silencio... el silencio respetuoso de los hombres ante la belleza a punto de ser profanada, ante la criatura pura ofrecida en sacrificio.

El occidental fue el primero en volver a respirar. Asentía en señal de aprobación. El kumicho se unió poco después. Fue el primero en romper el silencio.

–Toda una mujer, sí. Me recuerda a su madre, cuando tenía su edad. También era muy complaciente. Una virgen pura. Nunca entenderé como acabó con un inepto como Otomo –dejó de contemplar a la chica para dirigirse a su invitado–. Es toda suya, amigo mío.

El joven se acercó a Jun con sus enormes manos masculinas extendiéndose hacia ella hasta posarse con suavidad en sus senos, acariciándolos. La muchacha hizo amago de protegerse, sus hombros encogiéndose en un gesto involuntario, sus brazos vibrando con el movimiento retenido de cubrir su jugosa delantera. Pero contuvo su instinto y se dejó hacer, y los dedos del hombre comenzaron a amasar su carne. Él acercó su rostro al de ella y la besó. Los labios se entrelazaron y la lengua penetró su boca. Apretó sus ubres, las huellas dactilares del macho grabándose en su piel al tiempo que ella lanzaba un gemido de malestar en la boca de su invasor. Una mano se centró en el pezón, pellizcándolo. La otra abandonó su seno y un instante después Jun sintió una fuerte nalgada marcando a fuego sus glúteos. El impulso la pegó aún más al cuerpo del hombre.

La mano siguió aferrada a su trasero, disfrutando del calor que había generado. Los dedos se deslizaron bajo las bragas y bajando por la enrojecida brecha de su culo bordearon la puerta trasera hasta posarse en la inexplorada entrada de su intimidad femenina. La recorrieron, comprobando su humedad.

Cuando el hombre estuvo complacido con el resultado de la exploración, abandonó su raja y agarró sus braguitas. Jun sintió la tela clavándose en su interior, levantándola del suelo hasta ponerla de puntillas. Un grito de sorpresa se perdió en las lenguas entrelazadas, prolongándose en un doloroso aullido hasta que el tejido se desgarró allí donde la humedad de la chica lo había debilitado.

Se desplomó, abandonando los labios de su agresor, sus piernas de repente sin fuerzas. Él no la sostuvo; al contrario: apoyó su descenso incitándola a arrodillarse. Ella miró hacia arriba, sus ojos claros y brillantes, inusitadamente abiertos, centrados en el hombre. Él le ofreció los dedos, húmedos, los acercó a su boca para comprobar su disposición. Jun lamió como una gatita recién nacida, acogiéndolos entre sus labios, chupando, saboreando la esencia de su propia intimidad.

–Está lista para convertirse en mujer –corroboró el occidental. Los hombres asintieron.

El rugido de la cremallera hizo que Jun apartara los ojos del rostro del hombre que iba a profanarla. Como un amenazador dragón que salía de su cueva milenaria, la verga emergió ante ella por entre la  bragueta del traje de diseño. El monstruo se fue acercando, hinchándose, erizándose con los impulsos del deseo que lo animaba. Se posó con delicadeza sobre los labios de la muchacha. Ella comenzó a entreabrirlos, pero el miedo la hizo dudar.

La bofetada fue instantánea, un impacto seco que cruzó su rostro tiñendo su visión de rojo durante un momento eterno. Sintió las lágrimas que se desbordaban, la cabeza morada del dragón resbalando por su mejilla húmeda, buscando de nuevo la entrada. Esta vez no tuvo dudas al separar los labios.

La bestia inundó su boca de calor palpitante y carne de hombre, obligándola a saborear su textura, el regusto seco y salado de la piel del macho deslizándose sobre su lengua. Él se retiró chorreando saliva y, agarrando su cabeza, la obligó a mirarlo y volvió a cargar. Más hondo, sin misericordia, su dureza forzaba las mandíbulas de Jun, entrando y saliendo al ritmo pausado y profundo del gozo sin prisa, destrozando a martillazos la inocencia de su garganta.

El silencio lo llenaba todo mientras los minutos se sucedían: el silencio asustado de sus hermanas; el silencio expectante de los hombres ansiosos. Sólo se oían los gruñidos de satisfacción del macho y los intentos sofocados de Jun por respirar entre el chapoteo de la verga contra su boca. No había más sonidos en el mundo para sus oídos, embotados por la percusión constante sobre su cabeza.

Él fue frenando, poco a poco, reduciendo la velocidad a la que zarandeaba la cabecita atrapada entre sus manos, hasta parar por completo, recreándose durante un inmóvil instante en la sensación de su miembro duro llenando una boca inocente. Se retiró despacio, el ariete abandonando los labios acompañado por una cascada de saliva caliente que caía entre los pechos de Jun y se deslizaba sobre su cuerpo hasta formar un pequeño charquito entre las rodillas temblorosas. La muchacha inhaló a grandes bocanadas en cuanto el hombre desalojó su boca. La respiración ansiosa hinchó su pecho, exponiéndolo en todo su esplendor. El macho actuó por instinto.

El dragón furioso, que seguía erguido y hambriento esperando su presa, encontró acomodo en el mullido lecho que ofrecían los senos de la chica. Él los agarró, obligándola a acogerlo entre ellos. Apretaba, prensaba la carne joven de las mamas, amasando, masajeando con energía su miembro endurecido sobre la piel tersa lubricada con saliva. Jun contenía las lágrimas, intentaba no gritar, mientras él tiraba de sus ubres en todas direcciones pendiente solo de su propio placer. La serpiente seguía creciendo, endureciéndose entre la suavidad de sus senos, hasta empezar a latir con un pulso propio que se confundía con el martilleo acelerado del corazón de la muchacha.

–Túmbate –ordenó él, liberando de pronto sus ubres. El tono del hombre demandaba urgencia–. Abre las piernas.

Jun se echó sobre el frío mármol, las rodillas separándose con timidez. Un palmo. Dos. Las manos del hombre las agarraron, abriéndolas con un brusco tirón. Contempló la pequeña entrada que le aguardaba, sonrosada y temblorosa, mientras se quitaba la chaqueta  y la camisa y se bajaba los pantalones.

Jun ladeó la cabeza, apartó la mirada, pero una veintena de ojos estaban fijos en ella. Se veía reflejada en las gafas de los compañeros de su padre que observaban con expectación. Giraba el rostro y encontraba las pupilas enormes, asustadas, de sus hermanitas. Acabó mirando el luminoso techo blanco, hasta que el occidental se echó sobre ella cubriéndola de oscuridad. Sintió el dolor entre sus piernas cuando se desgarraba. Gritó.

El cuerpo del occidental la aplastaba, aislando del mundo exterior la menuda anatomía oriental de la muchacha. Sus piernas abiertas, sus muslos temblorosos abrazados a las caderas del hombre, eran su único contacto con la realidad existente más allá de la masculinidad que la sometía.

Él metió una mano entre los cuerpos pegados, buscando el punto en que el dragón había encontrado su nueva guarida. La sacó manchada de sangre, exponiéndola para que todos pudieran verla. El kumicho asintió, satisfecho.

–Una chica decente.

El joven aumentó el ímpetu con que se recargaba entre las piernas ya ensartadas de Jun, buscando con cada acometida ganar el último resquicio del interior recién estrenado de la muchacha. Ella empezó a sollozar.

– Decente, sí. Aprieta bastante –sentenció.

Siguió horadándola, con un ritmo pausado y profundo. Agarrando los muslos de la chica, la obligó a abrirlos aún más y siguió entrando en ella, una y otra vez, en toda la dureza de su extensión. Los restos de la membrana rota de su dignidad se plegaban sobre el cuerpo del dragón, dentro y fuera, dentro y fuera, envolviéndolo con su capa púrpura en cada viaje de ida y vuelta a las entrañas teñidas de rojo de la muchacha.

Jun cerró los ojos, intentando aislarse de la pegajosa sensación entre sus piernas, del fulgor en oleadas que sufría su carne inexperta ante el rudo roce del avance del macho. Él agarró su cara con una zarpa ensangrentada, dejando huellas rojizas en la mejilla de la chica, y la obligó a mirarlo. Los labios del hombre volvieron a posarse en los suyos y la lengua entró en ella mientras la dureza seguía martilleando entre sus muslos.

¿Cuánto duró aquello? ¿Cuánto tiempo estuvo sobre ella? ¿Minutos? ¿Horas? Tras un rato interminable él se alzó, agarrándola por las caderas, liberando su cuerpo, su piel, del contacto y el peso del hombre. Empezó a empalarla con golpes duros y secos, rápidos, profundos. Jun presintió el final antes de que se estampara por última vez entre sus muslos abiertos y permaneciera allí, con el dragón en su cueva revolviéndose, vibrante, descargando la llama blanca en su interior.

Ella vibraba con la tensión liberada por la descarga del hombre. Él amasaba sus pechos, pellizcaba sus pezones. La bestia perdía dureza en su interior. Cuando la soltó, quedó tendida como una muñeca de trapo. Se hizo un ovillo y lloró en silencio.

Un sicario ofreció una toalla al occidental, que se secó el sudor fruto del esfuerzo realizado, pero no limpió los restos virginales que aún impregnaban su verga. Sentándose junto al kumicho, bebieron sake y comentaron el estreno de la muchacha mientras reponían fuerzas.

–¿Ahora cuál? –preguntó el anciano.

Él dudó. O fingió dudar, como si el futuro de las chicas no estuviese fijado de antemano. El dedo juguetón e implacable del destino se balanceó en el aire, saltando de una a otra. Se detuvo.

La pequeña Fumiko empezó a revolverse, pero los sicarios la lanzaron de bruces ante la mesa de los señores. El imparto con el suelo de mármol aplacó el conato de resistencia.

–¡Desnúdate, niña! Queremos valorarte –ordenó el kumicho. Pero ella parecía incapaz de moverse. A un gesto del anciano, los sicarios la alzaron en vilo, acercándola a su señor. La mano seca y huesuda cruzó las mejillas de la joven con un golpe limpio. Fumiko volvió a llorar.

–Desnúdate...

Empezó despacio, como había visto a su hermana mayor. Todo lo que la rodeaba parecía envuelto en una tenue niebla: el temblor de sus manos al liberar su piel pálida del uniforme, las miradas de los hombres, los ojos hambrientos del anciano, la curiosidad del joven occidental, los gimoteos apagados de Jun y los gritos insultantes de Kumi, que se volvían más soeces a medida que las prendas caían dejando al descubierto otro rincón secreto de su hermanita pequeña.

–A esa habrá que hacerle algo más que cruzarle la cara –comentó el occidental. La retahíla de insultos de Kumi había logrado apartar por un momento su interés del cuerpo cada vez más desnudo de la pequeña.

El kumicho no mostró su acuerdo. Ni su desaprobación. La atención del anciano estaba fija en los pequeños pechos que el sujetador de algodón blanco acababa de dejar al descubierto. El occidental sonrió. Levantándose, se colocó a la espalda de la chica y agarró las tetitas, alzándolas ante los ojos del señor.

–Una criatura deliciosa, ¿verdad?

El viejo asintió al ritmo del bamboleo de los pezones juveniles. Su huésped bajó por el vientre y agarró las braguitas. Tiró, desgarrándolas, y las lanzó sobre la mesa.

La obligó a arrodillarse ante él. La verga recobró su ímpetu, un miembro educado y galante que se levantaba en presencia de una damisela. Lo acercó, aún manchado con la inocencia de su hermana, a los labios de Fumiko. La pequeña apartó la cara con asco.

La mano del occidental impactó con más fuerza que la del anciano, llenando la habitación con el eco de la carne dura contra la carne tierna. Aún resonaba en los oídos de Fumiko cuando los nudillos volvieron a descender sobre su mejilla intacta. Su mirada se tornó borrosa cuando la fijó en su hermana mayor. Jun se había arrastrado hasta la pared y se tapaba con las manos el coño desvirgado y rosáceo. Las dos jóvenes se observaron durante un instante. Jun asintió.

La pequeña separó los labios. El dragón ensangrentado voló entre ellos tomando posesión de su nueva cueva. Una vez. Y otra. Y otra, más profunda. Una arcada estremeció el pequeño cuerpo; los dientes arañaron la piel de la bestia. La mano del hombre volvió a descargarse, con fuerza, derribándola, convirtiendo el rostro de la chica en un mar de lágrimas al ocaso.

–¡No muerdas, zorra! –gritó, y agarrándola del pelo, volvió a colocarla ante su verga. Le rellenó la boca con una profunda acometida y la dejó allí, ocupando sus mejillas, aplastando su lengua, obstruyendo su garganta, hasta que la joven se acostumbrase a la invasión.

El hombre empezó a moverse, a entrar y salir del pequeño acceso apenas capaz de albergarlo. El cuello de Fumiko estaba tenso, el paso de la bestia dibujándose con claridad, abultando la piel de la garganta. Las arcadas hacían convulsionar la frágil anatomía a cada acometida, pero él seguía internándose sin variar el ritmo, mientras crecía la dureza y el grosor con que atacaba los labios de la chica. Ella sintió cómo llegaba el ataque de tos. Y no pudo contenerlo. Tosió, con su cabeza ensartada en la carne del hombre, con los espasmos sacudiendo su garganta, mientras él seguía entrando, sin detenerse, su avance favorecido por las convulsiones de la chica.

Jun sintió cómo el vómito subía. Empujó. Sus manos empujaban el cuerpo del macho con todas sus fuerzas para separarse, para desalojar  la carne que obstruía su garganta. Él cedió, con desgana y, la niña cayó de bruces y descargó el escaso contenido de su estómago, todo bilis y babas y líquido preseminal, sobre el mármol.

Él estaba listo; su katana, dura y afilada, templada en saliva, ansiosa por clavarse en la carne de la víctima. Se arrodilló tras ella, le separó las nalgas y escupió. La humedad resbaló hasta el anito apretado y se acumuló allí. Fumiko tosía los restos de su estómago sobre el charquito que se había formado bajo ella. Él apuntó un dedo sobre la estrecha entrada trasera pero, tras dudar un instante, lo retiró, poniendo de manifiesto lo irrelevante de la preparación previa con un gesto desdeñoso de su mano. Fumiko se revolvió, aun convulsionando, cuando la tomó por las caderas, se afianzó en su retaguardia, colocó la hombría sobre el esfínter palpitante, y empujó.

El grito desgarró el aire. La pequeña intentaba escapar, sus rodillas y manos gateando sobre el suelo mojado, resbalando en una huida a ninguna parte. El hombre agarraba sus caderas con fuerza y se apuntalaba en su interior. Gruñía por el esfuerzo.

–¡Qué apretada! Apenas si ha entrado la punta.

Redobló esfuerzos, empujando. Fumiko gritaba, se revolvía atrapada entre las manos masculinas, aullando a medida que el dragón iba desapareciendo entre sus nalgas, abriéndolas, forzando a su ano virginal a dilatarse más allá de lo posible para acogerlo en todo su grosor, en toda su longitud. Sus manitas se crispaban por la tensión, intentando sin éxito agarrarse al suelo de mármol. Las lágrimas escurrían por sus mejillas a través de unos ojos cerrados con fuerza. Para cuando la pelvis del macho se encajó en sus nalgas enfundando por completo la espada en su cuerpo, su aullido de dolor se había convertido en un estertor sordo. Entonces él retrocedió y volvió a empalarla, sin detenerse. Fumiko volvió a gritar.

La llenaba. La vaciaba. La desgarraba. Entraba y salía de su culo virgen, sin prisa, sin pausa. Las rodillas de Fumiko empezaron a tiritar sobre el frío suelo y el temblor subió por su cuerpo. Él se recargó sobre su espalda, respirando en su cuello, mordisqueando sus hombros, cubriéndola para aplacar con su peso las convulsiones de la chica. Siguió perforándola.

Las lágrimas de Fumiko se secaron, los gritos se agotaron en su garganta mucho antes de que su jinete diera muestras de acabar. Su recto dilatado latía con un dolor sordo cuando la verga se alojó por última vez en su interior. El macho la agarró por el cuello y apretó. Fumiko sintió la falta de aire, los latidos de su corazón en su ano confundiéndose con la vibración del miembro palpitante. Y sintió la descarga: la esencia masculina inundándola de pronto con una humedad cuya lubricación habría agradecido al principio, pero que en aquel momento solo servía para ensuciar su dignidad. Empezó a caer en una oscuridad donde solo existía el fuego que desprendía su esfínter mientras abrazaba la verga que iba perdiendo vigor en su interior. Lo último que sintió antes de desvanecerse fue la carne masculina que la abandonaba y la semilla caliente resbalando por sus muslos tras rezumar desde el fondo del agujero abierto entre sus nalgas.

El cuerpo inconsciente de Fumiko quedó tendido sobre su propio vómito. El occidental se levantó, contemplando con orgullo el culo abierto y el trabajo de perforación realizado. El kumicho también la miraba. Los glúteos expuestos ofrecían una visión directa a lo más profundo del cuerpo adolescente. El anciano observaba y cavilaba, con una leve mueca de incomprensión asomando apenas en su rostro arrugado.

–¿Por qué sodomizarla? –preguntó al fin–. ¿No prefería quitarle la virginidad?

El occidental se inclinó ante él con una ceremoniosa reverencia.

–Permítame este regalo, amigo mío. Su virginidad es para usted.

Un observador atento habría logrado apreciar la satisfacción que cruzó fugaz sobre el rostro del anciano. Se inclinó, agradecido, y empezó a desnudarse. Un leve gesto y dos hombres acudieron raudos para darle la vuelta a la niña inconsciente y limpiar los restos de vómito de su vientre. No pudieron limpiarla demasiado, pues en cuanto el anciano estuvo desnudo les ordenó que se apartaran con otro gesto más apremiante y se arrodilló ante la chica. Separó los muslos tiernos, juveniles, y acomodándose entre ellos, la penetró sin preámbulos. Entró en seco, sin lubricarla, pues la lubricación es una obligación propia de mujeres. No es la katana la que aporta la sangre, sino el cuerpo que se desgarra ante su filo.

La penetración le dolió, pero a la pequeña le dolió mucho más: despertó, entre gritos, sus ojos ridículamente abiertos fijos en el rostro marchito que se deslizaba sobre el suyo, en la lengua áspera que lamía sus mejillas. Gritó mientras su mirada confusa recorría la estancia intentando recordar dónde estaba. Gritó mientras veía a los hombres trajeados, a una de sus hermanas maldiciendo desde un lado y a la otra sollozando en el otro. Y gritó al percatarse de la presencia del occidental que se erguía ante ella como un shogun sentado en su trono de guerra, con la espada desenvainada colgando entre sus piernas, dormida y amenazante, y cuya visión le devolvió la memoria de golpe.

El invitado de honor volvió a servirse sake y bebió un sorbo, recreándose en su sabor, mientras la niña volvía a la realidad entre gritos, con el anciano encima de ella y dentro de ella. Los ojos occidentales recorrieron la estancia, pasando de Fumiko a Jun –que gimoteaba en una esquina hecha un ovillo, el rostro oculto tras las manos, sin querer mirar a su hermana pequeña–, y de Jun a Kumi, que le sostuvo la mirada llena de odio. A una señal, los sicarios agarraron a la muchacha y la arrastraron hasta él.

–No luches, Kumi-chan –suplicaba Jun–. Por favor, no lo hagas.

Los sicarios la colocaron ante el huésped, agarrándola con firmeza por brazos y hombros. Él apuraba la bebida y recorría la jugosa anatomía gótica de la muchacha.

–Desnúdate –ordenó.

Pero ella no pensaba obedecer. No lo pensó en ningún momento. En lugar de ello, intentó patearle, pero sus pantalones de cuero negro eran tan ceñidos que limitaban la apertura de sus muslos. La frustración la llevó a escupirle. Falló, pero era tenaz en su rebeldía y lo intentó de nuevo. La saliva de la muchacha impactó sobre el torso desnudo del hombre. Él la recogió con la mano, la miró un instante, pensativo y,  con un rápido revés, cruzó de una bofetada el rostro de la muchacha. Los sicarios tuvieron que sostenerla cuando la firmeza de sus piernas desapareció. Él la agarró por la barbilla.

–Conste que solo hago esto para ser justo contigo y darte las mismas oportunidades que a tus hermanas –dijo, y volvió a abofetearla. Kumi pudo ver como la mano cogía impulso y caía sobre ella sin poder apartar la cara. Las lágrimas bañaron sus mejillas recién sonrosadas en un llanto silencioso, sin lloriqueos. Los sicarios volvieron a afianzarla. El occidental volvió a ordenar:

–¡Desnúdate!

La mirada de Kumi seguía llena de odio pese a la humedad de sus ojos. Apretó los labios. La mano volvió a impactar en su mejilla. Dejó escapar un sollozo, pero volvió a sostener la mirada. El hombre sonrió.

–¿No? No importa. Yo te ayudaré.

Se acercó a la mesita de té. El tanto con el que poco antes Otomo había restaurado su honor seguía allí, esperando una mano que precisase de su letal acero.

–Buen filo –murmuró, jugueteando con el arma en las manos–. Sujetadla.

Los sicarios inmovilizaron a Kumi. El metal acarició la pálida piel que el corset dejaba al descubierto en torno al ombligo de la chica, cuyo vientre empezó a temblar.

–Quieta –aconsejó él en un susurro, con el tono suave que los jinetes expertos usan para calmar a una yegua asustada.

El filo subió, desapareciendo bajo el tenso borde del corset, cortándolo a su paso hasta que acabó desgarrándose por sí solo ante la presión de la carne adolescente. El generoso volumen mamario pugnaba por escapar, reclamando su espacio al cuero debilitado que lo comprimía.

El corset saltó y las ubres simétricas botaron ante los ojos agradecidos de su libertador, y de todas aquellas miradas hambrientas oculta por cristales oscuros. Eran unas tetas firmes y llenas, sin imperfecciones que estropeasen la pálida suavidad de su piel. La cruz de plata parecía pequeña entre ellas: un diminuto lago en el valle formado por dos altas montañas. El cuchillo las acarició, deslizándose de una a otra, resbalando sin dificultad sobre la carne temblorosa, bordeando el contorno del colgante. La punta afilada midió los pezones y dibujó los círculos perfectos del rosa sobre blanco de dos areolas grandes como antiguas monedas de metales preciosos. La hoja se hundió bajo una mama y la levantó, valorando su peso. Kumi no pudo reprimir un espasmo ante la frialdad del contacto del acero. Él apretó el metal contra la carne y el bamboleo de los pechos cesó cuando la respiración de la chica se cortó de golpe.

El occidental contempló el seno que se ofrecía ante él alzado por el cuchillo, valorando la tensión con que la piel se apretaba contra el acero empujada por el propio volumen de la chica. Lo sostuvo en el aire antes de dejarlo volver con lentitud a su lugar natural. El cuchillo continuó su descenso por el vientre tembloroso.

Metió el filo en la cintura del pantalón y lo dejó allí mientras desabrochaba el cinturón, una ancha pieza negra adornada con tachuelas, que dobló por la mitad. La palma de su mano recorrió la superficie comprobando la calidad de los adornos metálicos antes de dejarlo sobre la mesa.

–Buena correa. Quizá la use para educarte si sigues mostrándote tan terca.

Recuperó el cuchillo y empezó a acariciar los costados de la chica, su espalda, subiendo y bajando el afilado metal por la elegante estructura que se arqueaba a su paso. Lo apoyó sobre la nuca. Kumi se estremeció.

–Si quieres que esto acabe, solo tienes que mover la cabeza hacia atrás –susurró en su oído.

Kumi permaneció inmóvil. Sus piernas, su vientre, sus pechos parecían flan caliente, pero mantuvo la mirada retadora fija en el hombre que iba a mancillarla. Él afianzó el cuchillo en su nuca y se acercó a sus labios, saboreándolos, mordiéndolos, intentando meter la lengua en una boca adolescente que no tenía escapatoria. El cuchillo descendió mientras su boca era profanada. El gemido de los pantalones desgarrándose llegó hasta Kumi desde la lejanía, su mente abrumada por los labios que cubrían los suyos y el acero que se deslizaba sobre sus nalgas, erizadas al contacto con el aire.

Él dejó su boca y se arrodilló ante ella, el cuchillo acompañando su descenso, rasgando el cuero a su paso, recorriendo muslo, pantorrillas, subiendo por la otra pierna y repitiendo su descenso. Kumi le miró de soslayo: el occidental sonreía mientras hacía pedazos su prenda favorita. Podía sentir su aliento en el ombligo. La idea cruzó su mente: la fantasía de darle un rodillazo, de borrar esa estúpida expresión satisfecha de su cara. Pero el frío acero deslizándose sobre sus muslos esfumó esa fantasía. Volvió a alzar el rostro mirando al infinito, al millar de luces rotas que el reflejo de la luna arrancaba de la superficie del mar nocturno desde las paredes acristaladas de aquella caseta de pescadores reconvertida en rascacielos.

Las tiras de cuero en que había quedado convertido su pantalón aún la cubrían, pegadas a su piel por la misma presión con que había tenido que embutírselo aquella misma mañana, cuando el mundo era distinto y luminoso, cuando su boca no se resistía a abrirse para recibir los labios dulces de su amiga. Él se las arrancó de un tirón, dejando sus piernas expuestas ante todos los hombres de la estancia, salvo el anciano que gruñía por el esfuerzo sobre su hermana pequeña.

Él levantó el pantalón destrozado, exhibiéndolo como un trofeo. Seguía sonriendo, sus ojos deslizándose sobre el cuerpo de la Kumi, ahora sólo protegido por las braguitas.

–Está caliente –el hombre palpaba la cara interior de las tiras de cuero–. Tienes unos muslos ardientes, pequeña.

Entonces se fijó en la lencería de encaje blanca, clásica y elegante, que se metía entre los glúteos esculpidos de Kumi y marcaba el contorno de su coño. Su sonrisa se acentuó. Era una talla menor de lo que una chica tan desarrollada necesitaría. Las había robado del cajón de su madre con la esperanza de que un toque de seducción condujera a una breve sesión de inocente descubrimiento lésbico a manos de su mejor amiga. Ahora, el hombre que iba a disfrutarla metía los dedos bajo la fina tela y repasaba el contorno de la cintura.

–Elegantes y blancas. Como una niña buena. Este estilo no te pega, pequeña –dijo. Y tiró, desgarrándolas sobre la intimidad de la muchacha. Se las llevó a la nariz y aspiró su aroma con satisfacción. Miró a Kumi con una intensidad que hizo que se estremeciera. Ordenó a los sicarios que la soltaran.

–Desnúdate... Es la última vez que lo pido con amabilidad, zorra.

Ella estaba temblando, sus ojos llorosos. Tan solo le quedaba la cruz de plata que colgaba entre sus pechos, pero volvió a escupir con desprecio.

–Así me gusta. La buena caza requiere de una presa que luche.

Sin dejar de mirarla, el occidental se acercó hasta su chaqueta colgada de la pared. De entre los pliegues del tejido de diseño italiano salió una Desert Eagle de brillo mate con un silenciador corto: un arma más grande que las de los sicarios, pero también el occidental era mucho más corpulento. Empujaron a Kumi contra la pared, manteniéndola bien sujeta pero al mismo tiempo apartándose de ella todo lo que podían. Jun suplicaba. El kumicho refrenó el vaivén con que montaba a una Fumiko de mirada ausente para prestar atención a la escena.

Para Kumi, el mundo se proyectaba a cámara lenta: el cañón tan cerca de su cara como para distinguir las estrías de su interior, la sonrisa del occidental ensanchándose, el dedo que se apretaba con pereza contra el gatillo y sus propios párpados cerrándose, dejándola en tinieblas mientras una súplica involuntaria, instintiva, surgía de su garganta.

–¡No!... Por favor... Por favor... Haré lo que quiera... Por favor.

Su propia voz sonaba lenta, los últimos ruegos confundiéndose con el estampido de las detonaciones, una tras otra, sin parar. Sintió el estruendo taponando su oído y el calor en la sien. Solo cuando las explosiones empezaron a repetirse con monotonía empezó a notar las trocitos de cemento que caían sobre su hombro desnudo. Los disparos pararon. Volvió a abrir los ojos.

El hombre sonreía tras el cañón que había desviado levemente en el último momento.

–No pienso matarte, niña. Aún no. ¡Qué desperdicio! Pero debo castigar tu desobediencia. ¡Levantadla!

Los sicarios la izaron en volandas y separaron sus piernas. Él separó los pliegues vaginales exponiendo el clítoris. Volvió a disparar contra la pared.

–Grita… si quieres –dijo, y aplicó el cañón al rojo entre los muslos de Kumi.

Ella gritó, con todo su cuerpo rígido por la oleada de dolor que surgía del aro de acero candente que envolvía su botón con el leve siseo de la humedad al secarse de golpe. Los sicarios tuvieron que redoblar la fuerza con que la agarraban.

–Lo malo de los silenciadores es que absorben menos ruido del que se podría pensar –comentó el occidental mientras apretaba el metal contra la carne de la chica–. Y se gastan rápido, porque además del ruido absorben una cantidad enorme de calor.

Tras interminables segundos apartó la pistola. Los muslos juveniles se sacudían entre espasmos incontrolables enmarcando el botón coronado por una circunferencia perfecta de carne viva. Una Kumi rota sollozaba, sus blancos dientes entrechocando en un castañeteo constante.

El hombre señaló con el cañón a su hermana mayor.

–Te autorizo a lamer a tu hermanita. Seguro que te lo agradecerá.

Jun no necesitó que se lo repitieran. Gateó con rapidez hasta colocarse ante los muslos abiertos de Kumi y, sacando la lengua, empezó a humedecer con largos lametones la tierna carne recién torturada. Siguió lamiendo, concienzuda, mientras los hombres se deleitaban con la improvisada escena de lesbianismo incestuoso. Los espasmos de Kumi menguaban a medida que la humedad de la lengua de su hermana aliviaba su sufrimiento. Apartaba la cara, avergonzada, pero miraba de reojo la melena morena apretada entre sus piernas.

La katana del occidental volvió a templarse ante el espectáculo. Agarrando la cabeza de Jun, la separó de la vagina de su hermana y ofreció la hoja a su vaina. Tras un instante de vacilación, la muchacha acogió al hombre entre sus labios con una inusitada energía. Empezó a tragar.

Él agarraba su cabeza y empujaba la pelvis, entrando y saliendo a buen ritmo, deslizándose sobre un mar de saliva caliente que se derramaba y sobre una lengua húmeda que lo acogía con docilidad. Jun engullía buscando el éxtasis del macho, dejarlo seco, que una generosa descarga en su boca evitase el desvirgamiento de su hermana. El cañón de la pistola acariciaba la mejilla de la chica.

Lo acogió entre sus pechos, apretando con ambas manos la carne caliente de sus mamas contra la dureza del hombre. Seguía lamiendo la punta: los labios en torno a la cabeza sonrosada succionaban con más entusiasmo que técnica.

Pero él se apartó. No quería descargar su arma antes de tiempo.

–¿Sabes? Pones tanto entusiasmo que ahora no sé si prefiero desvirgar a tu hermanita o partirte el culo. ¿Qué opinas? Si te pones en pompa te prometo que ella saldrá de aquí con sus dos agujeritos intactos.

Jun bajó la mirada. Dudaba. El occidental observaba con curiosidad, atento como el resto de los hombres, esperando su respuesta. Al final se dio la vuelta, envuelta en titubeos. Inclinándose, abrió sus nalgas ofreciendo el último resquicio de su inocencia. Él se colocó detrás, escupió en su ano y metió un dedo sin delicadeza. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jun.

–Relájate –le dijo soltando un par de azotes.

El cañón de la pistola sustituyó al dedo, separando las nalgas, apretándose contra una entrada que se negaba a abrirse ante él. El occidental empujaba poniendo a prueba el escaso entusiasmo de aquel conducto por acoger extraños en su interior. Asintió satisfecho al comprobar cómo el agujerito se resistía a la incursión. Retiró el acero.

–Tranquila –dijo–. No dejaré que un trozo de metal tome lo que me pertenece por derecho.

Y echándose sobre Jun afianzó su dureza en la pequeña entrada y apretó. Pero la gruta del placer prohibido se resistía a abrirse. Acariciando con la pistola la oreja de la muchacha le susurró:

–Vas a tener que esforzarte si quieres que me quede contigo, porque tu hermanita también tiene un culo de escándalo.

Volvió a empujar, con energía, afirmándose sobre las caderas juveniles, los pies fijos en el suelo y todo su cuerpo de macho impulsando su hombría contra el estrecho conducto que se cerraba a su paso. Jun apretaba los dientes para no gritar hasta que, de golpe, el hombre se deslizó sobre ella y su pelvis se estampó contra las nalgas tensas con una percusión de piel contra piel que se perdió en medio del alarido de sorpresa de la joven.

–¡Oh, sí! –gruñó él – Que acogedor.

Empezó a entrar y salir, despacio al principio, luego más rápido, siempre profundo, haciéndola sentir su extensión. El anito recién estrenado palpitaba en torno a la dura piel del dragón que lo atravesaba tomando posesión de su nueva guarida. La humedad anegaba los ojos de Jun, las lágrimas saltando al ritmo de los empellones en su retaguardia.

Los minutos fueron pasando. Tras los berridos iniciales, la joven intentó soportar las acometidas en silencio: sus labios se cerraban en la terca obstinación de la dignidad, pero los quejidos sordos surgían igualmente  de su garganta al compás de los envites sin que pudiera evitarlo. Su cuerpo ya no le pertenecía, sometido al impulso del macho que la montaba y a las olas de dolor palpitante que surgían de sus entrañas perforadas.

El hombre se descargó con suavidad en su interior, la vibración de su desahogo perdida entre las convulsiones del cuerpo de Jun, en el calor y estrechez de su culo virgen. La descorchó con un azote de agradecimiento y se recostó sobre ella, acariciando y besando su nuca, amasando sus tetas.

–Eres un culito estupendo, Jun–chan.

Volvió a besarla y se levantó, contemplando la habitación a su alrededor. El anciano había terminado con Fumiko y descansaba sobre el pecho de la muchacha. Jun gimoteaba a cuatro patas a sus pies. Los ojos enormes, horrorizados, de Kumi estaban fijos en el ano abierto de su hermana.

–Arrodilladla –ordenó a los sicarios que la sujetaban.

–No –protestó Jun–... por favor... lo prometió.

El occidental se volvió hacia ella con desprecio.

–Te prometí dos agujeros intactos, zorrita. No dije nada del tercero.

Acercó la verga a la boca de Kumi. Acarició con la pistola la mejilla de la muchacha, deleitándose en los ojos enormes y brillantes que le miraban desde abajo, en los labios temblorosos que se resistían a abrirse.

–Límpiame la polla –ordenó.

Jun suplicaba. La verga resbalaba sobre los rojizos y jugosos labios de Kumi, caliente, húmeda, recién salida del culo de su hermana.

–Límpiame y habré acabado, y tú también. Si no... bueno, volveremos a empezar la ceremonia. Tenemos toda la noche.

Ella abrió la boca con timidez. Él empujó, llenándola, aplastando su lengua, inundando su gusto y su olfato hasta el límite de la náusea. Entró y salió de su boca como si le perteneciera, como si fuera un agujero húmedo horadado en la pared. Ganaba consistencia en cada internada.

–¡Límpiala, zorra! –ordenó agarrándola del pelo y forzando su boca–. Usa la lengua.

Ella obedeció. Humedecía la piel masculina hasta dejarla brillante, recorriéndola con ansia en toda su extensión, suplicando en cada lamida que acabara. Y cuando por fin lo hizo, apartó la cara con asco, llorando en silencio.

El kumicho se levantó del cálido lecho que ofrecía el cuerpo de Fumiko y se colocó junto a su invitado. Los dos hombres miraban desde arriba a una Kumi humillada que lloraba en silencio con la mirada clavada en el suelo. El anciano se volvió al occidental con un leve gesto interrogativo en las cejas. Este señaló a Kumi.

–¿Seguro?

El joven asintió y el viejo hizo un gesto. Los sicarios arrastraron a la chica desnuda fuera de la habitación.

Cuando traspasaba la puerta, Kumi alzó la mirada hacia sus hermanas. Fumiko permanecía tumbada, con las piernas entreabiertas y los ojos cerrados, y una Jun a cuatro patas le devolvió la mirada un instante antes de bajarla de nuevo al sentir como el anciano se arrodillaba a su espalda y separaba sus nalgas dispuesto a sodomizar su ano entreabierto siguiendo el ejemplo de su joven invitado.

El occidental apuró otro sake antes de comenzar a vestirse. El resto de hombres que asistían a la ceremonia siguieron el camino contrario: empezaron a quitarse la ropa. Algunos se decantaron por probar a la pequeña mientras el resto bebía y esperaba su turno para horadar la retaguardia de la primogénita de Otomo.

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El sake, por la noche, entra con más suavidad. Eso dicen. Otomo bebía solo, en su casa de la zona más cara de la ciudad, el silencio roto por el llanto apagado de su esposa. No levantó la mirada cuando se abrió la puerta.

Fumiko entró con pasos temblorosos. Su madre corrió hacia ella y la muchacha se dejó caer en sus brazos y empezó a temblar con la cara hundida entre sus senos.

Otomo siguió bebiendo.

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En otro barrio, más humilde, aquel coche debería haber llamado la atención. Pero, ya fuera por la pintura oscura o por los cristales tintados, las pocas personas que seguían en la calle a esas horas parecían incapaces de verlo. Y cuando alguna mirada despistada pasaba sobre él, resbalaba enseguida buscando otra cosa en la que centrarse.

Jun bajó del vehículo con dificultad. Le temblaban las manos al insertar la llave en la cerradura. Sentía las miradas de los sicarios desde detrás de las ventanillas, recorriendo su cuerpo atenazado, su vestido sucio y roto. Ahora conocía a esos hombres mucho más de lo que le hubiera gustado.

Horas antes había subido esas escaleras corriendo, pero ahora cada paso era un suplicio de ardor entre unos muslos en carne viva y unas rodillas sin firmeza tras haber soportado el peso de una larga sucesión de machos sobre un frío suelo de mármol.

Se desnudó en el baño, sin cuidarse de recoger la ropa, pues pensaba tirarla en cuanto tuviera oportunidad. El espejo le devolvió la imagen de una mujer agotada, de unas rodillas rojas y una cintura y unas caderas amoratadas por los agarrones de una sucesión de hombres que se habían asido a ellas para cabalgarla con más brío. Su cuerpo estaba lleno de magulladuras, pero se centró en sus hermosos pechos, en cuya piel tersa aún se percibían con claridad los dedos de aquel occidental que los había usado como un juguete con el que masajear su hombría.

Se metió en la ducha y se dejó caer mientras el agua caliente disimulaba las lágrimas y se colaba en sus orificios abiertos diluyendo los fluidos vitales acumulados en su interior.

–¿Dónde está? –había preguntado cuando los dos sicarios la empujaron dentro del coche.

No respondieron. Jun aprendió a leer rostros impasibles gracias a su padre y podía notar el fastidio en los dos hombres. Ambos habían disfrutado con gusto de su cuerpo. La mayoría habían repetido. Pero hacer de chofer y niñera les agradaba menos.

–¿Dónde está? –preguntó de nuevo, suplicante –por favor...

Uno de ellos, al que conocía desde hacía tiempo, cedió con un suspiro.

–Es un regalo. Esta vez tu padre ha logrado superarse.

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En su torre de cristal, el kumicho Tsukasa brindaba por última vez con su invitado, contemplando el mundo que se extendía a sus pies. Habían sustituido el sake por té. Sus viejos huesos, cansados tras las exigentes incursiones en los cuerpos juveniles, agradecía el reconfortante calor de la bebida. Hacía mucho que no desvirgaba una muchacha. Tuvo que emplearse a fondo para responder al vigor y estrechez de esa carne adolescente. Y, como a varios de sus hombres, la curiosidad también le llevó a seguir el ejemplo de su invitado y probar las deliciosas retaguardias que se ofrecían para ellos. Había disfrutado del ano de la mayor, pero las entusiastas incursiones de su joven amigo habían ensanchado el paso. Pese a todo, las entrañas de la joven fueron de lo más complacientes.

Desde el principio creyó que la dócil femineidad de la primogénita encajaría mejor con el gusto europeo que la belleza infantil de la pequeña, pero la elección final fue una sorpresa. Contempló al occidental, que miraba la maleta abierta en el suelo valorando si sería suficiente para acoger tan delicado equipaje.

–Una curiosa elección –comentó–. ¿Está seguro, joven?

Su invitado asintió.

–"Solo tengo que tallar las paredes rugosas que la aprisionan para rebelar la belleza que ya veo con mis ojos".

–Miguel Ángel.

El joven volvió a asentir, aprobador. El anciano se dirigió a la mesa y recogió el contrato recién redactado. La puerta se abrió dando paso a la muchacha desnuda arrastrada por dos sicarios. El anciano firmó el documento con una caligrafía lenta y cuidadosa antes de tender papel y pluma al joven para que trazara un enérgico garabato al lado. Soltando la pluma, el joven agarró la muñeca de Kumi y estiró uno de los dedos de la muchacha. Kumi se resistía, pero su nuevo dueño era fuerte y le retorció el brazo con la misma facilidad con que ella misma giraba las extremidades de plástico de sus barbies cuando era niña y jugaba a colocarlas entre los brazos de un Ken occidental de amplia sonrisa blanca.

El dedo de Kumi fue introducido a la fuerza entre sus muslos. Sintió su propia uña arañando las tiernas paredes de su vagina, clavándose en ella, desgarrando el frágil sello de su inocencia. Sintió la viscosa humedad de su sangre caliente.

El dedo goteando en rojo fue aplicado sobre el papel: el carmesí de su huella al lado de las firmas de los hombres para sellar su destino. Cumplido el trámite, el occidental liberó su muñeca y los sicarios la empujaron al interior de la maleta. Kumi se resistía, zafándose alternativamente de uno y otro, sacando del interior del bulto los brazos y piernas que tanto les había costado encajar. El occidental les señaló el montón de tiras de cuero en que había quedado convertido el pantalón de la chica. Acabó hecha un ovillo, retorcida contra sí misma para encajar en el estrecho rectángulo, amordazada por los restos de su propia ropa, sus tobillos, sus rodillas, sus brazos atados con cuero. Su cinturón de tachuelas inmovilizaba sus muñecas entre las amenazas de su nuevo dueño de azotarla con él si le molestaba durante el viaje. Con los ojos enormes y la garganta ocupada intentó suplicar al anciano y al occidental que la miraban desde arriba, pero no hicieron caso de sus gorgoteos.

El kumicho dejó sobre la mesa el contrato que daba por concluida la ceremonia y restablecía el honor de ese viejo sindicato de pescadores reconvertido en algo mucho más grande. Una ceremonia que no solía darse con frecuencia. La había experimentado dos veces más en su vida, y en la primera era un mero asistente. Esta experiencia había sido con mucho la más interesante, gracias a la belleza y a la edad de las implicadas. Al fin y al cabo, el honor no está reñido con el placer. Si alguno de sus subordinados tiene que llegar a ese nivel de incompetencia, siempre es mejor que tenga una esposa guapa y un puñado de hijas que hayan salido a su madre. No se le ocurría mejor candidato que Otomo. En más de una ocasión había pensado que era un completo idiota, pero el trozo de lino blanco que descansaba sobre la mesa envolviendo un dedo humano le recordó que, por muy idiota que fuera, cada vez estaba menos completo.

–Con todos los años que llevo en este negocio, nunca he llegado a saber que se supone que debo hacer con esta porquería –dijo tomando el paquetito con indiferencia.

El occidental se lo pidió extendiendo la mano y él se lo dio. Desenvolvió el paquetito y contempló la falange amputada tomándola entre sus propios dedos. La sonrisa del joven se fue ensanchando.

–Un recuerdo familiar –sentenció.

E inclinándose sobre la muchacha encajada en la maleta, separó una de sus nalgas con delicadeza e insertó el dedo con profundidad en el ano tembloroso para que pudiera sentir la cercanía de la familia que dejaba atrás durante las largas horas de viaje. La tapa cayó sobre Kumi con un chasquido del cierre de seguridad, ahogando los gritos amordazados de la muchacha.

–Buen viaje, zorrita.

FIN

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