Yago (03)

Yago conoce a Pepe, un chico que llega nuevo a su colegio y pronto descubre que aquel grandulón tiene madera de esclavo y empieza a adiestrarlo...

Yago (03)

Yago es uno de mis amables lectores, que ha querido compartir conmigo su historia.  El relato de sus vivencias me ha resultado tan excitante, que le he rogado que me permita publicarlas y Él ha aceptado.

He escrito los textos con base en lo que Él me ha ido relatando a través de sucesivos correos y una vez escritos se los he pasado a Yago para su corrección y aprobación final.  Así que lo escrito acá, se ajusta muy bien a lo que Yago recuerda de sus vivencias.


Pepe llegó a mi vida como un obsequio de mi destino y en consecuencia lo traté de esa forma: como a un obsequio.  No tardé en comprender su naturaleza y desde el principio descubrí qué resorte debía presionar en él para tenerlo a mi merced y usarlo como mejor me conviniera y más me satisficiera.

Era un mocetón de la misma edad de Mat, cuadrado y ya marcando músculo.  Su aspecto rudo y su talante huraño podían muy bien inspirar miedo y eso le valió a Pepe para que durante los primeros días en el colegio, nadie estuviera dispuesto a meterse con él por el temor de recibir una buena paliza.

Pero a pesar de su aspecto, el pobre de Pepe era un miserable cobarde, un pelele miedoso que con solo un grito ya se ponía a temblar y casi se meaba encima cuando alguien se le ponía enfrente con cara de cabreo.  Muy rápido todos nos dimos cuenta de la cobardía del infeliz y aquellos mismos que al principio lo habían visto con aprehensión se dedicaron a hacerle la vida de cuadritos y a abusar de él de las peores maneras.

Pepe había llegado al colegio ya bien avanzado el año escolar.  A lo largo de su vida había ido de escuela en escuela y de todas había tenido que salir huyendo por los abusos a que lo sometían los otros chicos.  Incapaz de defenderse, el infeliz se veía de continuo machacado y herido por las palizas que recibía a diario.  De esa manera terminó en el mismo colegio donde yo estudiaba y, para mi fortuna, en el mismo curso al que yo iba.

Para ese entonces yo ya traía a Mat muy bien agarrado.  Gracias a mi relación con el lelo ya había descubierto y afinado mi naturaleza Dominante y comprendía bien los mecanismos a través de los cuales alguien Superior como yo podía llegar a esclavizar a alguien inferior.

Por un par de días me dediqué a observar y a analizar a Pepe y descubrí su naturaleza cobarde y su incapacidad para defenderse de cualquier agresión.  Para corroborar mis observaciones, una mañana durante el receso entre clases me lo llevé a un paraje solitario dentro del colegio y lo apalié a mi gusto, acabando de afirmar mis conclusiones sobre el pobre miserable.

Sin querer lastimarlo realmente, simplemente le molí el rostro a bofetones, le asenté unas cuantas patadas por su gordo trasero y para concluir me zafé el cinto y le azoté el culo sin consideraciones, mientras el pobre de Pepe, sin comprender el motivo por el cual yo estaba castigándolo, no atinaba más que a lloriquear y a implorarme clemencia.  Finalmente le solté un espeso lapo en pleno rostro que lo traía encendido por la buena ración de bofetadas y lo obligué a postrarse ante mí para que lamiera el polvo de mis zapatos.  Y ya satisfecho me fui a clase dejándolo a Pepe allí en ese rincón, gimiendo y temblando como una hoja sacudida por el viento.

Por algunos días más me estuve observándolo y contemplando con ojo analítico su comportamiento.  Los momentos más fructíferos para mi observación eran aquellos en los que los otros chicos abusaban del pobre Pepe, no sólo golpeándolo sino obligándolo a hacer cosas realmente humillantes, como por ejemplo andar en cuatro patas por el patio haciéndoles de pony a los más chicos o yendo a lamer el borde del excusado donde algún gandul de esos acababa de mear.

Mis nuevas observaciones me permitieron descubrir que el resorte que movía a Pepe era la autoridad de alguien a quien el infeliz considerara superior a él.  Y ese fue el momento culminante a partir del cual decidí convertirlo en mi esclavo.  En ese punto lo tomé bajo mi protección e impedí que los otros chicos siguieran abusando de él.

Por supuesto que recibí algunas protestas de quienes se quedaban sin la posibilidad de divertirse a costa de Pepe.  Pero mi popularidad, mi influencia sobre los otros chicos y el hecho de que algunos de los más pendencieros hubieran probado ya mis puños, me valieron para que todos se conformaran con mi decisión.

A partir de ahí Pepe se convirtió en mi sombra y pude comprobar muy bien el acierto de mi conclusión respecto de la gran disposición del infeliz para someterse a la autoridad de alguien Superior a él.  Pepe vivía para obedecerme y yo iba templándole el dogal cada día un poco más, hasta tenerlo en el mismo estado de sometimiento en que ya tenía a Mat.

Algo que he sabido siempre es que un verdadero esclavo debe sentirse útil y, sobre todo, debe serle útil a su Amo.  Por esa razón nunca he sido amigo de usar a un esclavo para que haga cosas sin sentido.  Siempre he tenido como norma que cualquier orden que imparta, cualquier tarea en la que use a un esclavo, debe estar dirigida a mi beneficio y debe permitirle al sumiso tener la satisfacción de serme útil.

Desde esa perspectiva, empecé a evaluar la manera en la que podía sacarle el mejor provecho a Pepe.  Enseguida determiné que mi prestigio crecería como la espuma si podía exhibir en el colegio un sirviente tan dócil y sumiso como el que mantenía en casa.  Pero concluí además que poco o nada le aportaría a mi prestigio si ese esclavo para exhibirlo entre mis compañeros resultaba ser precisamente ese mismo cobarde y lloretas que por su actitud parecía más una gallina que un verdadero machito.  Así que lo primero era subir un poco la imagen de Pepe entre los chicos del colegio.

Habiéndolo tomado bajo mi protección, Pepe se la pasaba todo el tiempo pegado a mí, esforzándose por complacerme, obsequiándome con cuanta golosina podía comprar con su dinero, alabándome todo el tiempo y corriendo a esconderse tras de mí cuando alguien mostraba intención de abusarlo.  Eso, precisamente no era que ayudara mucho a levantar su imagen.  Así que decidí que la mejor manera de lograr mi propósito era hacer que Pepe mostrara ante todos el potencial de sus músculos y de su corpulencia.  Y la mejor manera de lograr aquello era haciéndolo pelear.

Escogí un chico que posaba de gallito.  Un pequeño hijo de puta que se la pasaba fanfarroneando y fastidiando a todos en el colegio con sus ínfulas de gran peleador.  Y no me fue nada difícil lograr lo mi propósito de armar una pelea entre mi esclavo en ciernes y aquel pequeño fanfarrón.

Me llevé a Pepe al centro del patio de juegos y le dije que me apartaría por unos momentos.  El infeliz pareció preso del miedo al quedarse sin mí pero incapaz de desobedecer asintió tímidamente.  Ya conforme con su actitud, lo advertí enfáticamente:

—  Si alguien viene a buscarte camorra, tú peleas.

El pobre miserable palideció.  Me miró con sus ojillos vidriosos y se echó a temblar.  Casi dudé de que Pepe fuera a obedecerme y para tratar de asegurarme de que hiciera lo que yo quería, le dediqué una mirada dura, de puro cabreo y le reiteré:

—  ¡PELERÁS!

Tímidamente volvió a asentir.  Y aún a riesgo de que el miserable no me obedeciera, eché una ojeada alrededor hasta que ubiqué al pequeño fanfarrón.  Caminé hacia él y acercándomele con una sonrisa burlona le solté delante de sus amigos:

—  Pepe me dice que tú le tienes miedo y que no te atreverías a pelear con él.

No necesité ningún otro esfuerzo para que aquel pequeño hijo de puta se fuera al centro del patio de juegos y con su fanfarronería se dedicara a insultar a Pepe y a retarlo.  Viendo que el infeliz no le plantaba cara y que por el contrario parecía más asustado que una cucaracha en un baile de gallinas, el fanfarrón se le echó encima y empezó a golpearlo al tiempo que lo seguía retando.

Me ubiqué de tal suerte que Pepe pudiera verme y le dediqué una mirada dura que lo hizo estremecerse mientras mal aguantaba los golpes del fanfarrón.  Y entonces con la mayor altanería de que soy capaz, le grité:

—  ¡PELEA, PEDAZO DE IMBÉCIL!

Y tan pronto terminé de ordenárselo, casi sin que me diera cuenta que diablos había pasado, el fanfarrón trastabilló, se encogió un poco y enseguida cayó pesadamente sobre el pavimento del patio de juegos, mientras toda la concurrencia exhalaba un rugido de asombro.  Pepe me había obedecido muy bien y con un solo golpe de su puño derecho, directo a la mandíbula de aquel pequeño hijo de puta, lo había noqueado.

El primer paso estaba dado.  Por primera vez en su vida, Pepe había sabido utilizar su fuerza para defenderse.  Me sentí satisfecho y no me eximí de hacerle notar al infeliz que obedeciéndome le irían mejor las cosas.  Por su parte, Pepe estaba muy alegre y no paraba de agradecerme que lo hubiese obligado a tomar una actitud que nunca antes en su miserable vida había ensayado.

El siguiente paso fue imponerle un reto más difícil.  Si bien es cierto que el golpe que le endilgó Pepe al fanfarrón fue objeto de comentarios y chistes que duraron un par de días, ello no bastaba para que la imagen del miserable mejorara luego de haberse ganado tan grande fama de cobarde y de gallina.

Para continuar con mi plan elegí a uno de los chicos de último grado.  Un gandul de los más grandes, pendenciero y con fama de mata – putos.  Un cabro de verdadero cuidado.  Y en la primera oportunidad que se me presentó, obligué a Pepe a pelearse con él.

Esta vez las cosas no fueron tan fáciles como con el fanfarrón.  Aquel cabro tenía a cuestas verdaderas peleas y no fue tan fácil que Pepe se impusiera.  Por el contrario, el miserable empezó a recibir tal paliza, que mucho me temí que mi propósito fuera a quedarse a medias. Me consolaba el hecho de que ya bastante asombro causaba entre los chicos el que Pepe se hubiese atrevido a pelear con semejante gandul.  Pero negándome a que las cosas no salieran como yo las había planeado, en medio de la pelea hice lo mismo que había hecho cuando lo del fanfarrón: ordenarle a Pepe que peleara.

—  ¡PELEA, PEDAZO DE IMBÉCIL! – le ordené.

—  ¡PELEA, PEDAZO DE IMBÉCIL! – le repetí al cabo de algunos instantes.

Y como de milagro, Pepe empezó a voltear las tornas y cuando quise darme cuenta la pelea se había emparejado y aquel cabro pendenciero lucía tan apaleado como el mismo Pepe.  Así que me esforcé un poco más y volví a ordenarle:

—  ¡PELEA, PEDAZO DE IMBÉCIL!  ¡DALE DURO!

Y finalmente, con el labio partido, un ojo amoratado, cojeando, con el uniforme del colegio hecho jirones y lleno de suciedad hasta entre las orejas, Pepe terminó por imponerse ante aquel gandul, que viendo las cosas tan negras para él, optó por retirarse prudentemente, yéndose a busca ayuda para curarse sus heridas.

Los espectadores primero se quedaron mudos.  Y al cabo de algunos instantes empezaron a berrear expresiones de asombro unos, de incredulidad otros y de alegría algunos pocos a los que aquel mismo cabro mata putos había apaleado alguna vez.  Pepe por su parte, parecía no caber de contento y no sabía qué hacer para mostrarme su gratitud y su obediencia.

Yo estaba satisfecho.  Las cosas iban saliendo como las había planeado desde el principio y eso hacía que mi plan fuera consolidándose muy bien.  Pero aún me faltaba darle una vuelta de tuerca para acabar de recomponer la deteriorada imagen de Pepe y poder lograr mi propósito inicial de hacer que el miserable me fuera útil para aumentar mi prestigio en el colegio.

Por la vecindad del colegio solía merodear un idiota con ínfulas de malandrín que se dedicaba a acosar a las chicas y que de vez en cuando atrapaba alguna para meterle mano y robarle cuanto llevara encima.  Todos tratábamos de evitarlo y esquivábamos meternos con él para evitarnos que tal vez aquel macarra terminara hiriéndonos de verdad.

Pues bien, como te imaginarás, aquel canalla fue mi siguiente objetivo.  Obligué a Pepe a pelearse con él y el resultado fue mejor de lo que esperaba, por cuanto el malandrín resultó más gallina que gallo y mi siervo lo apaleó de verdad, moliéndolo de tal manera, que en adelante no volvimos a verle su cara de delincuente por esos rumbos y ya ninguna chica tuvo que soportar sus abusos y sus robos.

Pepe era ahora una especie de héroe local.  En el colegio todos se hacían lenguas hablando de la fuerza y de la valentía de Pepe.  Lejos estaban los días en que todos lo consideraban un miserable pelele y se daban el lujo de abusarlo, golpearlo, humillarlo y burlarse de él.  Lo que nadie imaginaba, era que el heroísmo y el valor de Pepe no eran más que el producto de la ciega obediencia que me tributaba a mí que ya hacía tiempo que era su Amo de verdad.

Venía ahora la segunda fase de mi plan.  Pepe seguía tan obsequioso conmigo como siempre y nadie se explicaba cómo era que aquel cabrón tan valiente y con tanta fuerza como para apalear al más pendenciero del colegio y para terminar corriendo al bribón más temido de los alrededores, se comportara como mi perro, revoloteando a mi alrededor, cargándome la bolsa de los libros, comprándome golosinas con su dinero, postrándose ante mí para limpiar el polvo de mis zapatos cuando yo se lo ordenaba y haciendo siempre exactamente lo que a mí se me daba la gana.

Era hora de darles alguna explicación a todos aquellos que se preguntaban el porqué de la actitud de Pepe hacia mí.  Y lo que más iba a dejarlos conformes, no sería la verdad.  La respuesta que aquellos chismosos esperaban era la más obvia y esa fue la que yo me encargué de darles.

Dos o tres días después de la pelea de Pepe con el bribón, lo llevé de nuevo al centro del patio de juegos y le anuncié en voz baja sólo para que él me oyera:

—  ¡Ya no voy a ordenarte que pelees con nadie más!

Pepe me miró con sus ojillos iluminados por un brillo de gratitud.  Para la naturaleza cobarde del infeliz era un verdadero castigo el tener que ir dándose de golpes con quien yo le indicara.  Y el saber que ya no tendría que pelearse debió causarle un gran alivio.

—  ¡Ahora yo te voy a apalear para que todos vean quién te manda y a quién tú le obedeces!

El pobre miserable agachó la cabeza y asintió sumisamente.  Nada más le quedaba por hacer que plegarse a mi voluntad.  Y considerando que toda su vida había ido recibiendo paliza tras paliza de todos aquellos que quisieran abusar de él, no le resultaría tan duro ni tan difícil recibir una buena machacada de mi parte, siendo yo su Amo.  Y como para hacerle un poco más amable el castigo que le propinaría enseguida, le expliqué:

—  ¡Te vas a aguantar los golpes que te dé, pero cuando te empiece a doler de verdad te arrodillas ante mí y te pones a pedirme perdón!

Lo observé por un instante y casi me conmovió su docilidad.  El infeliz no paraba de asentir con leves movimientos de cabeza.

—  ¡Luego de esto ya nadie se va a meter contigo porque yo voy a estar siempre para protegerte y sólo yo voy a tener derecho de castigarte!  ¡¿Te queda claro?!

—  Si Señor… – me respondió el infeliz con un hilo de voz.

Y entonces me dediqué a apalearlo, repitiéndole casi exactamente la misma dosis que le había aplicado algunas semanas atrás, cuando me lo había llevado al rincón apartado del colegio para machacarlo la primera vez.

Y como yo lo había previsto, de ahí en adelante todos se imaginaron que mi ascendiente sobre Pepe provenía de que mi habilidad para pelear y mi fuerza eran superiores a la suya y que yo era el único que podía darme el lujo de apalear a semejante campeón.  Desde ese momento vieron como algo natural que Pepe anduviera arrastrándose ante mí y todos sin excepción empezaron a tratarme con el mayor respeto y la mayor consideración.

Haber ejecutado mi plan de manera tan limpia, me convirtió en una especie de leyenda viva dentro del colegio.  Mi objetivo se cumplió con creces, pues mi popularidad creció con desmesura y eso me trajo beneficios que ni yo mismo había imaginado pero que vinieron a hacer mi vida mucho más placentera y excitante.

Hasta aquí por el momento.  En el próximo te narraré como siguieron las cosas con Pepe y cuáles fueron algunos de esos beneficios que me reportó el haber tenido la habilidad de usar a mi nuevo esclavo como lo usé.