Yago (02)

Yago narra algunos momentos especiales con su primer esclavo...las formas en como lo usaba al principio y las humillaciones a las que lo sometía para ir convirtiéndolo en un ser más dócil, sumiso y servil...

Yago (02)

Yago es uno de mis amables lectores, que ha querido compartir conmigo su historia.  El relato de sus vivencias me ha resultado tan excitante, que le he rogado que me permita publicarlas y Él ha aceptado.

He escrito los textos con base en lo que Él me ha ido relatando a través de sucesivos correos y una vez escritos se los he pasado a Yago para su corrección y aprobación final.  Así que lo escrito acá, se ajusta muy bien a lo que Yago recuerda de sus vivencias.


Las cosas con Mat se fueron poniendo cada vez más interesantes para mí, por cuanto a pesar de la forma en como yo lo trataba, su mamá no dejaba de agradecerme por todo lo que yo estaba haciendo por su hijo.

Cada noche al regresar a casa, Mat llegaba con cara de pascuas a contarle a su mamá lo mucho que se divertía y aprendía conmigo.  Al parecer “mi amistad” le estaba reportando un gran beneficio al lelo y eso me valía que la patrona de mi mamá me estuviera enviando regalos a cada semana.

A mi entender, si mi cercanía le estaba ayudando tanto al lelo, pues lo más natural y lógico es que yo también me beneficiara y no solo a través de los obsequios que me enviaba su mamá.  El mejor beneficio que yo obtenía para mí era ir convirtiendo a Mat paulatinamente en mi sirviente personal, algo a lo cual el propio chico parecía adecuarse de forma perfecta.

De mi parte, yo me apliqué con esmero a ir moldeándolo, analizándolo primero para ver hasta qué punto podía llevarlo, para luego ir aprovechándome de su obediencia y de su servilismo.  Algo que me ayudó mucho fue descubrir ya no solo el carácter sumiso de Mat, que desde el primer día quedó evidenciado con su actitud, sino que además descubrí que el lelo parecía alimentar su espíritu cuando yo le regalaba alguna expresión de aprobación.

Eso me sirvió para ir haciéndolo traspasar los límites cada vez que lo veía titubear en el momento de obedecerme alguna orden especialmente dura.  Me bastaba con decirle que hasta ahí las cosas iban bien, que él se comportaba como yo esperaba y que no fuera a dañar esa imagen que yo tenía de él.  Eso era suficiente para que Mat hiciera cuanto a mí se me ocurría.

En ese sentido las cosas para mí se hacían cada día mejores, pues al tiempo que iba explotando el carácter sumiso del lelo, iba también descubriendo mi propio carácter dominante y regocijándome con cada avance que lograba en la obediencia de Mat hacia mí.  De esa manera, recuerdo con cariño algunos momentos muy gratos en compañía de aquel chico que en buena ley fue mi primer esclavo.

Mat estaba siempre pendiente de agasajarme y halagarme.  A veces se me asemejaba a un perrito meloso que revoloteaba a mis pies, loco de contento por estar en mi presencia.  El lelo no desperdiciaba oportunidad para demostrarme su admiración y para complacerme de la mejor manera.

No tardé en convertirlo en mi mandadero.  Cada que me apetecía alguna golosina, le ordenaba irse a la tienda a comprármela y le advertía que debía tardarse lo menos posible.  A Mat parecía encantarle hacer el mandado para mí y de su propio dinero compraba cuantas golosinas se me antojaban, mostrándose feliz cuando me veía satisfecho con lo que él me traía de la tienda.

Algo que descubrí bien pronto es que Mat no le hacía el asco a ningún oficio.  Así que acabó convertido en mi mucamo.  No terminaba de maravillarme la disposición que tenía el lelo para limpiar, organizar, barrer, trapear, sacudir y lavar.  Nuestra casa se vio así convertida en una verdadera tacita de plata, pues Mat se encargaba de hacer todos los oficios que a mí se me ocurrían.  Y lo mejor era que lo que más lo motivaba era que hacía todo lo que le ordenaba con el único propósito de que yo pudiera descansar, divertirme con la tele, jugar en la consola, salir a gandulear en el parque con mis amigos del barrio o echarme mis buenas siestas.

Mat era tan acucioso y mantenía nuestra casa tan limpia y ordenada y mi habitación como un templo de la pulcritud y la organización, que mamá se asombraba de cómo iban las cosas y se reía de buena gana diciéndome que a mí me había beneficiado más que a Mat nuestra mutua compañía, pues ella percibía que era gracias a la presencia del lelo que yo me había convertido en el as de la limpieza y el orden, sin que para ello mediaran sus broncas, que habían sido tan frecuentes anteriormente.  La ingenua de mamá no imaginaba que en vez de haberme vuelto yo un campeón del oficio, ahora disponía de un sirviente que lo hacía todo por mí.

Una tarde, luego de que el lelo había lavado muy bien el baño y había terminado de sacudir hasta la última brizna de polvo de la sala, se me ocurrió llevármelo al parque a jugar un informal partidito de futbol con mis amigos del barrio.  Esa tarde las cosas se salieron de control, por cuanto Mat era igual de torpe para el fútbol que para la consola y mis amigos no pararon de burlarse de él, hasta tal punto que el pobre terminó lloriqueando sin querer jugar ya más.

Cabreado por su actitud tan infantil, lo regañé a los gritos e intenté obligarlo a seguir jugando.  Pero en esas, uno de los chicos quiso también “motivarlo” asentándole algún buen par de patadas por el trasero y eso sí que ya no lo admití.  Me enfrenté con el agresor y poco nos faltó para irnos a los puños.  A partir de ahí Mat me suplicó que no volviera a llevármelo a jugar con mis amigos y me ofreció quedarse en casa haciendo todo cuanto yo le mandara, con tal de no correr el riesgo de ir a someterse a sus burlas y agresiones.

Aquel episodio marcó un punto más alto en la admiración que Mat sentía hacia mí y, si fuera posible, lo volvió aún más obediente.  Una tarde, luego de que se estuvo un par de horas ordenando y limpiando mi habitación, cuando fui a revisar me encontré con que todo estaba tan en perfecto orden, que hasta mis calzoncillos y mis calcetines sucios estaban cuidadosamente doblados en el fondo del armario.  Aquello me sorprendió y hasta me mosqueó un poco, considerando que aunque aquel lugar era el apropiado para la ropa sucia, Mat no debió haber perdido el tiempo doblando aquello que estaba para lavar.

Así que en vez de ir a expresarle mi satisfacción por su trabajo tan bien hecho, tomé un puñado de mis calzoncillos y calcetines impregnados de sudor y suciedad y se los lancé a la cara increpándolo por haber malgastado su tiempo doblando esas prendas sucias.

—  ¡¿A caso no sabes que la ropa sucia está para lavarla y no para doblarla?! – le inquirí.

Casi sollozando Mat se puso a pedirme perdón, se inclinó hasta quedar de rodillas a mis pies y recogiendo el reguero de calzoncillos y calcetines sucios me pidió permiso para ir a lavarlos.

—  ¡Claro que debes lavarlos! – le dije altanero – ¡¿A caso crees que me gusta coleccionar calcetines y calzoncillos apestosos?!

Aquello concluyó en que a partir de ese día, entre las obligaciones de Mat estaba la de lavar mi ropa, aplicándose para dejarla muy limpia y muy bien organizada en el armario luego de secarla y planchar las prendas que lo ameritaran.  Creo que desde esa época le tomé el gusto a ir muy pulcramente vestido, sin admitir en mi vestimenta ni la más pequeña mancha ni la más mínima arruga.

Por lo general a mí se me ocurrían tantas cosas para que hiciera Mat, que el lelo se la pasaba casi todo el tiempo trasegando de aquí para allá, limpiando, lavando, organizando, sacudiendo, yendo a la tienda a comprarme golosinas o preparándome la merienda.  Y si es que le quedaba algún rato libre, le permitía venir sentarse en el suelo a mis pies para que se divirtiera viéndome jugar con la consola.

Pero incluso en esos ratos, en que yo practicaba mis habilidades con los juegos electrónicos, no dejaba que Mat perdiera el tiempo solo viéndome, sino que le ordenaba que mientras estaba allí sentado en el suelo, se dedicara a lustrarme los zapatos hasta dejármelos tan brillosos que, sin exagerar, podía ver mi reflejo en ellos.

Una de esas tardes en que no me apetecía jugar con la consola, me despatarré sobre el sofá y me dediqué a hacer zapping en la tele hasta que encontré un buen partido de fútbol y me quedé en ello, concentrado viendo el cotejo, mientras que a Mat le había ordenado irse a mi habitación a limpiarla y ordenarla y de vez en cuando lo llamaba para que fuera a la cocina servirme algún refresco o uno que otro bocadillo.

Cuando estaban en el entretiempo del partido, Mat se apareció y se me acercó todo encogido para anunciarme con un hilo de voz que ya había terminado con mi habitación.  Lo miré con cabreo, haciéndolo que se encogiera aún más y le grité:

—  ¡Pues ponte a lustrarme los zapatos!  ¡¿O vas a quedarte ahí perdiendo el tiempo?!

Eso bastó para que en menos de dos minutos Mat hubiera ido volando a por los utensilios necesarios para regresar a postrarse a mis pies y dedicarse a darle lustre a mis zapatos, mientras yo seguía entretenido viendo el partido y sin ocuparme para nada del lelo, que hacía malabares para poder ejecutar su tarea sin que yo le prestara ni la más mínima colaboración.

Se tardó tal vez una buena media hora en ello, hasta que mis zapatos ya brillaban como espejo y él seguía allí postrado repasándolos y repasándolos con el cepillo.  Fue entonces cuando sin pensármelo y sin siquiera tomarme la molestia de anunciárselo, viéndolo allí tan acucioso y casi en cuatro patas ante mí, estiré mis piernas y las levanté para enseguida descargarle mis pies sobre su espalda.

Mat debió sorprenderse al sentir el peso de mis pies sobre su lomo y se movió acomodándose hasta terminar de ponerse en cuatro patas.  Me cabreó el hecho de que no se hubiera quedado estático y le grité:

—  ¡Maldita sea!  ¡Que me incomodas!

El pobre lelo gimió y casi con un sollozo me dijo:

—  Perdóname Yago…voy a estarme quieto…

—  ¡Pues más te vale, que quiero estar cómodo!

Y allí lo tuve, usándolo como reposapiés por más de una hora, mientras él se mantenía en cuatro patas, aguantando mis pies sobre su lomo, estático como si se tratara de una butaca, sin proferir ni la más mínima queja, mientras a mí me daba un enorme gusto tenerlo como lo tenía y usarlo como lo estaba usando, regodeándome en el sentimiento de poder que me causaba tener allí a ese lelo, dos años mayor que yo y sin embargo tan sometido a mi voluntad que podía darme el lujo de usarlo como un simple mueble para descansar mis pies sobre su espalda.

Ese episodio lo recuerdo con especial cariño, pues marcó un punto aún más alto en la sumisión de Mat y me dio idea de hasta qué punto yo me había impuesto sobre él, terminando por someterlo hasta hacerlo soportar la humillación de ser usado por mí como un simple reposapiés, en un acto en el que lo único importante era mi propia comodidad.

A esas alturas Mat había ya asumido su rol de forma tan natural, que no sólo en esa primera ocasión se mantuvo en cuatro patas y estático todo el tiempo que a mí me apeteció usarlo como una butaca, sino que además de ahí en adelante me bastaba con señalar el suelo junto a mí y sin que ni siquiera tuviera necesidad de mirarlo, ya el lelo sabía cuál era mi deseo y venía presto a poner su lomo para que yo descansara mis pies sobre él.

Me resulta un tanto difícil describir todo el gusto que le sacaba a humillarlo de semejante forma.  Tal vez la mejor manera de hacerlo es decir que en esos momentos en que puteaba a Mat y lo usaba como se me daba la gana, cuando lo veía venir a mis pies con tanta presteza y tanda disposición, sentía que mi naturaleza Dominante se sublimaba y que en definitiva mi destino era el poder y que en razón de eso era que se me daba siempre tan fácil el sobresalir, ser tan competitivo y ponerme por encima de quienes me rodeaban.  La comodidad de usar a mi sirviente me generaba una placidez increíble y un estado de paz emocional que era como la confirmación de mi naturaleza Superior.

Ese modo de verme y de asumirme me hacía un triunfador.  En aquellos momentos Mat era el que estaba a mis pies.  A pesar de la diferencia de edad, de que su mamá era la patrona de mi mamá, de que él tenía muchas cosas a las que yo no podía aspirar por la condición económica de mi familia, allí lo tenía humillado, postrado y me daba el lujo de putearlo y de hacerlo trabajar para mí en cuantas tareas se me diera la gana.  Ello me indicaba que mi vida sería una sucesión de triunfos y que todo aquello que me propusiera lo lograría gracias mi naturaleza Superior.

Fue por ello que con cada acto, con cada palabra, con cada gesto, buscaba erguirme más, levantarme más, poner más distancia entre mi Superioridad y la inferioridad de Mat, rebajándolo por completo y reduciéndolo a la condición que era inherente a su naturaleza inferior: iba a terminar por convertirlo en un esclavo perfecto, en una cosa a la que usaría como me apeteciera y a la que desdeñaría cuando a mí se me diera la gana.  Para ello tenía mi carácter, mi voluntad, mi instinto Dominante y con Mat me estaba dando la oportunidad de cultivar esa habilidad innata en mí de lograr que los otros hicieran exactamente lo que a mí me conviniera y me satisficiera.

En esa lógica, durante los primeros meses con Mat aún hice un par de cosas más de las que no sólo guardo un grato recuerdo, sino que además me ayudaron a erguirme aún más, imponiéndome sobre el lelo y midiendo hasta qué punto había terminado por rebajarlo y logrado de él una obediencia ciega e irrestricta.

Por aquella época yo empezaba a integrar la selección de fútbol de mi colegio y las cosas se me daban realmente bien, a tal punto que ya destacaba entre todos mis compañeros por mi habilidad en el juego y también porque mi carácter competitivo me inducía a dejar hasta mi último aliento en la cancha con tal de que mi equipo saliera siempre triunfador.

Una tarde, teniendo que irme a jugar un partido definitivo dentro de una liguilla muy reñida en la que mi colegio tenía opción de salir campeón, decidí llevarme a Mat conmigo para que me viera jugar.  Era mi manera de premiarlo por la forma en como se comportaba, por toda la obediencia y el servilismo que me demostraba y así se lo dije:

—  Estoy satisfecho de ti… – le anuncié –…y como premio te voy a dejar que vayas conmigo al partido para que veas lo bien que juego.

Mat se puso feliz como niño con juguete nuevo.  No era que le entusiasmara especialmente irse a ver un partido de fútbol.  Lo que le alegraba hasta el punto de saltar, eran mis palabras de aceptación y reconocimiento.  Yo lo sabía muy bien y por eso le había dicho lo que le dije y sabía además que ello motivaría al lelo para mostrarse aún más obediente y más servil.  Ya lo conocía demasiado bien y sabía qué resorte mover dentro de él para que se prestara a todo lo que a mí se me antojara.

El partido estuvo reñidísimo y mi juego fue realmente muy bueno.  Como el campo en el que habíamos jugado no tenía ni asomo de duchas, debí irme a casa sudoroso y sucio, con Mat cargando mi bolsa y revoloteando a mi alrededor alabándome por mi forma de mover el balón y de gambetear a los del equipo contrario.  En aquella ocasión el lelo iba mostrándose inusualmente locuaz y no paraba de endilgarme elogios y de hacerse lenguas hablando de mi habilidad con los pies.

Al llegar a casa, realmente cansado como estaba, fui directo a despatarrarme sobre el sofá mientras Mat corría a la cocina a traerme un buen vaso de soda helada.  Al recibirle el refresco le señalé el suelo ante mí y el lelo vino de inmediato a ponerse en cuatro patas para que yo lo usara como reposapiés.

Aún traía calzados mis botines de fútbol y mis calcetines sucios de tierra y empapados de sudor.  Levanté las piernas y apoyé mis talones sobre el lomo de Mat, al tiempo que iba tomándome a grandes tragos el helado refresco de soda.  Pero estaba tan sediento, que al terminar el refresco empujé al lelo con uno de mis botines y liberándolo del peso de mis pies le ordené que fuera a traerme más de aquella soda y le indiqué que se trajera también una butaca que estaba por los lados del lavadero.

Sentía tal cansancio en mis pies que se me ocurrió en ese momento que Mat me aliviara de una forma muy particular.  De paso iba a degradarlo un poco más y le demostraría que a pesar de haberle manifestado mi satisfacción por su comportamiento, las cosas no cambiaban y que por el contrario su sumisión hacia mí debía ir creciendo al ritmo que yo mismo le impusiera.

Con el nuevo vaso de refresco en la mano le indiqué que pusiera la butaca en la posición debida para levantar mis pies sobre ella y de inmediato le ordené:

—  ¡Sácame los botines y los calcetines!

Ni que decir tengo que Mat se arrodilló de inmediato a obedecer mi orden.  Era la primera vez que iba a descalzarme y como de costumbre, se mostraba diligente y modoso para hacer las cosas sin incomodarme.  Desanudó las agujetas de mis botines y me los zafó sin apenas levantar mis pies de la butaca.

En ese momento alcancé a percibir en su rostro un gestó como de desagrado y le pregunté:

—  ¿Es que acaso tienen olor mis pies?

—  Pero sólo un poco… – me respondió casi con un susurro.

—  ¡Termina ya de sacarme los calcetines que estoy demasiado cansado!

Volvió a la tarea de descalzarme y con el mismo tiento y suavidad acabó de sacarme los calcetines para terminar por dejar descalzos mis pies sudorosos, sucios y malolientes.

—  ¡Venga! – le dije secamente – ¡Ya que has mostrado ser tan bueno para mover la lengua, ponte a moverla sobre mis pies!  ¡Ponte a lamerme mis pies! – le aclaré.

Mat hizo un gesto que no pude definir muy bien si era de asco, asombro, insumisión o duda.  No era para menos considerando no sólo lo humillante que debía resultarle tener que hacer lo que yo le ordenaba, sino además por el estado de suciedad, sudor y olor de mis pies que hasta mis narices llegaba el tufillo.

Hubo un momento de tensión.  Llegué a dudar si Mat iba a obedecerme y ya me estaba cabreando suponiendo que después de todo no iba a lograr que el lelo traspasara ese límite que al parecer estaba demasiado alto.  Pero el chico era un poema a la sumisión.  No obstante, seguramente tratando de conservar un poco de su dignidad, se atrevió a proponerme:

—  ¿Te los puedo primero lavar un poco? – me dijo con un susurro y con sus ojos clavados en mis pies –…es que los traes muy sucios…

Aquello marcó la pauta de lo que debía yo hacer enseguida y me convenció de que para la obediencia de Mat no habría límite de ahí en adelante.  Revolviéndome sobre el sofá, le dediqué una mirada dura y le espeté:

—  ¡Si no me vas a obedecer, mejor te vas YA de mi casa!

No tuve que proferir ni una sílaba más y ni siquiera debí mover un músculo.  Aquella orden me bastó para que Mat sacara su lengua tan larga como la tenía y para que literalmente se aventara a lamerme los pies con verdadero esmero y entusiasmo.

La sensación de relajamiento, descanso y placidez que sentí de inmediato fue indescriptible.  La lengua de Mat hacía prodigios sobre mis plantas, metiéndose por entre mis dedos, lamiéndome por el empeine, por los tobillos y por mis talones.  Era el masaje más delicioso que podía recibir en mis pies.

Por añadidura, verlo allí arrodillado ante mí, con su lengua repasando de manera diligente por mis pies, tragándose toda la mugre y el sudor y lamiendo con tanto esmero a pesar del fuerte olor, hizo que mi sentimiento de poder sobre el lelo aumentara mucho más y que acabara de convencerme de que había sabido llevar a Mat hasta el fondo mismo de la sumisión y la obediencia.

Durante aquellos primeros meses había logrado sin duda adiestrar a Mat para convertirlo en un esclavo a la medida de mis gustos.  Y vine a rematar aquella primera etapa de instrucción con una nueva cabronada que me salió de manera muy natural y que sin duda le indicó al lelo que siempre debía hacer lo que a mí se me antojara.

Ocurrió que una tarde vino trayéndome un pastel delicioso.  Disfruté de comiéndomelo casi todo, pero terminé llenándome el estómago antes de acabar de engullirlo y tuve que dejar un pequeño trozo en el plato.  En esos momentos no hacía mucho había llegado del colegio y Mat estaba descalzándome y observando con atenta satisfacción el gusto que me había dado con su pastel.

Me apeteció darle el trozo de pastel que había sobrado y ofreciéndoselo le ordené:

—  ¡Cómetelo!

En ese momento Mat acababa de retirarme mis calcetines y casi estaba a punto de empezar con el masaje de lengua a mis pies que ya para entonces se había hecho cosa de todos los días.  Puesto de rodillas ante mí, levantó su mirada y con un hilo de voz me dijo:

—  Gracias…pero estoy lleno…almorcé demasiado antes de venirme a tu casa…

A esas alturas, lo que menos me esperaba era que Mat rechazara nada de lo que yo le ofreciera.  Así que su negativa me cabreó de verdad y sin pensármelo ni por un instante lancé al suelo el trozo de pastel que el lelo no había querido comerse y le puse uno de mis pies encima, aplastándolo y embarrándome buena parte en la planta y entre los dedos.  De inmediato levanté mi pie sobre la butaca y de nuevo le ordené:

—  ¡Cómetelo!

El lelo notó mi cabreo y ya no puso ninguna pega.  Completamente humillado, replegó su lengua contra mi pie y se dedicó a lamérmelo y a chuparme los dedos hasta terminar de tragarse íntegra la masa de pastel que había adherida allí.  Para concluir, cuando ya no había ni rastro en mi pie, le ordené que se inclinara contra el suelo y lamiera también los restos de pastel que había allí.  Mat no musitó ni una sílaba.  Simplemente obedeció con la misma diligencia que le era característica y luego que se tragó toda aquella masa mezclada con el sudor de mi pie y con el polvo del suelo, lo dejé en paz para que pudiera dedicarse a masajearme mis pies con su húmeda, tibia y diligente lengua.

Más o menos en estos términos avanzó esa primera etapa de adiestramiento de Mat.  Ya en los próximos mensaje te iré contando de mi otro esclavo, de cómo lo conocí, de cómo descubrí su potencial y de la forma en como lo relacioné con el lelo para lograr que entre ambos hicieran mi vida aún más cómoda, placentera y excitante.