Ya no soy tu hijo (4) Mi semen en tu culo
Escupí de nuevo en esa boquita sinvergüenza y descarada que me desafiaba en su trasero y le hundí dos dedos a la vez. Los abrí como una tijera y mamá sollozó, los retorcí y mamá aulló...
Esta es la cuarta y última entrega de YA NO SOY TU HIJO. Las anteriores se publicaron a principios de la semana pasada, pero las que mandé el día 2 de abril no quedaron correlativas en la lista de relatos que se actualiza a diario. Quien las busque encontrará la tercera antes que la segunda. Hago esa pequeña aclaración para evitar confusiones y saltos en la lectura. Espero que os guste.
LA SOMBRA DE LA DUDA
Como en una versión femenina de Dr Jekyll y Mr Hyde, los primeros rayos de sol convirtieron a mamá en la beata meapilas de siempre y acudió a la parroquia con su indumentaria de luto. Sería un día provechoso para el padre Juan, un día en que debería escuchar, analizar, condenar, purgar y redimir los pecados de lujuria con los que su descarriada sierva le regalaría los oídos.
Mamá volvió sobre las dos de la tarde. Sería una penitencia eficaz ateniéndome a lo que oía en el salón. Ahuecaba el mueble bar con la furia de una alcohólica redimida, e imaginé las botellas alineadas bocabajo en el fregadero vaciando su carga letal.
La angustia me tomó. Presentía que aquello era el final; que mamá atribuiría su desliz, no a su pasión por ese machito del tres al cuarto (mi persona) que tanto le recordaba a su marido fallecido (mi padre), sino a la ingesta incontrolada de alcohol. Mis peores temores se confirmaron cuando, desde la puerta y sin mediar palabra, me indicó que saliera de su cuarto. Desde el mío, la oí sacudiendo el colchón, señal inequívoca de limpieza general; y el montón de ropa de cama que se acumuló en el pasillo confirmó que no quedaría rastro de mi ADN en su cuarto.
Aquel día no hubo almuerzo familiar, básicamente porque ya no quedaba familia. Habíamos quemado afectos y traspasado límites convirtiéndonos en extraños. El martes, acudieron los pintores para sanear el antro de cualquier rastro de pecado, y las paredes se cubrieron de un papel azul grisáceo con querubines que parecían cantar el réquiem por nuestra breve pero apasionada noche de amor. Los muebles cambiaron de lugar quedando mi furtivo punto de observación cegado, no sólo por el papel, sino por el armario de tres cuerpos. El miércoles, el cerrajero puso pestillo en su puerta; y el jueves, desapareció la ropa de papá de mi armario.
Así pasaron tres dolorosas semanas en las que apenas nos hablamos. Siempre buscamos un culpable para nuestros fracasos -¿quién no lo hace?- y el padre Juan se ajustaba al perfil como anillo al dedo. Era un domingo de mayo en que la lluvia caía ruidosamente sobre la claraboya del patio y los truenos retumbaban lejanos sobre el mar. Cancelado el partido de fútbol, leía una revista en la salita, observando de reojo a mamá, desasosegada y esperando a que amainara. En uno de esos momentos de falsa calma, tomó el paraguas y se fue. Al rato, el rencor que sentía por el padre Juan creció exponencialmente con la intensidad de la lluvia hasta que el pertinaz goteo de un canalón roto consiguió adormecerme.
El ruido de una llave en la cerradura y el destello de un rayo atravesando mis párpados me despertaron. El trueno retumbó con fuerza y mamá pasó frente a mí con el pelo y la ropa chorreando. La rabia se convirtió en ternura -seguía siendo mi madre- y me acerqué a su cuarto para ofrecerle café o leche caliente. La puerta permanecía entreabierta, pero llamé con los nudillos por precaución. Sería por el estruendo de la lluvia que no me oyó, por ello decidí entrar. En la penumbra pude discernir su silueta de espaldas. Otro fogonazo mostró su cuerpo desnudo y la inconfundible rojez de los azotes en sus nalgas. El espejo del tocador reflejó mi presencia. Quedó inmóvil abrazándose a si misma con un gesto desesperado.
-Vete por favor, Julián -susurró muy bajo, su voz diluyéndose en el sonido de la lluvia.
¿Era esa la especial penitencia que le aplicaba el padre Juan? ¿Era así como mamá purgaba sus pecados? Lo imaginé llevándola a la cripta, un diminuto sótano cuya bóveda sofocaba cualquier grito o sollozo y allí la azotaba con la correa de su pantalones, o con algún artilugio vinculado a la flagelación. Sórdidas imágenes se agolpaban en mi mente y mi estado de ánimo tomó el color del día: oscuro y melancólico. Dejar cabos sueltos no casaba con mi forma de ser y finalmente tomé una decisión.
A la semana, mamá se levantó a la hora de siempre, pero yo no me quedé remoloneando entre las sábanas; sino que me vestí raudo cuando ella salió de su cuarto. Oí el chasquido de la loza en el fregadero tras apurar su frugal café con leche y seguidamente la puerta retumbó. Bajé sigiloso las escaleras tras ella y, desde el portal, vi su figura torcer por el callejón. Al llegar a la segunda bocacalle -cual fue mi sorpresa- tomó una trayectoria inesperada. Repentinamente se detuvo y se puso unas gafas oscuras que sacó del bolso.
El desconcierto inicial se tornó en sórdida sospecha cuando nos adentramos en el corazón del barrio marítimo. Siempre activo, acogía el turno matinal de puterío que a esas horas demandaban viejos buscando alivio a su soledad insomne, o jóvenes soldados con el permiso fresco y hartos de su forzado celibato en el cuartel. Su presencia me hacía más fácil el seguimiento, que terminó cuando mamá se detuvo en un portal. Miró furtivamente a un lado y a otro, pero no alcanzó a verme. Golpeó la puerta con la aldaba pautando tres toques fuertes seguidos de dos ligeros – el código del 3º 2ª-. En breve, la puerta se abrió y mamá entró en el edificio.
Indeciso, esperé hasta que una mujer llamó a la puerta con el mismo código. Llevaba un caniche atado a una correa, y el estruendo lo asustó. La mujer lo tomó para acunarlo y le dio mimosos besos en la boca para calmar sus ladridos estridentes. La puerta se abrió engulléndolos. Un animado grupo de soldados completó seguidamente el ritual y sus sonoras risas se apagaron tras la puerta.
Yo no estaba más tranquilo que el caniche; pero ni ladré ni nadie me calmó. Era mi turno, ineludible si quería saber la verdad que de momento presentía cruda. Tragué aire y llamé. La puerta se abrió invitándome a la oscuridad de un vestíbulo. Le di al interruptor y una precaria bombilla iluminó una escalera que subí con el corazón en la boca.
La existencia de esos burdeles no era ningún secreto, lugares donde trabajaban mujeres, incluso de clase alta, que no les importaba tanto la retribución como huir de la exposición de la calle. Eran lugares baratos con cubículos privados, y otros donde se permitía a los jóvenes soldados, la mayoría con escasos recursos, masturbarse tras un falso espejo. Podían así contemplar sin ser vistos a esas mujeres entregadas a cualquier depravación, camufladas tras un antifaz. Sospeché dolorosamente que era eso a lo que iba enfrentarme. Aspiré el olor rancio típico de los lugares eternamente cerrados y me detuve ante el 3º 2ª.
Una chica abrió y me mostré con la actitud que suponía propia de un hombre de mundo, con las manos en los bolsillos y un forzado rictus de descaro. Mi impostura no pareció conmoverla y me franqueó la entrada con un bostezo que desencajó su cara. Enfundada en una bata casera, unas zapatillas y el pelo recogido en un moño, parecía la parodia de una geisha. Me acompañó a un interior con aspecto de anónimo hostal, dejándome frente a un mostrador atendido por un viejo que asomaba su rala cabeza tras él.
-Una preciosidad nueva, Adolfo. No sé lo que quiere, pero que sepas que Elvira tiene la regla y sólo está para mamadas. No tengamos que llevarlo virgen y mártir al dispensario -se burló la chica perdiéndose en un pasillo lateral iluminado con diminutas lamparillas de pared.
-Descuida, Espe... -murmuró el viejo que seguidamente se dirigió a mí-: ¿Mirar o follar?
-Mirar, pero debo aclararle algo: La chica se equivoca. No soy nuevo ni virgen.
-Bueno, todos decís lo mismo. Pero a mí me da igual...
-Estuve aquí hace un mes. Había una mujer madura, rubia y no muy alta. Se llamaba Munda. Me gustaría verla trabajar de nuevo.
-¿Munda? ¿No sería Clara?
-No, Munda.
-Tal como la describes es Clara. Seguro -confirmó mientras me alcanzaba una ficha parecida a una moneda-. El pago es por adelantado.
-¿No será que...
-Clara te digo. Preguntas mucho, y aquí mucho es demasiado. Me da igual cómo se llame de puertas afuera. Aquí es Clara, rubia, madura, metro sesenta más o menos, buen culo, buenas tetas y buena follada..., con un lunar grande en la nalga izquierda... Pero si la prefieres más joven...
-Esa es -confirmé con un nudo en el estómago recordando su precioso lunar-. No quiero otra.
Le aboné el importe y él contestó sin mirarme enfrascado en su crucigrama mientras agitaba una campanilla:
-Un cuarto de hora. Te da para una paja sobrada... y no me pringues la pared, joder... ¡Espeeeeeee, llévalo a la pajarera de Clara! -gritó dirigiendo su chorro de voz al fondo del pasillo sin dejar de agitar la campanilla.
Espe apareció al rato arrastrando su cuerpo y unas sábanas sucias. En la otra mano llevaba una toalla plegada que me entregó.
-Acompáñame -me indicó tras soltar las sábanas y patearlas indiferente hacia un rincón.
La seguí dócilmente y nos detuvimos frente a una puerta.
-Es temprano y no hay casi clientes, puedes alargarte un poco. Pero si a la media no has salido, te saca Adolfo a rastras. Parece bobo, pero engaña... y tiene una mala leche... -advirtió tras abrir la puerta y franquearme el paso.
Ni siquiera miró al interior y cerró la puerta tras ella. A mi derecha había el estrecho y largo cristal que cubría la pared de esquina a esquina, el falso espejo que permitía mirar sin ser visto. Frente a él, unos soldados parecían molestos por mi intromisión; pero no lo suficiente como para dejar de maniobrar vigorosamente sus cipotes. Escupían las palmas de sus manos o sus vergas directamente mientras formulaban obscenidades y, bajo el falso espejo y frente a ellos, una barra larga parecida a las que se encuentran en los gimnasios servía para colgar las toallas. Demoraba mirar a través del falso espejo, pero lo hice finalmente.
Deseaba equivocarme, que todo fuera producto de mis paranoias; pero no: allí estaba mamá; con un antifaz como único vestido. Arrodillada, felaba a un hombre desnudo, un marinero con un brazo tatuado. El hombre tenía su cabeza entre las manos y ella se aplicaba en la mamada consciente de que era observada. Mamá se alzó para colocar una pierna flexionada sobre la cama. Su coño quedó generosamente abierto, ese coño rosado que tan a gusto me había follado iba a ser pasto de ese hombre ante mis narices.
-¿Qué te pasa? -escuché una voz jadeante a mi lado-, ¿no te pone esa guarra?
-Sí me pone, pero me reservo. Me corro fácil -mentí- y antes me gustaría ver si le da por el culo.
-Aaaaaaahhhh... síííííííí... sííííííííí... -oímos en un rincón.
Un tipo escupía la saliva pastosa del orgasmo sobre la barra con la toalla entre las piernas. Hubo risas contenidas y algunas bromas jocosas por parte de sus colegas.
-Ese cabrón no aguanta nada -delató cómplice mi vecino tras propinarse un nuevo salivazo-. En el cuartel se corre con el rozar de la sábana. Es incapaz de cumplir con una mujer. Yo sí lo haría, joder..., pero no siempre la pasta me alcanza...
Siguió con su agitada respiración y con la cara pegada al cristal mientras mamá se relamía con la cabeza de ese hombre entre las piernas. La acariciaba alborotándole el pelo y eso me embargó de nostalgia y rencor. Observar el rabo de mi vecino fue inevitable. Era un rabo grosero y tortuoso asentado sobre unos cojones descomunales que le colgaban del último tramo de la bragueta. No era extremadamente largo pero si muy grueso, y su curvatura y venosidad le daban un aspecto casi animal.
El marinero se puso el condón, y hundió la verga en el coño de mamá alzándola con un vigoroso ensarte; mi vecino, en el límite de la excitación, comenzó a propinarse brutales manotazos en el glande... Estaba fuera de sí con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y respirando entre dientes...
Le puse la mano en el hombro y él se volvió como impulsado por un resorte y se lanzó contra mí empujándome contra la pared y mirándome con sus ojos de loco mientras gemía:
-Cabronazo..., chúpamela..., chúpamela, mamón... ¿a qué has venido sino? A mí no me engañas...
Me revolví y conseguí sacarme sus férreos brazos de encima. Probablemente aquello acabara otras veces con una bonita fiesta con el macho alfa follándose a su reclutas putitas...; pero yo no estaba dispuesto a ser la hembra elegida de la manada. Para eso estaba mamá y así lo había decidido hacía rato.
-Tranquilo -y le hundí la zarpa en sus mejillas para apartar su cara de loco-. Cálmate. Iba a proponerte algo mejor: Pagarte dos servicios con ella si le das exclusivamente por el culo. Pero con una condición: Quiero que lo hagas vestido con el uniforme, sin condón y sin mimos; no quiero que te pongas cariñoso. Quiero verte con la rabia de ahora, que la verga sea tu bayoneta; y esa puta, tu enemigo.
Así se lo solté dudando de que la propuesta hiciera efecto en sus devastadas neuronas. Yo también conocía la locura de la inmediatez, ese afán de correrse aunque fuera metiéndola en el hoyo de un queso duro. Me soltó y dijo con una sonrisa sardónica que en su cara de bruto no presagiaba nada bueno:
-¿Tienes pasta para hacerlo y me la das a mí? O estás loco o eres un puto mamón. A mí me da igual, pero mientras el tipo del mostrador no me lo confirme, no me lo creo.
-Y yo te digo que si te corres mientras estoy fuera vas a quedarte sin encular. Allá tú -contesté mientras escondía mis vergüenzas tras la bragueta y, ante su expresión atónita, salía para confirmarle que lo mío no era un farol.
Fui hasta el mostrador y negocié el nuevo trato con Adolfo que, inmerso en su crucigrama e indiferente a las aficiones de los demás, se limitó a cobrar los servicios, a recordarme los tiempos y a librarme las toallas.
A la vuelta, el resto de sus colegas salpicaron su gozosa agonía ante al visión del marinero encumbrando a mamá al orgasmo. Definitivamente se sacó el condón y su leche chorreó en sus tetas que embadurnó con jugosos trallazos. El soldado miraba con desesperación a su verga, a mamá y a mí; pero cuando le entregué las chapas, recibo del importe pagado, sus ojos se iluminaron con lascivia.
-Cuando esté disponible te hará pasar. ¿Entendido?
El soldado condujo con dificultad la idea a su cerebro; y la erección, al interior de su bragueta. Salió sin más preámbulos mientras mamá se espatarraba en el bidé para lavar su coño y la corrida del marinero en sus tetas antes de que secara. Cuando acabó, fue hacia la puerta que abrió para atender al soldado. Finalizó el turno de los felizmente corridos y un nuevo grupo se dispuso a gozar del espectáculo junto a mí.
Prepararos -advertí con la veteranía que ya me daba la corta estancia en ese antro-. Ese garrulo cabrón va a encularla durante un buen rato, a ver lo que aguanta.
Me relamí por vicio, por sórdida venganza o por las dos cosas, y esta vez sí solidaricé mi paja con las de mis compañeros. Tras el cristal, el soldado mostraba su erección escondida aún tras la tela del uniforme. La protuberancia marcaba una roncha extensa y oscura en la tela caqui. Mamá se arrodilló ante ella y la acarició. Entonces no vi las manos de mamá ni las de florista, vi las manos de una eficaz zorra que, tras extraérsela y tras un breve pajeo, la hundió en su boca con avidez. La sacó de nuevo para mordisquearla en toda su extensión y alcanzó los gruesos huevos que chupeteó con gusto, como si fuera a tragárselos.
Mostraba una actitud nueva, mucho más cálida que la que había mostrado con el cliente anterior o quizá era mi imaginación. La edad del tipo estaría próxima a la mía, quizá era su juventud o sus generosas prestaciones lo que la excitaba tanto... Una oleada de rabia gozosa me alzó, me dejó de puntillas y murmuré:
-Dale su merecido..., ¿a qué esperas, cabrón? Tan gallito tras la barrera..., ¿te vas a amilanar ahora?
Pero el cabrón no se amilanó. Sin más preliminares, tomó a mamá y la puso en cuclillas sobre la cama. Ella, colaboradora, se arqueó cual zorra en celo y alzó su culo hacia él. Con sus manos separó los glúteos mostrándole sus calientes orificios, su carnosidad rosada y penetrable. En la pajarera se oía un chapoteo constante; pero un silencio verbal cómplice se estableció entre nosotros como cuando se asiste a un acto religioso.
El tipo tomó su verga monstruosa y la acercó. La golpeó en el culo de mamá que empujaba hacia él, incitándole a cumplir de una vez. Sus groseras actitudes me tenía pasmado, pero las del garrulo cabrón tampoco me dejaban indiferente. Imaginé que se correría en ella con tres fugaces envites para seguidamente aflojarse a sus pies como un conejo. Pero no. De vez en cuando, se apartaba para golpear sus nalgas con las palmas mientras le decía -supuse- lo zorra que era, y ella las aferraba con desesperación para apartarlas más y más con sus uñas clavadas en su propia carne.
El tipo escupió, extendió el lapo sobre esas mucosas rosadas que recibieron el regalo con -lo que imaginé- trémulos estremecimientos. Hundió los dedos en su coño donde extrajo más flujos y los acercó a su ano que los aceptó con gozo aparente. Los hundió de nuevo para explorar su profundidad como si calibrara su resistencia, no fuera a estallar con la furia de sus envites. Tomada por ese brazo musculoso, el cuerpo de mamá cimbreaba como si la brisa del infierno lo meciera. El soldado gozaba de su entrega, saboreaba los preliminares. Paladeaba verla ante él sometida de esa forma.
Finalmente acercó el glande a su ano y hundió en él su roja tirantez. Un nuevo envite hizo desaparecer el mango en toda su longitud y grosor hasta el tope de sus huevos. Mamá boqueaba, padeciendo el dolor rabioso resultante de ese garfio de carne desgarrándola, padeciendo su incapacidad para resistirse a su avidez de puta nimfómana, ignorando -¿cómo lo iba a saber?- a la verga de su hijo agitándose tras el cristal ante su imagen degradada.
Sacó y metió de nuevo, y mamá se estremeció apretando los dientes tras sus labios, esos labios que -imaginé- tantas pollas habrían chupado a lo largo de su vida. Su ano se partía una y otra vez ceñido a ese mango monstruoso; y su cara, hundida en la almohada, dejaba su rastro de carmín sobre la tela como el rastro de un sexo desvirgado.
Un tipo no pudo alargar más su paja y se corrió junto a mí, y allí, aferrado a la barra, deslizó su boca por el cristal, babeándolo.
-Salud -le dije-, es mi madre... Es una puta, pero... ¿quién no está orgulloso de su madre? -le confesé rabiosamente mezquino, revolcándome en mi sarcasmo.
Él, con una sombra de incredulidad y sorpresa en su mirada me sonrió y murmuró:
-Joder..., no sé que decirte..., pero qué mujer... buuuuff...
Aún vestido con el uniforme, parecía golpeado no por la lujuria sino por la guerra.
Las nalgas de mamá mostraban la roja huella de los manotazos mientras la pelvis del cabrón golpeaba con furia contra ellas. Los preliminares habían finalizado hacía rato y ahora quedaba la enculada de la que mamá era sujeto gozosamente pasivo y torturado. El antifaz perdió su objetivo, el de camuflar su identidad. Su cabeza de muñeca rota hundida en la almohada giró su cara hacia el cristal para mostrarnos todo lo que sentía y su mirada anunció un inminente y voluptuoso orgasmo. La verga del soldado ya era puro pistón de carne entrando y saliendo de su cuerpo, cualquier punto de dolor se convertiría pronto en fuente de placer, paradójica consecuencia de las maniobras sexuales extremas.
Mamá culeó contra el garfio, tirando aún más de sus nalgas como si quisiera expulsar definitivamente el esfínter de su cuerpo y el cabrón fuera a llevárselo con él para gozarlo en la soledad del cuartel. Se relamió y sus ojos quedaron en blanco y así quedó durante un rato que pareció inacabable y sin que la verga de ese hijoputa cabrón pero supremamente macho -lo reconozco- flaqueara en su acción de taladrarla.
El resto de mis vecinos sucumbieron al espectáculo y sus vergas gozosas no soportaron por más tiempo la fantasía de verse enterradas en el culo de mamá. Eyacularon una tras otra alentadas por los gemidos de sus portadores. El puño de Adolfo rebotó en la puerta y nos devolvió a la cruda realidad dando la sesión por terminada, y yo me corrí viendo los trallazos de semen en el ano de mamá, al cabrón chorreando sobre sus nalgas, sobre su espalda, sobre su pelo... definitivamente dentro de ella.
-Tenías razón, Munda -murmuré entre dientes mientras estrujaba la toalla contra mi glande para recoger las lechadas- «No me llames mamá, llámame puta», me dijiste. Cuanta razón tenías... sííííí... sííííí... síííííí..., puta..., puta..., puta...; no mentías...
Nos disolvimos como cucarachas abandonando una orgía de jugosos residuos. Yo volví a casa, abatido, intentando aceptar esa nueva realidad, una realidad que durante las últimas semanas no cesaba de darme sorpresas. Cuando llegué, me tumbé en la cama para hacerme el dormido y oír su cuerpo llegar derrotado por el placer. La oí andar torpemente. La imaginé dejando caer su cuerpo gozosamente torturado sobre la cama y aliviando con pomada los desgarros sufridos.
MI SEMEN EN TU CULO
El domingo siguiente, salí antes que ella con la excusa de que tenía partido. Corrí veloz hasta el burdel donde me recibió Espe. Parecía más amable y disfrazó su sarcasmo con un esbozo de sonrisa, lo que supuse un merecido premio a los clientes habituales. Adolfo me recibió con la indiferencia de siempre. Ni siquiera se inmutó cuando pagué las tres horas de servicio de mamá. Me encerré en el cuarto adjunto y allí contemplé su llegada y transformación, su cuerpo desnudándose de sus ropas negras y poniéndose el vestido azul turquesa que yo le había regalado el día de su cumpleaños.
Tuve que contenerme para no golpear ese cristal, para gritarle lo depravada que era. Impotente, mi alma desgarrándose, sin entender porque su imagen con ese precioso vestido habían conseguido conmoverme más que su extrema obscenidad. Ese vestido simbolizaba todo mi amor por ella y también mi fracaso.
Durante esas tres horas fue mía por completo, una gata en celo atrapada en una jaula. Con su lujuria contenida, sin entender por qué había dejado de interesar a los hombres, por qué ya no tenía clientes... Salió y volvió al rato. Probablemente Adolfo le informara que era posesión de un excéntrico que había comprado sus servicios en exclusiva. Entonces, se restregó furiosamente contra el cristal. Selló sus labios en él y lo acarició con la yema de sus dedos mientras yo me masturbaba con una paja amarga que nada tenía que ver con esas que me propiné en casa espiándola desde el trastero, el coño en una mano y una foto de papá en la otra.
Sacó sus pechos por el escote y estrujó su carne contra el cristal, sus pezones atrapados como el centro de dos dianas donde proyecté mi semen. Lo extendí y pensé si ella podría sentir el calor de mis manos y mi leche. Siguió con su exhibición y, finalmente, se masturbó sobre la cama, con las piernas muy abiertas, para que yo pudiera contemplar el castigo de su dedo sobre su encendida baya. Me largué hastiado dejándola con su vicio.
A la semana, cumplí con el mismo ritual. Ese día, mamá ojeaba una revista del corazón tras el falso espejo y parecía aburrida y desconcertada, como si esperara indicaciones; y yo aproveché para alcanzar a Espe en el pasillo. Arrastraba un pliego de ropa sucia que yo pisé con el pie, travieso.
-Auuhhh... -gimió sacudida por el tirón.
-¿Tienes un momento? -inquirí con mi mejor sonrisa.
-No vamos a follar si es lo que quieres -cortó rápidamente-. Normas de la casa.
-No es eso, Espe. Pasa, por favor.
Miró furtivamente a un lado y a otro como si le fuera la vida en ello, y se metió en el cuarto de las pajas conmigo.
-¿Quién es? -pregunté mostrándole a mamá.
-¿Y tú lo preguntas? Clara, quién va a ser. Una puta vieja... bueno, "madura" como os gusta llamarlas. Pero no me hagas caso. A mí me parece viejo cualquiera que pase de los treinta... ¿Acabaste? Si quieres más pregunta a Adolfo.
Hizo ademán de irse pero yo me crucé en la puerta.
-¡Aaaaay que miedo...! ¿Quieres que chille? -espetó con cantinela burlona.
-No vas a chillar por la cuenta que te trae. Adolfo ni siente ni padece y sabes que es impermeable a cualquier tipo de información -mentí.
-¿Y quién te dice que yo no lo soy? -contestó con descaro.
-Lo sé, Espe. Eres divertida e irónica. Sólo las cosas que uno sufre pueden convertirse en ironía. Y yo sé que has sufrido mucho, Espe, fijo que sí. Pero sabes darle las vuelta a los problemas.
Espe parpadeó. Se ablandaba bajo los efectos del tóxico. Con un poco de suerte alguien haría algo en ese antro sin ponerme la mano en el bolsillo. Se moría de ganas de largar y yo le daba incentivo.
-Mira que eres raro, tío... -afirmó dejando definitivamente su fardo de ropa en el suelo prometiendo con ello un atisbo confidencia-, pero a la que oiga la campanilla o los gritos de Adolfo salgo por piernas. Prosiguió-: Hace años que trabaja aquí, es florista y dicen que no necesita el dinero y que folla por vicio; pero no me lo creo. La pasta es la pasta. Sí es verdad que los jóvenes la vuelven loca, pero ¿a quién no...? -inquirió remolona y sonriéndome apoyando un pie en la barra como si fuera una bailarina de ballet-. Algunas dicen que su vientre seco es el motivo...
Hizo un arco sobre su cabeza con los brazos y se echó para atrás parodiando a esa bailarina imaginaria. Mi corazón aceleró, pero intenté disimular:
-¿Qué no tiene hijos?, joder... ¿estás segura...? Vaya, a su edad, viuda y sola... -remarqué lo senil que podían parecerle los treinta y tantos de mamá.
-Según cuentan adoptaron un chaval. Su marido estaba loco por ella, pero ella no podía darle un hijo. También descubrió que podía follar hasta hartarse, cuando, por donde quisiera, y sin quedarse preñada... Parece que se volvió irónica como yo...
Sus párpados aleteaban enloquecidos mientras su boca tomaba el rictus de un mimo.
-¿Irónica? -pregunté confuso.
-Sí, hombre. Dijiste que soy irónica porque se darle la vuelta a los problemas. Pues ella, lo mismo... -dijo bajándose de la barra y tomando una postura más seria, la que se esperaba de una palanganera de burdel.
-Jajajajaja, Espe... -reí su ocurrencia.
-Joder, tío... ¿Me estabas tomando el pelo y yo aquí largando...? Anda y que te den...¡Irónica...! Vaya con la palabreja lo que da de sí... Una puta como todas es lo que es... y va ese imbécil y....
-Perdona, Espe, no quería ofenderte, pero es que no es exactamente lo mismo...
Pero Espe ya se había largado con su fardo de sábanas tras un violento portazo que hizo vibrar el cristal del falso espejo. Mamá se acercó sobresaltada y puso las manos en él, y yo pareé mis palmas con las suyas...
-Lo siento -le susurré-. Ya ves, no eres una mala madre ni una puta, sólo eres una "irónica" y yo no soy ni un mal hijo ni un putero sino un "imbécil". Perdóname, Munda.
Ya no pintaba nada allí, me fui para casa y la esperé. Llegó a su hora de siempre, parecía cansada. La seguí por el pasillo y, cuando iba a cerrar la puerta de su cuarto tras ella, trabé la hoja con el pie.
-¿Qué quieres? -preguntó abatida y sin ganas de bronca.
El tiempo de descanso que le compraba no le sentaba bien. Entré, me senté en el borde de la cama y le dije:
-Ven aquí, Munda. Acabemos con esto de una vez. Los dos sabemos lo que queremos.
Ella se acercó vencida. No había tenido sus buenas sesiones matinales de rabo desde hacía tiempo y podía sentir la carne vibrando trémula bajo su ropa negra. La hubiera acariciado tiernamente, la hubiera besado en la boca igual que hace cualquier chico con su novia, pero sentía que aún me debía algo. Tiré de ella para que se arrodillara y recliné su cuerpo sobre mi regazo sintiendo sus turgentes tetas aplastarse contra mis muslos. La mujer que tres semanas antes me había echado de esa habitación casi a patadas, claudicaba.
-¿Cuanto dura tu alma limpia, Munda?
-Oh, no..., Julián..., por favor -gimió.
-¿Cuanto tiempo tardas en pecar aunque sea de pensamiento? ¿Pasan ocho, diez minutos, quizás segundos hasta que sucumbes y el perdón que te ha concedido el padre Juan se diluye en tu vicio? ¿O acaso no es ese cura quien te purga y redime?
Gimoteó de impotencia mientras le levantaba la falda y le bajaba las bragas hasta las rodillas. Le propiné un cachete en las nalgas que temblaron con el impacto...
-¿Por qué me haces esto?, ¿por qué me torturas así? -sollozó
Le contesté con otro más sonoro en la nalga gemela. Le propiné otro, y otro. Los manotozos caían vigorosamente en sus nalgas extendiendo la rojez por sus carnes temblonas.
Suspiró y yo acaricié su entrepierna que ya estaba empapada de flujos. Sus nalgas florecían con el rojo de los azotes y me agaché para morderlas y sembrarlas de nuevas huellas...
-Mi putita, mi Munda... -susurré.
Y ella empujó instintivamente su sexo hacia mi mano, su sexo faltado de ese placer extra y vigoroso, ese placer que marineros y soldados le proporcionaban y que yo intentaría saciar. Hundí mis dedos en su vulva y ella se abrió más, consintiendo. Se lo froté suavemente, las yemas de mis dedos en su clítoris excitado, empapándome con sus flujos. La aparte suavemente y me alcé, la tomé por la cintura y la arrodillé sobre la cama. Sus nalgas castigadas por los azotes eran una extensión rosada de sus mucosas.
Me acerqué a ella y hundí mi cara en su jugoso coño para lamerlo, mi lengua trazó remolinos en su caliente baya y ascendió arrastrando la viscosidad hasta su ano. Tensé sus nalgas y el esfínter afloró con su punto negro central, ese punto falsamente virgen que había visto dilatarse tan salvajemente en el burdel. Lo escupí y pareció retraerse, asustadizo, pero al extender la saliva con mi dedo emergió de nuevo, agradecido, buscando la humedad para beber de ella. No lo defraudé. Se lo hundí hasta el tope y la carne me ciñó anillándose con gusto, confiada.
Mamá gemía por lo que le hacía y por lo que no, en ese desasosiego que prende el cuerpo cuando el deseo se convierte en avidez morbosa y las señales de placer y las del dolor se confunden. Escupí en esa boquita sinvergüenza y descarada que me desafiaba en su trasero y le hundí dos dedos de una vez. Los abrí como una tijera y mamá sollozó, los retorcí y mamá aulló. No sé por qué lo hizo. Su hoyuelo la contradecía y no mostraba maltrato, devorado por la sed y el hambre de la abstinencia, probaba con gusto el anticipo. Lo regué de nuevo con otro salivazo, más flujo vaginal y me alcé tras mamá.
Tensé a tope sus nalgas para que su ávida y desdentada boquita trasera no pudiera esconderse y entre sus rosados labios deslicé mi verga. La saqué y repetí la operación hundiéndola hasta el fondo, Sus gemidos y sollozos de nuevo. La retiré, y otra embestida; así una y otra vez. Observé esa maravilla retráctil, sorprendida por tan extraños padecimientos y placeres, incapaz de cerrarse de nuevo. Arremetí, ensartándola violentamente, y ella me mostró su avidez y deseo de castigo. La retiré para admirar ese orificio cada vez más dilatado y boquiabierto.
Se la metí de nuevo con una brutal embestida, intentando emular a ese cabrón del burdel. Muy alto había quedado el listón, pero me esforzaría. No tan sólo la deseaba, la amaba; y eso era un plus que facilitaría la labor. Sacudí duro y a pistón fijo. Disfruté ese gusto tremendo y, sintiéndome controlador absoluto de la zona y verdugo de ella, extendí los brazos para sobar sus pezones y estrujárselos con todo mi cariño y amor. Estimulada tan vigorosamente, mamá boqueó y se corrió con un orgasmo vocero. Mi placer ascendió del escroto hasta el glande arrastrando la leche que alimentó, gozosa, esa boquita hambrienta que no cesaba de alentar a su invasor con espasmos de placer. Quedó suficiente en el escroto para chorrearle las nalgas y untar con ella todos los orificios que pidieran su merecida ración. Quedé contemplando esa boquita lujuriosa, satisfecha su sed desesperada rezumando el sobrante en un vómito viscoso y lascivo que resbalaba hasta los pliegues de su coño.
Por primera vez había gozado de mamá sin la sombra del incesto pesando sobre mí. Me sentía liberado de mí papel de hijo. Redimido. La semana siguiente fue una prolongación de esa extraña luna de miel. Una luna de miel sin el colofón de paisajes exóticos, inmersos en ese falso cielo de querubines con los que había empapelado su cuarto.
Los domingos, mamá dejó de acudir a su "peculiar misa". Quizá se cansó de ese cliente fantasma o pensó que ya era vieja para el burdel y los hombres habían dejado de interesarse por ella, o que ya tenía suficiente con las "sesiones de penitencia" que yo le dedicaba.
Aunque sus ojos, sus manos, su cuerpo se entregaran, sus palabras de súplica seguían siendo su escudo, aquello que convertía nuestro sexo en un simulacro de violación. Encubriendo su deseo con ese: «no..., no..., no, por favor, Julián, no lo hagas, soy tu madre», sólo conseguía encelarme como a un perro despiadado. Pero juro que en ningún momento su sexo no se me ofreció abierto y desbordante con los jugos que la excitación le provocaba.
Seguimos con la rutina. Los días se volvieron más luminosos con la llegada del verano y bajamos a las fondas y tascas del barrio para comer, ya que nuestra vida sexual había apartado cualquier actividad en la cocina que no fuera la que generaban su mortero y mi almirez majando vigorosamente todo lo que se interpusiera entre ellos.
EPÍLOGO
Indagué sobre mi adopción y finalmente los papeles lo confirmaron, pero nada dije a mamá. El paso del tiempo convirtió nuestra extraña relación en el eje central de nuestras vidas, algo que debíamos defender con uñas y dientes de cualquier intromisión externa. Nunca cuestioné sus ilusiones, las que alimentaban la convicción de que yo era el hijo de sus entrañas, ni las que nutrían la fantasía de que yo era su chulo putero. Tampoco ella cuestionó las mías, la de que era mi mamá querida a la vez que mi puta depravada. Tuvimos que asumir esas contradicciones el resto de nuestras vidas; igual que hicieron los demás con las suyas. El padre Juan se fue de misiones a Guinea donde se juntó con una monja nativa que le dio tres hijos. Adelina, la puta que me desvirgó, se lió con un chulo yonqui al que le doblaba la edad. Espe se casó con una criadora de caballos lesbiana. Yo sigo con mamá y, cuando por las noches extiendo mi mano para tomar sus dedos de cristal, le susurro a ese oído que ya permanece ajeno a todo: «MUNDA, MI MAMÁ, MI PUTITA: TE QUIERO»