Ya no soy tu hijo (3) Mi semen en tu coño

El tul del vestido hacía fru-fru entre mis manos. Imaginé a mamá con él. Con él iría vestida cuando me la follase. Salivaba abundantemente. Cerré los ojos. La erección ascendía desafiante mientras la imaginaba ofrecida ante mí respirando arrebatada por el deseo.

UN VESTIDO PARA MAMÁ

Abrí la caja y retiré el papel. Era un vestido precioso, de satén color azul turquesa con un gran escote redondo que dejaría sus hombros al descubierto. Un amplio fleco de tul remataba el acabado y cubriría a duras penas la carne de sus muslos. Unos zapatos de tacón del mismo color reposaban en una esquina de la caja. El tul hacía fru-fru entre mis manos. Imaginé a mamá con él. Con él iría vestida cuando me la follase. Salivaba abundantemente. Cerré los ojos. La erección ascendía desafiante mientras la imaginaba ofrecida ante mí respirando arrebatada por el deseo.

El sonido de las llaves en la puerta me sacó del ensueño y la erección aflojó en un acto reflejo. Tapé la caja y la escondí bajo mi cama. Oí su respiración cansada y las llaves caer sobre la mesita del recibidor. Salí a su encuentro. Allí estaba, sentada en una silla de la cocina con expresión derrotada mirando fijamente las sartenes que colgaban de la pared, como si ellas fueran las culpables, sino de sus desgracias, de sus indigestiones. Me acerqué y le di un casto beso en la mejilla.

-Felicidades, mamá.

-Gracias, cielo -sonrió alagada.

-¿Creías que no iba acordarme?

-Estoy demasiado cansada para pensar, Julián.

La tomé para que se levantara y tiré de ella, travieso, como un niño pesado cuando quiere enseñar algo a su mamá.

-¿Qué quieres ahora?

-Ven.

Dejó de resistirse y la acompañé hasta el baño. La bañera humeaba prometedora con su poso de sales, una irresistible tentación para una florista que llevaba de pie desde las cinco de la mañana.

-Julián..., ¡bonito regalo de aniversario! Eres un cielo.

Se sentó en la tapa de la taza y la dejé allí mientras masajeaba sus pies desnudos.

-¡Voy a prepararte café, mamá! -grité mientras me iba a la cocina.

-¿Café? No quiero desvelarme, Julián, quiero dormir... sólo dormir..., ohhh... sííííí... -oí tras la puerta.

-La noche comienza ahora, mamá. Vamos a salir. Cenaremos, iremos al cine... Mañana no madrugas. ¿Qué más te da desvelarte? ¿Temes levantarte tarde y dejar plantado a tu curita?

-¡No seas irreverente, Julián! -contestó con la voz apagada por la distancia y el chapoteo del agua.

Mi verga se mostraba amenazadora y nada cómplice con esa fiesta preliminar. Me la saqué, tome hielo de la nevera y lo dejé gotear sobre ella. El frío castigó su obsceno descaro, minimizándola. Lo froté por los huevos para asegurar un rato más de tranquilidad. Dolía, casi me daba gusto, un placer extraño: el placer del castigo, pero placer al fin y al cabo. Oí el burbujeo de la cafetera y la retiré del fogón.

El taxi nos llevó al restaurante. Mamá estaba preciosa, el vestido le quedaba perfecto y, al abrir la caja, gruesas lágrimas de emoción habían recorrido sus mejillas. Me abrazó y besó con una espontaneidad que en las últimas semanas no había mostrado. Al contrario, un abismo se abría velozmente entre nosotros; aunque por las noches compartiéramos nuestros delirios tras el tabique, cada vez con más entrega, sintiendo las palmas de nuestras manos acariciando la pared, escuchando nuestras calientes maniobras. Quizá era eso lo que funcionaba. Tensar, aflojar, tensar, aflojar..., dar libertad a la presa para que el ataque definitivo la pillara de imprevisto. ¿De dónde había sacado esa idea? Puede que de Alfredo, el de la pandilla, el que iba a cazar jabalíes con su padre.

Había reservado mesa en un el restaurante de un hotel famoso. Mi cuenta de ahorros mostraba un buen mordisco, pero la ocasión lo merecía. Como personas sencillas, gente que limitaba sus ocasionales incursiones gastronómicas a las fondas y tascas del barrio, el ambiente nos cohibía; pero el vino y el champán consiguieron relajarnos y, lo que en los entrantes nos intimidaba, a los postres nos hizo reír con descaro.

El malentendido inicial de la etiqueta se había solucionado con una propina larga y una mesa en un rincón alejado. No me interesaban la etiqueta ni las mujeres "con clase" enfundadas en elegantes vestidos negros. Me interesaba esa mujer madura con ese vestido precioso de corista, engalanada con sus mejores pero poco refinadas joyas. Me encantaba verla disfrutar comiendo con avidez, relamiéndose, mirándolo todo con esos ojos vivos y achispados que nada tenían que ver con la elegante frialdad que se respiraba en el entorno.

Iba a ser mi amante, mi putita deliciosa, la puta de ese hombre joven vestido con el traje oscuro de su padre, engominado hasta el cogote y oliendo a esa loción que los anuncios recomendaban como la más segura arma de seducción. Ese hombre joven que estuvo a punto de matar de gusto a una puta -o eso dijo ella, joder, fuera verdad o mentira, mi ego adolescente quería creerlo-.

El cine estaba muy cerca, a tres manzanas. Paseamos tomados de la mano mientras los transeúntes nos miraban con una extraña mezcla de envidia y desaprobación. Sé que nos veían como a un chulo joven con una mujer vencida pero guapa aún, completamente entregada a un hombre que podría ser su hijo; y eso me ponía a cien. Mamá había bebido lo suficiente como para no apercibirse o no avergonzarse de ello, quizás por eso apretaba fuerte mi mano o me cosquilleaba la palma con el dedo. Cuando llegamos, pareció sorprenderse pero sin irritación, mostrándose divertida y excitada

Nos esperaba una película sin galanes, sin hombres atractivos con los que yo debiera competir: una reposición. Una película que trataba de un hijo que pierde a su madre y que, cuando visioné de pequeño, me hizo comprender algo terrible que yo aún no había siquiera imaginado que pudiese ocurrir.

Compré al acomodador con una previa y generosa propina para que nos llevara a las butacas más íntimas y acogedoras, y allí nos sentamos, oyendo el fru-fru del vestido de mamá hundiéndose bajo sus nalgas. El NO-DO nos documentó sobre los horrores del mundo exterior y sobre las bondades del interior mientras comíamos palomitas dulces y, después, la película avanzó fiel a su guión trágico mientras mamá lloraba desconsoladamente -a mí se me empañaron los ojos y se me anudó la garganta- como la primera vez y, como entonces, apreté su mano entre las mías en señal de sentida condolencia.

Pero sólo una pequeña parte de mi congoja se debía a eso, era el miedo que sentía a equivocarme su causa mayor, el miedo a fracasar, el miedo a perder definitivamente a esa mujer que estaba junto a mí y que era lo que más deseaba en el mundo. Pero ya no podía aplazarlo más. Deslicé el brazo por encima de sus hombros y le di un casto y tierno beso en la mejilla en un desesperado intento de paliar los devastadores efectos que tenía el argumento sobre ella. Respondió agradecida y dejó que la apretara contra mí, e incluso creí ver al cervatillo huérfano, Bambi, tintinear en sus grandes y lagrimosos ojos. Intenté escuchar su entrecortada respiración entre el sollozar general y el rugir de los latidos del corazón en mis oídos. Acaricié sus brazos desnudos, reconfortándola una vez más y -cerrando los ojos- deslicé mi mano sobre sus pechos en cuyo canalillo tanto semen había frotado.

-¡Hijo! -reaccionó sobresaltada y estremeciéndose.

Pero mi mano ya sobaba con vigor uno de sus pezones mientras le susurraba al oído:

-Vimos esa película juntos hace ..., ¿recuerdas? Comprendí con horror que las madres morían, era un niño y fue muy duro. Hoy debes comprenderlo, tú, mamá. Hoy morirás como madre para renacer como hembra, no porque lo quiera yo, sino porque tú lo deseas también... Sé en lo que piensas cuando te masturbas en tu cuarto mientras pareamos las palmas de nuestras manos tras el tabique... -murmuré con la boca seca por la angustia y la excitación...

Su cuerpo se revolvía conmocionado por la sorpresa que le provocaban mis perversos actos y mis palabras delatoras, pero mi mano era implacable sobando esas ubres que ya desbordaban el escote. Con la otra mano, apretaba su cabeza contra la mía a la vez que formaba una mordaza sobre sus labios. Pero sus bufidos se atenuaron en la medida que sus pezones erectaban entre mis dedos. Una ráfaga luminosa nos barrió y yo hice un guiño cómplice al acomodador aún no viéndolo. Besé el cuello de mamá, y saqué la lengua cubriendo su piel con cálidos lametones. Sus gemidos, que ya no eran de horror o sorpresa, seguían acallados por la mordaza, y así le evité la vergüenza de mostrarme el placer que le daba. Enmascarando su deseo en esa aparente violación, apreté sus tetas, batiéndolas, estrujándolas y pellizcándolas sin descanso.

Bajé mi boca hasta el pezón más próximo. Lo mordí con avidez, lo hice vibrar entre mis dientes. Lo lamí y succioné, y recorrí, a la inversa, la cálida desnudez de su cuello y, cuando llegué de nuevo a su oído le susurré:

-Esos son los pezones que me amamantaron, mamá, ahora te devolveré con creces todo aquello, con un placer que no puedes ni imaginar...

Mi mano recorría sus muslos acariciando la suavidad de sus medias y la morbosa elasticidad de sus ligas. Tiré de una de ellas y oí el chasquido obsceno con deleite. Ella se estremeció atrapada en mi abrazo y por los dedos que ya rozaban su excitada vulva que no parecía resistirse a mi intromisión, sino al contrario, regaba abundantemente mis dedos que se hundían con frenesí en su interior.

-Así..., así..., así me gusta... Parece que lo comprendes por fin. Te sientes sucia, incómoda por tu excitación... Pero no tienes porqué. Nadie conoce mejor que yo tu coño paridor, el útero que me acogió... Si esa fue mi confortable casa..., ¿hay que avergonzarse entonces de mi visita?

Mi lógica aplastante combinada con su calentura de hembra plena surtían efecto. Descubrí su caliente baya y la castigué duramente. La miré y vi sus ojos cerrados, sus párpados se movían con una extraña vibración, su nariz aleteaba al ritmo de su acelerado respirar, sus mejillas eran dos pétalos de rosa fundiéndose con los colores de la pantalla reflejados en su cara. Era la cara del orgasmo que la convulsionó y que yo apenas conseguí sofocar con la mordaza de mi mano. Sus gemidos se mezclaron con la voz de la dobladora y, al rato, una nueva ráfaga de luz nos barrió seguida de un toque en el hombro.

-Contrólense, por favor. Hay personas que se están quejando -advirtió el acomodador.

Su voz sonaba lejana, ajena a nosotros igual que esa infantil y trágica película de dibujos animados. Lo cercano era el turgente tacto de los pezones de mamá entre mis dientes; y su coño, deliciosamente torturado por mi mano, corriéndose y empapando mi mano. Una hábil fricción aún más estimulante que las anteriores la hizo patear desvergonzadamente contra la butaca precedente llevando nuestra conducta a un exhibicionismo intolerable para los parámetros de la época. Cuando se abrieron las luces, la ayudé a cubrirse, pero no pude hacer nada por ese asiento tapizado de terciopelo que se mostraba empapado, probablemente, por el coño más generosamente masturbado desde que se inventó el cine mudo.

Salimos sin hablarnos, cómo autómatas; drogados por el placer: mamá, la más perjudicada, mostraba su mirada perdida en el vacío y un rictus lujurioso en su boca. Un hilo de saliva colgaba de la comisura de sus labios y yo -todo un caballero- se lo sequé con un pañuelo. Tomamos un taxi que nos llevó a casa y, en ese recorrido otras veces tristemente aburrido, creí descubrir todos los matices de la noche con sus neones iluminando el ir y venir acompasado del pecado, con la mano de esa mujer -que ya no veía como a mi madre- entre mis dedos, sintiéndome cómplice de todos los cabrones pervertidos.

MI SEMEN EN TU COÑO

Tras despedir al taxista, entramos y subimos la escalera; yo, tras ella; fascinado por el contorneo de su culo atrapado en el brillo del satén turquesa, olfateándola como un perro. Abrí la puerta sintiéndome como un recién casado en su luna de miel, pero sin querer tentar a la suerte cruzando el umbral con su cuerpo entre mis brazos. Llegamos a su cuarto y ella se dejó caer sobre la cama, oscilando con el vaivén del somier. Me prometí ser el más inexperto, pero cariñoso amante del mundo mientras le quitaba los zapatos y tiraba de las medias cual serpiente arrastrando su piel muerta. Masajeé las huellas que las ligas habían dejado en su carne y ella gruñó gustosamente; y le quité las bragas que ya eran puro trapo empapado en flujos calientes. A todo ello, mamá respondía con los ojos cerrados como si no se atreviese a contemplar quien era el gestor de ese placer, como si su sola visión hubiera bastado para inhibirla por completo.

Alcé sus piernas desnudas y las abrí hasta los topes. Su coño era una apetitosa superposición de pliegues hinchados por su jugosa calentura, y el tul del vestido formaba a su alrededor un precioso marco circular, como las corolas de esas flores que vendía en su quiosco. Mi verga soportaba la incómoda tirantez desde que había empezado el acoso en el cine dos horas antes. La muy cabrona olía ese coño tantas veces prometido y lo reclamaba sentada sobre unos cojones dolorosamente tensados y cargados de leche.

Sin tiempo para desnudarme al completo, me bajé los pantalones y los gallumbos y me situé sobre mamá para, sin más preámbulos, hundírsela con rabia hasta el tope de los huevos. Sentí fundirme, pues era la primera vez que mi verga entraba en contacto con la vagina de una mujer sin la barrera del condón. Entonces, ella abrió los ojos y me miró como si me suplicara, como si esperara que en el último momento un milagro o una catástrofe nos librara de lo irremediable, salvándonos del horror del incesto y dejando esos obscenos preliminares como resultado de un absurdo desliz producto de la ebriedad.

Pero ya no había vuelta atrás ni piedad para ella y mis cojones golpearon salvajemente sus labios olvidándome de ese cariño que pretendía mostrarle, convirtiendo la follada en una salvaje violación. Su tetas oscilaban bajo mi torso, la erección de sus pezones eran el termómetro de su calentura así como los líquidos que chorreaban de su coño al ritmo de mis envites, envolviendo mi verga con su jugosa y cálida membrana.

-Ooooohhhh..., oooohhhh..., mamá... qué gusto... -gemí uniendo mi aliento con el suyo.

Su coño era un delicioso chapoteo, el sonido más delirante que había oído jamás. El bombear de mi verga era su activo principal, el inductor de que ese flujo caldoso no dejara de destilar ni un segundo. Cada embestida era una buchada en ese torrente deslizante.

-¡NO ME LLAMES MAMÁ NUNCA MÁS...! ¡LLÁMAME PUTA!- me gritó a la cara mientras sus pupilas se perdían tras sus párpados y su cuerpo se estremecía atrapado en el orgasmo. Yo no cese en mis embestidas paladeando ese momento maravilloso, sintiendo su cuerpo convulsionar bajo el mío, notando sus talones hincarse en mi espalda y comprendiendo el significado de sus palabras que iba más allá de lo aparente.

«¡NO ME LLAMES MUNDA, LLÁMAME PUTA!» -es lo que había escuchado una y otra vez jugando o haciendo los deberes en el comedor, cuando papá y mamá cumplían con el débito matrimonial, encerrados en su cuarto durante esas largas tardes de domingo. La lujuria de mamá parecía implacable y yo no podía evitar excitarme imaginándola entre los musculosos brazos de papá, y me sentía muy orgulloso de él cuando por fin la calma se apoderaba de la casa. Pero mi memoria había borrado esos momentos, quizá para restablecer el equilibrio necesario en mi mente, que de otra forma no habría podido lograr: entonces necesitaba ver a mamá como a esa mujer maternal y no como a esa hembra encelada.

Pero sus palabras me habían devuelto a esa realidad y nombrado digno sucesor de mi padre, y con renovadas fuerzas la embestí para convertir su orgasmo en un imparable clímax plagado de picos de placer extremo. Para no correrme aún, imaginé a la madre más tierna de mi niñez, la de las fotos, cariñosa y junto a mí, en los paseos dando de comer a las palomas o subidos en las golondrinas del puerto, imaginé a esa mujer que ponía el diente caído bajo mi almohada o me abrazaba amorosa cuando mis rodillas sangraban; pero tanto candor no parecía ser suficiente, y entonces recreé la cara oscura de mi infancia, los castigos en el trastero, las lavativas cuando me estreñía, el aceite de hígado de bacalao y el aceite de ricino, la imagen de ese niño atropellado y sangrante en brazos de su madre que me había acongojado durante tantos meses...; pero el instinto de procreación es el más fuerte de todos, y ningún candor, tabú ni catástrofe personal o colectiva parecían menguar mis impulsos.

Por eso, con sus pies por pendientes, con su coño vigorosamente follado, contemplando su expresión lujuriosa, esa de la que tanto había soñado ser artífice, culminé el pecado más horrendo vaciándome en ella con deleite, dejando el orgasmo que había tenido con Adelina, la puta, como una pálida y triste sombra del pasado. Y así permanecí clavado en su carne un buen rato, hasta que me vacié por completo y la convulsión aflojó lentamente.

Al rato, la liberé de mi peso, quedando los dos tumbados uno junto al otro, acompasando nuestro respirar. Entonces, mamá arrancó en sollozos y extendí mi mano para tomar la suya, pero ella la retiró y, seguidamente, se levantó para salir. Oí su desesperado chapoteo en el bidé, intentando librarse de mi semen y sin que su llanto se calmara.

Sentí angustia y pensé que quizás se fuera a mi cuarto para evitarme y así la perdiera para siempre; pero, al rato, volvió y se dejó acunar entre mis brazos sin reservas. Estaba vencida. Tenía a mi disposición los condones que me había dado Adelina y los puse en sus manos para tranquilizarla. La noche fue una sucesión de desesperadas cópulas y de intervalos de descanso en que el sopor nos tomaba ligero. Finalmente un sueño profundo nos prendió y no fue hasta el alba que la oí trastear en la habitación. Pude verla a la luz difusa de la mañana, con sus ropas negras de viuda y su misal en la mano.

-Munda -susurré- porque ese era ya nuestro nuevo código en que las palabras "hijo" y "mamá" ya no tendrían cabida.

No contestó pero se quedó quieta, rígida, como si su nombre propio en mi boca sonara como la más horrible blasfemia.

-¿Vas a misa?, ¿vas a confesarte ?

-¿Tú que crees, Julián...? -contestó esta vez-, acabo de cometer uno de los crímenes más horrendos que puede cometer una madre. Me he entregado a mi hijo sin ningún reparo. Apenas me he resistido. Creo que iba algo bebida pero eso no es excusa...

Creía en las buenas intenciones de mamá, pero más creía en su lujuria que en el transcurso de esa noche se había mostrado sin reservas, su voz deliciosamente rota por la culpa y su imagen vulnerable en la penumbra eran toda una provocación para ese cuerpo joven que ya había catado buena parte del placer que una mujer podía darle, pero que reclamaba más y más.

Entonces salté de la cama para tomarla de nuevo entre mis brazos. Ella chilló y pataleó en un simulacro de defensa que lo único que escondía era el violento deseo de que la poseyera. La obligué a arrodillarse en el suelo entre sollozos y allí de pie, frente a ella y con las piernas abiertas, mostré mi erección a sus ojos y a su boca gimotera.

Munda -le dije- ¿qué más te da a esas alturas...? Así podrás regalar los oídos del cura con pecados de la carne más suculentos y variados...

Pensé que reaccionaría mal ante el cinismo mostrado y se revolvería contra mí, pero no fue así. Vencida de nuevo, tomó mi verga con manos temblorosas y la acompañó a sus labios que se abrieron acogedores. Así descubrí en mamá, a la Munda más puta, la que se entregaba sin someterse, sin acoso ni coacción, la que sin tener su cuerpo atrapado bajo el mío y sin la excusa de la ebriedad, succionaba con deleite la turgencia del glande, acariciaba los huevos prietos de su hijo y masturbaba frenéticamente su mango que, poco a poco, introducía en su boca hasta la arcada.

Tomé su cabeza para follarla mientras veía sus manos sacar sus tetas por el escote y así frotarlas y estrujarlas hasta dejar sus pezones erectos. Su rosado sobre sus pechos contrastaban con el negro del luto con obscenidad manifiesta.

La alcé por la cintura y la tumbé boca arriba sobre la cama, mi excitación hacía que sintiera su cuerpo ligero como una pluma. La arrastré hasta un extremo y allí la dejé con la cabeza colgando. Gemía y sollozaba aparentando ser abusada. La congestión le sentaba bien, sus mejillas parecían arreboladas por un orgasmo crónico. Tomé sus grandes y generosas tetas y con ellas envolví mi verga y, después, me froté vigorosamente con ellas.

Chupa, marrana -fueron mis vulgares palabras, excitado en extremo viendo como no perdía ocasión de darse gozo hurgándose el coño.

Sin más órdenes ni ruegos, albergó mis huevos en su boca, que chupó y relamió. Agradecido, seguí masturbándome con esas dos masas de carne caliente que bailaban, gelatinosas, ante mis ojos, hasta que le chorreé los pezones a bandas cruzadas alcanzando el resto de sus tetas y de sus ropas de luto. El blanco de la leche en el negro de esas ropas parecía más infame, pero nada comparable a los obscenos arqueos con los que su cuerpo recreaba mi vista, pues el orgasmo que arrancó a su coño fue de antología. Me apiadé de ella como me gustaba apiadarme: castigando más y más sus puntos de placer, pellizcándole, mordiéndole los pezones, restregando mi semen por ellos para que sintiera su húmeda calidez, siguiera con sus espasmos y se corriera sobre sus ropas, que ya no me parecían de recatada viuda sino de lasciva ninfómana...

De ese modo, hecha una piltrafa y cubierta por un ligero abrigo de entretiempo, acudió en busca de su cura para confirmarle que la degradación en la que estaba cayendo no era fruto de sus fantasías, sino que era tangible y se podía oler y medir en cada centímetro de su cuerpo. Me tumbé en la cama, deseando sentirme mal por lo que había hecho, pero sin conseguirlo. Al contrario, sentía que esos atropellos a los que la sometía eran sólo la parte más visceral, la más salvaje de mi amor por ella, y que la otra, la más romántica, emergería poco a poco...

continuará en breve...