Ya no soy tu hijo (2) Mi semen en tus labios
Cualquiera podría follarse a su madre. Ninguna madre denunciaría por violación a su hijo, es carne de su carne, sangre de su sangre, y ¿qué no haría ella por él? Puede que un narcótico ayudara, pero yo no quería eso. Yo quería seducir a mamá. Que me deseara...
SECRETO DE CONFESIÓN
La semana siguiente fue extraña para los dos. Me dediqué a estudiar las fotos de mi padre que, junto a su recuerdo, me ayudaron en mi transformación. Observé con detenimiento las fotografías de su boda. Lo cierto es que yo apuntaba maneras y guardaba un parecido notable con él. En las imágenes lucía unas incipientes entradas y un refinado bigote. Si aquello es lo que había seducido a mamá y aún le inspiraba para propinarse esas salvajes pajas, yo se lo ofrecería de nuevo.
Encerrado en el baño y con unas pinzas de las cejas, arranqué el sobrante de pelo de mis sienes -no en una sola sesión, evidentemente- sino como un rito diario en que ocho o diez cabellos sucumbían a los crueles tirones, como si me autosometiera a un extraño y primitivo ritual de iniciación. El bigote apareció bajo mi nariz con rapidez, recortado cuidadosamente por la maquinilla, y mi flequillo perdió definitivamente su inocencia infantil bajo la untuosa brillantina que lo aplastó sobre el cráneo con viril contundencia; dándome, junto al bigote, el aspecto de un masculino galán de cine de los años 40. Me rociaba con su loción after-shave , un elixir de marca muy conocida, de la que ningún macho de mear en pared de la época podía prescindir.
Mamá, en cambio, se replegó en su imagen de viuda, y contemplé su transformación con el mismo estupor que -supuse- ella contemplaría mis cambios. Volvió a los zapatos planos y a las ropas oscuras bajo las que sus generosas ubres desaparecieron. Esquiva, mostraba una barrera de defensiva frialdad, como si definitivamente hubiese perdido el control de su pequeña familia y se resignara a no ser nada más que una triste y solitaria viuda ajena a todo, incluso a su hijo.
Pero ya no había vuelta atrás ni para ella ni para mí, y si de día se mostraba cada vez más distante y contenida; de noche y a puerta cerrada, se entregaba a sus delirios -de los que yo fantaseaba con ser protagonista- entre gemidos y chirriar de somier. A veces, tras sus sesiones de la que yo era furtivo espectador desde el trastero, hurgaba en el cubo de la basura y encontraba esas castigadas hortalizas que, marchitas por el maltrato padecido, eran fuente de inspiración para mis pajas gracias a los rastros olorosos que mamá dejaba en ellas. Dejé de jugar a fútbol y de salir con los amigos. Para mí pasaron a un plano secundario; y ellos, del mismo modo, parecían evitarme facilitándome las cosas. Era de esperar: mi aspecto rancio y antiguo resultaba chocante en el grupo.
Una mañana de domingo, la esperé vestido con la ropa de mi padre que ella guardaba celosamente en el armario. Un elegante traje de verano de algodón color claro y una de sus camisas y corbatas. Desgraciadamente las perneras me quedaban algo cortas igual que las mangas; pero sentado en el sillón apenas se notaba. Aquello se estaba convirtiendo en una eficaz puesta en escena, el lugar y momento perfecto para minar las resistencias de mamá, justo cuando volvía de misa y confesión, que, junto a su actividad en el quisco, eran los únicos puntales estables que quedaban en su vida y a los que se aferraba con una determinación y frecuencia sólo superada por las vigorosas pajas que se propinaba en la intimidad de su cuarto. Pero yo me esforzaba para mostrarle donde estaba su auténtico puntal.
-Mamá -dije ante su cara pasmada cuando aún no se había repuesto de los cinco tramos de escalera-. He pensado, si no te molesta, que podría aprovechar los trajes de papá. Algunos están casi nuevos, y tienen un dobladillo sobrante para ajustarlos a mi talla. ¿Qué te parece la idea?
La mañana era extrañamente bochornosa con nubes bajas y oscuras encapotando el cielo. Ni siquiera se oían las palomas en la azotea, y las gaviotas parecía más lejanas que nunca, quizá ocupadas en devorar algún furtivo vertido de despojos sobre las aguas del puerto. Mamá parecía llevar toda la carga del mundo sobre ella, el sudor le bañaba la cara y parecía más triste que nunca. Allí, contemplándola ante mí, plantada con el misal en la mano, mirándome con sus maravillosos ojos abiertos como naranjas y atrapada en un extraño temblor, pensé que jamás amaría a nadie como la amaba a ella.
Me moría de ganas de levantarme y abrazarla, de acogerla entre mis brazos y así entendiera de una puñetera vez por todas, que esos brazos eran los brazos del hombre que iba a protegerla el resto de su existencia, y cuyas manos sustituirían a las suyas en el placer desesperado de sus noches solitarias. Pero no podía hacerlo. Ella necesitaba su tiempo. Intentó decir algo, pero sus palabras murieron en un tímido balbuceo. De pronto, corrió hacia su cuarto, y oí la puerta rebotar con toda la violencia de su desesperación. Incluso su llanto tenía el timbre roto y sensual de su voz...
La puerta golpeó un par de veces más sometida por la brisa. Me levanté y fui hacia su cuarto, y allí me quedé contemplando, desde la puerta, aquel cuerpo sollozando convulso sobre la cama. Sus muslos blancos y bien torneados aún vírgenes de varices parecían más descarnadamente obscenos que nunca desbordando su ropa de luto. Pareció darse cuenta de mi presencia, porque se los cubrió con pudor mientras sollozaba:
-¡¿POR QUÉ ME HACES ESTO...?!, ¡¿POR QUÉ..., POR QUÉ..., POR QUÉ...?!, ¡¿QUE ESPECIE DE MONSTRUO ERES?!, ¿QUÉ QUIERES DE MÍ? ¡DÍMELO DE UNA PUÑETERA VEZ!
Me senté en la cama y le ofrecí mi mano...
-Ni te acerques o me oirán hasta en los muelles... -dijo esta vez sin gritar ni sollozar, sosteniéndome la mirada, una mirada que se había vuelto súbitamente dura, fría y resentida, y que brillaba tras la humedad del llanto con destellos de rabia.
Permaneció en su habitación hasta la noche y salió para tomar una discreta cena. Parecía aliviada como si hubiera tomado una importante decisión.
-Siento lo de antes, Julián -fueron sus palabras mientras ponía la leche a calentar y yo la escuchaba sentado en la cocina-, pero al verte allí con las ropas de papá, me he sentido objetivo de una broma pesada y cruel. Ha sido como si viera a tu padre de nuevo -la voz le temblaba-, como si viera en ti a ese hombre joven con el que me casé...
Entonces se acercó y pasó sus dedos por mis sienes mientras mi corazón latía acelerado por la emoción y la alegría de ver mis objetivos cumplidos en parte.
-Es tremendo el parecido, Julián. Si hasta...
-Si hasta estoy perdiendo pelo cómo él, ¿verdad, mamá?
-¿Te importa?
-No me importa, mamá. Que digas que me parezco a papá es lo más hermoso que podía oír de tu boca...
Abrazó mi cabeza y acercó sus labios a mis sienes forzadamente ralas, como si quisiera despedirse para siempre de ese niño que moría ante sus ojos; y yo me despedí de esa mujer que jamás volvería a ser mi madre, apretándola contra mí, fundidos en un abrazo consentido y entregado. Como crisálidas, nuestras identidades se transformaban en una cruel metamorfosis. Un duro peaje que nadie podía pagar por nosotros. La leche desbordó el cazo con ruidosa efervescencia, y ella se soltó de mí para retirarla del fogón.
Me dio el consentimiento para arreglar los trajes. Durante la semana siguiente, me probó los que tenían arreglo, deshizo los dobladillos y los cosió de nuevo. Me sentaban bien y me emocioné viéndola arrodillada ante mí con los alfileres en la boca, embastando aquí y allá. Pero había algo que me inquietaba y que debía solucionar. No debía confiarme, sabía que las grandes batallas se habían perdido por dejar cabos sueltos.
El domingo siguiente, me levanté temprano y fui a la parroquia. Justo clareaba y las últimas putas volvían a sus antros acompañadas o solas, compartiendo calle con las beatas madrugadoras. Algunas, de la edad de mi madre o mayores, reclamaban mi atención con explícitos gestos.
Llegué a la parroquia en el preciso momento en que el sacristán abría la puerta y encendía las luces. Me acerqué a la pila del agua bendita, mojé las yemas de los dedos en ella y me santigüé. Me senté a la espera mientras murmuraba esa corta pero sentida oración: «Perdóname por lo que voy a hacer, Padre. No quiero mancillar tus Sacramentos con mis actos, pero no creo en los intermediarios del perdón».
Al rato apareció el párroco. Era un hombre relativamente joven que no podía esconder su atractivo bajo sotanas y casullas. Tras santiguarse y hacer una genuflexión frente al altar mayor, entró en el confesionario. Me acerqué a la cortina morada y él me acogió con el protocolo correspondiente tras apartarla. Oí ese ritual que hacía tantos años no oía con fingida devoción, y fui al grano cuando me tocó el turno de palabra:
-Padre, un pensamiento me tortura y es por culpa del amor que siento por mi madre.
Esperé atento. Palpé su tensión e incomodidad. El padre Juan iba a lidiar con un pecado de la carne pero no de los que él esperaba. Yo no era un adolescente meapilas arrepentido tras consumar en algún burdel cercano al que le iba a sonsacar múltiples detalles.
-Hijo mío, ¿me hablas del pecado de la carne y no de los naturales afectos entre madre e hijo?
-Padre, así es.
-¿Acaso te..., ejem..., tocas pensando en tu madre?
-Sí, padre. No sólo me masturbo pensando en ella. Eyaculo en sus ropas, en los enseres que usa, en el dinero que toca. Paladeo su respiración tras la pared de su cuarto. Quiero fornicar con ella y no cesaré hasta conseguirlo.
Silencio reverencial ante la monstruosidad del pecado. Le fascinaba la maldad. Nadie soportaría pasarse años escuchándola en sus múltiples versiones, voces y caras si no le fascinara, por mucho que disfrazara ese sentimiento de amorosa entrega al desventurado pecador.
-Entiendo que ese pensamiento te torture, hijo mío, pero...
-No, padre, ese pensamiento no me ofende ni tortura. No me ha entendido. No releía los Diez Mandamientos desde que recibí la Primera Eucaristía, y no encontré indicativo de pecado en lo que siento y deseo. «Honrarás a tu padre y a tu madre», leí en el cuarto mandamiento. Mi padre murió y no sólo lo honré y respeté en vida, sino que ahora quiero ocupar su lugar y darle toda la felicidad a mi madre que él no pudo darle. ¿Hay algo irrespetuoso en mis intenciones?
-Hijo, pero entonces...
-Lo que me tortura, padre, son las consecuencias de ese sentimiento. El quinto mandato dice: «No matarás». Porque eso es lo que pasa por mi cabeza cuando pienso en la posibilidad de que otro hombre se interponga entre mi madre y yo. El pensar que otro la desee o, simplemente, esté usando sus confidencias para sus objetivos o placeres personales... o, con toda la buena intención, intente matar la semilla del deseo que estoy sembrando en su corazón y que riego a diario para que florezca y fructifique... Pensar eso me enardece hasta tal punto que...
Carraspeé y administré un oportuno silencio. Esperé a que digiriera lo dicho. Alfredo, un chaval de la pandilla que iba a cazar jabalíes con su padre, decía que el miedo se podía oler a kilómetros, pero yo tan sólo olía a la cera de los cirios quemándose y un discreto olor a orina fresca.
-Hijo, no veo conciencia de pecado en tu actitud, por lo que no puedo perdonarte de lo que no te sientas culpable -respondió por fin con un claro temblor en la voz-. Sí puedo decirte que reflexiones sobre la perversidad moral de tus intenciones y que no te escudes tras tu particular interpretación de los Mandamientos. En último lugar, es Dios quien todo lo ve, y es Él quien te juzgará finalmente por tus pensamientos y actos. Rezaré por ti, reflexiona sobre lo que te he dicho y ya sabes donde encontrarme. Ve con Dios, entonces.
-Gracias, padre. Sé donde encontrarle, pase lo que pase. No lo olvide.
Hizo la señal de la cruz sobre mi frente con mano trémula y me ofreció una estola que no besé por respeto a los símbolos. Salí de la iglesia con esa agradable sensación que deja el trabajo bien hecho. Me fui para casa y encontré a mamá en el portal, a punto de salir.
-¿De dónde vienes a esas horas? -preguntó extrañada.
-De putas, mamá -contesté tras darle un beso en la mejilla.
-¡Qué maleducado eres, Julián! Aunque fuera verdad, no se responde de esa manera a tu madre. Me rebajas y me pones a su mismo nivel con tu respuesta...
-¡Si te dijera de dónde vengo no me creerías! -le grité mientras subía los escalones de dos en dos.
SEMEN EN TUS LABIOS
Paladeé el domingo con mi mujercita trasteando en la cocina y vestido con uno de los trajes de mi padre. Tras la comida, hicimos la siesta como siempre; y, como siempre, reservé mi paja para ella. Ya había visto mi semen en contacto con sus tetas, pero esa tarde esperaba verla saboreándolo en su boca.
Sobre las cinco, bajé a la heladería y pedí un par de horchatas grandes y heladas. Los cubitos de hielo tintineaban con alegría en los vasos mientras subía los escalones. Dejé uno en la cocina y me llevé el otro al baño. Lo puse sobre la tapa de la taza. Abrí los botones de la bragueta para liberar la brutal erección que deformaba por completo la hechura del pantalón levantándolo obscenamente. Me miré frente al espejo, me mojé el pelo y lo repeiné para parecerme más a mi padre, tan masculino y adulto como él... Salivaba de gusto..., era un gusto verme allí tan hombre como él y regocijarme con mi propia imagen... Mi verga babeaba también, deseosa de ese coño tantas veces prometido...
-Tranquila... -gemí con respiración acelerada y contemplando su roja obscenidad en el espejo- un día tendrás tu merecido y su coño también... Te hundirás en su carne apretadita, caliente y lubricada por el deseo, y entenderás que ha valido la pena esperar, cabrona...
Y seguidamente le escupí otro trallazo de saliva con toda mi rabia abstinente. Mi puño bombeaba con frenesí el mango, arriba y abajo, mientras mis prietos cojones se perdían estrujados en la otra mano en esa puñetera paja de siempre..., tan parecida a las mil pajas anteriores...
-Asíííí... asííííí..., mi puta..., mi puta..., mi puta tendrá su merecido... -gemía entre dientes con una violenta rabia que me nublaba la vista... Me giré hacia el vaso apetitosamente frío y empañado de vaho. El hielo casi fundido flotando a la deriva... Apunté... ¡Qué gustooooo...! Uno..., otro..., otro..., los trallazos salían con violencia despiadada y se estrellaban en el interior del vaso. Al principio, la diana esquivaba el disparo; pero conseguí que buena parte entrara formando un pósito denso y blanco sobre el líquido como una espesa crema. Con un dedo, rebañé los goterones que descendían por el cristal y los deposité en el interior. Me fui a la cocina con el vaso y allí lo batí de nuevo con una cuchara larga. La horchata mezclaba bien con mi leche. Tome el hielo de mi vaso y se lo puse en el suyo para compensar la calentura de mi semen.
-Mamá, la merienda -susurré tras llamar a su puerta con los nudillos
-Pasa -contestó con voz soñolienta
Entré y dejé su vaso en la mesilla. Con el mío en la mano, abrí los postigos un palmo, lo suficiente como para que la penumbra se convirtiera en difusa claridad. Se incorporó levemente y tomó el vaso.
-Mmmm... horchata... ¡qué bien!, con el calor que hace... -susurró adormilada-. ¿Te encuentras bien, Julián?, nunca tienes esos detalles conmigo...
Me senté en la cama para verla beber; la habitación olía a su coño masturbado.
-¿No hay pajitas para sorber? -preguntó en tono casi infantil.
-No mamá. Somos adultos. Bebamos como adultos...
-Suspiró con resignación y se llevó el vaso a la boca. Sorbió el líquido blanco con los ojos cerrados, su garganta se movía al ritmo de la deglución. Tragaba mi semen con avidez. Le gustaba. Se dio un descanso para saborearlo. Sus labios estaban obscenamente blancos, el pósito del semen y la chufa descansaban en sus comisuras, en cada una de las fisuras con que la brisa cuarteaba sus carnosos labios en el quiosco. Entonces, abrió los ojos y los clavó en mí. Me había parido, sabía lo que pasaba por mi cabeza como nadie..., sabía lo que había hecho..., sabía lo que bebía...
-¿Te gusta, verdad? -inquirió en un tono entre lascivo y desafiante.
-¿La horchata? -contesté sonrojándome como un niño pillado en falta.
-¿Tú que crees..., Julián...? ¡Mmmmm... qué buena está...!
Y se llevó de nuevo el vaso a la boca, esta vez sin cerrar los ojos, sosteniéndome la mirada... Sonreía..., jugaba conmigo, con una mezcla de lujuria y desesperación en su mirada acusadora... Pasó la lengua por sus labios... Mi vaso volcó empapando la entrepierna, marcando una nueva y salvaje erección... Corrí hacia el baño en busca de una toalla para secar el desastre mientras oía una risa de loca que jamás había oído en ella.
Cuando volví, su histeria se había convertido en un llanto desgarrador y convulso que la sacudía entera... No podía hacer nada... Ni siquiera podía abrazarla y consolarla... Sólo dejarla respirar... alejarme de ella por un rato... Salir a la calle...
Y así lo hice. Unas fragatas de la Armada habían echado amarre y su carga de marineros buscaba en tierra desahogo sexual o una contundente y barata borrachera. La ciudad era un hormiguero de putas, o estudiantes y mujeres jóvenes no profesionales que aprovechaban la ocasión para sacarse un dinero extra. Dejé las arterias principales y me perdí en los callejones donde la oferta de carne no fluctuaba con tanta rapidez. Allí las putas tenían prestigio y solera, mujeres a quien los padres presentaban a sus hijos púberes para que conocieran la masculinidad plena. Eran polvos garantizados por su buen hacer profesional y la experiencia del propio padre que, años atrás, se había desvirgado con ellas o con sus madres en circunstancias similares.
En esos momentos bajos y a punto de tirar la toalla, pensé que de haberlo hecho a tiempo acompañado de mi padre, quizá mamá no se hubiera convertido en esa obsesión delirante. Intenté fijarme en las más jóvenes, pero la vista se me iba a esos cuerpos de tetas y culos abundantes que sólo la madurez podía esculpir. Habían perdido la arrogancia hacia tiempo y su belleza estaba en el sedimento de sus carnes y en sus miradas melancólicas que tanto me recordaban a mamá. Esquivé las más voceras, y me acerqué a una que trazaba silentes reclamos con la brasa del cigarrillo y el humo que exhalaba por sus labios pringosos de carmín. Mascaba un chicle invisible mientras pactábamos el servicio. Me mostré torpe, con la sobrada seguridad del novato; y ella, indulgente, pasó por alto mis intentos de gallear.
Fuimos a una pensión donde nos esperaba un cuarto sórdido con una bombilla desangelada colgando del techo y un cenicero lleno de colillas y chicles sobre la mesilla que presagiaban sábanas sucias. Había un bidé en un rincón donde se sentó tras bajarse las bragas y abrir el grifo. Me fascinaba oír el lascivo chapoteo...
-¿Puedo lavarte?
-Si tú quieres... -contestó sin mirarme ni dejar de mascar chiclé.
Me agaché y hundí la mano entre sus piernas hasta alcanzar el agua tibia. La empujé en sucesivas olas que chocaron con su pubis afeitado. Lo empapé bien mientras frotaba sus labios vaginales. Así una y otra vez. Gimió mientras yo exploraba sus orificios con anhelo. Ya no parecía tan indiferente.
-Quítate los pantalones o te voy a mojar.
La obedecí. Me los quité junto a los gallumbos mientras ella escupía el chicle en el cenicero. Mi verga apuntaba erecta y desafiante hacia su boca. Con sus manos aún húmedas, acarició mis prietos huevos y el mango, con una suavidad y delicadeza a la que no estaba acostumbrado, ya que mis pajas solían ser la brutal violación de las palmas de mis manos. La verga se tensó hasta lo imposible y ella descubrió completamente el glande...
-Huele a requesón, guarrote... jajajaja -rió entre dientes-. Seguro que te la has machacado un par de veces antes de ponerte en manos de Adelina... Qué desperdicio de machote... mmmmm...
-Es cierto -contesté con rubor en las mejillas; mitad alagado, mitad avergonzado-. Bueno, ha sido sólo una, esta mañana...
Se abrió más de piernas para recoger agua del bidé haciendo un cuenco con la mano. La chorreó y frotó unas cuantas veces desde el glande hasta los huevos. El gesto, entre sanitario y pajillero, me hacía gruñir de gusto
-Adelina te convertirá en el putero más cabrón de todo el barrio... mmmmmm... síiíííííí... jajajajajaja...
Estaba claro que lo suyo eran los rituales de iniciación para fidelizar jovencitos hasta el fin de sus erecciones. Pero había algo de forzado en ella que no me convencía, aún reconociendo que sus gestos eran eficaces y profesionales. Seguidamente dejó de gruñir y murmurar obscenidades, y se llevó la verga a la boca sin dejar de sobarme los huevos como si supiera cual era mi punto débil. Su lengua eran las aspas de un molino rozándome el glande al que, tras propinar unos suave mordiscos, chupó y deglutió. Me estremecí y temí correrme, pero su pericia dosificaba el placer. Al rato, soltó la verga dejándola rebotar en mi ombligo y se dispuso a secarse la entrepierna. Se levantó y se sentó en la cama para abrir el bolso de donde extrajo unos condones. Desplegó uno y me mandó acercar. Me hubiera gustado follar a pelo, pero así lo habíamos pactado.
-Ven aquí, machote, lo vas a reventar con ese pedazo de verga que tienes...
Tras ponérmelo, volvió a la cama tomó la almohada, tiró de la funda y le dio la vuelta. Después extendió la tela sobre la colcha, en el centro.
-¿No irías a pensar que te acunaría como mamá, verdad? -dijo mientras se tumbaba sobre la funda y alzaba sus cortas y gruesas piernas para que contemplara el resto de sus prestaciones.
Me convenció de que no escucharía una nana de su boca, y tanta obscenidad sacó lo más primario de mí, aunque ya no había mucho más que sacar desde que me la había frotado. Sus prestaciones no tenían mal aspecto, aunque mis referentes eran escasos. Me arrastré sobre ella para estrujarle las tetas y morderle los pezones. La cama chirriaba como el somier de mamá... Se la hundí antes que la añoranza de ella me destemplara o me diera tanta calentura que me corriera en las puertas de su coño. Metí y saqué, metí y saqué mientras ella gruñía y me murmuraba guarrerías al oído. Saboreé el roce de sus mucosas tan diferentes al apretón de las palmas de mis manos, sus gruñidos de placer reales o fingidos y, tras empinarme sobre ella y arremeter vigorosamente en su coño, un gustazo me encumbró al cielo de los machos folladores y cumplidos. Me exprimió clavando los talones en mi espalda y aplaudió mi orgasmo con algo parecido que la estremeció de arriba abajo...
-Mmmm... sííííííííííííí..., casi me matas de gusto..., cabronazo... mmmmm...
Pareció fingido pero alagador. Salí de ella, me tumbé a su lado y me saqué el condón. Lo dejé en el cenicero abarrotado. Ni siquiera nos habíamos quitado la ropa al completo y yacíamos uno junto al otro sin rozarnos. Tomó un cigarrillo y lo encendió.
-Sabes, voy a follarme a mi madre -dije con los ojos fijos en el techo y como si buscara complicidad más que consejo-. Vine a ti pensando aliviarme de mi obsesión, pero ahora lo tengo mas claro que antes.
Me respondió con un silencio lleno de chupadas y exhalaciones, paladeando ese cigarrillo con un placer -sospeché- superior al que la actividad carnal le provocaba. Finalmente contestó con pausada indiferencia:
-Cuando era joven atendía a hombres que querían follarse a sus hijas. Ahora atiendo a mocosos que quieren follarse a sus madres. ¿Qué coño os pasa a los hombres? Algunos me llaman «mamá»; y cuando se llama «mamá» a una puta, se dice «puta» a quién te llevó en las entrañas. ¿Qué voy a decirte? -pautó con una nueva calada-. Te aconsejaría que vinieras a mí cada vez que esa loca idea pasara por tu cabeza. Me darías de comer en el amplio sentido de la palabra, y tú no perderías a tu madre. Puede que llegues a calentarla tanto que un día acceda; tú eres un hombre; y ella, mujer; pero la perderás para siempre si lo haces y la arrastrarás en tu locura. Cuando un hombre se folla a su madre, esa deja de serlo; y de madre sólo hay una; y de putas, a puñados.
Rubricó la sentencia con una nueva calada. Se levantó, se subió las bragas y se calzó los zapatos. Seguí su ejemplo, me puse los gallumbos y los pantalones con los ojos fijos en su colilla manchada de carmín agonizando en el cenicero. Olía a goma quemada. La apagué con mis dedos untados en saliva.
-Mírame -dijo súbitamente tras girarse hacia mí y tomarme la barbilla para que no desviara la mirada-. Conozco esos ojos de perro, animal sin casta ni memoria al que no le importa perpetuarse en su madre. Lo tienes entre ceja y ceja, ¿cierto?
Entonces, dando por perdida la respuesta, rebuscó en su bolso, sacó un puñado de condones y, tras ponérmelos en mi mano, me advirtió:
-No hagas tu acto más monstruoso.
Salimos juntos y nos separamos en el callejón. Al fondo, los neones centelleaban como luciérnagas, y hacia ellos me dirigí con las manos en los bolsillos del traje de mi padre.
En un mismo día, cura y puta me habían dado consejos parecidos. Extraña ciudad; hacinada y pérfida donde el bien y el mal se vendían en lugares tan cercanos y a horarios similares. Pero ni el cielo ni el infierno anidaban en mi corazón, el deseo por mamá lo ocupaba en pleno. No me arrepentía de mi incursión al infierno, incluso los más vírgenes cumplen con esos rituales en su despedida de soltero. Pero yo quería más. Era un perro, sí; y como ese animal deseaba anclarme en mi madre. Tenerla ahí hasta el fin de nuestros días, y mi experiencia con Adelina no era más que una prueba de la que me sentía emerger más victorioso y seguro que antes...
continuará en breve...