Ya no soy tu hijo (1) Mi semen en tus tetas
Dicen que si se extendiera el tejido de los pulmones al completo cubriría un campo de fútbol; del mismo modo, el rosado coño de mamá daba para media cancha de tenis.
Apreté mi glande y deslice los jugos mango abajo. Cuando topé con la carnosa turgencia de los huevos, reinicié la operación: así una y otra vez. Mi verga respondía bien, como siempre, dura cual pedernal y lubricada con mi abundante flujo. Estrujarme los huevos mientras me la cascaba suponía un placer extra, pero con la otra mano sosteniendo el billete no podía aplicarme en ello.
Era un billete en cuyo dorso aparecía la imagen impresa de una mujer ajena a mis maniobras. Probablemente quien diseñó el original no pensara en los usos que recibiría su obra. O quizás sí. Pero, en ese momento, yo estaba demasiado ocupado como para destinar tiempo a esas reflexiones sintiendo mi leche en su placentero y cosquilleante ascenso mientras envolvía mi glande con el billete.
«Oooooohhhhh... síííííííí..., síííííííí... síííííííí..., síííííííííííííííííí...», gemí entre dientes mientras lo estrujaba fuerte bañándolo con mis generosas lechadas de joven semental. Mis piernas se doblaron y caí arrodillado entre la taza del retrete y la peana del lavabo. La imagen de mamá colgaba de las baldosas blancas. Ella sí parecía corresponderme desde esa foto de estudio hecha en su juventud cuando desbordaba picarona obscenidad en sus ojos de vicio y, en su boca, yo imaginaba brillar los fluidos del pecado. Entonces ya tenía unas generosas tetas que el escote de pico mostraba con descaro, aunque no fue hasta la madurez que tales protuberancias alcanzaron su plenitud.
El semen había roto la precaria presa de papel y empapaba mis manos. Tomé otro billete y rebañé el sobrante. Tomé otro y me froté los dedos y las palmas. Tomé unos cuantos más y extendí la lechada caliente por sus apergaminadas y roñosas superficies mientras recuperaba el resuello. Con los pantalones bajados, me senté en la taza a la espera de que los billetes secaran. Una ligera brisa se colaba por las rendijas de la puerta y ascendía hasta el ventanuco para perderse definitivamente en el patio de luces. Los colgué del cable de la cortina donde se mecieron grácilmente.
-¡Julián!, ¿te encuentras bien?
-Sí, mamá..., estoy bien... Salgo enseguida -contesté mientras me preparaba para dedicarle otra paja, a la espera de que la peculiar colada secara.
-Pongo el despertador y me voy a dormir, Julián
Oí el chorro de su orina salpicar en su bacinilla de esmalte, siempre lo hacía cuando le entraba el apretón y yo tenía el baño ocupado. Fue todo un placer oírla e imaginar el líquido ámbar y caliente brotar entre sus piernas. La paja fue menos abundante, lógico, pero duró más y estrujé mis reventones huevos bien a gusto y pude contemplar, detenidamente en la foto de mamá, esa grieta que se abría entre sus pechos blancos y brillantes, ese obsceno canalillo donde, al día siguiente, los billetes verterían esa carga lasciva que se fundiría con el sudor de su piel. Me corrí en la pila con un gruñido gimotero y solté el agua para que arrastrara mi pecado incestuoso. Al rato tomé el secador de mano y acabé el trabajo, salí cautelosamente y fui a por la caja del cambio que mamá guardaba en la cómoda del recibidor. Me había hecho con una copia de la llave a sus espaldas, y con ella la abrí para depositar seguidamente los billetes.
Mamá era viuda y regentaba un quiosco de flores. Rosamunda era su nombre de pila; mis abuelos, pequeños burgueses con más pretensiones que dinero, le habían puesto el nombre de un personaje operesco, pero papá la llamaba Munda; y el vecindario y los clientes: "Mundeta, la florista". Yo la llamaba «mamá», como era de esperar. Tenía su paga de viuda y el quiosco, negocio que rentaba lo suficiente como para que pudiese costearme los estudios; pero yo prefería el trabajo manual y conseguí un puesto de aprendiz en un taller de automoción. Cuando murió mi padre sentí que debía ser el hombre de la casa, proteger, mantener a mamá...
Ocupé su lugar en la mesa dando la espalda al balcón como hacía él, como si la masculina solidez de sus hombros de estibador bastara para hacer frente a los males externos, como si su cuerpo pudiese bloquear la entrada a alguna plaga medieval -hecho nada extraño, teniendo en cuenta que los olores pútridos del mercado llegaban cada tarde arrastrados por la brisa marina-. Ocupé su sillón en la salita; y en el recibidor, su percha; y me hubiese gustado que mamá renunciara a su negocio para que fuera más dependiente de mí y toda mi protección tuviera sentido... Me sentía frustrado por su obsesiva autonomía...
Hiciera frío o calor, el invierno empezaba en el quiosco cuando las viudas venían a por sus crisantemos el Día de Difuntos. Entonces, ya fuera por complicidad, por extrañar a mi padre o por el «qué dirán»; mamá se enlutaba y cubría su cuerpo de excitante mujerona madura con chaquetas y abrigos de los que no se desprendía hasta pasada Semana Santa, cuando los estantes se inundaban de rosas rojas.
Entonces, con lluvia o con sol, mamá se abría como sus flores y mostraba a los clientes -hombres jóvenes enamorados que compraban la típica rosa a su prometida- su auténtica y lasciva imagen, su cuerpo envuelto en vaporosos vestidos de primavera, escotados, donde desbordaban sus generosas ubres en cuyo pliegue guardaba los billetes que yo cuidadosamente impregnaba con semen algunas noches.
Verla frotándoselos entre las tetas me compensaba hasta cierto punto. Mi cuerpo joven y ardiente quería más, porque la naturaleza ya me hacía incapaz de reconocer a mamá en esa mujer que corría por casa con pasitos cortos y coquetos, en esa hembra cuyo olor impregnaba el baño con aromas íntimos que me enloquecían, en esa armoniosa arquitectura de carnes cimbreantes y trémulas bajo ropas que apenas escondían lo más esencial y femenino.
Consideraba si, del mismo modo, ella se percataba de que yo había dejado de ser su niño querido; pero su habitual falta de recato no parecía dar pistas de ello. Sospechaba con tristeza que no iba a ser diferente a las demás madres; y seguiría viendo en mí, y a perpetuidad, a ese hijo menor de edad que a sus ojos jamás crecería.
El quiosco cerraba en contadas ocasiones; y una chica, María, suplía a mamá en el que era su único día de descanso: el domingo. Yo dedicaba las mañanas festivas a jugar a fútbol, o a pasear con los amigos hasta el muelle y tomar allí el aperitivo, pero esa mañana no había partido y las sábanas se me habían pegado irremediablemente.
Aproveché mi erección matinal y me pajeé con rabioso rencor. Mamá no había sido mujer practicante pero, tras la muerte de mi padre, dedicaba la mañana del domingo a cultivar su vida interior y acudía con regularidad a misa y confesión. Y allí la imaginé, confesándose al padre Juan, acariciando sus oídos con sus pecados de mujer ardiente y sola. Probablemente también él se masturbara a su costa; pero con una información que yo -sospechaba- jamás tendría. Me levanté furioso y fui hasta su cuarto con mi ariete pringando de aquí para allá y golpeándome el ombligo. Encontré unas bragas usadas bajo la cama -allí las dejaba siempre- y, tras tensarlas frente a mí, se las rompí con un brutal pollazo. Era excitante sentir la blonda rozar el glande mientras mis violentos envites la partían. Al rato, las bragas eran un simple trapo lleno de agujeros en el que descargué mi orgasmo...
«Puta..., puta..., puta...», gemí rabioso de deseo y frustración fantaseando con tener mi verga ensartada en una mujer indefinida, madura y carnosa muy parecida a mamá. Pero bajo mi cuerpo sólo estaba el frío suelo de baldosas recibiendo los envites de mi verga y los chorros de semen que desbordaban la tela de las bragas.
Tardé en levantarme. Pensé en dejar secar los restos de lechada en mi cuerpo hasta que su olor fuese tan ofensivo que a mamá le resultara imposible aceptarme como a su niño querido. Si no podía verme como a un excitante y atractivo macho follador, me vería como uno de esos pordioseros que revolvían la basura en el mercado por la noche, cuando los vendedores abandonaban sus puestos.
Con esas fantasías pueriles que situaban mis intenciones más cerca de la guerra biológica que de la auténtica venganza, la esperé con el torso cubierto con los restos de mi placer, una sencilla camiseta de tirantes y unos pantalones viejos llenos de grasa del taller. Al rato, oí sus pasos en la escalera y el ruido de la llave tanteando la cerradura. Se sorprendió al verme.
-¿Qué haces aquí? -preguntó en un tono algo molesto.
-No había partido, mamá.
-¿Y no quedaste con Carlos y la pandilla? Hace muy buen día para andar metido en casa
-¿Te molesta que esté aquí?
-¡Qué me va a molestar! Pero la vida es corta y la juventud más, Julián. Mírame a mí... ¿qué puedo esperar?... nada desde que tu padre se fue... -dijo con la voz a punto de quebrarse.
Una vez más me trataba como a un niño y, por si fuera poco, me amenazaba con un ataque de melancolía...
-Mamá, no volvamos con esas. Deja el quiosco, no lo necesitamos. Tienes la paga y yo...
-Tú no lo necesitarás, pero yo sí. Un día encontrarás novia y te casarás, dejándome. Es ley de vida. El quiosco me da fuerzas para seguir, me distrae, y no voy a dejarlo mientras pueda.
-De novia ni hablar, mamá, y no te voy a dejar, ni pensarlo... No voy a tener novia hasta que vuelva de la mili. No quiero andar carteándome con una zorra que me ponga los cuernos mientras estoy en el cuartel...
Me daba terror tener que cumplir el servicio militar y dejar a mamá sola. La posibilidad de que en mi ausencia conociera a otro hombre y se volviera a casar me enloquecía. Veía a esos cabrones babosos acechándola en el quiosco y sabía que sólo era cuestión de tiempo.
-Ojalá pudieras cumplir con ello. Los hijos de viuda no hacen la mili, Julián. ¿O acaso te va la vida militar y vas a ser voluntario?
-No, mamá. Ni pensarlo.
Fue una grata sorpresa oír eso. ¿Cómo había podido ignorarlo hasta entonces? Sería porque en mi entorno no podía contrastar con nadie las múltiples carencias y escasas ventajas de mi condición de huérfano. Parte de mis pensamientos más oscuros se volatilizaron, y ese día magnífico y primaveral me pareció el mejor día en mucho tiempo. Me levanté arrebatado por la euforia y alcancé a mamá cuando iba hacia la cocina. La abracé por detrás, estrechando fuertemente su cintura y la besé en el cuello con cálidos y lascivos chupetones...
-Jajajajaja..., ¿ves como tenía razón cuando decía que necesitabas una novia...?
-Tú eres mi novia, mamá... mmm..., jajajaja...
Hacía tanto tiempo que no reíamos juntos y que no la abrazaba... Seguí con el juego estrechando el cerco. La alcé, ligera como una pluma entre mis fuertes brazos..., pateaba..., su resistencia me excitaba... La última vez podía haberse soltado de mi abrazo con un simple empujón, pero en ese instante era diferente. Sintió que era mi presa, que podía hacer con ella lo que quisiera... Sentí su pánico, algo visceral que la recorrió entera...
-¡SUÉLTAME, YA ESTÁ BIEN DE JUEGOS...! -gritó revolviéndose para deshacerse de mí.
La solté y corrió hacia el otro lado de la mesa como si buscara atrincherarse tras ella. Ya no me daba la espalda, respiraba agitada y me miraba como si yo fuera un desconocido
-Tranquila, mamá, no pasa nada... sólo es..., bueno, tú lo has dicho: un juego...
-Claro, ¿qué iba a ser...? -balbuceó-, el problema es que ya eres tan fuerte como lo fue tu padre y aún no eres consciente de ello... Lo cierto es que cada vez me recuerdas más a él...
-¿A quién, sino? ¿Al cartero, mamá?
-Si lo sabré yo... jajajajaja...
Su forzada risa se diluyó en un rictus apagado y triste que se llevó a la cocina. Me pareció verla temblar. Comimos zarzuela de pescado como cada domingo, y nos comportamos como si ese incidente no hubiera ocurrido. Tras el almuerzo, me fui a tumbar a mi cuarto.
Escuche su trastear doméstico, el entrechocar de platos en el fregadero, y eso me embargó de una cálida y triste felicidad... Mamá convertida en mi mujercita sin la amenaza de un futuro servicio militar; pero un poco más lejos de mí, huyendo de mí cuando yo intentaba darle un cariñoso y juguetón abrazo... Después oí la puerta de su habitación cerrarse y, más tarde, el suave y rítmico chirriar del somier ..., un chirriar contenido y apenas perceptible pero delator...
Hacía tanto tiempo que no lo oía... Antes de que mi padre enfermara, aprovechaban los domingos por la tarde para dar rienda suelta a su lujuria. Entonces lo entendí, sólo era cuestión de tiempo. La había excitado, pero debía asimilar mi cambio, la nueva presencia que ya no era la de su niño querido. Aquella frase que aún resonaba en mi cabeza era clave y definitiva: «La verdad es que cada vez me recuerdas más a él». Sólo tenía que darle tiempo y retomar el trabajo dónde mi padre lo dejó. Así de fácil y duro a la vez. El furtivo contacto con sus nalgas me había puesto a mil...
El cuarto de mamá estaba entre el mío y un trastero. Desde que mi obsesión empezara, su desnudez era mi fantasía. Ver su plenitud en la intimidad cuando se sintiera libre de cualquier mirada. La casa era vieja y, en algunos puntos, el revestimiento se superponía en groseras capas de estuco. Tiempo atrás, había pensado en hacer un agujero en el tabique que nos separaba, pero en mi cuarto no se situaba el mejor punto de mira ya que ahí estaba el cabezal de barrotes de su cama.
La mejor perspectiva se lograba en el cuartito de los trastos y en el tabique colindante había trepanado un agujero que, bien camuflado, podía pasar por un fortuito desconchado (cosas de la era pre-tecnológica que ahora se solventarían con una discreta cámara). Mamá tenía por costumbre apagar pronto la luz y el invento poco me había aportado hasta el momento, aparte de alguna efímera desnudez al acostarse.
Sin embargo, esa tarde supuso un puto de inflexión, y su sensual actividad me llevó a mi particular observatorio. Una buchada de saliva inundó mi boca en segundos tras visionar esas imágenes. Tumbada sobre la cama y completamente desnuda, ofrecía su coño a su mano pajillera que lo frotaba sin descanso.
Dicen que si se extendiera el tejido de los pulmones al completo cubriría un campo de fútbol; del mismo modo, el rosado coño de mamá daba para media cancha de tenis. Salivé más y más hasta formar una baba espesa que esputé sobre el glande que ya esperaba, ventilado y pegado al ombligo, recibir el castigo merecido por ser tan canalla y calentarse con la visión de la mujer que lo había parido. Seguí con la observación:
Sus magníficas tetas oscilaban con el vaivén frenético de la paja. Se relamía, voraz, extendiendo sus flujos a cualquier orificio que le pudiera dar gusto y que no sintiera suficientemente lubricado. Yo sabía que era ella, cierto, pero su imagen maternal se fundía con otra más lasciva, y esa extraña fusión daba coraje y fuerzas renovadas a mi mano. Vi que buscaba algo entre los pliegues de la colcha: una gruesa zanahoria. Imaginar lo que iba hacer con ella me enardeció más que la propia acción y susurré obscenidades sin fin fantaseando con lo bien que me lo pasaría en el futuro atravesando su coño una y otra vez. Pero la acción no me defraudó en absoluto:
Tras relamerla, como si así consiguiera transformarla en pura carne, se rozó con ella los pezones, dándose vibración y golpecitos como si los castigara por obscenos y erectos. Después bajó la hortaliza hasta los labios vaginales que trató del mismo modo para gran excitación de mi persona. Tras unos breves preliminares, en que movió la punta en circular como si intentara dilatar al máximo su orificio, la hundió sin pausa ni resuello hasta el fondo de su coño provocándole gran trastorno -por lo que pude ver en su cara tensa y contenida para que yo no la oyera- abriendo sus piernas hasta lo imposible y, como si con esa postura aún no gozara suficiente, volvió a cerrarlas para sentir la inserción más prieta y profunda. Atrapada en ese frenesí gimnástico, abrió, cerró y pateó sin compasión ni respeto por si misma; y menos, por la imagen de mi padre que, desde el portafotos que sostenía en la otra mano, recibía sus cálidos lametones con la esperanza -infundada supongo- de que volviera del otro mundo y cumpliera virilmente con su cometido.
Yo, con mi particular modus operandi, la acompañaba en su trance: estrujón de cojones y fricción de glande y mango, debidamente condimentado todo ello con las babas que escupía en los callos de mis manos -así las tenía de maltratadas con el masculino trabajo del taller y mis pajas- no fuera a recalentarse el pellejo y a provocarme escoceduras.
Pensé que la zanahoria se troncharía; pues lo que al principio fue una cuidadosa inserción en su vagina se convirtió en la flagrante violación de sus mucosas; y el gozoso chapoteo resultante se podía oír, incluso, tras la pared. La perseverancia tuvo el resultado esperado, y mamá se arqueó convulsa mientras hacía lo imposible para que los espasmos no expulsaran la zanahoria de su caliente madriguera; y así pudo disfrutar, hasta el final, del gustazo de correrse con su coño debidamente atrancado, sino por la verga de mi padre, sí por la hortaliza que cumplía prestaciones parecidas.
Me pareé con ella imaginando que la zanahoria era mi verga, y me corrí con generosos trallazos estrujando mi glande contra la pared que salpiqué en abundancia. Mi cuerpo liberó toda la tensión con las lechadas y, silenciosamente, me fui a mi cuarto con cierta nostalgia de sus imágenes, pero con la certeza de que nadie mejor que yo -digno heredero de mi padre- podría satisfacer plenamente a mamá en el futuro...
continuará en breve...