Ya, mamá... ¡contrólate por favor! (3)

Mamá se calma después del divorcio. Aparece el hombrón que nos vuelve locos.

YA, MAMÁ... ¡CONTRÓLATE POR FAVOR!- 3

El divorcio de mis padres cambió nuestras vidas. Mamá ya no dándole rienda suelta a sus disparates sexuales, a pesar de que ahora podía, con más confianza, desbocarse, pues ya no había quien la controlara. Lo que yo opinara al respecto la tenía francamente sin cuidado, pero ni así se aprovechó de la situación. Se tranquilizó y se dedicó a trabajar y a atenderme a mí. Sólo cambió su apariencia totalmente. Cambió de look radicalmente. Mejoró la calidad de su ropa y sus antiguas vestimentas fueron cambiadas por otras más de verse. Sus faldas, siguieron siendo cortas, algunas más de la cuenta, pero con mejor gusto que las anteriores. Las blusas no eran tan descubiertas, no le gustaba mucho enseñar los brazos y hombros, ni tampoco, fácilmente mostraba, sus poderosos senos. ¡Vaya!, siquiera, pensaba yo. Parece que el sustito que le sacaron le sirvió.

Se dejó crecer más el cabello y se lo pintó más claro. Se maquillaba más pesado, pero con buen gusto. Se veía muy bonita, parecía otra. Cambió radicalmente y bajó unos kilos. Parecía una muchacha soltera. Yo, con 12 años, casi de su estatura, muchas veces pasaba por su hermanito, la gente no le creía que era su hijo. Aparentaba como 10 años menos. Simulaba, sin esforzarse, 25 o 26 años, solamente. Hasta me empezó a gustar, lo confieso. Dormíamos juntos, sólo usábamos una habitación. Muy abrazaditos amanecíamos por las mañanas, incluso ya no usaba mi cara y mi boca para excitarse y para tener orgasmos. Algunas veces, por las madrugadas me despertaba al escuchar sus suspiros y quejidos cuando de masturbaba, seguramente por la falta que le hacía una de aquellas, a las que ya se había acostumbrado.

En la penumbra, con la poca luz que entraba por las ventanas, podía divisar su silueta boca arriba en la cama, a mi lado. Con la pijama desbotonada y su tanga a la altura de su muslo. Con sus senos redondos apuntando para el techo, húmedos por el rocío de su transpiración, con sus pezones reventando. Divisaba de perfil su estómago plano, sus piernas semi abiertas y su mano entre ellas, frotándose duramente su olorosa vagina. Mi pitito se ponía duro, muy tieso. Se veía hermosa, parecía una mujer lobo satisfaciéndose sola. Hasta rugía por la excitación que la invadía. La falta de hombres por su voluntaria decisión de portarse bien, a pesar de ser tan ardiente, era de aplaudirse. Eso se lo admiraba mucho. Yo fui testigo mudo, y a veces ni tan mudo, del gusto que tenía por el sexo opuesto. Ya eran muchos meses sin macho en su cama. Bueno, sólo yo, su hijo. La admiraba, la quería mucho, la amaba en verdad. Hasta orgulloso me sentía de ella. Y me gustaba, se veía muy joven, muy fresca y yo, pues empezaba a sentir cosillas por las muchachas, estaba entrando a la adolescencia.

Una noche de esas, en que ella se atendía sola y yo la observaba, se me hizo más hermosa la estampa que presenciaba y la interrumpí.

-¿Te pasa algo, mamá?- le pregunté cuando sus rugidos se convirtieron en murmullos entrecortados. Su voz le cambiaba mucho, se le hacía más rasposa y ronca.

-Nada, Diego... aahhhh...gggrrhhh- me respondió después de preguntárselo varias veces.

-¿Qué te estás haciendo, entonces?

-Consolándome, mi rey... aaahhh... Duérmete, no me pasa nada... ggrrhh- me respondió con esa voz gutural otra vez.

-Es que te oyes muy rara. Como ahogándote.

-Es que hoy me vieron mucho los muchachos en la tienda y en la calle, hijito... aaahhhggg... como que con eso me calenté demasiado... uuuyyy... qué rico.

-¿Sólo con eso, mamá?

-Sí, mi rey... aaayyy... las miradas de los hombres nos calientan mucho a las mujeres... aaahhggg.... ggrrrrhh... Por las noches nos hacen daño, se nos acumulan. ¿No me crees?

-No sé- respondí, buscando, en mi inocencia, con disimulo infantil que ella me añadiera a sus juegos, que me convidara. No sé porqué, pero esa noche ella estaba muy bonita.

-Mmmhhh.... mira, ven, acércate- me tomó de la mano y me arrimó a ella, usó mi mano y la puso entre sus piernas, a tocarle la panocha. Con la suya guió la mía y la recorrió sobre su vagina muy mojada y pegajosa. La sentí muy abierta y caliente. Ella forzaba mis dedos entre ella y se sacudía el agujero con fuerza, golpeándoselo con mi mano.

-Aaayyy, mi rey, que rica tu manita... gggrrrhh... mete los deditos, mijo, mételos bien adentro... mmmhhhh... méteme la manita, bebé... aaahhh.

Le metí cuatro dedos, sólo mi pulgar estaba fuera de ella. Me le separé y me fui para allá, para abajo, interesado por ver qué pasaba entre sus piernas. Se me hacía muy interesante el hecho de que le entraran mis dedos completos en la vagina. Llegué y me recosté con mi barbilla en su cadera. Y a escasos centímetros de mis ojos veían mi mano metida a media palma en su parrucha. Ella al bajar su vista me vio como interesado observaba eso y me preguntó qué era lo que veía. Le respondí que no podía creer que mis dedos y media mano le cupieran por allí, que se me hacía curioso.

Mamá prendió la lámpara de noche y pude mirara mejor su chocha y mi mano brillante por lo que tanto le salía de allí. Me sacó la mano y me dijo que contrajera mi dedo pulgar sobre los otros e hiciera puntita mi mano, uniendo todos los dedos, como si agarrara cacahuates. Me agarró de la muñeca y ¡Se fue metiendo mi mano! Cuando pasaron los nudillos se le inflamó la garganta, como a una rana y se sofocó, como si fuera a perder el sentido. Yo me espanté y le quise sacar mi mano, pero ella me la tomó fuerte y me gritó que no, que no se la sacara por nada del mundo. Sentía cómo me apretaba la mano y la muñeca con su chocho, sentía como si trajera puesto y guante de beisbol, pero muy ajustado, caliente y mojado. Y muy suave y blandito. –¡Cierra el puño¡- me gritó como endemoniada.

Se tragó más de mi brazo, casi hasta medio antebrazo. Yo estaba muy impresionado y ella se azotaba contra la cama y se maltrataba las tetas, apretándolas con la mano libre, pellizcándose los pezones y maldiciendo con esa voz tan rara. Me dijo que yo solo le metiera y le sacara la mano, como si destapara un caño. ¿Cogiéndote?, pensé. Ya había visto muchas veces como se la cogían los hombres y le empecé a bombear mi brazo y mi puño en el boquete aquel, por dónde yo había nacido. Levantó su pierna y la pasó por encima de mi cabeza, poniéndola de nuevo en la cama, dejándome en medio. Así pude maniobrar mejor y tener una mejor vista de eso que tanto interés despertaba en mí. Sentía morbo, para qué lo niego, pero más que nada, curiosidad. Me sentía muy impresionado.

Se apoyó en sus pies y levantaba su trasero de la cama, subía y bajaba la panocha con mucha fuerza. Como mi mano estaba metida de lado, casi me dislocaba la muñeca, me dolía mucho. La giré un poco hasta que quedó con la palma hacia abajo, dentro de ella. Con esto se quejó todavía más, como si fuera poco. Como que sintió más grueso mi brazo, así metido, como si "tomara distancia" en la escuela, cuando nos formaban. Aumentó la fuerza de sus movimientos, haciéndolos circulares con sus caderotas y gritaba terriblemente fuerte, como si llorara en un funeral. Sólo la había escuchado sollozar así, en el velorio de mi abuela, allá en San Luis, años antes.

Después de un rato, se disolvió sobre el colchón, sollozando como alma en pena, completamente lacia. Le saqué la mano del panocho y me tomó de la nuca. Me volvió a hacer lo que tanto odiaba, pasarse mi boca y nariz por allí. Casi me metía media cara dentro de ella, aunque menos fuerte que otras veces. Yo la sentía muy mojada y abierta. Después de unos minutos la presión que ejercía en mi cabeza desapareció y pude salir a la superficie. Se había quedado dormida. Se veía muy relajada, muy bonita. Con cuidado tomé las cobijas y la tapé. Pero, como nunca, en lugar de acostarme a su lado, en mi lugar, me metí de nuevo entre sus piernas, deslizándome entre las colchas y allá me quedé. No sé, me sentía protegido. Me daba una sensación de paz, como si yo fuera un animalito indefenso.

No me recosté en su parrucho, sino en la cama, pero con mi cabeza entre sus muslos, muy cerca del chocho. Ella, de rato se movió y me golpeó con su pierna en la cabeza, asustándose. Me llamó, mirando bajo la colcha y me dijo que me saliera ya de allí, pensó que me había quedado dormido sin querer entre ella. Pero yo le dije que no, que me quería quedar allí, que me sentía bien entre sus piernas. Con ternura me acarició los cabellos y me dijo que si eso era lo que quería, que allá me quedara. Me soltó y me tomó de la barbilla y me dijo que pusiera mi mejilla en la parte interna de su muslo, en su ingle. Lo hice y dijo que así estaba mejor. Sus pelitos me cosquilleaban la nariz y el olor de su panocho era muy fuerte, me asqueaba; pero me aguanté a que se durmiera y me acomodé de nuevo como antes, acostado en el colchón, entre sus piernas.

A partir de esa noche, me usara o no para satisfacerse, yo me dormía así, entre sus hermosas piernas. Normalmente dormía con calzón, pero a veces no. Cuando eso sucedía y si al olerle allí, no le olía tan fuerte como otras veces, ya dormida le lamía la chocha con cuidado, para que no despertara. Se quejaba muy suavecito y dormida se sonreía feliz. Me gustaba mucho hacerle eso. Quería que durmiera bien. Mi amor por ella se incrementó muchísimo, la adoraba. No estaba enamorado de ella, la veía como mi madre querida, solamente. Me gustaba darle gusto para que no buscara otra vez hombres, para que se siguiera portando bien.

A los tres meses empezó a salir con un muchacho. Me lo platicaba. Me dijo que era más joven que ella. Se llamaba Mario y tenía 24 años, nueve menos que ella. Yo sólo le decía que por favor se controlara, que tuviera cuidado de no caer en lo de antes. Me respondía que no, que no me preocupara. Incluso se tardó en llevarlo a la casa. Salió con él otros tres meses y por fin lo invitó a que me conociera, cuando ya estuvo bien segura de que era el bueno. Lo llevó una tarde a presentármelo.

Era como a ella le gustaban, muy alto y delgado, no era un fortachón, como otros, sino más delgado. Muy guapo, blanco de cabello castaño. Aparentaba más edad, por lo que la diferencia con mamá no se notaba, como que empataban, por lo joven que ella se veía. Traía un pantalón vaquero, de vestir, no de mezclilla, color café claro. Con botas. Cuando me fijé en su paquete, me convencí de porqué le había gustado a mamá. La verga se le notaba bastante. Le caía por un muslo hasta bien abajo. Parecía que traía una manguera curva allí adentro. Se le notaba muchísimo. Yo batallaba para quitarle la vista de allí, esa víbora me jalaba la vista. Me inquietaba mucho, me ponía muy nervioso, se le veía demasiado. Cenamos y se despidió a eso de las nueve de la noche. De beso en la mejilla, a los dos, nos dijo que gracias y se fue. Cuando me besó a mí, casi me caigo. Su loción tan fresca me derritió y el contacto de su mejilla rasposa en la mía me excitó mucho.

Mamá me preguntó qué me había parecido y le dije que estaba muy bien, que era muy simpático y agradable. Ella quedó encantada y él venía por la casa muy seguido y salíamos los tres juntos a pasear y a comer fuera. Me agregaron en su relación, mamá estaba dichosa con él, y yo pues también. Pero cómo me llamaba la atención esa cosota que se le notaba tanto. A toda hora pensaba en cómo la tendría. Mamá y él a veces se quedaban viendo la tele solos y yo me iba a mi cuarto. Cuando ya no escuchaba mucho ruido me iba y me asomaba a espiarlos. A veces los encontraba besándose y acariciándose pero normal, nada parecido a como había sorprendido a mi madre antes, cuando era casada.

La oportunidad de verle la verga a Mario se presentó en un restaurante, cuando fuimos al baño, antes de comer. Yo llegué primero y me paré en el mingitorio a hacer pis. Él llegó, y como era sólo una gran pila, sin divisiones, se desabrochó los pantalones y se los puso debajo de las nalgas y se puso a orinar comentándome que traía muchas ganas y que ya casi no llegaba. Desde luego que yo volteé a vérsela. Casi me cago. Hasta el chorrito de mi pis se interrumpió. Qué vergota que tenía el novio de mamá. Parecía que iba a beber, no a mear. Le colgaba para debajo de una manera increíble, única. Era muy blanca con venitas azules y muy cabezona. Los chorros de orina eran intermitentes, como si se estuviera viniendo, no era un chorro seguido. En cada chorro que le salía le brincaba delicioso, yo ni le despistaba, mis ojos estaban fijos en esa inmensidad.

Él ni en cuenta. Yo también hice lo que él, vaciarme intermitentemente para ganar tiempo, para no terminar de orinar y tener que retirarme de ahí, de su lado. Cuando iba terminado, cuando ya salían pocos y escasos chorritos de esa cabezota, se la empezó a exprimir y a sacudir, poniéndola derecha, evitando que se curvara para abajo. Muy despacio se la jalaba y hacía que fueran saliendo gotitas y se la sacudía para que se desprendieran y de vuelta otra vez. Lo hizo unas cinco veces más, después que ya ni le salí nada, hasta se le puso roja, de tanto frotársela. Mi pitito hacía mucho que ya no le salía nada, pero ni cuenta me daba, estaba adormilado mirando con qué paciencia se la exprimía toda, desde el asiento con su abdomen hasta la punta, sacándole hasta el ultimo residuo de orín. Se la vi más grande y derecha, aunque la soltara ya no se curvaba para abajo, estaba más derecha y muy muy grande y gordota y él seguía sacudiéndosela todavía, hablando de algo que yo ni le escuchaba. No tenía oídos, sólo ojos para contemplar semejante barbaridad.

Me guardé la mía y me fui al lavamanos, ya era mucho. Él se subió el pantalón y se fajó la camisa y yo me fui a la mesa, con mamá. Me dejó muy impresionado. Ni mi tío Toño la tenía así, era la única verga que había visto tan cerca, aquella vez que se la puso a mamá en la cara, en León. Tal vez fueran del mismo tamaño, pero la de Mario era más bonita y él también, era mucho más guapo que mi tío.

Después de eso, cuando íbamos a alguna parte, restaurante, cine, etcétera, me aguantaba las ganas para ir con él al baño. O él me decía que si no quería ir a regar y desde luego le decía que sí. A veces los baños eran divididos y no se podía pero cuando eran uno sólo de acero o de concreto, me daba mis tacos de ojo con esa cosota que tanto me llamaba la atención.

A los pocos meses mamá me preguntó que si estaría de acuerdo en que él se viniera a vivir con nosotros y le dije que sí, que se veía que se amaban de verdad y que por mí no había problema, que se lo trajera. Me dijo que ya no podríamos dormir juntos y le dije que ni modo, que ella debería rehacer su vida y Mario se cambió con nosotros.

Desde la primera noche que estuvo en la casa, los gritos de mamá se escuchaban hasta mi cuarto. Hasta bien entrada la madrugada y a veces hasta el amanecer, los azotes de la cama y los lamentos de ella cesaban. Mario resultó todo un garañón, justo lo que ella necesitaba.

Mamá siguió en la zapatería, trabajaba los domingos, así que Mario y yo estábamos solos todo el día e íbamos por ella por la tarde para ir a comer y a pasear.

Un domingo, después de almorzar, nos pusimos a jugar con un balón, en la calle. Le dije que iba a orinar y dijo que él también. Entré al baño y él atrás de mí. Me dijo que le hiciera campito y se bajó el corto a media pierna poniéndose a hacer chis conmigo en la taza del baño. Yo me moví hasta quedar de frente a él, viéndole muy bien todo el animalote descargando, entrecortado como siempre, la orina. Desde luego que yo también empecé a vaciarla así, para tardarme más y poder contemplar eso que a mamá volvía loca por las noches. Cuando terminó, mucho después que yo, empezó con las exprimidas y las sacudidas. Hasta me dijo que no me fuera a chispear. Yo ni caso le hice, sólo me limitaba a verle la verga sacudiéndose casi encima de mi estómago, con mi cabeza bien agachada para que no viera mis interesados ojos.

Mario se la siguió pelando delante de mí, mudo viéndosela. Ya hacía como 5 minutos que no le salía nada. Ahora sí que estaba pero bien parada, gigantesca y bien roja. Yo seguía así, con mi barbilla en mi pecho y mi pitillo en mi mano, como él, como si todavía no terminara de mear. Eran como 24 centímetros de blanquísima verga, de muy gruesa y linda verga, de hermosa vergota en verdad. Se la masturbaba descaradamente en mi cara, ya no se la sacudía ni se la exprimía, solo se la jalaba bien rico, enseñándomela toda. Mi verguilla se endureció en mi mano también, viendo ese cañón de carne blanca azulada.

-Ya se te puso dura, también. ¿Verdad Dieguito?- me preguntó.

-Sí- le respondí sin levantar la cara.

-Te gusta esta, ¿Verdad?, siempre me la ves con mucho interés. Ya he notado como te la comes con los ojos en los baños.

Yo sólo me encogí de hombros, amorcillado. No sabía qué responderle, pero sin quitar mi vista de sus manos, pues en lo que me decía eso uso su otra mano y ya eran las dos las que pelaban la vergota que tenía. Ya el pantaloncillo y calzoncillo yacían en el piso, en sus tobillos y él me la acercaba mucho, a mi estómago, casi rozándome con la cabezona la camiseta. Se veía muy ancha desde allá. Una gran vena azul la recorría toda, una venota de 20 centímetros en la que se podían notar los latidos de su corazón. La traía mucho muy parada, terriblemente parada, la cabezota también le latía mucho. Él se la apretaba mucho, por en medio, provocando que la cabezona casi reventara, amoratándose mucho.

Se hizo para atrás y tapó el escusado con el asiento y me agarró de un brazo sentándome en él. Se puso frente a mí, frotándose la cabeza del pene, frente a mi boca. Me agarró del copete y me levantó la cara para pasarme la verga por todo el rostro. Mmmm, qué rico sentía. Cuando me la pasaba por la boca, por debajo de la nariz la olía, me encantaba su aroma aplatanado, fresco, rico, para nada asqueroso como el del chocho de mamá. Ese olor si me gustó mucho, el olor de la verga.

Me dijo que se la lamiera, que le diera besitos y entonces probé mi primera verga. Se la lambí con nervios, temblaba mucho, asustado por lo que me hacía hacerle. Hasta me dieron ganas de orinar de nuevo, muy impresionado por saber que estaba comiéndome ese pene tan deseado. Él me la daba con su mano y yo me dejaba mover con su otra mano en mi frente, llenándosela de saliva y besándole el agujerito por donde había meado minutos antes, saboreando lo que yo creía que serían restos de orina, pero más viscosita y espesita. Me dijo que se veía que ya sabía cómo, que se lo hacía muy bien. Yo ni le respondí nada, me ufanó que pensara eso, no le quise aclarar que era la primera verga que mamaba.

Me pidió que la agarrara yo mismo. Alcé mis manos y recordé a mamá cuando la espiaba mamando una de estas. Se la jalaba muy lentamente sin dejar de lamérsela y besarla. Sentía la potencia de su hombría en mis manos. La sopesaba, la recorría con mis dedos, sentía cada vena, sentía la suave piel y lo gruesota que la tenía. Me agobiaba su poder, su fuerza masculina. Hasta las ganas de orinar se me quitaron y los nervios desaparecieron, me sentía bien allí, a los pies de un hombrazo como ese jalándole y besándole la vergota rica. Saboreando eso, que le salía cada vez en mayor cantidad y que según yo eran orines, pero que me enloquecían con su consistencia y sabor saladito.

Luego me solicitó que se la chupara y de nuevo puse en practica las clases involuntarias que me dio mi madre. Me la metí por la boca, tuve que abrirla mucho, estaba demasiado cabezona y me puse a chupársela rico, como había soñado en chupársela a alguno de los amantes de Lupita, mi madre, cuando me preguntaba a qué sabrían esos penes tan grandes que ella se metía hasta la garganta.. Otra vez ese sabor frutal aplatanado me encantó, la empecé a sacar y meter de mi boca, sólo la cabezota y él se puso de puntitas diciéndome que de verdad era muy bueno para mamar verga. –Hasta se me hace que eres mejor que tu mamá para mamar, Dieguito, chiquito- me dijo tomándome de las orejas y llenándome de vanidad el alma y de verga la boca.

---CONTINUARÁ---