Y vivieron felices por siempre
Ya a nadie le interesa un final feliz, pues todos son igual de vacíos, cursis e irreales. Sin embargo, hay excepciones a la regla.
Nota: Mil gracias a Bloody Blacky por betear
Claro, podría afirmar que me dolió ver partir a aquel que fue mi amigo y no estaría muy apartado de la realidad, pero la verdad es que de cierta forma me mató verlo fuera de mi vida. No sé dónde vivirá ahora; antes de marcharse me había dicho que me fuera al demonio, yo y mi estúpida mariconería. Ha sido mi culpa que jamás volviera a saber de él. Nadie me mandaba a pasar por esa cerca electrificada, nadie era responsable porque yo hubiera decidido arrojar por la borda todo riesgo y me sumergiera en esa dulce experiencia que me supo tan amarga como el posterior abandono. Yo siempre he sido su confidente, ¿saben? Ese sujeto santurrón al que el chico genial llama cuando se ha emborrachado en algún bar y no se atreve a telefonear a su padre por temor a los reproches. Ése que igualmente le dice que es un cabeza hueca por hacer esas estupideces, que debería al menos tratar de usar un poco más la sesera, pero sólo recibe un codazo amistoso y una risa idiotizada que apesta a alcohol.
El sujeto que se resigna al hecho de que no puede enojarse con su amigo, porque el idiota hasta borracho le encanta, y no le queda de otra que alojarlo en su casa hasta la mañana siguiente, reprimiendo dolorosamente el deseo de colarse dentro de su camani siquiera ahora comprendo cómo no lo hice antes, aún sabiendo que él dormía sólo con los calzoncillos y ni la tercera guerra mundial podría levantarle. Ese sujeto que le presta los apuntes para todas las materias, porque él se duerme en prácticamente todas las clases o simplemente se la pasa repartiendo notitas entre sus otros amigos geniales. Ese que de un momento a otro se harta porque cree que lo están utilizando y toma en seria consideración poner fin a toda aquella amistad, pero echa por tierra sus intenciones cuando él aparece en la puerta de su casa, calado hasta los huesos a causa de una lluvia torrencial y portando como un estandarte un ojo morado, que da la impresión de que le metieron una pelota de béisbol bajo la piel. Ese que ya sabe que es todo gracias al humor iracundo del padre del chico genial y lo deja pasar sin hacerle preguntas. Él era muy popular. Tenía amigos por montones en los cursos superiores y sería mentira decir que eran pocas las chicas que suspiraron por él. Pero a ese sujeto no le importaba, ni al chico popular, porque es ese sujeto el único que lo ha visto sin su sonrisa de chulo y al borde de las lágrimas, aunque insistiera en que le picaban los ojos, y nunca lo ha juzgado por eso. Decirle idiota, irresponsable, bastardo derrochador, sí, pero ese sujeto jamás habría abierto la boca para llamarle debilucho o nenaza delicada; nunca para poner en evidencia la vergüenza que ya lo embargaba.
Sí, ese mismo era yo. Y todo porque estaba loco por él. Completamente loco, como una maldita colegiala. Hasta me vi tentado a repetir una y otra vez su nombre, sólo para recordar que la persona que me provoca esas sensaciones existe y que yo existo para él. Ciertamente era guapo; recuerdo que me quedé embobado más de una vez contemplando su cabello rubio, como un drogadicto ante una ruleta de colores chillones, pero no se trataba de eso. Él era la clase de persona que parece vivir en las nubes, pero un día te sorprende con una conversación así: ¿Cómo estás? Bien. Entonces él te mira, te mira de verdad, y cuestiona. No me mientas. ¿Qué te pasa? Y yo le inventaba que estaba molesto porque mi padre o mi madre no habían hecho algo que me prometieron, o que estaba preocupado por mis notas o por la salud de un pariente, agregándole más drama del necesario para cubrir la verdad. Dudo que alguna vez él se haya tragado mis cuentos, soy un pésimo mentiroso. Me sudan mucho las manos y apenas puedo controlar mi lengua para formar las palabras. De todos modos él no seguía en el tema, probablemente pensando que yo se lo diría a mi tiempo, aunque no dejaba de observarme de reojo en el resto del día. Regresaba a la tierra por mí, para averiguar lo que me aquejaba. Casi me provocan ganas de reír cuando lo recuerdo. Justo cuando él creía que me ayudaba en realidad empeoraba las cosas, porque junto a mi gratitud crecía dentro de mí la necesidad de tomarle la mano o abrazarlo. Pero él no era de los que abrazan, y yo no me arriesgaría a abrir una puerta que sabía me sería imposible cerrar luego. Una vez que lo tocara, que lo tuviera en mis manos, el candado que era mi autocontrol forjado por los años se haría añicos y estallaría como un volcán que despierta de repente, quemando a los pobres aldeanos desprevenidos. Lo odiaba por no darse cuenta, me odiaba por no hacérselo ver y odiaba la idea de que lo supiera. Ni siquiera sabía cuándo había empezado a sentir todo eso, sólo era conciente de que aquello me abrasaba el pecho y de me sentía ahogado por las dudas, como si me metieran en un pozo profundo con un bloque de cemento atado al tobillo y no hubiera ninguna piedra a la cual asirse. A veces desearía que las cosas hubieran continuado así. Él en su mundo de chicas, cerveza y vaya Dios a saber qué más, yo callado en un rincón, ayudándole luego a limpiar sus desastres a sabiendas de que apenas me dé la vuelta volverán a aparecer. Sin embargo las cosas buenas no duran y en ocasiones el destino es tan hijo de puta que no nos permite ver la suerte que tenemos hasta que ya no hay vuelta atrás. Mis padres habían salido a una reunión de no sé qué en no sé dónde, y ese día nosotros llevábamos a cabo una pequeña celebración en mi habitación, a causa del final del curso. Yo he aprobado todas las materias y el burro que me acompañaba se había llevado matemáticas e historia a marzo, pese las clases particulares que le di, y lo celebraba riendo como si acabara de ser liberado de prisión y quizá para él fuera de verdad así-, mientras agitaba el vaso de cerveza en la mano. Estoy seguro de que no había nada de gracioso en la situación, pero mis carcajadas no cesaban. Estaba borracho como una cuba y eso que sólo había tomado dos latas. En ese momento me quedó claro que tengo una nula resistencia al alcohol. El cajón de cerveza que él trajera descansaba sobre el pie de mi cama y en ella, de las ocho que tenía, ya sólo había tres. Me había resistido a beber en un principio, más que nada porque me desagradaba el olor amargo de la bebida, pero él se echó a reír y me dijo: Vamos, hombre, se vive sólo una vez. Además, mejor borracho en casa que borracho en calle. Sí, cuando hay adultos responsables. Yo, mi querido amigo olvidadizo, soy un adultoseñaló él con semblante orgulloso, señalándose con la lata aún no abierta en su palma.
Técnicamente su afirmación era correcta, porque hacía tres días había cumplido los dieciocho años, pero eso no me bastaba. Ni aun borracho me bastaría. Un gorila con una sierra eléctrica es más responsable que túrepliqué conteniéndome la risa y él realizó un gesto dramático llevándose una mano al pecho, como una mujer despechada. Oh, eso me ha dolido. Sí, claro. Lo digo en serio, hombre. Me has matado, has roto mi fe en la humanidad. Espero que puedas vivir con la culpa el resto de tus días de aburrido y fofo virgen. No pude contenerme más. Estallé en carcajadas que me arrancaron lágrimas en los ojos y a él también. Su risa era contagiosa, fresca, rebelde como un vendaval y yo me quedé contemplándole en ese estado. Me hubiera encantado tenerlo retratado así por siempre, contento y en paz consigo mismo, la piel pálida asomándose por el borde de su camiseta y sus brazos delgados detrás de la cabeza haciendo de almohada sobre mi almohada. Me resultaba fascinante el movimiento de su pecho mientras su respiración volvía a la normalidad y lanzaba un suspiro de satisfacción, ahí acostado. Cuando dejé de oír el sonido de su risa, desvié rápidamente la vista hacia la televisión. Él se sentó nuevamente y me pasó la lata frente a las narices. El centello del aparato sobre su superficie de aluminio me encegueció, aunque mis sentidos se concentraron en reparar en lo cerca que estaba y que casi sentía su aliento acariciando mi oreja. Sólo debía acercarse un poco más y me encontraría estremeciéndome. Venga, hombre, es hora de celebrar. Leí por ahí que los alcohólicos beben en soledad. ¿Es que me quieres convertir en alcohólico? su voz traslucía un tono de reproche y decepción claramente fingido. Él era francamente pésimo en debatir, pero yo sentía como mi reticencia se esfumaba. Vaya amigo que eres, ¿eh? Vale, estúpido, ya basta de drama repuse sonriendo. Siempre le decía estúpido como un mote cariñoso, así como él siempre ponía en duda nuestra amistad para conseguir lo que quería. Pero yo no pretendía insultarlo ni él chantajearme; era una especie de juego que realizábamos desde nuestra niñez. Si yo hubiera negado nuevamente su ofrecimiento, él se hubiera detenido sin más y bajaríamos a buscar zumo de naranja para tomar, dejando el cajón de cerveza olvidado, pero no quise hacerlo. Está bien. Dame una. Ese es mi chicoel golpe que me dio en la espalda casi me tiró de la cama, cosa que seguramente buscaba, y dejó la lata en mis manos. De pronto puso una expresión tristona, con los ojos azul cielo agrandándose en sus cuentas como un cachorro perdido o una madre que ve a su hijo partir a la universidad. La primera cerveza de mi amigo. No puedo sentirme más orgulloso. Le di un leve empujón en el pecho como respuesta, sintiendo la sonrisa florecer de forma espontánea. Sus ademanes estaban pensados exclusivamente para hacer reír y nunca le fallaban. Era fácil estarse cómodo con semejante payaso, al menos durante un tiempo. Luego una vocecita en mi cabeza se preguntaba si lo tomaría así de bien si le confesaba todo y me ponía nervioso, impidiéndome verle a la cara. Así es exactamente como me sucedió, aunque él no se percató de nada, por suerte, y ofreció un brindis porque ya podríamos decirle adiós a los estudios. Ese era nuestro último año escolar y a él le emocionaba la idea de no volver a estudiar un libro por un largo tiempo. Por una bizarra ironía él planeaba trabajar en una biblioteca para comenzar a ahorrar con planes de comprarse su propia vivienda. No podía esperar a abandonar la pequeña casa que compartía con el animal de su padre. Chocamos nuestras bebidas y yo di el primer sorbo de sopetón, cosa de la que me arrepentí casi de inmediato. Tenía un sabor horrible, espantoso, y eructé de pronto, llevándome las manos a la boca para contener el súbito gusto de la bilis ascendiendo. Respiré hondo para tranquilizarme y observé de reojo como él se tragaba la cerveza sin presentar la menor dificultad. Mi amigo me miró arqueando una ceja, divertido por mi cara de asco. Sí, sabe fuerte, ¿no es cierto? Tranquilo, es cosa de acostumbrarse. Una vez que los has hecho, es como el paraíso. Yo lo ponía en seria duda, pero ya que me había decidido a beber al menos podría tratar de acabar. No me gusta la idea de desperdiciar una cerveza en perfecto estado, por más que fuera repelente para mí. Y ni loco iba a permitir que él se atragantara con todo. Sin embargo pronto me di cuenta de que él tenía razón. No podría decirse que me hice fanático de la cerveza en ese momento, pero luego del primer trago ya no sentía ganas de vomitar y al tercero me produjo una agradable sensación de atontamiento. Bebí mi tercera cerveza sin recordar haber terminado la segunda y él tomó su cuarta. Hicimos contacto entre las latas, aunque no recuerdo por qué brindamos, y de nuevo nos la acabamos de forma casi inmediata. Imagino que muchos ya saben lo que es una resaca. Es uno de los temas que más se explotan en las películas para lograr que el chico no recuerde cómo se folló a su amigo o terminó embarazando a la novia de su padre. Las consecuencias aparecen ahí, de forma inexplicable, y son irreversibles, pero el chico no tiene la menor idea de lo que ha sucedido mientras su sentido común andaba de paseo. Desearía que hubiera sido así en nuestro caso. Pero no, recuerdo hasta el último detalle de lo que pasó ese día con la misma nitidez que si fuera una película que me hubiera producido un fuerte impacto. Sólo que no era una película y por lo general, cuando ves una, eres capaz de detenerte si estás a punto de cometer una estupidez. Yo no pude hacerlo. Me acuerdo de que la televisión estaba encendida, aunque ninguno de los dos le poníamos atención, y nosotros nos acostamos en mi cama, uno al lado del otro, todavía riéndonos en voz baja de un chiste inexistente. De haberme hallado sobrio sin duda habría evitado llegar a esa posición, porque en algún momento él se había quitado la camiseta y dejaba al descubierto toda esa piel pálida y lozana. Mi mente atarantada logró notar que los cardenales que su padre le había dejado de recuerdo habían desparecido casi por completo; sólo quedaba un moretón cerca en el hombro y no era nada alarmante. Yo ya le había visto sin ropa en otras ocasiones y la experiencia siempre me resultaba una tortura, porque a mis ojos de imbécil enamorado era lo más perfecto sobre la tierra y sólo podía pensar en lo que se sentiría tenerlo vivo en mis manos. Siempre desviaba la vista, pero en ese instante la vergüenza era algo que mi cuerpo desconocía. No sé cuándo dejó de reírse. Probablemente cuando mis dedos viajaron a la mancha morada de su hombro y la recorrieron como un ciego queriendo conocer un rostro, o quizá cuando se adelantaron a experimentar el tacto sobre su pecho. Tenía una piel suave y mi toque se deslizaba por ella con la misma facilidad que hacen parecer los patinadores de hielo sobre la pista. Era una sensación increíble, percibía claramente como me calentaba por dentro, mis mejillas encendidas por algo más que el alcohol, el retorcijón en mis entrañas que ya había aprendido a reconocer; mientras él permanecía quieto, mirando mi mano con la indiferencia que un borracho le daría a una araña sobre su abrigo. Pronto mis dedos llegaron hasta las tetillas y les parecieron que estaban duras, tal vez por el frío o el mero contacto. Tomé una de ellos y le di un ligero tirón para comprobar qué tan unido estaba a ese campo de blancura y perfección. El consiguiente sonido de mi amigo me causó una punzada de doloroso placer en la entrepierna, aunque nunca comprendí si había sido un quejido de dolor o de deleite. No importaba, sólo quería escucharlo de nuevo y deslicé mi mano por su cintura al tiempo que mi boca tomaba el lugar que antes tuvieran. Lo lamí como si se tratara de un pequeño melocotón y luego le di un mordisco cual si fuera un delicioso chicle a probar. Ignoro qué pensaba él en esos momentos, o si siquiera se veía capaz de formular un pensamiento, pero sé que fue un gemido lo que avanzó desde sus labios hasta mis oídos como las ondas en un río y que su espalda se arqueaba conteniendo la respiración. Una pequeña alarma se encendió en mi cerebro y fue acallada casi al instante. Eso era lo que lograba que mis sábanas o mi pijama se mojaran al día siguiente, eso que me había propiciado miles de orgasmos llevados a cabo en la soledad de mi cuarto. Pero ahora era real, ahora podía comprender el sabor de su cuerpo y abrazarlo como siempre he querido, podía probar su boca sin restricciones y no había más palabras para describirlo que como delicioso. Quería más, creía que no respiraría de nuevo hasta tener más y prácticamente me abalancé sobre sus labios entreabiertos con un gruñido desesperado. Él había cerrado los ojos desde hacía tiempo y no oponía ninguna resistencia, era como una muñeca de trapo que respiraba y movía los labios torpemente. El aliento de la cerveza que expulsaba me quemaba la boca y me inundaba el olfato, pero eso no me detuvo a hundirme más profundo en él. Mi mente yacía calcinante de sensaciones jamás sospechadas; deseaba asegurar con cada uno de mis sentidos que de verdad estaba sucediendo. Acaricié su espalda de arriba abajo y me encantó sentir la firmeza de sus abdominales bajo mi peso, su pecho aumentando y disminuyendo bajo el mío y sus intentos vacuos por no ahogarse en mi beso. De pronto todo eso se acabó y no porque alguno de los dos hubiéramos tenido un instante de lucidez. Simplemente la modorra había hecho acto de presencia, y ahí, abrazado a mi amigo y con la mejilla llena de baba adherida a su pecho, caí en la más confortable inconciencia. Dormí como un bebé, como no lo había hecho desde que descubriera la magia de la autocomplacencia, y a la mañana siguiente me encontré al borde de mi cama, a pocos centímetros de caerme al suelo y con la almohada empapada de mi saliva. Sabía que estaba solo en la habitación, pero no me pregunté qué había pasado con él; lancé un eructo, percibí la primera señal de jaqueca y me hice un ovillo, esperando recuperar el sueño. Cuando logré despertarme del todo, tenía un dolor de cabeza insoportable, pero no fue nada comparado con lo que fue caer en cuenta de lo que había hecho. O al menos eso considero actualmente, aunque de ningún modo dejó de ser una jaqueca horrible. ¿Recuerdan cuando les dije que él me había mandado al demonio? Pues bien, de esta forma fue como lo hizo; no volvió a dirigirme la palabra, y créanme, yo hubiera preferido mil veces recibir una golpiza. Como dije, muchas niñas se habían enamorado de él y a veces les hacía caso la mayoría de las veces-, pero cuando no le despertaban el más mínimo interés lo decía sin rodeos, y si ellas se echaban a llorar, replicaba: Lo siento, nenay uno que lo conozca bien se daba cuenta de que era cierto. Una vez una chica de un curso superior le dijo que se fuera al demonio después de oírlo, y sus amigos le palmearon la espalda diciendo cosas como "las chicas, tío, qué se le va a hacer" o "hay mejores que ella", pensando que lo que le había molestado había sido el insulto. Sólo yo había interpretado que no le gustaba rechazar a la gente, y cuando se lo comenté unos días atrás, me replicó tras lanzar un suspiro -eso era muestra de que el asunto no era para bromear, por lo regular él no suspiraba-.
Hombre, si ellas ya tuvieron la cara para decirme la verdad, lo justo es que yo también se la diga, ¿no? Si se ponen histéricas o no les gusta es su problema, pero a mí nadie puede decirme que las he tenido engañadas. En ese aspecto la honestidad era muy importante para él. Tal vez porque sabía que las mentiras que decía para que no lo visitaran en su casa ya ocupaban bastante de su cerebro y no deseaba mantener otras. Quizá sólo le gustaba que se dejaran las cosas en claro, aprovechando que no podía hacerlo en otras cuestiones. De cualquier modo, conmigo nunca quiso aclarar las cosas. Sé que se mudó con sus tíos y que puso la denuncia en contra de su padre porque eso fue lo que leí en el periódico. Su padre había llegado completamente colérico del trabajo y él había tenido la desgracia de hallarse en su camino. Él había acabado con un brazo fracturado, contusiones en el pecho y el labio partido. Herido como estaba, escapó en medio de la noche hasta la casa de sus parientes, los cuales vivían prácticamente al otro lado de la provincia, y lo auxiliaron. Luego de eso no había nada más que comentar; el caso estaba claro y la justicia prevaleció. Supongo que él estará más tranquilo ahora, con ese bastardo puesto en donde merece, y claro, en compañía de sus tíos, al otro lado de la provincia. A veces pienso que, de no haber sucedido el incidente de la cerveza, él habría venido conmigo y habríamos hecho lo que los jóvenes siempre hacen: esperar a que pase la tempestad, y luego, volver a casa. Y me alegro de que así no hubiera sido; de verdad, me entusiasmé en cuanto supe la noticia y me dije que gracias al cielo sus tíos eran personas sensatas.
Eso es lo que se hace por alguien que fue un amigo, ¿no es cierto? Uno se alegra por él, a pesar de que te sientes como la mismísima mierda y te resiente pensar que, para que él sea feliz, tú tuviste que desaparecer. No hay otro modo de explicarlo para que suene menos egoísta, simplemente duele semejante certeza y lo peor es que no puedes compartirla. Sólo te queda abocetarla con un lápiz con la absurda esperanza de que el papel absorba la experiencia, la guarde y permanezca ahí, entre palabras y líneas. ¿Y bien?preguntó el hombre de cabellos castaños, frotándose las manos con nerviosismo sentado en la butaca de su estudio. Su pareja, un hombre rubio de pálida tez, se acarició la mandíbula en gesto pensativo. Es dramática repuso sin dejar claro en su tono si eso era bueno o malo. Luego levantó la vista de las hojas que leyera y añadió en tono quejumbroso: Pero me haces quedar como un idiota. Pues te jodes replicó el otro sonriendo de alivio y diversión. Así era como te comportabas. Pero bien que te guardaste mencionar que yo sí te busqué esa noche, ¿no? protestó el hombre rubio, frunciendo los labios en un encantador puchero. No estaba realmente enfadado, sólo se encontraba desconcertado por semejante cambio en los acontecimientos, pero hacerse el tierno enfadado le resultaba más divertido. A su novio le impresionaba que, a sus veinticinco años, no abandonara sus gestos ridículos. Aunque si una debía reconocer algo era que no le desagradan en lo absoluto; ahora no tenía ningún motivo para mirar a otra parte. Podría haber mencionado que él había tocado a su puerta a las tres de la madrugada, magullado, débil y pidiéndole que le permitiera ir al baño para vomitar. Podría haberse explayado contando las emociones que lo embargaron mientras lo contemplaba sentado ante el retrete, con la cabeza adentro pero sin devolver nada. De la corta conversación que tuvieron más tarde, la cual finalizó cuando él se durmió abrazado a su cuerpo, y que esa fue la segunda vez que durmió como un bebé, salvo por el hecho de que se sintió infinitamente mejor al amanecer. Si lo deseaba, podía rememorar todo lo que aconteció. El trabajo manual que su amigo le practicó después del desayuno de forma dubitativa, como si haciéndole llegar al orgasmo fuera una aseveración de la decisión tomada, y su posterior beso, que olía indudablemente mejor que el primero. Luego lo había tumbado en la cama y había intentado devolverle el favor, y aunque creyó que no le había salido tan bien como al otro, de todos modos él acabó en su mano. Describir el movimiento de sus manos, torpes en un principio, febriles después; el aroma a sexo que se hilvanaba en el aire como moscas en una telaraña; el roce de sus pieles sudadas. Habría sido magnífico dejar algo así como final, sólo que no eran ese tipo de cosas las que se vendían. A nadie le interesa un final feliz espetó el escritor encogiéndose de hombros. Lo cierto era que a todos les interesaba un final feliz, el problema estaba en que rara vez estos provocaban el mismo impacto que uno lacrimógeno. No es que hubiera dicho la gran cosa con su relato, pero ¿qué mensaje podía dejar escribiendo que ambos estaban felices y comían perdices? ¿Que todo puede salir bien si uno se emborracha? ¿No supone que ustedes los escritores deben apegarse a la verdad y esas cosas? intentó su pareja, sacándolo de sus cavilaciones. Esos son los periodistas apuntó. Aunque estos tampoco eran especialmente buenos siendo sinceros, pensó malhumorado. Lo que para ellos habían sido un brazo fracturado, un labio partido y una contusión cerebral, en realidad había sido una torcedura de muñeca y nuevos golpes en la boca del estómago. Incluso un listillo había escrito que su pareja había sido abusada sexualmente por su maniaco padre, lo cual era una tremenda exageración, gracias al cielo. El hombre rubio asintió, rendido, y se levantó de detrás del escritorio para dirigirse a la puerta. El otro lo siguió con la mirada. ¿Adónde vas? le preguntó. Girándose para dedicarle una mirada picarona, él le respondió: Me acabas de hacer leer una masturbación, ¿tú qué crees? Entonces se marchó del recinto y al otro hombre le faltó tiempo para ir tras él. ¿Qué mensaje podría haber dejado si hubiera escrito su final feliz? Pues que puede ser que el amigo que creías homofóbico podía estar enamorado de ti, que para algo sirven los padres hijos de puta y es que para reconciliar amistades. O quizá, que a veces no se puede controlar nada y el destino es bienhechor cuando debe serlo, no antes ni después. A veces te toca, a veces no. Y en ocasiones uno podía contarlo cuando sí.
Fin