¡Y todo por unas fotos de mamá en la playa!

Mamá me pidió unas fotos jugosillas para “motivar” a papá. Mi novio las encontró y eso dio pie a que nuestra familia enterrase los prejuicios y tabús más arraigados y la lujuria y desenfreno presidiesen nuestro hogar.

Este año, entre que a mí me habían quedado unos créditos para septiembre, el COVID de la porra y que papá estaba hasta las cejas de trabajo, decidimos no hacer ningún viaje e irnos al chalé que teníamos en la costa de Huelva a pasar las vacaciones de verano. Al final también se apuntó una semanita Carlos, mi novio.

No creo que ninguno de nosotros pueda explicar racionalmente como sucedió, pero en esos días de playa y relax, pasaron cosas que cambiaron a mi familia para siempre. Ya nada fue lo mismo. Cayeron barreras y tabús intocables, se rompieron relaciones sólidamente establecidas, parejas inaceptables vieron la luz y una gratificante lujuria acabó invadiendo nuestras vidas. Todo se desencadenó por unas jodidas fotos de mi madre desnuda en la playa. Os voy a contar como sucedió. A mí me servirá de catarsis y creo que vosotros pasaréis un rato entretenido y, espero, muy placentero.

Mis padres, Laura y Johan, son relativamente jóvenes para haberme tenido hace veintidós años y la verdad es que se mantienen en buena forma física. Mejor que yo, seguro. Ambos se cuidan bastante y no es por decirlo, pero aún están de buen ver. Vamos, que papá es un madurito resultón y mi madre toda una mujer que sigue levantando muchas miradas, y también otras cositas. Por cierto, me llamo Julia y soy su única hija.

A finales de junio decidimos que este verano nos quedaríamos en el chalé que tenemos en los alrededores de Mazagón, un pueblecito encantador de Huelva en el que, aunque haya crecido mucho con el turismo, los barrios de siempre todavía mantienen el encanto de los pueblos blancos andaluces. Mis padres compraron una casa en la zona agrícola del sureste de la población hace ya muchos años. Sucesivas reformas convirtieron la antigua y destartalada casa de labranza, en una coqueta casita para vacaciones. Aunque no está al lado de la playa, tiene una alberca que nosotros usamos de piscina y al estar rodeada de campos, se respira una tranquilidad e intimidad envidiables. Allí he pasado muy buenos momentos con mis padres, con amigas e incluso con mi primer amor veraniego de adolescencia, ese que me quitó las telarañas del chochete en una tumbona detrás de la alberca.

Papá es un hombre ideológicamente más bien conservador, muy serio y responsable con lo del curro y con todo en general. Es un profesional liberal al que no le han ido nada mal las cosas. Viene de familia holandesa, por eso se llama Johan y no Juan. Eso sí, en las costumbres personales, prevalece su formación abierta y tolerante norte europea. Es una persona poco pudorosa y así lo muestra en casa. Es más, con las cosas del cuerpo, diría que es más abierto que ninguno de los padres de mis amigas. En casa se habla de sexo sin aspavientos y cuando cumplí los dieciséis y empecé a tener algún que otro rollete, él fue quien me dijo que podía traerlos a casa, siempre que fuese responsable, me cuidase y todas esas cosas. En fin, un amor de hombre para el que sigo siendo su princesita.

Laura, mi madre, es profesora en la Complutense y da un máster de Física Teórica. Una cosa ininteligible, de la que por más que me haya intentado explicar los fundamentos, nunca he entendido ni papa. Es una persona muy inteligente, una sabia despistada. Tan capaz de exponer a sus colegas con encomiable precisión los avances en cosas tan raras como la antimateria o la teoría de cuerdas, como de dejarse la compra en el supermercado u olvidar ponerse bragas para ir a trabajar si se ha quedado enfrascada en sus reflexiones al salir de la ducha. En fin, una mujer encantadora, metida siempre en sus cosas, pero cariñosa y amante de su familia como pocas. Ella y yo siempre nos hemos tenido total confianza. Es mi madre y no me deja pasar ni una, pero cuando lo he necesitado, también es una amiga a la que le puedo contar cualquier cosa sin sentirme juzgada y desde hace un par de años, ella hace lo mismo conmigo.

Una mañana estábamos estiradas mamá y yo en las tumbonas que teníamos al lado de la alberca, compartiendo cotilleos intrascendentes. Papá pasó por delante nuestro con las llaves del coche en la mano. Nos dijo que iba a visitar a un amigo y que seguramente no vendría a comer, ya que era muy probable que acabasen enrollándose más de lo previsto. No se me escapó la agria mirada que le dedicó mi madre. Yo pensé que era porque al despedirse no se conformó con el típico: “Adiós chicas. A disfrutar del sol”, sino que añadió una halagadora alabanza a mis tetas y no mencionó nada sobre las de su mujer, a pesar de que las dos estábamos espachurradas cual lagartos y, dado que los sujetadores se habían quedado en el cajón de nuestros armarios, mamá tenía sus preciosas tetas tan expuestas como las mías.

En cuanto papá traspasó la puerta del cercado con el coche, mi madre se giró hacia mí. La cara de cabreo, se le había transformado en una expresión de profunda tristeza. Incluso parecía retener las lágrimas.  No pude contenerme y le pregunté qué le pasaba. Por toda respuesta, me tomó de la mano y se puso a llorar desconsolada. Dejé que se explayara sin soltarle la mano y unos minutos más tarde, se serenó, se secó las lágrimas, me miró a los ojos y me dijo algo que no me esperaba.

No estaba cabreada porque papá se fijase más en el cuerpo joven y bonito de su hija, que en el suyo. No, nada de eso. Ella se sabía guapa, bien conservada y atractiva cuando quería. Todo un pedazo de mujer segura de sí misma, vamos. Lo que la jodía es que, a pesar de eso, su marido pasase de ella tanto como podía. Y eso, conociéndolo, no auguraba nada bueno.

Yo sabía que mamá era una mujer ardiente. Disfrutaba del sexo como la que más y en la intimidad de la pareja, no se cortaba por nada, o por casi nada. Las hijas nos damos cuenta de esas cosas. Hacía pocos meses, una tarde gris de esas de sofá y serie pastelona, las dos juntitas, arrebujadas en el diván de nuestra casa, en Madrid, me contó su vida sexual con pelos y señales. Fue tan explícita que consiguió ponerme roja y… cachonda, muy cachonda.

Metódica como es ella, me la desgranó paso a paso, desde el desencanto que sufrió con su desfloración, a manos, o mejor, a empotrada fálica, del primer noviete del instituto, hasta lo que le pedía papá en las grandes ocasiones. Lo de su estreno, mejor lo dejamos, porque no hace falta que os deprima. El caso es que, viendo lo que podían ofrecerle los pardillos de su curso, como tenía claro que el sexo era para disfrutarlo, decidió que necesitaba el asesoramiento de alguien con mucha experiencia y comprensión.

Con dieciséis años, chica y en la España de los inicios de los noventa, mamá no sabía a quién acudir. Al final se echó a la piscina y decidió hablar con la hermana pequeña del abuelito, su tía Clara. En la familia la tenían por “rarita”. Siempre vestía muy moderna, trabajaba en una agencia de publicidad o algo así y compartía con alguna amiga un piso en Chueca. Además, los rumores en casa apuntaban a que nunca había tenido novio e iba picoteando de flor en flor. Mientras me lo contaba, se echó a reír y me lo aclaró: lo que pasaba es que era una lesbiana despendolada y aun pasada la cuarentena, quería seguir viviendo sin ataduras.

Tita Clara la escuchó, comprendió su frustración y le dio algo más que cuatro buenos consejos. De hecho, le presentó a alguna de sus amigas. Con unas, aprendió el placer que podía obtener de otra mujer. Otra, mayor que la tía, hizo de celestina de su propio hijo universitario. Le dijo sin tapujos que era un crápula de cuidado, pero por los rumores que le llegaban, un amante del carajo, delicado y guarro a partes iguales. Vamos, que follaba como los ángeles. La convenció de que su Juanma era el ideal para quitarse el mal sabor de boca con los hombres.

Llegados a ese punto, mamá me dio un beso y tomándome de la mano, con una sonrisa cargada de nostalgia en los labios, entró en materia con el tal Juanma. Con él y su círculo de amistades descubrió el sexo de verdad. El placer de gozar del cuerpo sin pudor y hacer disfrutar a tu pareja de juegos. Me contó que su último curso de instituto y los primeros de carrera, fueron unos años muy locos. Folló más y con más parejas de las que era capaz de recordar. Casi siempre con tíos, pero también tuvo sus rollos con chicas y a veces, con unos y otras, ya me entendéis.

Lo que más me impresionó fue cuando me confesó que en el tercer curso de Físicas compartió grupo de estudio con tres chicos y otra chica. Junto a ella, todos los tenían en la facultad por los alumnos más brillantes. Se encerraban largas horas repasando lo explicado en clase y ampliándolo directamente con textos y artículos originales y otros materiales avanzados. En ocasiones, incluso criticando o, directamente, rebatiendo las explicaciones de alguno de los profesores. Cuando le dije que me interesaban más las cuitas de su chochete que sus batallitas de cerebrita, se rio con ganas. Pronto entendí el porqué: En el momento en que se sentían sobrepasados de tanto algoritmo y teoría, los cinco se despelotaban, se jugaban a piedra, papel y tijera quien organizaba el mambo y se montaban una orgía en toda regla, donde el ganador tenía carta blanca para decidir quién hacía qué con quién. Habían pactado que todo lo que no causase daño o rechazo a nadie y fuese saludable, valía.

El tema duró hasta que acabaron quinto y se licenciaron. Mi madre me lo dejó claro: fueron sus mejores años de sexo y despendole. Obviamente, el grupito no les impidió que cada uno tuviese sus rollos fuera del círculo mágico, incluso novia formal en un caso. De hecho, me confesó que durante dos años más, quedaban más o menos una vez al mes los cinco para follar sin más. Algunos continuaron viéndose, entre ellos mi madre, Javier y Mireia, incluso después de que ella empezase una relación seria con papá. Me lo soltó así, sin anestesia y eso que Mireia es mi madrina. ¡De lo que se entera una en el diván materno!.

Llegado a este punto, vino lo inevitable: Me miró directamente a los ojos y me soltó algo que ya me esperaba:

  • ¿Y tú qué?.

Ella sabía perfectamente que empecé a acostarme con chicos hace cinco veranos. Yo misma le confesé hace tiempo que Alex, el chico de la tumbona de la alberca, fue quien me desvirgó. Es hijo del capataz de un cortijo cercano a nuestra casita. Mi madre le conocía desde pequeño y sabía, tan bien como la mayoría de las mujeres de los alrededores, las descaradas miradas que dedicaba a las tetas y los culos de cualquier cuerpo femenino con curvas. Algunas, además, lo mucho que hacía gozar a sus hijas. Otras lo sospechaban, pero preferían no plantearse que, a sus virginales hijitas, ya les picaba el chichi.

Hice un resumen mental de mi vida sexual y empecé a hablar: que si el último año del insti me había acostado ese y aquel, que un día de fiestuki en casa de una compañera de la uni me lo había montado con tres y me gustó, aunque no fuese un plato de a diario. El rollito con Carmen que me duró varios meses. El desmadre de hace dos cursos durante el semestre de intercambio en Heidelberg, en el que la agenda de contactos follables, o mejor, follados, creció tanto que casi tuve que cambiar el móvil,…

Pero ese día, mamá no estaba para generalidades que además ya conocía. Quería carnaza, detalles, saber si su hija le había salido tan guarrilla como ella. Y preguntó así, sin anestesia:

  • A ver, Julia, ¿se la chupas hasta el final a los tíos?, ¿te gusta que te den por el culo?, ¿te haces muchos dedos?, ¿aún usas el juguetito ese que compramos juntas hace un par de años?, ¿ya te la han metido por delante y por detrás a la vez?, ¿te ha gustado?, ¿con cuántos tíos te lo has montado?, ¿intercambiáis las parejas en la misma cama?,...

Y así siguió hasta que le dije basta. La verdad es que, a parte de su innegable curiosidad científica, iba más caliente que una tea. Os lo digo porque yo estaba igual. Si no llego a tenerla a ella delante, me hago un dedazo de la ostia allí mismo.

Llegadas a ese punto, enterré cualquier pudor y le conté a mamá que, aunque no lo hubiese vivido como ella en esos años locos de su juventud, ya sabía que me cortaba poco. El sexo me gustaba un montón y era una mujer fogosa, como ella. Le confesé que me iba el montármelo con más de uno, los tríos y las fiestas con desmadre genital incluido. Que de tanto en tanto, hacérmelo con otra tía me molaba cantidad, y servía de contrapunto a tanto sexo fálico. Acabé diciéndole con voz entrecortada que el sexo anal, con quien entiende de ojetes, me encanta y lo disfruto un montón y que eso de las dobles penetraciones, para mí es pan comido, aunque ni mucho menos una cosa habitual. Y seguí un buen rato por ese camino, detallando a mi madre los entresijos del uso que daba a mi cuerpo y al de mis amigos y conocidas.

Aquí me paré y me puse seria. Le expliqué que ya hacía más de quince meses que salía con Carlos y que poco a poco nuestra relación se iba transformando en algo formal. Empezamos como amiguetes. A las dos o tres semanas nos enrollamos y la cosa resultó un castillo de fuegos artificiales. Nos entendíamos en la cama y en el día a día. Le conté que con Carlos hacíamos todo lo que una pareja heterosexual puede hacer en la cama. Y, en el coche, en la ducha, en alguna playa tranquila o en tantos otros sitios que añadiesen ese morbillo extra a la relación. También le solté, con una sonrisa viciosa en los labios, que mi chico tenía un aparato guay y que sabía usarlo de perlas. Vamos, que me tenía muy bien follada.

A los dos meses de haber empezado a salir con él, ya no me liaba con nadie más. Nos habíamos explicado nuestras cuitas sexuales y decidimos de común acuerdo enterrar el pasado y centrarnos en nosotros, sin terceros. Le confesé a mamá que, personalmente, no me importaría que él follase con otras esporádicamente o nos lo montásemos a tres, incluso que jugásemos a las cuatro esquinas con otra pareja. Eso sí, siempre que lo hablásemos antes y lo hiciésemos de común acuerdo. Pero Carlos no aceptaba de ninguna manera que otra persona participase en nuestra relación, aunque fuesen sólo experiencias puramente sexuales y esporádicas. ¡Una lástima!.

Al fin, callé y le pregunté socarronamente si aún quería saber algo más. La muy zorra, se rio, me felicitó por mi noviazgo y por estar tan bien atendida. Lo estoy, mamá, lo estoy, y muy enamorada, también, le contesté. Al oírlo, a mamá le cambió la expresión del rostro y con cara de tristeza, me besó, apoyó la cabeza sobre mi busto y empezó a contarme algo que ni tan solo intuía: lo que hace un tiempo era una relación plena con papá, últimamente se había deteriorado. Se ve que mi padre, prácticamente no la tocaba y si lo hacía era para pedirle prácticas sexuales extremas y denigrantes.

El fin de semana anterior a la sesión de diván madre-hija que os he contado, yo me había ido con Carlos a casa de unos amiguetes de Burgos. Mi madre sabía que papá iba a llegar a casa el viernes a media tarde y se preparó a conciencia para excitar a su hombre. Quería recuperar la intimidad perdida y esa noche pretendía follar con él hasta que los cuerpos les dijesen basta.

Se duchó, se quitó cuatro pelitos rebeldes de debajo de los pezones y del culete, se aplicó cremitas por todo el cuerpo, vació los intestinos, se administró un enema y lubricó el ano a fondo para tener bien dispuestos todos sus agujeritos para su marido. Se miró al espejo y se vio guapa, deseable. No me extraña, porque la muy cabrona tiene un cuerpo que ya deseo yo a su edad: alta, delgada, sin tripita, cadera marcada, un culito respingón y duro, duro, piernas largas y torneadas y, sobre todo, unos pechos riquísimos, más bien chiquitos, pero redonditos y bien puestos, levantados, con unas areolas pequeñitas muy marcadas y unos pezones preciosos, simétricos y robustos.  Mamá casi nunca se maquilla, ni falta que le hace, pero en esa ocasión decidió dar un toque a su rostro. Sutil, pero quiso que papá viese que había hecho algo especial para él.

Encima de la cama tenía preparado un vestido suelto con amplio escote cuadrado y falda volada. A pesar de que ella casi siempre usa unas sencillas bragas de algodón orgánico de corte brasileño, rebuscó por el fondo del cajón de la ropa interior un conjunto de tanga y corpiño bastante sexi que le había regalado papá hacía años. Se lo puso y al ir a abrocharse la parte de arriba, se lo pensó mejor y con cara de pillina, se lo quitó, lo guardó de nuevo y se puso el vestido directamente sobre la piel. Se miró en el espejo del armario y a pesar de que las sutiles, o no tanto, transparencias de la tela mostraban generosamente su anatomía, se gustó. Qué coño, un día es un día, me dijo. ¡Carai con mamá!. Sobre todo en verano, ni ella ni yo, solemos usar tetero, pero ir con los bajos al pairo, es pasarse un poco, digo yo.

Cuando llegó papá, salió a recibirlo sonriente, exultante diría, y por encima de cualquier otra cosa, rezumando lujuria por todos sus poros. Él la besó en la mejilla y tomándole las tetas por encima del vestido, como si fuesen las ubres de una vaca a la que ordeñar, va y le suelta: Venga Laurita, vamos a cenar y luego te doy lo tuyo. Veo que hoy tienes ganas de que te la meta. Así, como un Neanderthal, como un macho ibérico de los tiempos de la dictadura franquista, sin valorar que su mujer, una mujer preciosa y dispuesta a gozar y hacer gozar sin cortapisas, había hecho todo lo posible para agasajarle.

Esa noche, metérsela, se la metió, pero no se conformó con eso. Le pidió que le dejase darle por el culo. Permiso concedido. De hecho, como os he dicho antes, tanto mi madre como yo, disfrutamos mucho con el sexo anal, siempre que nos sodomicen con delicadeza y sepan cómo proceder. Pero se ve que papá la porculizó con rabia, convirtiendo un acto placentero y morboso, en algo casi vejatorio. La cosa no acabó aquí. Cuando se la sacó del ojete sin protección, algo más bien poco recomendable, por cierto, va y le pide a mamá que le coma la polla y se la limpie a fondo. ¡Pero qué asco!. Yo no me pongo un pene salido del culo en la boca ni loca. Y mamá tampoco. Le envió a tomar viento.

Mamá no entendía esa actitud en un hombre que antes era todo amor y delicadeza. El sexo puede ser transgresor y porque no, un poco guarrete, si lo sabré yo, pero cuando se transforma en una relación de dominio y una parte de la pareja pretende que la otra haga cosas que no desea, o peor, las fuerza, se le llama maltrato. Por lo que me decía mamá, mi padre no llegó nunca a eso, pero últimamente estaba bordeando el precipicio.

A continuación, me contó que hacía pocos días, habían compartido un polvazo en toda regla. Después de la segunda corrida paterna y de unos cuantos buenos orgasmos por parte de mamá, parecía que mis padres volvían a ser una pareja bien avenida. Pero la cosa se torció de nuevo inexplicablemente. Fueron a ducharse para quitarse el sudor y otros juguitos propios de los coitos bien aprovechados y a papá no se le ocurrió otra cosa que ponerse a mear en la bañera, recorriendo con su chorro amarillo el cuerpo de mi madre. Ella no sabía cómo actuar. Eso no le gustaba, aunque si no le regaba la cara o el cabello, tampoco le repelía demasiado. Lo que la hizo cabrear, fue que él lo hacía con segundas. Como el día que pretendió que le chupase la minga recién salida del culo, todo indicaba que quería convertirlo en un acto claramente vejatorio, y por allí, ella no pasaba ni de coña.

Me preguntó qué hubiese hecho yo y tuve que decirle la verdad: con un follamigo de los de antes de salir con Carlos, nos meábamos uno al otro, eso sí, de medio cuerpo hacia abajo. Lo encontrábamos muy morboso y nos reíamos en montón. Él incluso me pedía que se lo echase en la cara y alguna vez, al recibir el líquido chispeante en la boca, había eyaculado sin que tan solo se la menease. Ahora bien, si una sola vez hubiese pretendido humillarme, traspasar mis límites o peor, vejarme, le hubiese dado una patada en los huevos y nunca más hubiese sabido de mí. Mi madre me dedicó una sonrisa cargada de lujuria, mientras me decía que era una cerdita de mucho cuidado.

Al poco, percibí que la confesión de nuestros lúbricos devaneos galantes tocaba a su fin y se acercaba la hora de la verdad. Mamá me soltó el órdago a bocajarro:

  • Julia, tu padre se ha encoñado de otra mujer. Estoy convencida. Y si es quien pienso, tiene menos años que tú.

  • ¡No me jodas, mamá!. ¿Estas completamente segura?.

  • Sí. Lo que pasa es que sigo queriendo a tu padre como el primer día y no quiero perderlo. Debo ser gilipollas. Soy una mujer respetada, formada y con todo tipo de recursos y sigo estando enamorada de un empotrador de bollycaos que no sabe lo que quiere. Todos decís que aún conservo un buen cuerpo y me encanta follar, no como otras. Seguro que esa pelandrusca no se la mama como yo, ni le pide que le parta el ojete y mira que eso a él le gusta un montón. Además, yo…

  • Déjalo ya, mamá. No te ofusques ni tomes decisiones en caliente. Deja pasar un tiempo y mira qué es lo que más te conviene. Si él no te ama, envíalo al carajo. Aún eres joven y hay muchas personas interesantes a tu alrededor.

  • Cariño, lo que quiero es recuperarlo. Estoy convencida que él aún me quiere. Cuando nos enganchamos, siguen saltando chispas y si no está ofuscado con la otra o las otras, porque yo ya no sé qué pensar, me cuida y respeta como antes. La verdad es que estoy hecha un lio, y de los gordos.

Mientras continuábamos estiradas en las tumbonas de la alberca, rememoraba como acabaron las confidencias de alcoba ese día de diván, mirando el cuerpo mamá tendido a mi derecha. Con uno de esos brief que solía usar de braguitas de bikini para tomar el sol en la intimidad de nuestro chalé, estaba para mojar pan. No entendía cómo papá se había encoñado de una chiquilla, teniendo ese monumento de mujer en casa que, además, le quería con locura. ¡Hombres!.

Estábamos las dos solas en casa, así que decidí quedarme en cueros. Me encanta tomar el sol y bañarme en el mar o la alberca desnuda. Si no lo hago siempre en nuestra casita de Mazagón, es porque a papá se le va la vista más de la cuenta y no quería que mamá se lo tomase mal. En cuanto ella me vio desnuda, sonrió, tomó las tiras laterales de sus bragas con ambas manos y levantando el culo, se las quitó. Ya estamos en igualdad de condiciones, me dijo riendo.

Me sorprendió que ella llevase el pubis completamente pelado. Nos habíamos visto desnudas en muchas ocasiones y antes siempre lo llevaba sólo arreglado. Como yo, aunque ella con una pelambrera más generosa. Sin vello, la rajita le quedaba completamente expuesta. Es de labios gruesos y le sobresalen de la vulva como las alas de una mariposa, mostrando el inicio rosado del canal vaginal. Tiene un coñito precioso y con su nuevo look, lo mostraba sin tapujos. Si no hubiese sido mi madre, creo que me habría amorrado al pilón sin pensármelo dos veces.

La interrogué sobre su nuevo estilismo íntimo. Resulta que había ido a depilárselo antes de salir de Madrid para impresionar a papá. Lo había hecho por dos motivos, me dijo: Porque, como al parecer le gustaban las jovencitas, así lo llevaba como muchas de ellas. Pero por encima de todo, porque a mi padre le encanta comerse un coño y rapadito, le facilitaría el trabajo y gozaría más de sus sublimes cunnilingus durante las vacaciones. Me contó que era capaz de pasarse una hora dándole lengua y el gustazo que le daba. Mientras soñaba despierta con una esas placenteras sesiones, se acariciaba indolentemente el chochete. Yo creo que ni se daba cuenta de que prácticamente se estaba haciendo un dedo delante de su hija.

Viendo lo que había, con lo cachonda que estaba, me embadurné los dedos de saliva y bajé la mano disimuladamente a darle lustre a la almeja. Al poco, mamá se dio cuenta de lo que hacía. Me miró alterada y cuando le indiqué con el índice dónde tenía ella su mano buena, se levantó de la tumbona como si la hubiese impelido un resorte y se tiró de cabeza a la alberca. Me reí como una cría y la llamé:

  • Venga mamá, me baño contigo, a ver si me baja la temperatura entre las piernas. Comemos algo y nos vamos a la playa. Si seguimos aquí bajo este sol, nos van a subir aún más los calores y si encima tú no dejas de pensar en la polla de papá, acabaremos haciendo algo que no sé si es lo que queremos.

Salimos del agua, me dio un cachete cariñoso en la nalga, la besé en la mejilla y cogidas de la mano, entramos en la cocina para prepararnos algo. Nos pusimos un pareo y ella se ofreció a subir a buscar camisetas y braguitas para ambas. No se me ocurrió otra cosa que decirle:

  • Hoy comeremos en tetas, mamá. ¡Ah!, y luego iremos a la playa de Rompeculos.

  • Pero… esa es naturista, ¿no?.

  • Sí. Nos vamos a tostar como lagartos. Y no me vengas con monsergas. No será porque no te hayas despelotado veces en la playa. ¡Si lo sabré yo!.

  • No se hable más. Comamos y a lucir el bollo.

Preparamos una ensaladita con la pechuga de pollo asado troceada que sobró de la cena, frutos rojos y no sé qué cosas más de esas que le gusta poner a mamá. Un buen helado acompañado de unos cortaditos de cidra de postre y cafetito. Nos desperezamos y subimos a las habitaciones a ponernos algo encima.

Entre la conversación con mamá y que el día siguiente llegaba Carlos a pasar una semana, iba más caliente que el pico de una plancha. Entré con ella en su habitación y busqué una camiseta holgada de papá. Me la puse sobre la piel y con un “yo ya estoy a punto, mamá”, la conminé a hacer lo propio. Se encogió de hombros, soltó una risotada, abrió su armario, tomó un vestido camisero cortito y se lo enfundó sin tan siquiera desabrocharlo.

  • Al mínimo descuido se nos va a ver el chumino, hija. Pero que carai, un día es un día. Venga, Julia, vámonos a lucir el body.

Dejamos el coche en el aparcamiento que hay cerca del chiringuito conocido como “El Pescador” y continuamos andando hasta la playa. Íbamos en plan minimalista: toalla y bolsón playero. Tampoco necesitábamos más. Nos instalamos, estiramos las toallas, nos quitamos lo poco que nos cubría y nos estiramos a dorarnos al sol de la tarde. Al poco, pedí auxilio a mi madre:

  • Mamá, ponme bloqueador que no quiero quemarme.

  • Vale, pero sólo por detrás, que hoy estás muy despendolada. Luego me pones a mí.

Después de lo de las tumbonas, mamá no debía querer ponerse en evidencia otra vez, porque me untó espalda, piernas y culo, ¡menos mal!, con una asepsia de manual. Cuando le devolví el favor, quise ser un poco malota. Empecé por pies y pantorrillas y subiendo, me recreé en las nalgas. Tosecilla maternal al canto. Continué por la espalda y no pude acabar sin amasarle los pechos desde los lados. Al tomarle ambos pezones a la limón, frustró mis impúdicas expectativas :

  • Niña, no te pases. Dame en los brazos y los hombros. Ya seguiré yo con el resto.

Una lástima, porque tocarle las tetas a mamá, a la vista de quien quisiese mirar, me estaba poniendo contentilla.

Al cabo de un rato, nos levantamos y andamos hasta la orilla. No sé ella, pero yo era muy consciente de las miradas, a partes iguales de deseo y envidia, de la mayoría de los usuarios de la playa. Se lo dije sin edulcorar:

  • Mamá, debemos estar un rato buenas porque, aunque lo disimulen, casi todos nos están mirando. Muchas tías también, no te creas.

  • Lo sé cariño, lo sé. Y si te he de ser sincera, me gusta esa sensación.

  • A ver si te nos has vuelto exhibicionista…

  • Todas lo somos un poco, preciosa. Anda, dejémoslo y vamos a bañarnos.

El agua estaba transparente, aunque un poco fría. En el Atlántico, ya se sabe. A pesar de ello, muy buena y en cuanto llevabas un par de minutos dentro, ya te habías aclimatado. Retozamos, nos revolcamos con las olas y nadamos un rato. Al final salimos del mar recubiertas de finas gotitas resbalando por la piel. Mientras andábamos hacia las toallas, mamá iba pensativa, ensimismada en sus cosas. Al llegar, se giró risueña y me preguntó:

  • Julia, ¿has traído el móvil?.

  • Claro, mamá. ¿A quién quieres llamar?.

  • No, no, a nadie. Es para que me hagas unas fotitos guapas.

  • ¿Así, en pelotas?.

  • Pues sí. Quiero enviárselas a tu padre, a ver si se motiva y en lugar de tantas visitas a viejos amigos, reconvertidas en polvos mal aprovechados con sus nuevas amiguitas, me atiende como corresponde y volvemos a ser una pareja feliz como antes. Hoy me siento pletórica y quiero que se dé cuenta que aún tengo cuerpo para encandilar a cualquier tío, sea un adolescente salido o un madurito resultón.

  • Y a cualquier tía, mamá. Venga, vamos. ¿Cómo quieres ponerte?.

  • Empecemos por poses de esas de revista fina, pero también quiero unas cuantas en plan guarro, tú ya me entiendes.

  • Qué miedo me das, mamá. Venga, al bollo.

Empezamos con ella de pie. Unas laterales, con las tetas de perfil y la piel cubierta de finas gotitas de agua de mar. Otras frontales, mostrando la vulva partida por esos labios tan apetitosos. Le pedí que doblase la espalda para cogerle un buen plano del culo. Su trasero bien se lo valía. Continué con varias poses más: rebozadas de arena las zonas prominentes, tomándose los pechos por debajo,… Todas explícitas. Al acabar, la acompañé hasta la orilla y esperé a que acabase de bañarse de nuevo para quitarse la arena y refrescarse.

Le pedí que se quedase en la orilla. Ocho o diez personas se habían acercado a ver qué hacíamos. Una chica del grupito me preguntó si estábamos preparando una sesión para alguna revista, otro si hacíamos pruebas para una película, dos adolescentes se acercaron a ver si éramos instagramers. Su compañera se lo aclaró rápidamente: seguro que no, así con el tetamen y el chichi a la vista, ni de coña les dejan subirlas. Dos tíos, con el bañador puesto y una erección mal disimulada, nos miraban con un careto de babosos que daba asco.

  • ¿Quieres seguir?. Te iba a hacer algunas más explícitas como querías, pero no sé yo si con tanto público te apetece.

  • Ya me da igual todo, cariño. Tú sigue disparando.

Se estiró patiabierta justo donde llegaban las andanadas del mar. ¡Toma raja en primer plano!. Pronto la cosa fue a más. Empezó a tocarse los pechos, luego se acarició el coño y siguió y siguió. Cuando se puso en cuatro y se abrió los cachetes, disparé dos o tres veces más para plasmar su ojete fruncido y dije basta:

  • Mamá, esto se nos ha ido de las manos. ¿No ves que tenemos casi una veintena de espectadores y las últimas tomas, me perdonarás, pero son pura pornografía?.

  • Tienes razón, hija. Te he de confesar que verme expuesta así, me ha puesto de un cachondo… No sé qué me ha pasado. ¡Qué vergüenza!. Anda, recojamos y volvamos a casa. No olvides pasarme todas las fotos, cariño.

  • No es para tanto. No he visto a nadie conocido y además nadie te miraba la cara. Todos… ya sabes. Venga, vamos a casa y cuando lleguemos, si papá ha vuelto, te encierras con él y lo matas a polvos, porque te veo muy salida.

  • No lo sabes tú bien. Por mí no será, pero ya veremos si se le levanta. Seguro que vuelve bien servido, el muy cabrón.

  • Pues te haces un dedo, joder.

Cuando llegamos, papá aún no estaba. Mamá se cabreó mucho, no sé si porque suponía que aún seguía con otra, o porque necesitaba una buena follada con urgencia. Yo me encerré en mi habitación y cogí el móvil para enviarle las fotos. Había más de una cuarentena. Borré algunas malas, subí el resto a una carpeta compartida del Drive y le pasé el enlace y el password a mi madre por WhatsApp para que hiciese con ellas lo que quisiese. Las iba a eliminar de mi teléfono, pero al final decidí esperar un par de días, por si ella borraba algo por error y luego quería recuperarlo.

Retomé el libro que estaba leyendo, pero no podía concentrarme. Repasé las fotos que acababa de tomar a mi madre. Algunas eran guarras de verdad, pero ¡qué buena estaba la tía!. Iba a cumplir los cuarenta y seis y conservaba todo un cuerpazo. Tal como iba pasándolas, iba calentándome. No era algo sexual. No sé, ver de lo que había sido capaz mamá, recordar las conversaciones que habíamos mantenido pocos meses antes sobre nuestras experiencias sexuales, la de esa misma mañana…

No pude más, me arranqué las bragas, busqué el Satisfyer que me había regalado mi novio cuando tuvo que irse a un stage de un par de meses por el trabajo y me lo apliqué sobre el clítoris. Activé la máxima potencia y me corrí en treinta segundos. No creo que tardase mucho más. Tenía el coño como una olla a presión. Después del orgasmo, me quedé como nueva.

Ese día mi padre llegó más tarde que de costumbre. Mamá estaba que se subía por las paredes. Cenamos en silencio y al acabar, ella lo cogió de la mano y se lo llevo a su habitación. Eso sí, a media escalera tuvo tiempo de gritarme algo así como: “ya arreglarás tú la cocina, Julia”. No creo que oyese el “cuenta con ello, mamá” que le respondí.

Al acabar las tareas domésticas encomendadas, subí a mi habitación. No está muy alejada de la de mis padres y se oía perfectamente cómo discutían. Al cabo de un rato la cosa se calmó y empezaron a resonar suspiros y gemidos propios del coito. Vamos, que mis padres se habían puesto a follar como enanos. La cosa fue in crescendo y llegó un momento que no pude más. No sé qué me pasaba. La mañana siguiente llegaba Carlos y me iba a empotrar hasta que la lefa me llegase a los tobillos, pero era algo superior a mí. Me imaginada a mi padre y mi madre enganchados, jodiendo y gozando como cerdos y me ponía a mil. Al final, metí la mano bajo las bragas, encontré la panocha encharcada y decidí que eso no podía ser bueno. Bajé al salón, puse una peli de vaqueros del año del catapún, me hice un bol de palomitas en el microondas y esperé a que acabasen el jolgorio los de arriba. Acabé tragándome tres pelis y no me preguntéis cuales.

Cuando mamá se levantó a la mañana siguiente, su marido ya no estaba en casa. ¡Mi padre era un cabronazo de la ostia!. Al darse cuenta, la pobre, primero se echó a llorar, pero a los pocos minutos se secó las lágrimas, salió al jardín, se quitó la ropa y se tiró a la alberca. Nadó sus buenos veinte o treinta largos, salió del agua, se estiró en una de las tumbonas cinco minutos, acabó de secarse, subió a su habitación y bajó con un bañador enterizo que nunca le había visto. Siempre iba en bikini, si no era con medio. En su rostro se podía leer una determinación que nunca había visto, fuera de su ámbito profesional.

  • ¿Qué ha pasado, mamá?.

  • Nada, cariño. Me he puesto un poco recatada porque tu novio va a llegar dentro de un rato y no es plan que se encuentre a la suegra en pelotas. Tú ve como quieras, guapa.

  • No me refería a eso, mamá. Voy a ir como voy siempre en casa y en la piscina, sin la parte de arriba. Por mí, puedes hacer lo mismo o ponerte el sujetador. Tú misma. Por Carlos, no sufras, como menos ropa, más le alegrarás la vista. Sabes perfectamente lo qué te preguntaba. Me refería a qué pasó anoche entre papá y tú.

  • La cosa es muy sencilla, cariño. Ayer discutimos. Le eché en cara que se enrollase con jovencitas aquí y allá. Porque ahora sé que se acuesta con tres fijas y, además, levanta a las que puede a través de los Tinders y Badoos esos. Incluso usa otras apps que no sabía ni que existiesen. Lovoo o Pure, creo que se llaman. Le pregunté directamente si ya no le gustaba, o si ya no sentía nada por mí. El muy capullo, me soltó que seguía enamorado de mí y que estaba más buena que muchas de las que se follaba. Entonces, ¿qué coño te pasa?, porque yo sigo queriéndote y disfruto un montón en la cama contigo, le dije. No se le ocurrió otra cosa que contestarme que no sabía por qué lo hacía, pero que era algo más fuerte que él y no podía dejarlo.

  • ¡Si está enfermo, que vaya al médico, coño!, pero no puede tenerme así. Sabes que soy una mujer abierta de miras. Puedo perdonarle sus mierdas con esas niñas, pero eso no puede continuar así. Necesito saber que tengo un marido en casa y que cuando llego con el coño recalentado, no me va a faltar una buena polla, joder.

  • ¿Quieres saber qué pasó después de la bronca?.

  • Se puso meloso, nos empezamos a besar como dos adolescentes, nos arrancamos la ropa y me puse a lo perrito en la cama para que me la metiese sin contemplaciones, como a mí me gusta. Meter, poco me la metió, porque tenía la picha con tal flojera por el reciente exceso de uso, que no se le levantaba ni con un polipasto. A cambio, me lo comió como sólo él sabe hacerlo. Me volteó y estirada sobre las sábanas, empezó a lamerme la pepitilla por abajo. Me repasaba la raja con la lengua una y otra vez, iba subiendo hacia el botoncito del placer, lo tomaba con los labios, lo sorbía, lo soltaba, volvía a jugar con la entrada del chochete y yo, me venía una vez tras otra.

  • Siguió dándome lengua y añadió un par de dedos al juego. Me los endilgó por la vagina y trasladó la lengua al ojete. Será un capullo, pero sus besos negros, hacen que una toque el cielo. Me corrí otra vez y cuando me acarició desde dentro eso que llaman el punto G, solté la de Dios. Le dejé los morros empapados. Al pobre le resbalaban mis jugos por la barbilla, mojando todo lo que encontraban al paso. Debiste oír mis gemidos desde tu habitación, porque aullaba como una loba. Aunque estaba derrengada de tanto placer, quería más, pero cuando fui a darle una de mis mamaditas premium, a ver si conseguía ponérsela presentable, me rechazó y no se le ocurrió otra cosa que llenarme el chumino con el lubricante que usamos cuando me encula y meterme la mano a saco. Nunca me había hecho eso. Le chillé: ¡Johan, que me haces daño, joder! y el muy idiota, siguió intentando meterme su manaza en el coño. Yo creo que, si le hubiese dejado, me la encasquetaba hasta el codo.

  • Tuve que molerlo a patadas hasta que se apartó. Desde su lado de la cama me soltó un “lo siento mucho, cariño” a media voz. Contesté alto y claro que le seguía queriendo y que lo que tenía que hacer es ir a un especialista. Lo que podía haber sido un reencuentro, acabó en un nuevo desencuentro. Dándole vueltas a la idea de hablar con él a fondo esta mañana, al cabo de un rato, conseguí dormirme. Pero ya ves hija, me levanto y el muy desgraciado ya se ha ido escopeteado para no afrontar la situación.

  • De aquí un rato, voy a irme un par o tres de días a meditar cómo afrontar todo esto, porque esta vez…

  • ¿Vais a divorciaros, mamá?.

  • Yo no he dicho eso, Julia. A pesar de todo, le sigo queriendo. ¡Es el hombre de mi vida, joder!. Y tu padre.

Y se puso a llorar.

Cuando se recuperó un poco, me animó a romper la cama con Carlos esos días que lo tendría en casa y se fue a preparar una bolsa con la ropa imprescindible para una corta estancia. Al bajar, me dio dos besos, tomó las llaves de su coche y se despidió con una enigmática sonrisa en los labios.

Hora y media después llegó mi novio. Lo recibí como se merece: comiéndole los morros con hambre atrasada. Metió el coche en el garaje, tomó la maleta, la pala de pádel, la bolsa con sus cosas de deporte, y no sé cuántas idioteces más y subió a dejarlo todo en nuestra habitación.

Hacía media hora que papá me había llamado para decirme que no le esperásemos a comer, así que cuando Carlos se puso a buscar un bañador para bajar a remojarnos en la alberca, le pare y moví mi cabecita a uno y otro lado. Me quité el blusón, le ayudé a sacarse la ropa, le tomé de la mano y tan vestidos como nos parieron, me lo llevé al jardín. Él me iba diciendo que nos teníamos que poner algo encima, porque si nos pillaban mis padres en bolas, se iba a montar una buena. Yo sólo me reía.

Le tiré a la alberca y yo me metí detrás suyo. Retozamos como críos. Nos besamos. Nos metimos mano sin tregua. Él, mirando continuamente a la verja, yo a sus ojos. A mí, eso no me bastaba, así que salí del agua, me estiré en una tumbona con las piernas bien abiertas y las manos bajo la nuca y le llamé con un claro mensaje:

  • Ven a comerme el coño, cariño.

Si una tía buena como yo, modestia aparte, muestra sus encantos más íntimos sin pudor alguno y le dice a un tío que quiere que se la folle, ¿alguno de vosotros se resistiría?. Si encima es tu pareja, tinto y en botella. Si Carlos tuvo alguna duda, por si mis padres nos encontraban metidos en faena, la enterró en el tiempo que tardó en salir de la piscina y encontrarse mi chochete abierto de par en par delante de sus morros.

Estuvo trasteando un buen rato con la lengua en mis bajos. Me encantó. Le devolví el favor dándole un tratamiento bucal a su miembro de esos que se recuerdan mucho tiempo. Eso sí, no dejé que eyaculase. Carlos es capaz de aguantar un montón con el nabo duro como una escarpia, pero cuando vacía los huevines, le cuesta lo que no está escrito recuperar la erección y como yo, tras dos semanas sin verle, necesitaba que me partiese el chumino hasta echar humo, no pensaba arriesgarme.

Le pedí que se estirase en la otra hamaca y lo monté como la más putilla de las amazonas. Me encasqueté el rabo hasta que tocó fondo. No me costó mucho, porque soy de vagina corta y Carlos gasta un buen pollón. Le besé con mucho vicio y exigí que me comiese los pezones mientras me partía el coño sin contemplaciones. Subía y bajaba la cadera, forzando la penetración cuanto podía, pero como no apartaba la vista de la puerta del jardín, mis tetas quedaron desatendidas y teniendo en cuenta que no iba a permitirle ni por asomo desatender esa parte tan sensible, le expresé mi malestar sutilmente:

  • Céntrate, capullo. Deja de mirar la puerta y cómeme las tetas como tú sabes, joder. No ves que estoy más caliente que un horno de hacer pan. Quiero un orgasmo cósmico y lo quiero ya, cariño.

  • Coño, Julia, estamos follando en medio del jardín de casa de tus padres. Mira que si entra tu madre… O aún peor, tu padre.

  • A lo mejor hasta les gusta lo que ven. No te lo he contado nunca, pero mamá es una fiera en la cama. De joven había hecho de todo, follaba mucho y con muchos. Me ha contado que en la universidad formaba parte de un grupito de empollones con un vicio y desmadre que te cagas. Eran cinco, entre tíos y tías, y se montaban unas orgías del copón, no te digo más.

  • Mira tú por dónde. ¿Quién se lo iba a pensar de la suegra?. Debes haber salido a tu madre, al menos para las cosas del sexo, porque por lo que respecta a los números y las mates, na de na.

  • Pues mira que tu suegro… Últimamente se ha convertido en un sátiro come niñas. Dejémoslo aquí y sigue dándome, que quiero correrme como una reina, anda.

Siguió empotrándome duro un ratito, hasta que me llenó el chumino de lefa calentita. Yo me vine como una cerda, pero el corridón de mi chico, fue algo brutal. Me quedé tendida sobre su cuerpo unos minutos. Al fin, le di unos piquitos mimosos, descabalgué mi montura y me tiré de cabeza a la piscina. Si, ya sé, fui una guarra al no ducharme antes y dejar flotando esos grumos blancuzcos en el agua, pero después de un polvazo como ese, una tiene derecho a desbarrar un poco, digo yo.

No tardé mucho en salir del agua y cuando lo hice, me fijé en el miembro de Carlos, replegado en lo alto del muslo y aún un poco morcillón. No lo veía preparado para un nuevo combate, pero yo sí lo estaba: Tenía los pezones erectos, y no era por la temperatura del agua de la alberca. El coñito continuaba empapado y la viscosidad de lo que encontré allí dentro cuando envié mis dedos a explorar, me decía que no era agua. En fin, necesitaba más sexo del bueno y lo iba a tener.

  • Carlitos, voy al baño y a buscar unas cositas arriba. No tardaré mucho. Mientras, menéatela un poco, a ver si cuando vuelvo, te la encuentro como me merezco. Ve preparándote, porque te voy a hacer cositas guarras, de esas que tanto te gustan.

  • Joder, Julia, si me has dejado para el arrastre.

  • Te doy diez minutos, guapo.

  • Bueno, pero subo yo también, no vaya a ser que al final nos pillen tus padres en plena faena.

  • De eso nada. Tú te quedas aquí, que me da más morbo. Yo me ocupo de todo.

  • Estás como un cencerro, cari.

Entré en mi habitación, tomé la bolsa de mis cosas para los aseos especiales y me encerré en el lavabo. Eché una buena meada e intenté cagar, pero de atrás no salió nada. A pesar de ello, abrí la bolsa, cogí una pera de generosas dimensiones, saqué la cánula, la llené de agua caliente, le añadí un chorrito del mejunje de un frasco, lubriqué la cánula, volví a insertarla, agité, me la endilgué por el ojete y presioné la pera de goma enérgicamente. Sentí una sensación agradable al llenarme el recto, apreté los esfínteres al sacarla y esperé unos minutos. Me senté de nuevo en el inodoro y pujé con fuerza. Me salió un reguero de líquidos por atrás, miré a la taza y vi un fluido un poco amarronado, pero clarito y sin tropezones. Estaba casi preparada para que me chico me enculase como a mí me gusta. Me embadurné el culete con un lubricante para esas cosas, metí más dentro, lo repartí con el dedo hasta donde me llegaba, lo guardé todo excepto el bote de lubricante acuoso, cogí condones y un juguetito del cajón de la mesilla y volví al jardín.

Me lo encontré jalándose la minga. La tenía menos presentable de lo que esperaba, así que, si quería llegar a buen puerto, me tendría que esforzar más allá de darle el toque final. Para lo que pensaba usarla, tenía que estar a tope, si no, no entraría.

  • Anda, déjame, flojo. Ya te la pongo yo a punto. Quiero que me partas el culo como tú sabes y para eso, la hemos de poner muy contenta, tú ya me entiendes.

Al oír mis palabras se le endureció un poco más. Sonreí, aparté sus manos y se la tomé con las mías. Subí y bajé el pellejo despacito, le di unos buenos meneos y volví a lo suave. Así unas cuantas veces. Me costaba un montón enderezársela. Parecía que hubiesen pasado cinco minutos desde su última corrida y no más de media hora. Cuando, finalmente, vi que estaba llegando a algo importante, la tomé entre mis labios. Primero me recreé con el glande, lengua arriba, lengua abajo, presionando con los labios. A continuación, me la metí en la boca hasta donde me cabía. Yo no soy de esas que hacen gargantas profundas y eso. Ni sé, ni me gusta. La sacaba, volvía a meterla, la recorría con la lengua, hacía como si le mordiese el tallo y volvía a darle lengua a champiñón. Cuando la tuvo en plena forma, me la saqué y me aparté. Él se quejó, pero ya sabéis que yo tenía otros planes para su apéndice más querido.

  • Te lo he dicho antes, capullo. He vuelto para que me la metas por el culo, así que ¿cómo quieres que me ponga?. Prefieres que me quede con el culo en pompa sobre la hamaca, me pongo de lado sobre la hierba o te pones debajo y me la endiño yo. Tú dirás.

  • Decide tú, cariño, pero ¿no sería mejor en nuestra habitación?.

  • Joder, siempre hemos de ser las mujeres las que solucionemos las cosas. Me vas a partir el culo aquí y ahora. Ya que no escoges, lo haré yo y te lo pondré fácil, porque estoy tan cachonda que no puedo perder ni un segundo más.

Le tomé la polla, se la cubrí con un preservativo, escancié una buena dosis de lubricante acuoso encima y me puse en cuatro sobre la tumbona, apoyada sobre las rodillas y la cabeza. Me abrí las nalgas con las manos y con cinco palabras le dejé muy claro lo que quería:

  • ¡Métemela de una puta vez!.

Lo hizo. Con lo bien preparado que tenía el culo y la práctica acumulada, su verga entró poco a poco como cuchillo en manteca. Estuvo aserruchándome un buen rato. Vi las estrellas varias veces antes de que él llenase el profiláctico con unas gotitas de leche. Acabamos sudados, pero muy, muy satisfechos. Ahora sí, podía relajarme sin las ansias de follar acumuladas después de dos semanas sin vernos.

Se quitó el condón con cierta prevención, aunque después de mi cuidadosa profilaxis rectal, salió más limpio que una patena. Se incorporó, me besó y decidió que era hora de ver si sus amigotes querían jugar a no sé qué juego de estrategia por internet. ¿Todos los tíos sois así de muermos?.

  • Cariño, voy a ducharme arriba y luego me quedo jugando una partidita con mis amigos. Llámame para ayudarte con la comida.

  • ¡Que te den, capullo!.

Levanté el dedo medio de mi derecha, recogí el resto y le mostré la mano, encogiendo la nariz para ponerle una cara a medio camino ente la desidia y el enfado. Si prefería jugar a no sé qué con sus amigotes antes que conversar con su novia buenorra en pelotas, él sabría.

Al levantarme para ir a pasarme un agua en la ducha del jardín y no enguarrar más la alberca, pisé algo húmedo sobre la hierba. Levanté el pie. No parecía agua, era algo más denso y menos transparente. Lo examiné de cerca y lo olí para confirmar mis sospechas. Era un lechazo de tío y reciente. Sólo podía ser de Carlos. ¡El muy cabrón se había hecho un pajote mientras yo me estaba preparando el culo para él!. Ahora entendía porque me había costado tanto volver a ponérsela dura. ¡Sería idiota!. Tenía a una tía dispuesta a dárselo todo y el muy gilipollas, va y se la menea hasta correrse. ¿En qué debía estar pensando?. En mí y mi culo, seguro que no.

Me duché cabreada y volví a estirarme en la tumbona sin secarme. Me quedé medio dormida y al rato, me desperecé y cogí el móvil para llamar a mi amiga Carmen. Vi que tenía mensajes nuevos, contesté alguno y pasé del resto. Al cerrar el WhatsApp, me di cuenta de que la galería de fotos estaba abierta y la pantalla mostraba una de las fotos que hice a mamá. Estaba segura de que yo no lo había dejado así. Trasteé por las aplicaciones, miré los logs y lo que vi, me cabreó un montón: Carlos había enviado las fotos de mi madre a su dirección de correo electrónico. Había borrado los mensajes de salida, pero como era un inútil con la informática y los cacharros electrónicos en general, había dejado un rastro que demostraba sin fisuras su fechoría.

Iba a levantarme para subir a pedirle explicaciones, obligarle a borrar las fotos y pegarle un broncazo de la ostia, pero me lo pensé mejor. Me acordé de lo que le dije a mamá hacía poco sobre que las decisiones importantes, no deben tomarse en caliente. Lo que había hecho Carlos, no era moco de pavo, así que decidí esperar y pensar bien como debía actuar. Más, cuando a pesar de haber violado mi intimidad y la de mi madre, estaba segura de que las fotos no iban a salir de sus manos. Lo que no podía ni imaginarme, era como iba a mirar a su suegra cuando volviese. O tal vez sí, y cuando pensaba en ello, a pesar del inmenso cabreo que tenía, me venía la risa tonta.

Entré en casa, cogí el libro de Álex Ravelo que estaba a medio leer y me tumbé de nuevo en la hamaca con una cervecita al lado. Intenté leer, pero las imágenes de Carlos masturbándose mirando a mi madre en pelotas en la playa, o peor, tocándose con la chirla bien abierta en primer plano, me venían a la cabeza una y otra vez. Eso me cabreaba un montón por lo que había hecho mi novio, pero os he de confesar que también me excitaba mucho. ¡Por Dios, cómo podían ponerme cachonda esas cosas!.

Entré en casa y me tomé otra cerveza, cosa poco habitual en mí. Me puse un delantal y empecé a preparar la comida. Tomates con mozzarella de búfala, unos filetes de lubina a la plancha con ajo y perejil, acompañados de verduritas al vapor y algo de fruta de postre bastarían.

Comimos como si no hubiese pasado nada, hablando de la partida de Carlos, del libro que estaba leyendo y de lo que haríamos el día siguiente. Eso sí, me conminó a ponerme algo encima para estar en casa. También insistió en que no podíamos seguir bañándonos y tomando el sol despelotados en el jardín, porque mis padres entrarían un momento u otro sin avisar. Le contesté que me importaba un comino. A mi padre le daría igual y a mi madre más, o a lo mejor, incluso iba a gustarle ver la polla de su yerno.

Al oírme, se puso rojo como un tomate y se levantó de la mesa. ¡Serás cabrón!, pensé. Iba a recoger la cocina y luego, tumbarme en la hierba a hacer media siesta y leer un poco, pero cambié de idea antes de salir.

  • Carlos, recoge la cocina y ordena lo de la mesa. Yo voy a estirarme en el jardín.

A pesar de no ser un machista redomado, a mi novio, normalmente, le costaba ayudar en las cosas domésticas y más aún en casa de los suegros. En esa ocasión se fue a limpiar sin rechistar. No sé por qué sería…

Un rato más tarde, dejé de pensar en Carlos, mi madre y las dichosas fotos. El libro me cayó de las manos y me quedé frita, acurrucada en posición fetal, tendida sobre el toallón de baño que había extendido en la hierba. Así me encontró mi padre: roncando en medio del jardín con el culo al aire.

  • Niña, pero ¿qué haces así, desnuda en medio del jardín?.

  • Pues ya ves, papá, dormitar bajo el sol del verano.

Me levanté y le di un par de besos sin cortarme un pelo. Él me miraba disimuladamente, esforzándose con poco éxito, todo hay que decirlo, en no centrar la mirada exclusivamente en las tetas o el pubis. Quise chincharle un poco y saqué mi vena provocadora:

  • Venga papá, deja de mirarme las tetas con esos ojos de viejo verde.

  • Yo, yo… Lo siento Julia. Es que ya eres toda una mujer y…

  • Y estoy muy buena, ¿no?.

  • La verdad es que sí, hija, pero eso no son cosas en las que deba fijarse un padre.

  • Será porque he salido a mamá.

  • Será. Por cierto, ¿dónde está tu madre?.

  • Estaba muy cabreada contigo y se ha ido un par de días a reflexionar sobre el futuro. Un pajarito me ha dicho que últimamente no la tratas como merece y además te follas a quien no debes.

  • Subo a mi habitación. Haz el favor de ponerte algo encima. Verte así me altera.

  • Ya lo veo, ya. ¿Haces tú la cena?. Carlos ya ha llegado, así que seremos tres.

  • No me apetece quedarme en casa. Si te parece, iremos a cenar a El Refugio unas tapas y el pescado del día. Voy a llamar a Elena para que nos dé una buena mesa en la terraza. Luego podéis ir a bailar o tomar algo y cogéis un taxi para volver.

  • Lo de la cena vale, papá, pero quiero volver pronto a casa. Hace dos semanas que no veo a Carlos y me debe unos cuantos polvos. Ya sabes: las deudas, cuanto antes se paguen, todos más contentos. Te ha salido una hija fogosa, papá. Casi tanto como mamá.

Entró en casa sin contestarme, visiblemente alterado. Yo me quedé veinte minutos más leyendo y subí a vestirme y ver qué estaba haciendo mi novio. Me lo encontré espachurrado en el sofá de la sala, jugando con la Play. Contestó a mis preguntas con poco más que monosílabos, sin atreverse a mirarme ni soltar el joystick. La culpa debía corroerlo por dentro y allí le dejé, expiando su pecado.

Pasé por el cuarto de la plancha para guardar la ropa que había dejado la señora que venía tres días a la semana a ayudar con lo de la casa. Recogí una blusa, unos shorts, tres camisetas y cuatro tonterías más. En una percha estaba colgado el vestido camisero que se puso mamá para ir a la playa de Rompeculos. Me vinieron a la cabeza las fotos que tomé allí a mamá, la conversación de la mañana y lo idiota que era papá. Con ese batiburrillo en mi cerebro, decidí ponerme ese vestido para provocar a mi padre, a ver si reaccionaba, o al menos, se sentía culpable.

Al llegar a mi habitación me encontré a Carlos vistiéndose para salir. Se ve que su suegro le había dicho que íbamos a cenar fuera. Busqué unas braguitas monas y me puse el vestido de mi madre. Me di un toque de maquillaje, me calcé unas alpargatas de esparto y me miré al espejo. Lo que vi me gustó, pero decidí que, si iba de niña mala, mejor no quedarse a medias. Tomé una cadenita tobillera que le regaló mi padre a mamá el día de su veinteavo aniversario de bodas. Mamá me la había dejado hacía poco para ir a una fiesta. Tenía unas figuritas eróticas de plata y oro engarzadas, vamos un Kamasutra muy explícito, aunque abreviado. Al levantar la pierna para abrochar el cierre, vi que a pesar de que el vestido era cortito, no quedaba mucho a la vista. Desabroche un botón de abajo, otro y ahora sí, a la mínima, enseñaba las bragas a quien quisiese verlas. Me reí de mi travesura y bajé corriendo al garaje, apremiada por las prisas de mi padre.

Papá encontró un hueco en la calle de las Arenas Gordas. Aparcó y recorrimos en silencio los poco más de cien metros que nos separaban del restaurante. Carlos me llevaba de la mano sin hacerme puñetero caso, supongo que abstraído pensando en las consecuencias de su imperdonable fechoría. Mi padre, avanzaba con los ojos fijos en la abertura de mi escote. Al andar, se me ahuecaba la botonadura del vestido y debía verme una generosa porción del pecho derecho. Miré abajo y me percaté que había dejado sin abrochar un botón más de la cuenta. Joder, seguro que, de lado, se me veía la teta entera. Y papá, relamiéndose con las vitas y sin avisarme.

Iba a abrochármelo, pero me lo pensé mejor. Si a mi padre le ponía cachondo el cuerpo de las jovencitas, que empezase por regodearse con el mío. A fin de cuentas, estaba más buena que la mayoría y así todo quedaba en casa. Viéndolo con perspectiva, me doy cuenta de que la razón de esa actitud impropia fue el despecho hacia mi novio y el cabreo por los estúpidos devaneos de mi padre. Tal vez también el calorcito que me subía de abajo al ver que mi padre perdía el norte por mis encantos…

Cenamos la mar de bien, como siempre en El Refugio. Aunque creo que, encerrados en nuestras cábalas, ninguno de los tres disfrutó de la comida como se merecía. Volvimos a casa sin hablar demasiado, tomamos una copichuela en el salón y subimos a las habitaciones.

Carlos y yo nos quitamos la ropa, pasamos por el baño y con los dientes y bajos limpios y la vejiga aliviada, nos metimos bajo la sábana. Normalmente era él quien se me echaba encima con la herramienta en ristre, besándome y metiéndome mano a saco para ir preparando el polvete. Esa noche, tuve que ser yo quien lo animase. Se dejó acariciar, pero parecía como si le costase besarme los morros con el vicio que le ponemos habitualmente. Estuvimos un rato tonteando: besito por aquí, carantoña por allá, muerdo pezonero, cosquillitas en los huevines,… Finalmente pasé a mayores. Le tomé el bálano con la mano, me sumergí en las profundidades del lecho y metí la cabezota de su instrumento en mi boca. Se lo cubrí de babitas y empecé a sorber y darle lengua, tragándome un trozo más de rabo en cada acometida. Estaba costándome más de la cuenta ponérsela dura, pero poco a poco la cosa iba tomando cuerpo. De pronto, me aparta los labios con la mano y me suelta:

  • Lo siento, Julia. Hemos follado dos veces desde que he llegado. ¿Aún no tienes suficiente?. Ahora no tengo ganas.

¡Será capullo el tío!. Dos semanas sin vernos y cuando nos metemos en la cama, no quiere que se la coma. Habrase visto. Él, ese salido que siempre me busca, estemos en casa o en la facu, en la intimidad de su habitación o en medio de un parque. El que a veces me pide que vaya a recogerle al trabajo con faldita y sin bragas, para poder metérmela disimuladamente en el restaurante. Ese. Mira que sacarme la polla de la boca para tener que escucharle sus excusas culpables. Ahora no tengo ganas, ahora no tengo ganas. ¡Que te den!, pensé.

Cabreada como una mona, cogí una toalla de baño y bajé al jardín. Al llegar cerca de la alberca, no me lo pensé ni un segundo: La dejé en el suelo y me tiré de cabeza al agua. Mi padre debió oír el ruido, porque a los cinco minutos me lo encontré en gayumbos, con una camiseta vieja y roída, mirándome nadar de un extremo a otro.

  • Hola papá. ¿Tampoco podías dormir?. ¿No será porque te escuece la conciencia?. Lo mío es otra cosa: me pica el coño y el gilipollas de Carlos no quiere follar. Venga, quítate estos andrajos y ven a bañarte. El agua está de muerte y como hoy es luna llena, podremos mirarla en remojo mientras me cuentas porqué eres tan idiota y haces sufrir así a mamá.

  • Yo…

  • Ven aquí a mi lado y cuéntame que te pasa.

Acabó metiéndose en la piscina. Con la luz de la luna llena, pude fijarme en el cipote que gastaba papá. No era una trompa de elefante, pero era muy bonito y se le estaba hinchiendo por momentos. Carlos lo tenía más grande, pero el de papá era un cilindro de carne liso, con el prepucio terso, adornado por unas venitas finas zigzagueando a lo largo del tronco. Todo un ejemplar, pensé. Una vez en el agua, nadó un poco y se acercó a mí. Yo estaba en el extremo menos hondo, con el agua por debajo de los pechos y los codos sobre el borde que corona la alberca. Cuando lo tuve cerca, di un par de brazadas, me senté en la escalera de piedra y le señalé con la mano el espacio que quedaba a mi izquierda.

  • Hoy la luna está a tope. La tenemos justo delante. Aquí, en medio del campo, sin ruidos que molesten y casi sin contaminación lumínica, está preciosa. Un escenario como este, favorece las confidencias, así que ya sabes lo que toca, papá.

  • Judit, debo ser un jodido idiota. Es algo superior a mí. Sigo queriendo a tu madre y sé que ella también me ama, pero no puedo remediarlo.

  • Pues ya me contarás, porque yo no lo entiendo. Os queréis, mamá es una tía que disfruta un montón del sexo y, encima, está un rato buena. Y no lo digo porque sea mi madre. Ayer fuimos a la playa de Rompeculos y se la comían con los ojos.

  • Mira, hija, desde que Amaia, la hija de Jürgen, ese colega alemán del trabajo que también conoce tu madre, me sedujo y acabamos acostándonos, no sé qué me pasa. Intento ligarme a todas las chiquillas que se me ponen a tiro. Lo peor es que ni tan siquiera consigo llegar al éxtasis con la mayoría de ellas. Últimamente ya me da lo mismo que sean un bombón, del montón o un cardo malayo. Lo único que me importa es…

  • Ya. Metérsela a una jovencita casquivana para poder gravar una marca más en la culata de tu arma. Mira, papá, yo estudio Económicas, no soy loquera, ni he estudiado nunca Psicología, así que no puedo decirte si es un efecto colateral de la crisis que os viene a los tíos a los cuarenta, o es que eres un pichabrava desubicado, pero de lo que estoy segura, es de que necesitas ayuda profesional.

  • Tu madre también me lo ha dicho. No lo sé, princesa. Tal vez sea que ella me abruma. Es una mujer muy sexual, ya lo sabes. Nunca tiene bastante y acaba por estresarme. Tal vez busque relaciones en las que sólo sea yo el empotrador. Ya no sé qué pensar.

  • Deja de decir chorradas. Mamá no es ninguna ninfómana. Disfruta del sexo. Como yo, joder. Si fuese una estrecha, te quejarías porque no quiere follar y si es una mujer fogosa y sin prejuicios, te abruma. ¡Mira que llegáis a ser retorcidos los tíos!. Como sigas así, vas a cargarte la familia por gilipollas.

Seguimos hablando un rato de todo un poco. Al final le convencí para que pidiese hora cuanto antes a un buen sexólogo.

Al dar por acabadas las confesiones padre-hija, la intimidad del momento condujo a mi padre a preguntarme qué me gustaba hacer con mi novio en la cama. Ya sabéis que yo no soy de las que se cortan. Sin llegar a contarle los detalles que compartí con mamá, creo que le quedó bastante claro que ya era toda una mujer. Y bastante liberal.

Al levantarnos para salir de la alberca, ocurrió algo que entonces tomé por un hecho intrascendente, pero mirado con la perspectiva que da el tiempo, tal vez no lo fue tanto. Os cuento: Con la luz de la luna, todo quedaba a la vista y él, para variar, me miraba los pechos con una cara de vicio del copón. Dada la actitud de mi padre con las chicas, debió preocuparme, pero en vez de eso, me lo tomé a guasa.

Para más recochineo, le cogí el pene con la mano y le dije algo así como: ¿También te gustan tetas de tu hija?. No me digas que ha sido tu princesita la que te ha provocado esta erección tan guapa. Al notar como le crecía brutalmente la polla entre mis dedos, recapacité y se la solté. Mi padre subió la mirada a mis ojos y sin decir ni una palabra, me tomó por el talle bordeándome los senos y me besó. No fue el beso a una hija, tampoco un morreo. Se quedo en un piquito desenfadado. Su gesto me sorprendió. Le acaricié la puntita de la nariz con el índice y le devolví el pico con una sonrisa traviesa.

  • Vámonos a dormir papá, que te veo muy suelto esta noche.

A la mañana siguiente no le perdoné el mañanero a mi novio. No le puso las ganas que hubiese querido, o tal vez me lo pareció, aunque no puedo quejarme. Le desperté con una sabrosa comidita de nabo. Me devolvió el favor y toqué el cielo. Quise cabalgarlo y se puso bien. La galopada acabó en corrida mutua. Eso me gustó. Conociéndole, sabía que él se había quedado a gusto, pero quería hacerle pagar el desaire de la noche y le pedí un último esfuerzo. Al explicarle lo que quería, me dijo que era una guarra, pero se volcó en la faena: Me dio lustre al ojete a base de dedo y lengua y lo disfruté un montón.

Con tanto arrumaco, se nos habían hecho las diez y media y bajé corriendo a desayunar mientras Carlos se duchaba. Matilde, la asistenta que venía a poner orden a la casa tres días a la semana, me había preparado el desayuno como sabía que a mí me gustaba: Zumito de naranja acabado de exprimir, pan con aceite y jamoncito del bueno, un poco de queso fresco con fruta y una bola de helado de higo. No estaba embarazada, pero era mi antojo, al menos esos tres días que venía ella.

Matilde me conocía desde pequeña y me quería mucho. La pobre mujer era muy pudorosa y a mí me encantaba escandalizarla un poquito siempre que se daba la ocasión. Ya fuese yendo en bolas por casa, dejando algún juguetito en la mesilla o con algún comentario procaz. Ese día tocó eso último. Veréis. Al verme bajar más tarde de lo que era habitual en mí, me dijo riendo:

  • Buenos días, Julia. Parece que hoy se te han pegado las sábanas.

  • Que va Matilde, lo que se me ha pegado, y bien adentro, es el rabo de Carlos. Llegó ayer y va a quedarse una semanita. Baja enseguida. Prepárale un desayuno potente y lo dejas en la mesa del jardín. Lo mío, ya lo llevo yo. Voy a hacerle trabajar duro y le quiero bien fuerte, ja, ja.

Murmuró algo que no entendí y se fue a preparar un desayuno de cuchillo y tenedor para Carlos sin poder disimular el color de su cara, más roja que un pimiento morrón. ¡Como me gusta provocar a esa mujer!.

Al parecer, mi padre se había quedado en su habitación trabajando, así que Carlos y yo desayunamos solos en el porche exterior, bajo la gran mata de buganvilias. Carlos es de esos que les cuesta callar, pero ese día estaba mudo. Costaba sacarle algo que no fuese un monosílabo, así que fui yo quien organizó el día:

  • Si te parece, cogemos el coche y nos vamos a pasar la mañana a la playa. Nos llevamos unos bocatas, agua y un poco de fruta. Así, cuando hayan pasado las horas de más sol, podemos andar un rato.

  • Vale. Pon también cervezas.

  • De acuerdo, las cojo, pero las llevas en tu mochila. ¿Alguna cosa más?. Tenía pensado ir a Rompeculos. Antes de ayer fui con mi madre y estuvimos de coña. Poca gente, no tienes que llevar bañador, unas vistas a los riscos fantásticas, el mar limpísimo…

  • Pero Julia, esa zona es nudista. ¿Fuiste con tu madre?. ¿Y las dos os desnudasteis?.

  • Pues claro, capullo. ¿Algún problema?.

A punto estuve de añadir que él debía saberlo bien por las fotos que me había robado, pero callé de nuevo. Ya me cobraría su desvergüenza cuando llegase el momento.

  • Si te parece, podemos subir desde la playa hasta encontrar el sendero que sale del Parador. Lo seguimos dirección al Pico del Loro, pasando por los acantilados de Médanos y volvemos andando por la playa hasta el coche. Total, tres horitas como mucho, no son más de diez kilómetros. Ponle veinte minutos más, si aprovechamos algún rinconcito cera del camping Doñana para relajarnos a medio camino. Ya sabes cómo me ponen los polvos al aire libre, cariño.

  • Lo de la excursión, vale. Lo otro, ya veremos. Últimamente estás muy salida, Julia. Acabamos de follar y ya piensas en volver a hacerlo.

  • ¡Pues claro!. Ya tendremos tiempo de matarnos a pajas cuando no estemos juntos.

Ese que hace quince días me perseguía para metérmela a todas horas, ahora me miraba como a un bicho raro. ¡No te jode!. Le dije a Matilde que iríamos de picnic y nos preparase algunos de sus exquisitos sándwiches y subimos a cambiarnos. Decidir tensar un poco más la cuerda con Carlos y delante suyo me puse el mentado vestido camisero de mamá directamente sobre la piel.

  • Voy a ponerme este vestido de mi madre. Es el que llevó ella para ir a Rompeculos el otro día. Es muy cómodo. ¿A que me queda divino?.

  • Te queda guapísimo, pero… ¿no vas a ponerte al menos las bragas del bikini debajo?.

  • Para qué. Vamos a una playa naturista. Nos quedaremos en bolingas nada más llegar, así que cuanta menos ropa ensucie, mejor. Mamá el otro día también iba así.

Se lo dije con toda mi mala leche y el efecto fue el que me temía: una tienda de campaña en la zona inguinal. Yo creo que el ver a su suegra enseñando a saco todas sus intimidades, le había cortocircuitado las neuronas. No tenía que haber aceptado hacerle esas fotos a mamá, pero ya era tarde.

Al llegar a la playa, extendimos las toallas, nos quitamos la ropa y nos echamos de cabeza al mar. Bañarse en pelotas es genial. Si no lo has probado, no sabes lo que te pierdes. Tonteamos un poco, jugamos con las olas y volvimos a nuestro sitio cogidos de la mano. Nos estiramos un rato sobre las toallas, vuelta y vuelta, y empezó a hablar de chorradas. Yo le comentaba cosas sobre el día de playa con mi madre y las fotos, a ver si Carlos se sinceraba. Entraba al trapo preguntándome anécdotas picantes de mamá, si a ella le gustaba tal o cual pose, si siempre iba a playas de “estas”,… El muy idiota se delataba solo, pero era incapaz de confesarme el delito y cada vez lo empeoraba más.

Acabé cansándome de su cobardía y decidí aparcar el tema y disfrutar de la playa. Le daría un día más y basta. O me lo contaba y veíamos como arreglar la pérdida de confianza que me había causado al invadir mi intimidad y la de mi madre, o habría órdago. Y de los gordos.

Le di el bote de crema solar y le pedí que me lo aplicase.

  • Anda, embadúrname con este mejunje, no sea que se me queme el culito.

Normalmente intenta aprovecharse y tocar todo lo que se puede. Más de una vez he tenido que llamarle la atención porque una playa familiar, no es sitio para expansiones de nítido carácter sexual en horario protegido. Ese día era diferente: no llevaba ni la braga del bikini y estábamos en una playa nudista, con poca gente y una cierta laxitud en las normas de convivencia no escritas del lugar. Aun así, no aprovechó para tocarme la rajita o el culete. Ni tan solo las tetas, más allá de una pasada lateral para aprovechar la leche solar. Y cuando le devolví el favor y quise untarle los huevos o el rabo, me apartó las manos, regañándome por mi actitud “impúdica”, creo que dijo.

  • ¿Qué te pasa cariño?. Aquí nadie se va a escandalizar porque te sobe un poco el paquetorro. Además, estamos bastante separados de la otra gente y encima, los que están más cerca, son esa parejita que se está dando el lote. ¿Me lo vas a contar?.

  • Estoy bien, sólo es que me da vergüenza que me sobes en público.

  • Estas de un raro… Te recuerdo, Carlos, que eras tú al que le daba un morbo de la ostia hacerlo en sitios públicos. ¿Quieres que te refresque la de veces que hemos follado en un parque o alguna playa?. Incluso en el portal de casa de tus padres, detrás del ascensor, cuando empezamos a salir y aún vivías con ellos o en el lavabo de un restaurante. Y si había alguien mirando, aún se te ponía más dura.

  • Déjame, por favor. Tengo la cabeza hecha un lío.

Comimos en la playa como podían haberlo hecho dos conocidos. Sin hablar de lo que de verdad importaba. Dormitamos una hora larga y a pesar de que aún hacía mucho calor, decidimos recoger e ir a andar. Saqué de la mochila un breve culotte deportivo de licra y un top a juego, me limpié el potorro y la raja del culete de arena y me los puse. Él se volvió a poner lo que traía al llegar: Una nostálgica camiseta de ACDC y el bañador bóxer de tela.

Dimos un paseo precioso, pero falto de sintonía entre los caminantes. Cuando me paré un poco antes de llegar al camping, en una zona con múltiples claros en el sotobosque, propicios a las expansiones intimas de las parejas, le señalé el sitio. A mi “¿quieres?”, él respondió con un “sigamos”. Frustrante. Continuando el sendero, bajamos a la playa del Pico del Loro. Llegamos sudados hasta las gónadas.  Dejamos las mochilas en la arena y nos bañarnos con toda la ropa, a ver si nos refrescábamos un poco. En el agua aproveché para darle un besote. Me lo devolvió, pero su rostro reflejaba una frustrante apatía.

Andamos por la arena de la playa hasta llegar de nuevo a la zona de Rompeculos. En cuanto vi el primer cuerpo desnudo, paré, me lo quité todo y me bañé. Estaba hasta el coño de ir con la ropa empapada de agua y, sobre todo, de sudor. Carlos se quedó pensando qué hacer. Finalmente me imitó. Al salir del agua, nos reímos, colgamos la ropa mojada en las mochilas y seguimos andando tomados de la mano. Abandonar de manera compartida las convenciones sociales que nos constriñen, une un montón.

No habíamos avanzado ni cien metros, cuando sonó mi móvil. Pasé, pero insistieron. Debía ser algo urgente. Paramos, saqué el teléfono del bolsillo interior de la mochila y vi que me llamaba Carmen, mi amiga del alma. En realidad, era Pili, su madre, la que me telefoneaba desde su terminal. Como podéis intuir, la llamada no presagiaba nada bueno. Carmen arrastra un trastorno alimentario desde la adolescencia y aunque hace ya unos años que lo tiene controlado, a veces tiene recaídas puntuales.

Pili me explicó que hacía dos días que Carmen estaba ingresada y no reaccionaba. Santi, su novio desde los primeros meses en la universidad, se había liado con otra y había cortado con ella hacía una semana. Una chica monísima, alta y muy delgada, según me había contado Carmen por teléfono, entre lágrimas, días antes. No hacía mucho que había vuelto a hablar con ella y a pesar de estar muy dolida, parecía que lo llevaba bien. Pero por lo que me decía su madre, sólo lo aparentaba. La pobre había entrado en una profunda espiral depresiva y desde el día que cortaron, no había probado bocado. Me llamaba para pedirme que fuera a verla, porque con ella y el resto de la familia no quería hablar. Obviamente le dije que contase conmigo. Carmen y su familia viven en Barcelona, así que tomaría el primer vuelo en Sevilla. Quedé que en cuanto llegase a casa, compraría un billete y la llamaría para decirle a qué hora aterrizaba.

  • Por lo que he oído, mañana tienes que irte a Barcelona. Yo volveré a casa. No voy a quedarme aquí solo con tus padres.

  • De eso nada, Carlos. Seguramente volveré a la noche o el día siguiente a más tardar. No cambiemos los planes. Me apetece mucho estar contigo, guapo.

Llegamos a casa en menos de media hora. Al ir a dejar el coche en el garaje, vimos que estaban las dos plazas ocupadas. ¡Mamá estaba en casa!. Me alegré un montón. Dejé a Carlos aparcando y me fui corriendo a buscar a mi madre.

  • ¡Hola, mamá!. Si que has vuelto pronto. No sabes la alegría que me das. Carlos llegó ayer y hoy hemos ido a la playa y a hacer un poco de senderismo.

  • Que tal, Julia. Tu padre ya me lo ha dicho. Me alegro de que estés feliz, cariño.

  • Bueno, no mucho. Carmen ha vuelto a recaer y se ve que está fatal. Me acaba de llamar su madre. Mañana a primera hora iré a verla. Además, Carlos no se está portando como debiera. ¿Y tú?. ¿Has hablado con papá?. ¿Habéis decidido qué vais a hacer?.

  • Aún no. Quiero darme un tiempo. Lo que si le he dicho es que, a partir de hoy y mientras yo esté aquí, él dormirá en la habitación de invitados. Siento lo de Carmen. Ya me contarás otro día qué pasa entre vosotros dos. No sabía que estabais tan distanciados. Saludo a Carlos y voy a preparar la cena.

  • Tampoco es eso, mamá, pero…

  • Otro día, cariño.

Parecíamos una familia convencional, cenando tranquilamente, hablando de la triste situación de mi amiga Carmen, de libros, teatro e incluso de política. Nadie hubiese dicho que compartía mesa con un padre que se follaba obsesivamente a toda niñata que se le abriese de patas, una madre a la que le gustaba tanto o más joder que comer y no sabía qué hacer con su matrimonio y un novio que prefería pajearse con las fotos de su suegra, antes que revolcarse conmigo.

Al acabar de cenar me puse a buscar billete. Elegí el de Vueling que salía de Sevilla a las 9:05 y papá puso la tarjeta de crédito. Llamé a la madre de Carmen para decírselo y quedamos en que Nacho, el hermano de mi amiga, me vendría a recoger al aeropuerto de Barcelona. Sólo faltaba ver cómo llegaba a Sevilla. Yo dije que como sobraban coches y seguramente volvería el día siguiente, cogería uno, lo dejaría aparcado en el aeropuerto y así iba y volvía sin molestar a nadie.

Mi madre se negó en redondo. Con buen criterio me dijo que según lo que me encontrase, a lo mejor me quedaba algún día más y, sobre todo, lo que más le preocupaba: yo conducía con el culo y saliendo, y seguramente volviendo, de noche o casi, no quería dejarme ir sola. Viendo lo que había, creí que Carlos me acompañaría, pero se hacía el remolón y fue papá quien se brindó:

  • Yo te llevo, Julia. Tenemos hora y media, así que saldremos a las seis en punto, no sea que nos encontremos algún atasco y llegues tarde. Ya te vendrá a recoger Carlos cuando vuelvas.

El despertador del móvil sonó a las cinco y media. Di un besito a Carlos. Ronroneó algo ininteligible, dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Yo salté a la ducha, me vestí con lo que me había dejado preparado a la noche, bajé a tomar un café con leche con galletas y una magdalena y a las seis menos cinco estaba en la puerta con una bolsa para tres días en la mano. Mi padre me dio un beso rasposo. Ni tan siquiera se había afeitado. Subimos al coche y durante dos horas largas él condujo y yo dormí plácidamente en el asiento del copiloto. Llegamos por los pelos, cuarenta minutos antes de la hora del vuelo. Suerte que papá es un hombre previsor, porque nos encontramos un atasco de narices en la circunvalación de Sevilla.

Mientras yo estaba arrebujada en el asiento del avión y mi padre conducía en dirección a Jerez con una chica italiana muy mona dos años menor que yo al lado, mamá estaba desayunando con Carlos en casa. Un par de horas después, yo había llegado a casa de Carmen sin novedad. Mi padre iba solo en el coche hacia ningún lado con los huevos recalentados. La chica italiana había llegado a casa de su novia una hora larga antes de lo previsto, riéndose del idiota al que tiró el anzuelo en el aeropuerto. Mamá llevaba aún el blusón que se había puesto al levantarse y Carlos se relamía viendo cómo se le transparentaban esas tetas que tan bien conocía en fotografía. Estaban planificando, entre risas y palabras con doble sentido, qué hacer esa mañana. Al final Carlos la convenció para ir a la playa. No le costó mucho y cuando mi madre le pregunto: ¿Y a cuál vamos?, ya os debéis imaginar la respuesta:

  • Tu hija ayer me dijo que el otro día estuvisteis en una muy chula. Podríamos repetir.

  • Y Julia, ¿qué más te dijo?.

  • Bueno… Me parece que es de las nudistas, pero no hace falta que nos lo quitemos todo, claro.

  • Venga, tunante, ve a arreglarte. Yo cojo toallas y una botella de agua. Tú, no te olvides el bloqueador. Te espero abajo en diez minutos. ¿Cogemos tu coche o el mío?.

Esa mañana acabó de desmoronarse mi familia. Papá había sembrado el mal, yo no metí en cintura a Carlos y mi madre, al sentirse ninguneada por su marido, sacó su lascivia del armario y abrió la caja de pandora.

Cuando Carlos vio bajar a mamá con una fina camisa de lino, de esas largas que llegan bajo la rodilla, con más botones sueltos que abrochados y sin nada debajo, su polla asumió que esa mañana iba a follar con su suegra. Estoy convencida que mamá lo daba por hecho desde que se levantó de la cama.

Al llegar a la playa, les sobraron las palabras y hablaron sus cuerpos. Retozaron en el mar como críos, se tostaron cual lagartos y, sobre todo, sobaron sus cuerpos como dos adolescentes con las hormonas desbocadas. Algunos de los habituales, saludaron a mi madre como si ya fuese de la familia. Se ve que la recordaban de la sesión de fotos con mucho cariño. Al oírlos, Carlos miraba a otro lado. Debía pensar que haberle robado las fotos a su novia era algo deleznable. Eso sí, ponerle cuernos a la novia follándose a la suegra, para él debía ser algo aceptable.

Antes de volver a casa para comer, se retiraron a la zona más discreta entre las dunas y se pusieron a fornicar como si no hubiese un mañana. Si conmigo a Carlos le costaba recuperar la erección después de eyacular, con mi madre se corrió tres veces, la última llenándole el culo hasta la bandera. Si yo tenía que suplicarle que me diese lengua después de llenarme el chichi, al acabar de empotrar a mamá y dejarle el chumino relleno como un buñuelo, se amorró al pilón y sorbió todo lo suyo y de paso, lo de su suegra. Si cuando se la chupaba, se corría en la boca sin avisar si no se la sacaba antes y luego no quería compartir ni un triste piquito, a ella le pidió permiso y encima, cuando eyaculó copiosamente entre sus labios, la morreó con ganas. ¡Lo que pueden hacer unas fotos guarras de la suegra!.

En Barcelona a mí, se me complicó la cosa. Carmen estaba realmente mal y sólo quería estar conmigo. Con ayuda de médicos, terapeutas, enfermeras y unas cuantas raciones de esos cócteles de poción mágica que meten en el suero, conseguimos convencerla de que debía cuidar su salud y que el idiota de Santi, no se merecía que ella sufriese ni un minuto más. Poco a poco empezó a comer de nuevo y aceptó la compañía y el apoyo de su familia, entre mil excusas por rechazarles al principio. ¡Como si fuese culpa suya!. Al cuarto día de mi llegada, ya tenía otra cara y decidí que era hora de volver a Mazagón. A pesar de su inexcusable fechoría, añoraba a mi novio y a su pollón.

Esos cuatro días, entre la dedicación que me exigía Carmen, las atenciones de su familia y el cabreo que aún tenía con Carlos, no hablé demasiado con la mía. Cuando les llamaba, notaba que no acababan de contarme las cosas de manera transparente. Con mi novio, todo eran evasivas. Con mamá, notaba cierta frialdad y poca cosa me decía, más allá de monosílabos. A papá le notaba triste y más de una vez, por la voz, parecía que había bebido.

No estaba preparada para lo que me encontré al aterrizar a media mañana en Sevilla y mucho menos, para lo que vino después. Carlos ni me vino a buscar, ni me llamó para decírmelo. En la puerta de llegadas me encontré a mi padre, demacrado, con barba de cuatro días y vestido de cualquier manera. Él, que se vanagloriaba de ser un dandi con buena percha, siempre impoluto y aun yendo de sport, conjuntado.

  • Hola hijita. ¿Cómo te ha ido todo por Barcelona?. ¿Carmen ya está mejor?. Anda, dame un beso y subamos al coche.

  • Ella está mejor, pero tú, ¿qué haces con esta pinta?. Pareces un pordiosero. Si no lo veo, no lo creo.

  • En casa están pasando cosas que jamás hubiese pensado, ni en mis sueños más disparatados. Me he quedado sin fuerzas para vivir y todo me da igual.

  • ¿Mamá te ha dejado?.

  • Sí, pero hay más.

  • Mira papá, vengo de hacer de niñera, amiga, enfermera, madre y psicóloga de Carmen y lo mío solo era la amistad. Así que no me jodas más y levanta el ánimo, porque yo no sé si seré capaz de soportar otra tanda de sesiones de cuidados intensivos. Además, si mamá te ha dejado, me perdonarás, pero te lo has buscado tú solito.

  • Es mucho más gordo, cariño.

  • ¿Alguien ha tenido un accidente o está enfermo?, porque si no es así, tú dirás.

  • Cuando lleguemos a casa. Has de verlo con tus propios ojos, Julia.

  • Vale, ya lo veré, pero como no pienso llegar a Mazagón con mi padre hecho una piltrafa, primero vamos a ir de tiendas y después a un hotel. Te comprarás algo decente, te afeitarás y ducharás y entonces podremos irnos a casa. Son las diez y media, así que date prisa porque, aunque sea tarde, quiero llegar a comer.

Se quejó y refunfuñó, pero no claudiqué hasta que entramos en una tienda de ropa, una perfumería y, ya puestos, una zapatería, porque el calzado que llevaba también estaba para tirar. Con las bolsas en la mano, le dije si conocía algún hotel o pensión para poderse asear y cambiar con tranquilidad. Primero me habló del antiguo Alfonso XIII, luego de un Meliá y otro que ya no me acuerdo. Todos lujosos y caros. Le dije:

  • Todos esos son muy caros. Aunque pagues tú y nos lo podamos permitir, me parece un despilfarro pagar una habitación de cien o doscientos euros para utilizarla media hora. ¿No te suena algún otro más adecuado?. Si no, ya busco algo en Booking.

  • No hace falta. Aquí cerca hay una casa que alquilan habitaciones por horas. Las habitaciones son muy cómodas, están limpias y no son caras. La decoración es un poco… Bueno ya puedes imaginarte.

  • ¿Allí es donde destetas a tus ligues?.

  • Oye, que yo nunca me he acostado con una menor. Alguna vez he venido con alguna chica de las que he contactado por las redes. A estas alturas, no te lo voy a ocultar.

  • Y luego te quejas de mamá. Menudos huevazos tienes, papá.

Entramos a un parking público y avanzamos hasta un área privada, cerrada por una puerta opaca. Debía haber alguna cámara, porque en cuanto nos acercamos, se abrió. Al entrar un chico jovencito nos indicó dónde debíamos dejar el coche. En cuanto se apagó el motor, el valet corrió unas cortinas que colgaban de unas barras del techo y el coche quedó protegido de cualquier mirada. Nos hizo esperar un momento y cuando recibió el plácet de algún compañero, nos acompañó a un ascensor privado. Me quedó muy claro que, en ese negocio, la discreción era la norma.

El ascensor daba a una pequeña recepción. La mujer que la atendía me miró y si lo que vio le pareció extraño o improcedente, nada dijo. Le preguntó a papá si quería una habitación en especial o una suite y ante la indiferencia de la respuesta, cobró una cantidad, a mi entender, bastante razonable y le pasó una especie de menú, por si necesitaban algún servicio adicional. Como soy de naturaleza curiosa, le eché una mirada y vi que ofrecían desde condones de fantasía lubricados, hasta champán y caviar, pasando por pastillas de esas para enderezar los árboles caídos y también sándwiches y otra comida normal. Un buen servicio, adecuado a las necesidades de sus clientes, si señor.

Las habitaciones no tenían número, sino nombre. Nos asignaron la “Flor de Lis”. Supongo que la “Decamerón” o la “Kamasutra” eran más caras. El chico del parking nos abrió la puerta y nos indicó que para salir debíamos marcar el 9 y él nos acompañaría de vuelta al coche. También nos informó que, para cualquier petición al servicio de habitaciones, marcásemos el 6 y nos pasarían el pedido a través del torno que había sobre un anaquel. Vamos, como en un convento de clausura, pero dedicado al fornicio mayormente adúltero. ¡Lo que aprendí esa mañana!.

Allí se venía a lo que se venía, así que la ducha era muy amplia y estaba en medio de la habitación, protegida de salpicaduras únicamente por un cristal transparente. Eso sí, la zona del váter y el bidet tenía puerta: No nos debía haber tocado una habitación dedicada a las perversiones más líquidas. Al darse cuenta de la falta de intimidad, mi padre dudó y tuve que darle un último empujón:

  • Venga, papá. Hace pocos días que te vi en bolas. No me seas crio y dúchate de una puta vez. Aunque ya me he bañado esta mañana en casa de los padres de Carme, si tienes vergüenza, me ducho contigo, como hacen los niños pequeños con sus padres.

  • Voy, voy. Es que…

  • Mira, a casi todos se os levanta, y te puedo asegurar que he estado con unos cuantos hombres, así que, por una pija trempada más, no voy a asustarme.

Se encogió de hombros, se quitó los andrajos que llevaba y entró en la pecera de cristal. Yo aproveché para vaciarle los bolsillos y tirar toda la ropa a la basura. Debía estar muy jodido el pobre, porque incluso hacía varios días que no se había cambiado los calzoncillos. Lo atestiguaban unos buenos lamparones amarronados. Los tiré igualmente al cubo, a pesar de que no habíamos comprado otros. Quité las etiquetas de la ropa que acabábamos de comprar y se la dejé ordenadita sobre un sillón, al lado de la puerta de la ducha.

Con los deberes hechos, me senté en la cama y miré los detalles de la habitación. A mí, toda esa parafernalia de espejos, doseles y demás, no me ponía nada. Lo que molaba era el rabo de mi padre. Para enjabonarse la cabeza, tuvo que cerrar los ojos y yo no perdí la oportunidad de mirárselo a fondo. Creo que se percató de mi interés por sus genitales, porque la cosa empezó a crecer y crecer, hasta quedarse en una impúdica posición horizontal.

  • Joder papá, cómo se te ha puesto la minga. Tendrás que hacerte un pajote, si quieres que te quepa en el pantalón.

  • Contigo mirando, verdad.

  • Por mi…

Aquí acabó la cosa. Se enjuagó, se secó y la cosa le bajó. Con la toalla enrollada en la cintura, se afeitó, se peinó y finalmente, se vistió. Recibí alguna queja por tener que ir sin gayumbos, pero eso es peccata minuta. Tanto él como yo sabemos que ni era su primera vez, ni la mía.

Llamamos al “9”. La mujer de recepción se mostró extrañada. Nos informó que aún nos quedaban cuarenta minutos de la hora que habíamos pagado y nos sugirió aprovechar ese tiempo para jugar un poco más y alargar el placer compartido. Cuando le informamos que nos íbamos muy satisfechos, claudicó y llamo al chico del parking.

Durante la hora y media que nos quedaba hasta llegar a casa intenté sonsacar a mi padre, pero a la tercera vez que me dio la callada por respuesta, desistí. Así que escuchamos música, las promesas que no cumplirían los políticos, la previsión del tiempo,… pero no cruzamos ni una palabra sobre nosotros y nuestras parejas.

Por fin llegamos a nuestro chalé de veraneo. Mi padre accionó el mando a distancia, se abrió la cancela de la valla y entramos con el coche. Tuvo que aparcarlo al lado de seto que hay frente al garaje, porque Carlos había ocupado la plaza de su suegro por la patilla. Dejé la mochila que llevaba en el salón y salimos al jardín.

Lo que nos encontramos allí, al lado de la alberca, cambió mi rol en esa familia de forma irreversible. Carlos y mi madre estaban despelotados sobre una gran sábana hindú con dibujos de elefantitos, metiéndose mano como si se acabase el mundo, revolviéndose uno sobre otro sin dejar de morrearse, como si fuesen los planos iniciales de los protas en la más viciosa de las películas para adultos. De una porno guarra, vaya. Al ver aquella barbarie, me quedé bloqueada. Más todavía al ver como papá miraba al suelo con cara de resignación. Tuvieron que pasar unos cuantos minutos hasta que pude reaccionar:

  • Carlos, mamá, ¿qué coño hacéis?.

-¡Ya ha llegado mi niña!. Pues lo que ves, montármelo con Carlos. Ahora somos muy buenos amigos. Con derecho a roce, je, je. Tu ex es un primor, por no hablar de lo bien que usa eso que le cuelga entre los muslos, je, je.

  • ¡Ni ex, ni leches!. ¡Es mi novio, coño!. O al menos lo era hasta hace cuatro días. Estás como un cencerro, mamá. A punto de separarte de papá por sus historias y ahora resulta que eres tú la que montas un órdago sideral. ¡Y con Carlos, joder!. Y tú, gilipollas, ¿no tienes nada que decir?.

  • Lo siento mucho, cariño, pero es que desde que la vi, vivo sin vivir en mí. Con Laura he descubierto lo que puede haber entre un hombre y una mujer. Hacer el amor con ella es…

  • ¡Que eres economista, Carlos!. No parafrasees a la Santa, que no te va. Así que con tu suegra haces el amor y con tu novia follabas. Pues sabes que te digo: ¡Que te den!. Podéis iros los dos a la mierda. No quiero saber nada más de vosotros.

  • Cariño, eres mi hija…

  • ¡Ni hija, ni pollas!. No sé cómo te atreves.

Cogí a papá de la mano y entramos en casa. Ellos se quedaron hablando distendidamente, como si el encontrarse a tu novio enrollándose con tu madre, fuese una anécdota que había acabado en una discusión de familia intrascendente. Acalorada, eso sí.

Nos sentamos en el sofá de la sala. Estuvimos un buen rato sin decir nada. Uno mirando fijamente a un punto indeterminado del suelo y yo, al infinito, concretado en la litografía del Gran Masturbador de Dalí que colgaba de la pared del fondo. Una obra surrealista nacida de la disparatada imaginación de un genio. La situación real a la que me han abocado mis padres, lo es mucho más, pensé.

No podía creerme lo que estaba pasando. Carlos tenía veinticuatro años, pero mi madre, la brillante catedrática, la madre de familia ejemplar, estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. A pesar de ello, se permitía despreciar tabús muy arraigados y enviar a su familia al garete. Y todo por un capricho vaginal, nacido para vengarse subconscientemente de un marido casquivano y asaltacunas.

Finalmente, papá empezó a contarme lo que había pasado en casa esos cuatro días. Sabéis que soy una tía abierta de miras, pero lo que oía, superaba con creces mi baremo de lo aceptable.

Cuando Carlos y mi madre llegaron de la playa, bajaron del coche como una pareja acaramelada, cogidos de la manita, dándose besos y magreándose sin descanso. Se ducharon juntos, comieron y se encerraron en la habitación matrimonial a descansar. Entendámonos: a continuar con los arrumacos hasta ponerse a tono para el polvo de media tarde.

Después de dejarme en el aeropuerto y del desaire de la italiana, papá condujo sin rumbo hasta la hora de comer. Acabó en El Puerto de Santa María y almorzó en la terraza de un restaurantito frente al mar como un zombi, enfrascado en sus reflexiones. Apurado el café, decidió volver a casa con el firme propósito de afrontar la situación e intentar encauzar de nuevo su matrimonio. Un poco después de las cinco, llegó al chalé. Se extrañó al ver los dos vehículos en el garaje y no encontrar a nadie en el jardín, ni en la planta baja.

Subió a su antigua habitación para coger algo de ropa y al abrir la puerta, el mundo se le vino encima: Su mujer estaba comiéndole la polla al novio de su hija, mientras él le acariciaba las nalgas mirando al techo. Los dos desnudos, espatarrados sobre “su” cama. ¿Pero qué coño hacéis?, les chilló. La respuesta de mi madre acabó de hundirlo: ¿Es qué no lo ves?. Anda, ve a follarte a tus niñatas y déjanos en paz.

Se ve que la cosa siguió por los mismos derroteros hasta que yo llegué. Se enganchaban como perros a todas horas y en todas partes, sin respetar nada. Parecía como si el resto del mundo no existiese para ellos. Carlos estaba enchochado con mamá y ella sólo quería satisfacerse compulsivamente con mi novio. Exnovio, vamos. Entretanto, mi padre casi no salía de la habitación de invitados. Comía cuando ellos se encerraban arriba o de noche y no se cuidaba en absoluto. Sabiendo lo que había pasado, no me extraña que me lo encontrase con ese aspecto en el aeropuerto.

A la mañana del segundo día, después de desayunar, salieron al jardín a bañarse y tomar el sol. Pero la cosa fue a más, para variar. Empezaron por tontear despelotados en las tumbonas y acabaron con el rabo de Carlos partiéndole el ojete a mi madre. Ella, estirada de espaldas, con un cojín bajo el lomo, los muslos plegados sobre el torso y cogiéndose las torvas con las manos para ofrecerse completamente. Él, tomándole las nalgas desde atrás, para poder taladrarle sin descanso los esfínteres con toda la fuerza de su pollón.

Así los encontró Matilde. La pobre mujer, se giró horrorizada y sin dirigirles ni una palabra, envió un mensaje a mi padre diciéndole que lo que estaba pasando en esa casa era vergonzoso, una aberración. Se iba y no pensaba volver.

Papá me contó varios episodios más de la desconcertante actitud de esos dos. Todo parecía sucio, perverso y sin sentido, aunque por lo que me explicaba, ellos dos lo disfrutaban y no lo veían como tal. Al fin le dije que no quería saber nada más y le hice la pregunta clave:

  • ¿Y qué haremos ahora, papá?. Yo no quiero seguir compartiendo la casa con ellos ni un día más.

  • Te entiendo perfectamente, princesa. Yo tampoco. Vamos a dar una vuelta, cenamos por ahí y lo hablamos sin que tengamos que aguantar a esos dos copulando encima nuestro.

Cogimos el coche y aparcamos cerca del Faro del Picacho. Paseamos un buen rato por calles frente al mar y acabamos en el puerto. Íbamos hablando de la situación que nos encontramos y de cómo encararíamos el futuro. Mi padre, el malo de la película con quien tan cabreada estaba días antes, se había convertido en mi apoyo y confidente.

En un momento dado, me miró a los ojos y me dijo que él me quería mucho y pasase lo que pasase, me seguiría queriendo. También yo, papá, le contesté. Lo besé en la mejilla como una niña buena, me lo pensé mejor y con una sonrisa traviesa le di un piquito cariñoso y le tomé la mano.

  • Vamos a cenar, papá. Anda, estírate y llévame al Mesón de Marisa. Luego te llevo yo a un antro que me recomendó una amiga de aquí. La noche es joven y no quiero oír los berridos de mamá mientras el desgraciado de Carlos la ensarta como a una aceituna.

  • Hija…

Cenando cositas buenas, acompañadas de un vinito guapo, nos fuimos olvidando del despropósito que habían montado nuestras parejas. Al llegar a los postres, ya nos reíamos abiertamente, contándonos anécdotas divertidas y cotilleos de conocidos. Con los cafés y el orujo, invitación de la casa, empezaron las confidencias de cama. Aquí decidí que era hora de cambiar de ambiente. Mi padre dejó un billete de cien y nos levantamos, justo cuando venía el camarero con la cuenta. Esa noche estaba generoso, pero al ir a decirle que se quedase la vuelta, miró de refilón la dolorosa y tuvo que meter mano a la cartera para poner veinte euros más sobre la mesa. Puede oír un “joder, ¡cómo se pasan!” que le salió del alma.

Aunque era temprano para que hubiese ambiente, me lo llevé al pub que me había recomendado Sole, una amiga de hacía años que vivía en el pueblo. No estaba mal. Buena música, mucho guiri con ganas de ligoteo y copas a buen precio, gente de Madrid como nosotros y también de la zona. La mayoría por debajo de los treinta. Mi padre era de los maduritos del lugar, pero más de una niñata lo provocaba discretamente, o no tanto. No sé si fueron celos o el querer protegerlo de los excesos juveniles de su bragueta, pero tiré de él y lo saqué a bailar.

A papá le gusta bailar y lo hace bastante bien, así que la cosa fue fácil. Empezamos como si fuésemos compañeros del curro, pero cuando sonó un tema sabrosón, de esos que van poniendo de tanto en tanto para que las parejitas puedan pillar cacho, la cosa se fue caldeando. Mi padre me tomó del talle, yo le pasé los brazos detrás del cuello y pecho con pecho, el baile se tornó sensual. A media pieza, noté su erección sobre el pubis. Me reí y mirándole los ojos, le di un piquito y apreté mi sexo contra su cuerpo para sentir mejor sus atributos.

Él acercó sus labios a mi orejita y me susurró: Hija, nos estamos pasando de frenada. Moví la cabeza afirmativamente y le devolví el gesto: Llevé mis labios a la suya, se la reseguí con la lengua y le contesté: Creo que sí. Salgamos a airearnos un poco, porque creo que te está gustando tanto como a mí, tontorrón.

Salimos de la sala y volvimos a la zona del puerto cogidos por la cintura. Hablamos mucho y de muchas cosas, desde cómo afrontar la convivencia a partir de ahora, hasta confesiones íntimas de carácter sexual, pasando por nuestros planes personales para el futuro. Los dos estábamos a gusto y no nos dimos cuenta del tiempo que habíamos estado paseando, hasta que miré mi móvil. ¡Eran casi las tres!. Buscamos el coche, nos emplazamos para hablar mañana a primera hora con nuestros respectivos y volvimos al chalé.

Me levanté temprano y preparé mi desayuno y el de mi padre. Nos lo tomamos en silencio en la mesa de la cocina. Cuando estábamos acabando, vimos bajar a Carlos y a mi madre. Venían vestidos de calle. En cuanto pisaron la estancia, mi padre tomó la palabra, pero su discurso fue breve:

  • Laura, hemos de hablar. Esto no puede seguir así. Creo que…

Mi madre le interrumpió y levantó los brazos pidiendo silencio. Carlos se mantenía en segundo plano, parapetado detrás suyo, sin abrir boca.

  • Johan, Julia, dejadme hablar. Aún no sé cómo ha pasado, pero ha pasado. Carlos y yo nos compenetramos y queremos vivir juntos. No nos pidáis explicaciones, porque ni yo soy capaz de dármelas a mí misma. Es lo que hay y punto.

Iba a contestarle lo que había preparado cuidadosamente durante la noche, después de la conversación con papá, pero me lo pensé mejor: ¡A tomar por culo, joder!. Si una piensa con el chocho y el otro con la polla, ya se lo harán. Así que yo también fui breve:

  • Perfecto, mamá. Pero, dinos, ¿qué pensáis hacer?.

  • Nos vamos a ir ahora mismo a Madrid. Nos instalaremos en casa mientras buscamos algo y cuando lo hayamos encontrado, me llevaré mis cosas y os dejaremos el piso para vosotros.

  • Laura, hemos de volver a Madrid el veinticinco. Cuando lleguemos, no quiero encontraros en casa. Espero que el piso esté en orden y no te hayas llevado nada que no sea tuyo.

  • Eres un materialista, Johan. Tú dedícate a follarte jovencitas y no te preocupes por eso, a partir de ahora, voy a viajar ligera. Si te parece, dentro de unos meses quedamos para arreglar las cosas legales y todo eso.

  • Dame un beso, hija, que nos vamos.

A mi madre le di un beso, que para eso seguía siendo mi madre. A Carlos, una patada en los huevos, sin pasarme. La noche anterior ya habían hecho las maletas y las habían cargado en los coches, así que montaron cada uno en un vehículo y emprendieron un viaje que abría una nueva etapa en sus vidas. Y en las nuestras.

Mi padre y yo, nos sentamos unos minutos en la mesa y nos miramos sin saber qué decirnos. Fui yo la que tomé el toro por los cuernos:

  • Venga, papá, seguro que has oído el ese refrán que dice: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Pues eso, Pasemos página, que la vida sigue y nos queda mucho por hacer.

  • Hablas como toda una mujer, hija. Gracias. Me hacía falta oír cosas como estas.

  • Me alegro de poder ayudarte. Ahora vamos a recoger la cocina y saldremos a tomar el sol y bañarnos un rato. Luego ya veremos lo que hacemos.

Arreglamos la cocina y subimos a ordenar las habitaciones. Decidí cambiar las sábanas de la habitación de mis padres, para que él volviese a ocuparla. Al abrir la puerta ya olía a sexo, pero lo que me encontré no tenía nombre. Las sábanas estaban pringosas, llenas de semen, flujos femeninos e incluso manchas marrones con aspecto de chorretones de mierda seca. ¡Menuda guarrada!. Había condones usados en el suelo. Su aspecto y color combinaba con el de las manchas marrones de la sábana y delataba el uso que les habían dado. Me encontré el consolador negro de mamá encima de la mesita sin limpiar y pañuelos de papel usados para vete a saber qué por doquier.

¿Qué le pasaba a mi madre?. ¿Cómo esa mujer cuidadosa, limpia y siempre meticulosa se había convertido en una cerda capaz de irse dejando la habitación así?. ¿Y a Carlos?. El finolis que no quería comerme el coño si se había corrido dentro, ahora podía sodomizar a su suegra con el culo lleno de mierda. Por Dios, ¿qué les había pasado a esos dos?.

Dejé las elucubraciones estériles y pasé a la acción: abrí todas las ventanas, aparté la bajera para tirarla directamente a la basura, saqué la otra sábana, el cubrecama, el protege colchón, las almohadas, las fundas interiores de los cojines y toda la ropa de casa que encontré en el baño y la bajé a la lavadora. Puse el programa intensivo a noventa grados y me fui a la cocina a por unos guantes. Subí con el cubo de la basura y tiré todas las porquerías que encontré, dildo y bajera incluidos. Volví con el cubo de fregar lleno de agua caliente y lejía a mogollón y fregué el suelo dos veces, por lo que pudiera ser. No contenta, repasé los muebles con desinfectante. Puse toda la ropa de cama limpia, toallas y demás. Entonces busqué a papá y le ayudé a volver a su habitación.

Al entrar lo repasó todo con la mirada.

  • He cambiado toda la ropa y he limpiado los muebles y el suelo, papa. En los armarios no queda nada de mamá. Vuelve a ser tu habitación.

  • Gracias, Julia. No sé qué haría sin ti.

  • No te pongas metafísico. Vamos a darnos un baño y a tumbarnos al sol un rato. Hoy hace un día precioso y tenemos que aprovecharlo. Arreglo mi habitación y bajo enseguida.

Hice la cama, recogí la ropa para lavar, tomé mi libro de la mesilla y la toalla de baño y bajé a la alberca. Me encontré a papá estirado en una tumbona leyendo algo en su tablet. Me hizo ilusión que hubiese elegido el bóxer naranja de baño de D&G que le regalé hace un par de años. Al verme llegar levantó la vista y me saludó. Dejé las cosas al lado de mi tumbona y me quité la camisola que llevaba desde que me había levantado.

  • Pero hija, ¿piensas ir desnuda?.

  • Sí, y tu deberías hacer lo mismo. Matilde ya no viene, así que no veo qué problema hay.

Se quedó pensativo, viendo como extendía la toalla sobre la hamaca y me ponía bloqueador. Tardó un poco, pero al fin levantó el culo y se bajó el bañador. Me miró con una sonrisa picarona y dijo:

  • Ya sabes lo que dicen: “Haz lo que vieres donde fueres”, así que aquí me tienes, delante de mi princesa con las vergüenzas al aire.

  • Yo creo que el refrán es al revés, pero no importa. Sabes que me gusta tomar el sol en bolas, papá, y a ti también, así que no busques excusas baratas. Y no me mires así, porque ni te voy a poner crema, ni me la vas a dar a mí, no sea que se te ponga alegre la cosita.

  • Hija, cosita, cosita…

  • Cómo sois lo hombres, ¿quieres que te la mida?. Anda, dejemos de hablar de tu pene y leamos un rato, que te veo muy dicharachero.

Nos pasamos un par de horas, uno con la tablet y otra con el libro, tostándonos al sol. Nos bañamos un rato y ya secos, nos pusimos la ropa con que habíamos bajado al jardín y entramos para hacer la comida. A la tarde jugamos unas partidas a un juego de cartas, pero a dos tenía poco recorrido, así que cambiamos al ajedrez. Yo juego bastante bien, no es por decirlo, y dejé a papá para el arrastre, a pesar de que fue él quien me enseñó de pequeña.

Cenamos en casa y vimos una película de culto: Reservoir Dogs, de Quentin Tarantino. Ambos la habíamos visto antes más de una vez, pero a mi padre le gustaba mucho y siempre encontraba algún detalle nuevo en cada pase.

Después de comer, él se había cambiado el bañador por algo más de ir por casa. Yo no había subido al piso de arriba en toda la tarde y seguía con la misma camisola. Ambos estábamos tirados en el sofá frente a la pantalla, comentando la película mientras comíamos unas almendras fritas saladas. Mientras veíamos en la pantalla la escena en que el señor Rubio corta la oreja del rehén, me estiré como una gata, el cuerpo se me fue hacia delante y la camisa se quedó dónde estaba. Al no llevar nada debajo, mi padre pudo ver el chochete tan guapo que tenía su niña y eso se ve que lo alteró.

  • Julia, vigila un poco, lo enseñas todo.

  • Todo, todo, no papá. Eso era en la alberca. No te preocupes, ya me bajo la camisola, no sea que tu cosita se convierta en una cosota y tengas que aliviarte antes de tiempo.

Quiso quitarle importancia a la situación y se rio, pero su ya cosota, creció un poco más. Me apoyé en su hombro y jugando, jugando, acabé con la mano sobre su entrepierna.

  • Cuando ves cosas bonitas, el nabo se te pone contento, eh bribón.

  • Hija, por favor, que no soy de piedra.

  • Yo tampoco, papá. ¿Qué haremos ahora con el sexo?. Yo esperaba que Carlos me bajase los picores del coño y tú que mamá te dejase para el arrastre a golpe de polvo. Y ya nos ves, ellos dos follando como macacos y nosotros viendo a Tarantino, más calientes que una plancha y sin nadie con quien montárnoslo.

  • Bueno… Mañana podemos salir a dar una vuelta y ver si ligamos. Si quieres puedo ayudarte a entrar un perfil molón en alguna aplicación. Unas funcionan más que otras, según lo que busques. Ahora somos personas sin compromiso.

  • Mira papá, te lo digo una vez y no más: olvídate de una puta vez de buscar a niñatas de dieciocho añitos para hacer vete a saber qué. No vas a follar ni una sola vez más con ninguna de las que te tiras hace tiempo, ni vas a intentar quedar con otra de esas casquivanas que buscas con las apps. Anda, coge el móvil y borra todos tus perfiles. ¡Ya!.

En la pantalla de la sala, Joe dirigía su pistola al señor Naranja y el señor Blanco la suya a Joe, Eddie apuntaba su arma al señor Blanco y el señor Rosa se escondía como podía. Mientras, mi padre cogía el móvil y seleccionaba “Borrar” y le daba al “OK” cuando le preguntaban “¿Está usted seguro?” una y otra vez. En el plasma, Eddie y Joe morían y el señor Rosa cogía los diamantes y huía en el momento en que papá le daba al “OK” final de la última app. No había sido fácil. Tampoco para el señor Rosa.

La mañana siguiente bajamos a la playa. A mi preferida, por supuesto. No pensaba volver a Madrid con marcas del bikini sobre la piel. Pasamos una mañana fantástica, hablando de nosotros, de política, de pelis,… Nos bañamos y jugamos en el agua como niños y cuando a papá se le iban los ojos al cuerpo de alguna jovencita, le llamaba al orden, tal vez sin ser consciente, o sí, de lo que provocaba:

  • Papá, en vez de mirar el coñito o las tetas de esa chica a la que doblas, y más, la edad, mira los míos. A ver si así se te pasa ese insano descontrol. Pervertido.

  • Fíjate en la mujer que está con el tío de la polla gorda. Está un rato buena y se la ve una tía dispuesta a darle una alegría al cuerpo. Debe tener pocos años menos que tú. A ver si te la levantas. La mujer, eh, no a tu cosota, no me vayas a montar un número.

Yo creo que era perfectamente consciente que con esas palabras incitaba a que mi padre mirase a su princesa con otros ojos, pero me gustaba hacerlo y prefería esconderme a mí misma las consecuencias que podían conllevar, tal vez por deseadas, aunque fuese en mi subconsciente.

Sobre las dos del mediodía, recogimos las cosas y volvimos a casa. Cogí toallas de la caseta del jardín, y de paso, unos pareos que mamá debía haber dejado allí, vete a saber cuándo. Nos dimos un remojón en la alberca para quitarnos la sal y una vez secos, le di un pareo a mi padre y me enrollé el otro a la cintura. Al ver que me quedaba en tetas, me miró de arriba abajo.

  • Princesa, no me acostumbro a verte desnuda. Estás muy guapa.

  • Pues vete acostumbrando, porque aquí o en la playa, cada día estoy más a gusto sin ropa. Tú tampoco estás nada mal y te he de confesar que verte así, también me altera un poquito.

Lo dejamos aquí y entramos a la cocina. Pienso que los dos queríamos algo más, pero no estábamos preparados. Lo del Carlos y mamá era muy reciente. Nos levantaba algunas barreras, cierto, pero también era un toque de atención sobre las consecuencias de las relaciones más allá de lo socialmente aceptado. Aparte de ser un hombre y una mujer, éramos padre e hija y, además, pretendía que superase su fijación con las jovencitas y, claro, yo era una de ellas. ¡Menudo embrollo!.

Dejé que preparase él la comida: Ensalada de tomate con burrata, albahaca fresca y aceitunas negras marinadas y unos entrecots a la parrilla. Yo procuraba cuidarme, pero él aún más. Nos tomamos unas fresas con zumo de naranja de postre y después del obligado café, cada uno se fue a su habitación a hacer la siesta.

No creo que ninguno durmiésemos. Teníamos mucha calentura acumulada en el cuerpo y demasiadas cosas en que pensar. No sé él, pero yo empecé por hacerme un dedo y luego me quedé reviviendo los frenéticos acontecimientos de los últimos días. Las imágenes que pasaban por mi mente me ponían como una moto, pero lo peor fue imaginarme lo que podía venir. En ese punto, claudiqué: tomé el Satisfyer del cajón de la mesilla, me lo apliqué, me machaqué los pezones y me corrí como una guarra. Me tomé cinco minutos para digerir el orgasmo y bajé a refrescarme. Encontré a mi padre tendido sobre una de las tumbonas, leyendo el periódico con el pito señalando el azul del cielo.

  • Hola Judit. No podía dormir y he bajado a hacer un poco el gandul mientras hojeaba la prensa.

  • Debe ser cosa del calor, porque yo tampoco he dormido nada. Al final, me he hecho un dedito en la cama y he bajado más relajada. Tú también tendrías que hacer algo. Por lo que veo, creo que te convendría un buen apaño.

  • Hoy ya llevo dos, cariño.

  • ¡Joder papá!. Eres un salido.

  • Mira quien habla. Debe ser cosa de familia.

  • Será.

Al cabo de un rato nos vestimos y nos sentamos en la mesa del jardín para entretenernos jugando a algo. Estábamos a gusto los dos y al ser ambos los perjudicados del órdago de Carlos y mi madre, queríamos digerirlo juntos.

No hay muchos juegos divertidos para dos. Aparte de esos, malpensados. Al final decidimos probar con la brisca. Acordamos que quien ganase las ocho rondas de cada partida, debía llevarse algo y que, al acabar de jugar cinco partidas, contaríamos quién había ganado más y el vencedor se llevaría el premio gordo. Apostar dinero era muy cutre, jugarnos las prendas no tenía sentido cuando ya nos veíamos desnudos en la playa o la alberca. Después de una divertida discusión, en la que abundaron propuestas bastante subiditas de tono, optamos por escribir los “premios” que se llevarían los ganadores en papelitos y guardarlos bien doblados en una caja. Para darle más emoción, los abriríamos la mañana siguiente.

Escribí números correlativos del uno al cinco en sendos trozos de papel y nos jugamos a la carta más alta quien empezaba a escribir en que consistiría el primer premio. Le tocó a papá. Además, escribí “El Gordo” en dos papelitos más, para que cada uno rellenase el suyo. La cosa consistía en que el ganador de cada partida disfrutaría del premio que estaba escrito en el papel a costa del perdedor. No se podía poner nada que costase pasta o algo similar y para el premio gordo, el ganador podría escoger su propuesta o la del contrario, el pago, siempre a cargo del perdedor, por supuesto.

Cogí mis papeletas: la dos y la cuatro y una del gordo. Me puse a pensar qué premios iba darle a mi padre en el caso de que ganase la ronda. No era cosa fácil, porque si la ganaba yo, me tendría que dar él el premio, así que debía escoger algo que nos pudiese gustar a ambos. Empecé a pensar en diferentes chorradas: desde cargarle tareas de la casa, hasta ir a algún sitio divertido o hacer idioteces en lugares públicos.

Me fijé en qué hacía mi padre y lo que vi, fue una cara cargada de lascivia y su mirada yendo de mi escote, a lo poco que se podía intuir entre mis piernas. Si valoraba así los premios que iba a escribir… Le miré con mi mejor cara de rompebraguetas, me mordí el labio inferior y lo tuve claro: ¡Qué fuese lo que tuviese que ser!. Él lo quería y yo también. Enterré todos mis fantasmas y tabús y fui escribiendo los papelitos, uno detrás del otro. Cuando llegué al gordo, levanté la mirada y le enseñé el papel en blanco a mi padre. Él tomo el suyo e hizo lo mismo. Nos reímos los dos y cada uno escribió el premio mayor para el ganador absoluto.

Unas partidas a la brisca pueden tener su qué, pero como sabíamos lo que nos jugábamos, o al menos la mitad, y al parecer tanto él como yo íbamos fuertes, acabaron siendo muy reñidas y excitantes. No sé cómo se lo tomaba mi padre, pero en mi caso, a cada ronda, mojaba más las bragas. Al final, acabé ganando tres rondas y él dos, así que también me llevé “El Gordo”. Para algo tenían que servir las tardes en el bar de la facultad, digo yo. Abracé a papá y colgándome de su cuello, lo morreé. Nada de piquitos y eso. Un buen morreo en toda regla, mientras gritaba: ¡he ganado!, ¡he ganado!. Mañana me tendrás que dar todos los premios y no te vas a escaquear ni un pijo. El reía y se acariciaba el paquete con disimulo.

Cuando quisimos darnos cuenta, eran las once de la noche. Preparamos unas fajitas y helado para cenar y lo tomamos frente al televisor. Esa noche tocaban Tom Cruise y Nicole Kidman en la obra póstuma del gran Kubrick: Eyes Wide Shut. Es una excelente película, con un guion transgresor y un cierto contenido erótico. Durante la escena en que Bill, Tom Cruise, se pasea a través de varias salas de la mansión en la que tiene lugar la orgía ritual, observando actos sexuales entre hombres y mujeres sin distinción, papá me pasó el brazo por detrás del cuello y me acarició el hombro.

Sus carantoñas no iban más lejos, pero yo quería más y aunque no era el momento, me creía con derecho a un anticipo. Tomé su mano, ahuequé el escote de la camiseta de tirantes que llevaba y la deposité sobre uno de mis pechos. Él no dijo nada y siguió mirando cómo en la pantalla, Bill era llevado ante el maestro de ceremonias. Metí mi mano dentro de su pantalón de estar por casa. Era de punto y no llevaba nada debajo, así que no me costó tomarle los genitales con la mano. Se los acaricié una vez y la dejé quieta, degustando su hermosa erección.

Ni el uno ni la otra hacíamos ningún movimiento. Uno sobaba teta y yo, absorbía el calor que desprendía el miembro. Continuamos así hasta que aparecieron los títulos de crédito en la pantalla. Entonces apartamos las manos y comentamos la película como lo hubiésemos hecho unos meses antes, sin asumir que había sucedido lo que acabábamos de vivir.

Finalmente, nos levantamos y nos deseamos buenas noches. Yo le di un pico y un cachete en el culo, subí al lavabo, me aseé, me metí en la cama y me dormí con la sonrisa en los labios de una de mujer satisfecha. Él tomó una cerveza de la nevera y se quedó en la sala meditando. Seguramente, tratando de asumir lo que sabía que iba a suceder por la mañana. No debía ser una cosa fácil para un padre.

Cuando me levanté, me encontré con un impresionante desayuno en la mesa del jardín y papá esperándome.

  • Buenos días, princesa. Como hoy Matilde no va a venir, te he preparado un desayuno como los que te hace ella.

Me lancé a su cuello y lo besé. Lo besé de verdad, como una mujer besa a un hombre. Me devolvió el beso y me convirtió en una mujer feliz.

  • Gracias, Johan. Me encanta que me consientas tanto. Siéntate conmigo. Hemos de desayunar fuerte, luego tenemos mucho que hacer.

Mi padre me miró extrañado. Nunca le llamaba por el nombre y el cambio, consciente o no, era evidente que presagiaba algo trascendente. Al acabar de desayunar, fui a buscar la caja donde habíamos dejado los papelitos de los premios y le pregunté:

  • ¿Prefieres que la abramos aquí o al lado de la alberca?.

  • Mejor en la alberca, preciosa.

Uy, uy ,uy, así que preciosa. Sólo mamá me decía eso, y muy de tanto en tanto. La cosa presagiaba emociones fuertes. Nos sentamos cara a cara en las tumbonas, rebusqué el papelito con el número uno y lo leí en voz alta:

  • “El perdedor o perdedora embetunará con crema hidratante o bloqueador solar el cuerpo al completo del ganador o ganadora. La acción durará cinco minutos”.

  • Este lo has escrito tú, papá. Eres un pillín. Lo que no me queda claro es eso de “al completo”. Has de explicármelo bien.

  • Mejor te estiras con una toalla debajo y lo compruebas por tu misma, preciosa.

Uy, uy, uy, dos veces en tan poco tiempo es mucho. Me quité la camiseta que me había puesto al salir de la cama y me estiré cuan larga era boca abajo. Siempre es aconsejable dejar la mejor parte para el final.

  • ¿Leche hidratante o bloqueador?.

  • Leche. Y pon el crono del móvil, que hace tiempo que te conozco.

Me repasó a fondo espalda, cuello, nalgas y piernas. No hace falta que os preguntéis qué parte trabajó con más ahínco. Conocéis la respuesta. Cuando consideró que había magreado toda la piel a su abasto, me dio una palmada en el culo y me di la vuelta. Yo creo que cumplir la segunda parte de su pena, le costó aún menos . Para empezar, se centró en los pechos. Dejé que se propasase un poco. A mí me daba gusto y a él se le encabritaba y eso, también me gustaba. Subió a los hombros y volvió hacia abajo. Me untó la panza y justo cuando iba por el pubis, preparando la mano para reseguir la vulva y todo lo que había por ahí cerca, sonó la alarma.

  • ¡Tiempo, tiempo!. Ya era hora, golfo. Estabas a punto de pasarte dos pueblos. Has empezado bien, pero al final, un poco más y me la metes. Suerte que ha sonado ese chisme.

  • Pero si aún voy vestido, cariño.

  • La mano, la mano. ¿En qué estabas pensando?. Eres un salido, papá. Deja que me levante, ahora me toca a mí pagar la deuda.

De pie frente a él, volví a ponerme la camiseta y él sacó el siguiente papel. El dos lo había escrito yo. Sabía perfectamente lo que decía y después del estreno de mi padre, iba a quedar como una estrecha. Lo abrió y leyó:

  • “No ponerse gayumbos o bragas durante una semana”.

  • Va a ser bonito tenerte una semana cerca con el coñito al viento, aunque me parece a mí que, conociéndote, más que un castigo, para ti va a ser un premio.

  • Eres un guarro, papá, pero no puedo ocultarte que cada día me pone más enseñar. Carlos me metió el gusanillo en el cuerpo y… Dejémoslo, no quiero seguir pensando en ese desgraciado. Venga, saca el tres que ahora te toca tragar de tu propia medicina.

Lo abrí y al leerlo me eché un hartón de reír. Mi padre quería saber si a su niña le iba la carne y el pescado, pero le había salido el tiro por la culata, porque el pringado era él. Empecé a hablar y al mirarle, vi cómo le subían los colores con cada palabra.

  • “El perdedor o perdedora contará de forma precisa las relaciones distintas de las heterosexuales con otra única persona que haya mantenido a lo largo de su vida”.

  • Joder, mira que eres rebuscado escribiendo, papá. Para que yo lo entienda: me has de contar los rollos que hayas tenido con tíos y los tríos o juergas con más gente. Lo que no me queda claro es si eso incluye los tríos y demás cuando aparte de ti, sólo participaban mujeres.

  • Déjalo, hija. Empiezo y ya irá saliendo. Me da vergüenza hablar de eso.

  • Pues ya me dirás por qué has elegido ese castigo. Tú te lo guisas, tú te lo comes, guapo.

  • Es que había calculado que…

  • Déjalo, ya acabo yo: …le tocaría largar a tu niña. Chafardear en la vida sexual de tu princesita, te pone un montón. Eres un viejo verde, papá.

Sin entrar en demasiados detalles, resulta que mi padre, ese que iba de semental empotrador detrás de las jovencitas, en la época universitaria la había metido en más de un culo peludo y el suyo había degustado bastante verga. Me confesó que lo había disfrutado, pero que lo suyo eran las mujeres y cuando empezó a salir con mamá, cortó sus ínfulas bisexuales. Lo que me sorprendió fue que, con mi madre, en los primeros tiempos de casados, cuando por motivo del post-doc que hizo ella, vivieron un tiempo en Berlín, hacían tríos e intercambios, incluso estando mamá embarazada. Y en esas partouzes, él no despreciaba una buena verga. ¡Eso mi madre no me lo había contado nunca!.

  • No soy yo la castigada, pero ya que has sido tan sincero, te voy a confesar que yo también me he acostado con chicas y creo que, si se da la ocasión, seguiré haciéndolo. Montármelo con más de una persona debe ser cosa de familia, porque me encanta, aunque el gilipollas de Carlos no quería. Sólo para él, y ahora mira. Dejemos las lágrimas y pasémoslo lo mejor que sepamos sin ataduras. Me toca pagar. Venga, lee el cuarto.

  • “Masaje tántrico”. Lo tuyo sí que es la brevedad, cariño.

  • Ya lo dijo Gracián: Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Vete quitando la ropa y estírate de panza. Voy a buscar algún aceite de esos que tenéis en el baño para hacer guarraditas.

Al volver me encontré a papá cuan largo era sobre la tumbona, con su culo de osito por bandera. Se había acordado de extender una toalla grande debajo. Tomé otra de manos, la doblé y se la puse bajo la frente. Le recogí los brazos y le acomodé la barbilla sobre las manos. Casi lo tenía a punto. Le hice un signo de silencio con el dedo, seleccioné en Spotify música de esa de meditación hindú, la pasé al ampli bluetooth que traje conmigo y con dos botes de aceite a mano y una toalla, me quité la camiseta y me puse a la faena.

No soy una experta en masajes, y mucho menos de esos “tántricos”. De hecho, nunca me ha dado uno así un profesional. Pero la cosa no era ir de experta, sino de sobar a mi padre con la excusa y de paso, ponerme el coño contentillo.

Escancié una buena dosis de aceite. Empecé a repartirlo, pasando las manos por toda su piel y cuando no quedó nada por untar, volqué un buen reguero entre mis pechos. Me situé en posición transversal, lateralmente a su cuerpo, y apoyé las tetas sobre su espalda. No sé si eso era tántrico o no, pero lujurioso, un rato. Moví el tronco en círculos sobre su cuerpo, desde los hombros, hasta las pantorrillas. Con el avance, los senos iban acariciando a mi padre y excitando a su hija a partes iguales. Inicialmente había pensado hacer un viaje de ida y vuelta, pero tenía una postura muy poco ergonómica y empezaba a dolerme la espalda. ¡Lo que hace no dominar los entresijos de la profesión!.

Cambié de lado y decidí centrarme en las zonas erógenas. Creo que en eso consisten estos masajes, y si no fuese así, tampoco me importaba. Le di un buen repaso a ese culete fibrado y peludito. Cuando acabé con las nalgas, metí la mano entre las piernas y le masajeé el agujerito, la raja y la parte trasera del escroto. Se ve que le gustaba, porque me pareció oír algo como: “mmm, qué me haces hija, mmm, qué bueno preciosa”. Paré, no fuese que lo enviciase, y le pedí que se diese la vuelta.

Me miraba como ido de este mundo. Sonreí y le di un piquito. Le coloqué de nuevo la toalla bajo la cabeza y tomé otra pequeña para cubrirle la cara. Repetí los pases que acababa de hacerle en la espalda. Al pasarle el busto sobre sus genitales, movió la mano para acariciarme la grupa y tuve que reprenderle. Se llevó un buen manotazo en el rabo. No debió ser grave, porque su respuesta sonó más a murmullo de placer, que a queja. Seguí el tratamiento hasta los empeines y decidí que era el momento de pasar al toque final y dar por acabado el castigo.

  • Papá, voy a terminar dándole unos toques especiales a tu lingam, para activarlo. No sé si lo sabes, pero es dónde se localiza el chakra sexual de los hombres. Un buen masaje tántrico, no puede acabar sin atender esa parte como se merece.

  • Lo que tú digas, hija, pero vigila, porque estás a punto de vaciarme todos los chakras del universo entero, cariño.

  • Eso no ocurrirá.

Le embadurné con mucho aceite el lingam, eso que entre las amigas siempre llamamos “paquete”, pero si la cosa va de tántrico, no voy a quedar mal por el nombre. Le tomé los huevos con la izquierda y el tallo del cipote con la derecha. Empecé a subir y bajar la mano buena, mientras rotaba la izquierda, acariciando el escroto y perdiendo el índice, de tanto en tanto entre los anillos del esfínter. Su chakra debía sentirse eufórica, porque el pobre empezó a rebufar como un semental en plena monta. En ese momento lo tuve claro: el masaje había llegado a su punto álgido y era el momento de acabar, no fuese que las chakras sexuales abandonasen el cuerpo terrenal por el extremo con agujero del lingam paterno.

Le dejé descansar, reprimiendo las ganas de activarme el yoni y todas sus chakras, y ya puesta, darme un buen repaso a los pezones. Estaba como una moto. Ya no podía ocultarme a mí misma ni un minuto más que mi padre me ponía a cien. Pero como sabía que todo tenía su momento y el mío no iba a tardar en llegar, quité la toalla que le cubría el rostro y le bajé los humos, porque lo que es la polla, se quedó tan tiesa como lo estaba desde que se tumbó en la hamaca.

  • Venga, vamos a ducharnos que estamos empapados en aceite. Aún tienes castigos por cumplir y no pienso dejar que te escaquees.

El pobre, ni contestó. Me tomó de la mano y cimbrel en ristre, nos metimos en la ducha del jardín. Nos enjabonamos uno frente al otro sin tocarnos. Sólo me acerqué a él cuando ya estábamos enjuagados para besarle los labios, con más cariño que lascivia.

Nos olvidamos de la tumbona tántrica cubierta con la toalla anegada de aceite, pusimos los pareos doblados sobre los sillones reclinables y nos sentamos. La penitencia número cinco y última, la había escrito y tenía que llevarla a cabo él. Cogí el papelito de la caja, lo abrí y leí:

  • “El perdedor o perdedora besará intensamente la parte del cuerpo del ganador o ganadora que el propio ganador o ganadora decida. La acción durará cinco minutos”.

  • Coño, papá, mira que llegas a ser barroco escribiendo. Si fuese la profe de Derecho Romano de primero, te suspendería sin leer el examen.

  • Hay que ser preciso con el lenguaje, cariño. ¿Dónde quieres el beso?.

Qué beso y qué leches. ¡Con lo que me había contado mamá sobre sus comiditas de bajos, iba yo a pedirle un morreo!. Me repantingué sobre el sillón, levanté las piernas y las pasé sobre los reposabrazos. En esa posición, el chocho me quedaba abierto de par en par, así que no tuve que dar demasiadas explicaciones. De hecho, bastó una palabra:

  • Aquí.

  • Hija, ¿seguro?.

Ni me molesté en contestar, pero lo entendió. Su verga aún más.

Se sentó en el suelo con las piernas entre las patas de mi sillón, me tomó las nalgas para colocarme en la posición óptima, me miró a los ojos, moví la cabeza afirmativamente, sonrió, saco la lengua y la apoyó contra mis labios menores. Lo que vino a continuación, fue la mejor comida de coño que me habían hecho en la vida. Me vine una vez tras otra. Menudas corridas. A la tercera, o cuarta, qué sé yo, solté juguitos para aburrir. Le dejé los morros empantanados a mi padre, pero a él no pareció importarle y siguió dándome lengua como un campeón.

Soy bastante mojona, pero nunca había llegado a algo parecido en menos de cinco minutos. Os lo puedo certificar porque, lamentablemente, puso el cronómetro del móvil y cuando ya me veía con la miel en la boca, o más bien en el clítoris, en las puertas del siguiente orgasmo, y ese era de los gordos, seguro, va y suena la alarma. El muy cabrón sacó la lengua del bollo, se levantó y no se le ocurrió decirme otra cosa que: “Se siente, se siente”. Si no fuese por el placer que me había dado y lo mucho que le quería, le hubiese matado.

Me quedé derrengada, patiabierta en el sillón, con la mano entre los pliegues de la vulva, sin fuerzas para moverla. Tanto placer me había cortado el resuello y a la vez me había dejado una cautivadora sonrisa, cargada de paz y equilibrio interior. Al fin me levanté, abracé a mi padre, lo besé y le dije bajito, boca a oreja: Gracias, papá. A ti, hija, me contestó.

Sudados y más o menos cubiertos por otros humores corporales, pasamos de todo y nos tiramos de cabeza a la alberca. Jugamos en el agua, nos besamos y nos hicimos carantoñas. Después de lo que habíamos compartido esa mañana, ya todo estaba permitido entre nosotros y yo quería llegar al final. Conociendo lo que contenía mi papel del premio gordo, me preparé para asumir su contenido, pero mi padre se me adelantó:

  • Preciosa, sabes que aún tienes pendiente el premio gordo. ¿No quieres abrirlo?.

  • Por supuesto, aunque no sé si vas a estar a la altura del castigo. Venga lee, perdedor. Empieza por el tuyo.

Salimos del agua y una vez secos, papá cogió los dos papelitos y, hecho un manojo de nervios, abrió el que había escrito él:

  • “El perdedor o perdedora hará el amor al ganador o ganadora. Prevalecerán los deseos y sugerencias del ganador o ganadora y ambos buscarán el máximo placer del otro”.

Me reí por los descosidos al escuchar lo que leía mi padre. Por la formalidad con que escribía una cosa como esa, y por la sorpresa que se llevaría al leer mi papel. No hizo falta que le dijese nada. Lo cogió y leyó:

  • “Follar hasta acabar baldados”.

Ahora era él el que se reía por los cuatro costados. Yo creo que fue una risa liberadora. Se la había jugado, pero después de los días que habíamos pasado solos, era muy obvio lo que ambos queríamos.

  • Para ya, papá. He de escoger. ¡Tachán, tachán…!. Elijo el tuyo, cariño. Hoy quiero hacer el amor contigo, papá. Nuestra primera vez ha de ser algo hermoso, cariñoso, muy sensual y gratificante. Algo para contarnos nuestros gustos, filias y fobias en la cama. Para amarnos. Ya tendremos tiempo de follar y de hartarnos de sexo.

  • Eres toda una mujer, Judit. No sé qué va a ser de nosotros, porque lo que estamos viviendo no es normal. Disfrutemos del tiempo que dure, sin plantearnos cosas para las que no encontraremos respuesta.

  • Hecho. Dame un beso. Te espero en tu cama en veinte minutos.

Me duché y adecenté mis oquedades para estar preparada para cualquier evento. Me di crema hidratante y me puse un toque de mi perfume de guerra en el cuello, bajo los pechos y en los pelitos del pubis. Busqué la ropa interior más sexi que tenía. Encontré poca cosa, porque entre que odiaba los tangas y esas cosas que se te remeten en la raja y pocos sujetadores usaba en verano, la colección consistía en una docena de braguitas básicas de algodón, un tanga de licra un poco ajado y un par de sujetadores de triangulo que habían vivido mejores tiempos. Lo tuve claro.

Cuando mi padre, mejor dicho, mi amante, entró en su habitación, se encontró una mujer cubierta de arriba abajo por la sábana. Sólo se me veía la cabecita, apoyada en la almohada. Había acomodado la ropa de tal forma que dibujase mi silueta. Aunque no podía apreciarlo, debía parecer una estatua recubierta de una fina película blanca, dispuesta sobre un lienzo con los brazos en cruz, las piernas separadas y los senos, coronados por los pezones erectos, pinchando la tela.

Él también se había aseado. Olía al clásico gel de La Toja y se había puesto un polo y los pantalones que debía haber encontrado en la habitación de la plancha. Escrutó la cámara con la mirada, centrándose en mi figura. No se le pasó por alto el dildo realista de generosas dimensiones, los preservativos y un envase de lubricante acuoso que había sobre la mesilla de noche.

  • Desnúdate, Johan. Métete en la cama y hazme feliz.

No me contestó con palabras. Soló afirmó con un gesto y apartó la sábana. Lo que vino a continuación fue la experiencia más maravillosa que había vivido hasta ese momento. Yo, una chica de veintidós años, bastante experimentada y curtida en las cosas del sexo, esperaba que un máquina como mi padre, me tomase enérgicamente y me condujese a cotas de placer que sólo pueden alcanzarse con los refinamientos propios de amantes muy experimentados y poco pudorosos, guarros y atentos a partes iguales.

No hubo nada de eso. Esa mañana mi padre me hizo el amor como a una novia con la flor sin abrir. Nada de virguerías acrobáticas, nada de prácticas elaboradas. Caricias y más caricias. Una penetración suave, lenta, disfrutando del momento. Yo abajo, de espaldas y él sobre mí, metiendo y sacando su hombría de mi sexo sin prisas, con delicadeza. Muchos besos, mucho amor.

Me vine lánguidamente, sin los estertores propios de un orgasmo entre iniciados. Él retuvo su simiente. Quería más. Yo también. Lo besé y le pedí que se estirase boca arriba. Lo monté y cabalgué su miembro despacito, llegando al límite antes de volver a unir nuestros pubis. Entretanto, él me acariciaba los pechos con maestría. Cuando noté que se le aceleraba la respiración, incrementé las acometidas y se corrió en un suspiro. Yo también.

Saqué su pene de la vaina y cuando me disponía a tomar el bálano con los labios, me paró:

  • Hoy no, princesa.

  • ¿Quieres darme por el culito, papá?. Sabes que eso me gusta un montón y me he preparado el agujerito para ti. ¿Prefieres que te meta ese juguetito por detrás mientras…?.

  • Hoy no, princesa.

Le miré el rostro y entendí el mensaje. ¡Qué vergüenza!. Me creía tan mujer, tan experimentada y sólo era una cría que no sabía distinguir el sexo del amor.

  • Claro, papá. Tiempo habrá.

Nos desperezamos en la cama y nos duchamos juntos, pero no revueltos. Entendámonos, besos y caricias, muchas, pero no más sexo. Esa mañana aprendí más sobre lo que une a una pareja, que en los casi dos años que llevaba con Carlos.

A partir de ese momento nuestras vidas cambiaron. Nos sentíamos pareja. No sabíamos muy bien como conjugarlo con nuestro vínculo paternofilial, pero aprenderíamos. Nos conocíamos desde que nací, pero ahora debíamos descubrirnos cómo hombre y mujer.

Pasamos la tarde tirados en el sofá hablando de nuestro futuro. El día siguiente fuimos de excursión al arenal que queda al este de la Playa del Coto, al final de Matalascañas. Aparcamos y echamos a andar cerca de la orilla. Tal como nos alejábamos de la civilización y nos adentrábamos en los dominios del Parque de Doñana, nos encontrábamos a menos gente. Cuando el calor empezó a apretar, guardamos las camisetas, su short y mi slip de baño en las bolsas. Paramos para bañarnos, continuamos andando y vuelta al agua. Avanzábamos a caballo entre la arena húmeda y las lenguas de agua de mar que la barrían, discutiendo lo que haríamos los días siguientes, entre besos y arrumacos ocasionales.

Mi padre tenía una reunión importante cerca de Barcelona la tarde del próximo día y tenía que quedarse al menos otro más. Como no quería separarme de él y quedaban siete días hasta que tuviésemos que volver a Madrid el veinticinco, le convencí para acompañarle a Barcelona. Yo me quedaría con Carmen los dos días que él tenía ocupados y luego, iríamos a recorrer con un coche alquilado las calitas de la Costa Brava en pareja.

Andando, andando, enfrascados en la conversación, acabamos a la altura de la Torre Carbonero, a dos pasos de la Playa de Castilla. Hacía rato que no nos habíamos encontrado a nadie, así que decidí que podía ser un poco mala. Me colgué del cuello de mi padre y lo besé lascivamente. Bajé las manos por su cuerpo, acariciándole de la forma más sensual que fui capaz, para finalmente tomarle el carajo entre los dedos. Cuando lo tuve en estado de gracia, le miré con cara de buena niña y le solté:

  • Hoy quiero que te folles a tu niña, papá. Los polvos al aire libre me dan un morbazo que te cagas.

  • Estás loca, princesa.

Miró a lado y lado. No vio a nadie hasta donde llegaba la vista. Se encogió de hombros y recorrimos los poco más de doscientos metros que separan la orilla de la torre cogidos de la mano. Me llevó tras la edificación. Extendió su toalla en la arena y me ayudó a estirar. Separé los muslos y sin más preámbulos se puso a lamerme el coño. Al ver que ya tenía la raja anegada, me dobló las piernas y me las subió hasta que las rodillas prácticamente me tocaban las tetas. Cubrió mi cuerpo, me penetró con su ariete a plena potencia y empezó a bombear. A los pocos minutos, cuando ambos estábamos fuera de este mundo, sumergidos en las mieles del placer, oímos la voz de un hombre:

  • Señores, están ustedes dentro de un Parque Nacional. Aunque esté autorizado caminar libremente por la playa, no se pueden acercar a la torre. Nidifican parejas de halcón peregrino en ella. Les ruego que dejen lo que estén haciendo, se vistan y abandonen la zona.

Al girarnos, nos encontramos con un guarda rural uniformado. Su compañero aguardaba en un todoterreno parado a poco más de treinta metros. Debíamos estar muy concentrados para no oírlos llegar. Le pedimos disculpas, nos vestimos y volvimos por donde habíamos venido. En cuanto nos alejamos, me eche a reír:

  • Menudo coitus interruptus. ¿Has visto la cara de circunstancias que ponía el tipo?. Mucho halcón peregrino, pero al pobrecito, lo que le preocupaba era mirar cómo me entraba tu garrote en el chochete. Y cuando nos ha largado el sermón, hablaba sin apartar la vista de mis tetas, ja, ja.

  • Judit, no sé cómo puedes tomártelo tan a la ligera. Si la gente se enterase que te acuestas con tu padre, que encima te más que dobla la edad, acabaríamos siendo unos proscritos sociales. Ni tan sólo tengo claro que debamos seguir con esto, pero mientras me lo pienso, al menos seamos discretos.

  • Debemos estar locos, pero es maravilloso, así que entierra tus estúpidas dudas y ve buscando un rincón para acabar lo que has empezado.

En el camino de vuelta encontré unos cuantos sitios convenientes para dar rienda suelta a nuestra libido, pero papá se negó en redondo y no quiso seguir con nuestros jueguecitos hasta abrazar la intimidad del chalé.

A la mañana siguiente tomamos el avión en Sevilla y volamos a Barcelona. Recogimos el coche que habíamos alquilado en el aeropuerto de El Prat. Me dejó en casa de Carmen y siguió hasta las oficinas de su cliente en Sant Cugat, una ciudad pija cerca de la capital. Cuando hablamos del viaje, le dije que pasaría las noches en su hotel. Me contestó: ni hablar, de forma tajante. Sabía que tenía razón, porque yo era la primera que siempre quería quedarme en casa de mi amiga y no era cosa de levantar la liebre, pero el poder hacer el amor cada noche con papá, me perdía.

Antes de despedirnos, le quise chinchar un poco y le dije que si no me quería a su lado debía ser para poder tirarse alguna de las mujeres con quien iba a reunirse, ahora que era un hombre libre. El tiro acabó saliéndome por la culata: me devolvió la pelota preguntándome si me parecería mal que lo hiciese. Y claro, yo, la tía progre y liberada, no pude decirle otra cosa que no era celosa y me parecería estupendo. Además, pienso montármelo con Carmen, así que no te cortes, acabé soltándole.

Finalmente, los dos días de trabajo, acabaron convirtiéndose en tres muy intensos. Al acabar el curro el último día, mi padre nos invitó a comer a Carmen y a mí para despedirnos. Fue un almuerzo un tanto surrealista. Mi amiga y yo nos habíamos puesto de acuerdo en ir de calientapollas, vestidas para matar y provocando. Le había contado a Carme la rocambolesca historia de mi madre y Carlos y le dije que quería poner a tono a mi padre, porque lo veía un poco depre y creía que un estímulo extra le daría el empujón que necesitaba para ligar y olvidarse de mi madre por un tiempo.

Habíamos quedado en La Balsa, en la parte alta de Barcelona. Llegamos al restaurante cinco minutos tarde, para que así él nos viese llegar. Fue una entrada triunfal: Carmen con su top sin espalda pegado al cuerpo y unos minishorts de licra a juego, con cinturón ancho, que le marcaban hasta los pelos del coño que no tenía. Sus alpargatas de plataforma, abrochadas a la pantorrilla con unas tiras de piel, como si fuese un soldado de la antigua Roma, acaban de darle un toque sofisticado y sexi. Yo estrenaba un jersey cortito de tejido de bambú de Miu Miu, como de macramé. Me lo había comprado en las rebajas la tarde antes. Abajo, falda de denim de talle bajo, para poder enseñar más tripita y del largo justo para tapar la entrepierna. Como me tocaba cumplir mi pena, ni tan sólo cogí ni unas tristes bragas de Mazagón, así que no pude ponerme ni queriendo.

Papá se quedó traspuesto cuando nos vio entrar en la sala con nuestros looks. El resto de los clientes y personal, también. Le dimos dos besotes cada una, arramblando los pechos a su torso y nos sentamos a la mesa. Sin duda éramos el centro de atención de la sala. Nosotras, por méritos propios, él por las miradas de envidia que despertaba.

  • Chicas, os veo estupendas. Un poco despendoladas, eso sí. Es verano y hay que disfrutar del buen tiempo, pero hija, se te ven las tetas por los agujeritos del jersey. Y tú, Carmen, con estos pantaloncitos, se te marca todo.

  • Carai, ¡cómo te fijas Johan!. Pues yo aún llevo un tanguita, porque has que saber que tu hija va con el chichi al aire.

Tenía la conversación donde yo quería y continuamos atacando a mi padre durante toda la comida. Queríamos saber qué había hecho las dos noches que había pasado en su hotel. Le costaba hablar, así que empecé por explicarle mi noche de chicas con Carmen. Ella quería hacerme callar. Le habían subido los colores y le daba mucho apuro. Mi padre, al saber que lo de enrollarme con ella, no habían sido sólo palabras para provocarle, sino que la noche anterior habíamos follado hasta corrernos como cerdas, se soltó.

Nos contó que había pasado la noche con Ágata, la jefaza de su cliente. La describió como una tía madura, diez o doce años mayor que él, pero guapa y marchosa a rabiar. El primer día fue a cenar con tres colegas del cliente y ellos dos ya tontearon discretamente. Ella estaba casada, con hijos y bla, bla, bla, pero como le dijo el día siguiente en el break de media mañana, tenía el coño reseco y quería ponerle remedio. Antes de volver a entrar de nuevo en la reunión, ya habían quedado para pasar la noche juntos. Los dos eran personas desinhibidas y experimentadas y les gustaba el sexo. Pasaron una noche fantástica y les quedaron ganas de repetir. Nos contó algunos detallitos. Carmen se moría de vergüenza al oír que le hizo una mamada buenísima o cómo le comió el chocho después de llenárselo de leche, mientras le daba dedo al ojete. Yo le felicité de corazón y tuve que pedirle que vigilase su pajarito, ya que la erección desconcentraba a la señora de la mesa de al lado y la pobre, se perdía parte de la conversación.

Dejamos a mi amiga en su casa. Recogí la bolsa con las cuatro cosas de ropa que me llevé del chalé y las que había comprado en Barcelona. Subimos al coche y emprendimos ruta hacia Cadaqués, dónde habíamos reservado para la noche.

Pasamos cuatro días de ensueño: Playas y sexo. Sexo y buena mesa. Confidencias padre-hija y entre amantes, y más sexo. Nos comportamos como una pareja de adolescentes salidos, pero uno con casi cincuenta años y larga experiencia y la otra, universitaria con mucho camino recorrido entre las piernas.

Sólo nos permitimos un KitKat más allá de nuestra pareja. Fue en Roses. Salimos a hacer una copichuela y acabamos en la discoteca Passarel·la, en Empuriabrava. Tomamos un par de copas, tonteamos y bailamos. Nosotros dos bien juntitos, y cada uno por separado con lo que encontró. Mi padre se lio con un grupo de cuatro o cinco chicas. Seguro que pretendían que les pagase las copas, pero cuando entró en materia, se lo quedaron de compañero de baile un buen rato. Eso sí, cuando quiso jugar un poco, le dieron un besito cada una y a correr.

Yo, aún no sé por qué, me aproximé a una pareja, más cercana a la edad de mi padre que a la mía. Los dos eran guapos a rabiar e iban super arreglados sin parecerlo, con un gusto exquisito. Me invitaron a un vodka limón y nos pusimos a bailar los tres. Acabamos focalizando la atención de media pista. Fuimos cogiendo confianza y al acabar una pieza, tomé a la chica de la cintura y la besé. Un pico sin malicia. Lo aceptó de buen grado y me lo devolvió. No quise que su pareja fuese menos y le di el mismo tratamiento. Él hizo lo propio y me gustó. Besaba bien. Entonces les tomé a ambos y junté sus labios. No llegaron a tocarse. La mujer se echó a reír y apartó a su compañero.

Era su hermano, ja, ja, ja. ¡Si supiese quien era mi pareja de baile y de muchas cosas más!. El tío se fue con su esposa. Se ve que eso del bailoteo no iba con ella y se había refugiado en un apartado, hablando con alguien. La chica se quedó conmigo y yo quise saber más de ella:

  • Me llamo Julia. ¿Y tú?.

  • Laia. Menuda sorpresa te has llevado. Seguro que pensabas que éramos pareja.

  • Pues sí, y no me hubiese importado. Estáis muy bien los dos. ¿Tú has venido sola?.

  • Con mi hermano y mi cuñada, así que ahora me he quedado solita. El cabrón de mi marido me dejó a medias vacaciones para irse a Panamá a arreglar no sé qué asunto. ¡Lo que iba a arreglar, eran los bajos de una amiga!. ¿Tú también estás sola?.

  • No, he venido con mi pareja. Mira es ese de ahí.

  • No está nada mal, pero es mucho mayor que tú.

  • Me gustan con experiencia y él tiene mucha, casi tanta como aguante. Es un tío genial y… folla como los ángeles.

  • Un poquito golfa te veo, Julia.

  • Bastante. ¿Seguimos bailando?. Mira, el DJ se ha puesto nostálgico y acaba de pinchar You Are So Beautiful de Joe Cocker. Me encanta, anda ven.

Le pasé los brazos por el cuello, ella me los puso bajo la cintura, y seguimos el ritmo. Tal como avanzaba la pieza, sus manos iban descendiendo hacia mi culo. Ese día llevaba una faldita fina y amplia a medio muslo. Me repasó las nalgas y siguió bajando. Bailando, bailando, me llevó hasta quedarme con la espalda cerca de una pared. Llegó al dobladillo y subió las manos por dentro de la ropa.

  • ¡No llevas!.

  • Ya te he dicho que soy bastante golfa. Tócame un poco ahí, anda.

Tocar, me tocó, pero lo que me cautivó, fue el besarme como pocas veces lo había hecho alguien. ¡Qué bien besaba la tía!. Esa noche me apetecía un poco de marcha extra y decidí probar. Le pregunté a bocajarro si le apetecía enrollarse conmigo y con Johan, mi pareja. Dudó, pero poco. Llamé a mi padre y le presenté a Laia. Le dije si quería acompañarnos a jugar al billar a tres bandas. Él no dudó. Monté con ella en su coche, papá nos siguió y acabamos en una casa acojonante entre pinos, en lo alto de un acantilado frente al Mediterráneo.

En cuanto cruzamos la verja, se dirigió a una casita anexa situada en un lateral de la finca. Llamó a la puerta y entró. Salió al cabo de medio minuto y nos informó que los guardeses no nos molestarían. Tomó a papá con una mano y a mí con la otra y nos llevó a la piscina que había detrás de la casa principal, en la parte del jardín que daba al mar. Nos quitamos la ropa y nos tiramos de cabeza a la piscina. En un suspiro estábamos besándonos, en dos comiéndonos los bajos y en tres follando en tropel.

Subimos a su habitación. La estancia era una pasada de lujo y buen gusto. Apartamos el cubrecama y nos tiramos sobre el lecho en una melé indiscriminada. Mi padre y yo, aún sin hablarlo, teníamos claro que esa noche era algo a tres: queríamos vernos actuar como una pareja abierta y saber si eso podía coartar nuestro futuro. Nada de alternar parejas, lo que hiciésemos, lo haríamos los tres machihembrados.

Primero montamos un triángulo en que mi padre penetraba a Laia, ella me daba a comer su coñito y él me lo comía a mí. Laia y yo íbamos muy calientes y nos corrimos enseguida. Él continuó empotrando a nuestra anfitriona, hasta llenarla con su esperma. Era la más pequeña, pero quise tomar la batuta y sorprender a nuestro ligue compartido. Me volteé y me amorré al cochito relleno: ¡ese semen era de mi hombre!. Envié a papá a comerme el culo mientras la nueva amiga le chupaba el rabo.

Laia debía mamarla de cine, porque en pocos minutos tuvo el cipote paterno de nuevo muy hermoso. Con la herramienta preparada, le pregunté si quería meterla en mi culo o en el de ella. No tuvo que responder: mi compañera nos dijo que la sodomía no iba con ella y se negó en redondo a ser la protagonista. Me alegré un montón porque deseaba sentir a mi padre taladrándome por la vía estrecha. Trajo una crema untosa y se ofreció a prepararme el ojete. La tía sabía usar los dedos y cuando quise darme cuenta, tenía el ano abierto como una flor y estaba a las puertas de un nuevo orgasmo. Métemela y dale lengua a nuestra anfitriona, Johan, le pedí. Y con las dos matándonos a besos y las tetas bien sobadas, nos pusimos a ello.

Yo estaba en plan exhibicionista. Quería que esa mujer madura y con mucho mundo, viese cómo una chica que podía ser su hija tenía la experiencia y el desparpajo suficiente para participar en un trío improvisado y llevar la batuta. Claro que, en realidad, lo que pretendía era que mi padre aceptase que su hija, en la cama, podía llegar a ser una compañera tan libertina como él fuese capaz de aceptar.

Ahítos de sexo, nos aseamos a fondo, nosotros nos vestimos y ella nos acompañó al coche. Nos costó despedirnos, pero finalmente cogí un rotulador del bolso, le escribí mi teléfono sobre el pubis y riéndonos entre besos y caricias, nos abrió la puerta de la verja y volvimos al hotel.

Esa experiencia nos mostró el camino de nuestra futura relación de pareja. Estábamos obligados a aceptar que teníamos una relación transgresora, en la que los tabús no tenían cabida y en la que el sexo liberal iba a ser la norma y el vínculo paternofilial, la argamasa de la unión. En menudo embrollo nos habíamos metido, aunque era tan gratificante y me daba tanto placer...

El día previsto cogimos un vuelo a Sevilla. Al llegar al aeropuerto, recogimos nuestro coche, volvimos al chalé de Mazagón, hicimos las maletas, cerramos la casa y tomamos el camino de vuelta a Madrid. Creo que llegar a casa nos impresionó a ambos. Había salido de allí tres semanas antes como hija, volvía como amante de mi padre y mi madre se había ido a vivir con mi exnovio a otra casa, de la que en ese momento ni tan sólo sabíamos las señas. Los armarios de mamá estaban vacíos. Faltaban libros, discos y otras cosas que consideraba suyas, lo que había dejado espacios vacíos con marcas de polvo en estanterías y anaqueles.

En fin, mi padre y yo teníamos que reordenar nuestra vida y ver como gestionábamos puertas afuera una relación que amigos, familia y la propia sociedad, consideraría improcedente y no admitiría, hiciésemos lo que hiciésemos. En la Costa Brava habíamos hablado de todo eso y decidimos no contar a nadie nuestro nuevo estado “marital” y aceptar ambos una cierta promiscuidad con terceros. Os he de confesar que, a mí, siempre que no haya engaños y sea sólo sexo, saber que mi hombre folla con otras, me pone un montón. Eso sí, nada de niñatas. Yo creo que a él le pasa lo mismo. Montárnoslo, de tanto en tanto, los dos con otra pareja o con una chica, como en Roses o, por qué no, un chico, añadía un morbo fantástico a nuestra relación. Debe ser que, en el fondo, somos unos pervertidos del copón.

Esa misma noche trasladé mi ropa y demás cachivaches a la habitación de mis padres y me hice mía la cama de matrimonio. Mi padre me propuso comprar una nueva, por aquello de pasar página. Le dije que ni hablar, me encantaba saber que mamá y él habían gozado mucho follando sobre ese colchón. Ahora sería yo la que compartiría el placer con él y eso le añadía un punto escabroso que me ponía cantidad. Me parece que mi desvergüenza le asustó un poco, pero yo soy así.

Todos los días venía a limpiar y cocinar una chica. Se llamaba Jaira, tenía unos treinta años y era caribeña. Trabajaba con nosotros desde hacía ya cuatro o cinco años y me llevaba muy bien con ella. De hecho, nos contábamos confidencias sobre cómo nos lo montábamos con nuestro marido y novio y los escarceos de circunstancias. Incluso me había pillado un día a medio dedo. Yo había continuado hasta que me vino. Ella no dejo de mirarme, tocándose las tetas sobre la ropa. Por eso sabía que era una mujer discreta, liberal y muy caliente y ella conocía de primera mano, tanto lo mucho que me picaba el chocho, como que podía confiar en mí.

Había convencido a mi padre que Jaira era de plena confianza y dado que a alguien que veía a diario todo lo que pasaba en casa, no podríamos ocultarle la realidad, más valía contárselo. Lo hice a la mañana siguiente, su primer día después de vacaciones. Empecé por decirle que mamá se había ido de casa. Se extrañó un montón porque veía a mis padres muy unidos y “buenos cogedores”, me dijo. Me recordó la de ocasiones en que había tenido que cambiar sus sábanas varias veces a la semana. Me reí y le conté que se había ido con Carlos, mi novio. Entonces, la que se rio fue ella. Le confesé que había más: me he encoñado de papá y ahora follamos juntos, dije. No sólo no se escandalizó, sino que me explicó que en su país ocurría a menudo y que ella misma se había encamado unas cuantas veces con el que se presuponía que la engendró. Ya sabes cuando eres joven, quieres probarlo todo, me dijo. Me agradeció la confianza y prometió que no saldría una palabra fuera de nuestras paredes.

Durante algunos meses, en casa hicimos la vida propia de un matrimonio: trabajo y universidad, cenas en casa, escapadas de fin de semana y sexo, mucho sexo. Las primeras semanas, follábamos casi a diario, algunos días al acostarnos y por la mañana, antes de levantarnos. Poco a poco fuimos bajando el listón y la cosa iba a impulsos. Un fin de semana nos lo pasábamos en la cama, levantándonos sólo para mear y comer. Otro íbamos a hacer senderismo al Valle del Tiétar o cualquier otra actividad parecida y nos quedaba el tiempo justo para un solo polvo. Entre semana nos fuimos relajando, aunque siempre caían unas cuantas sesiones de sexo del bueno.

Con mamá habíamos ido normalizando la relación. Nos dio la dirección de su nuevo estudio en Malasaña y la había ido a ver un par de veces a horas en que no estaba Carlos en casa. A fin de cuentas, ella era mi madre y seguía queriéndola mucho a pesar de todo. No nos contábamos nuestras cuitas sexuales como antes, pero recuperamos una cierta confianza. Con Carlos era otra cosa: no era capaz de odiarlo, de hecho, creo que algunas veces incluso añoraba su compañía, pero aún tenía que pasar mucho tiempo para que pudiésemos compartir una conversación sin acritud.

Al mes y medio de llegar a Madrid, papá tenía una reunión con Ágata, la CEO del cliente ese que había ido a visitar a Barcelona, con la que le unía una gran amistad. Me pidió si me parecía bien que pasase la noche con ella. Por supuesto, le dije, pero luego has de contarme todas las cositas que habéis hecho, mientras me partes el culo. Hace casi dos semanas que no me la metes por ahí y voy a perder la práctica. Se rio con ganas y me aseguró que así sería. Una semana más tarde fui yo la que le dije que me apetecía follarme a un compañero de la empresa donde hacía prácticas y a su novia. Querían probar eso de los tríos y necesitaban a alguien que les hiciese de mentor y ya puestos, aportase un coño.

Unos días más tarde, después de un fin de semana de esos de follar y no parar, decidimos ir a un club swinger. Yo no había estado nunca. Él parece que sí, ¡con mamá!. Fuimos el jueves y desbarramos un montón. Salí con todos mis agujeros escocidos, y creo que papá, con la polla más delgada de tanto desgaste. Me gustó vivir la experiencia una vez, pero a mí me va más el acercamiento pausado, el ligar, enrollarme con amigos o conocidos. Eso de entrar en una sala con tres tíos metiendo rabo, acercarte y que uno de ellos se lo saque de la que está baqueteando el coño, cambie el condón y te la meta a ti, no sé, es como muy frío. Claro que el día que fuimos era uno temático, el de la “Bacanal en Roma”. Vamos, una orgía en pendiente y sin frenos.

Poco antes del puente del Pilar, mi padre se tuvo que ir de viaje a Dubái una semana y media y le pedí su visto bueno para tener algún rollete con Reme, una amiga de la universidad con cuerpo de diosa y un volcán entre las piernas, mientras él no estuviese. Me dijo que por supuesto, que hiciese lo que quisiese con mi cuerpo esos días y cuando me pareciese, que no hacía falta que pidiese permiso. Le di las gracias, le dije que cuidase que su rabo no pasase hambre esos días y, ya puestos, que vigilase el ojete, porque se dice que los de allí, mucho prohibir, pero algunos no desprecian un buen culo peludo.

Esa semana vino calurosa. Invité a Reme a pasar el fin de semana juntas. Con el puente, podíamos tomarnos fiesta hasta el martes. Como quería playita, le propuse ir al chalé de Mazagón. Eran seiscientos quilómetros, pero para cuatro días, valía la pena. Además, a Reme le encanta conducir y si es el deportivo alemán de mi padre, ni os cuento. Salimos el viernes después de comer, paramos a cenar en La Fábrica, en Minas de Riotinto, y a las once y media llegamos a la casa.

Me llevé a Reme directamente a la habitación principal, la ayudé a desnudarse, ella a mí, nos comimos los morros y nos revolcamos en la cama un rato, sin llegar a nada serio. Entre el viaje y el ajetreo de la semana, estábamos hechas polvo y los cuerpos, más que sexo, nos pedían sueño.

El sábado, aunque nos despertamos a buena hora, nos levantamos tarde. No se nos pegaron las sábanas, se nos pegaron los coños. Satisfechas, desnudas y sin asear, bajamos a desayunar. Íbamos a hacernos un café y mojar las madalenas que trajimos, porqué aún no habíamos ido a comprar, pero nos encontramos la mesa puesta con dos servicios, zumo, fiambres, pan tostado, mermeladas, mantequilla e incluso bollería de la pastelería de la Martinita, la mejor del pueblo. Miré al jardín y me encontré a mamá saliendo del agua tan vestida como nosotras, saludándonos con la mano:

  • ¡Hola, chicas!. Me he despertado temprano y como os he visto abrazaditas, durmiendo con esa cara tan dulce, he decidido no deciros nada. Me he ido a comprar croissants y unos pastelitos para desayunar. A la vuelta, os lo estabais pasando tan bien, que tampoco os he querido molestar y he preparado el desayuno. Estaba segura de que bajaríais hambrientas.

Reme no sabía dónde meterse: En medio de la cocina, las tres en bolas, mi madre diciéndonos que nos había visto montándonoslo, nosotras dos oliendo a coño desde una legua y no sólo no nos metía una bronca cósmica, sino que nos preparaba el desayuno. Yo lo tenía más claro:

  • ¿Qué haces aquí, mamá?. No sabía que venías a Mazagón. Si llego a saberlo, te hubiese llamado. He venido con Reme, una amiga de la facu. Me dijo que le apetecía compartir unos días de playita, y de paso algún revolcón, y la he invitado a pasar estos cuatro días en nuestro chalé. Os presento: Reme, mi madre, Laura. Mamá, Reme.

  • Ya la conocía, Julia. ¿No te acuerdas?. Antes del verano nos la encontramos en la Fnac de Preciados. Encantada, guapa. No sé si te lo ha dicho mi hija, pero si no, ya te lo digo yo: tienes unos pechos muy bonitos, Reme.

  • Tú también, Laura. Me alegro de volverte a ver.

Se dieron dos besos, sin que les preocupase mucho rozar sus tetas bonitas. Mamá insistió en que no hacía ninguna falta que nos pusiésemos algo encima y se sentó con nosotras en la mesa. Al parecer, Reme ya había perdido la vergüenza, porque si la situación le incomodaba, lo disimulaba muy bien. Nosotras nos pusimos a devorar el desayuno, mientras ella nos explicaba a qué había venido.

Resulta que mamá había llegado el miércoles anterior e iba a quedarse hasta el martes, como nosotras. Nos dijo que venía para escribir, sin molestas interrupciones, el primer borrador de un artículo sobre los resultados de una importante investigación. Hacía más de dos años que su equipo la estaba llevando a cabo y, finalmente, habían obtenido unos resultados esperanzadores. Iba de no sé qué de un bosón raro y su interacción con la fuerza débil, con el principio de indeterminación de Heisenberg por medio. No sé si alguno de vosotros entiende de esas materias, porque para nosotras, los jeroglíficos egipcios encontrados en Nejab, o como se llama ahora, El Kab, son más comprensibles que esas cosas.

Nos contó que, cansada de trabajar y sola en casa, salió a cenar y al volver vio el coche de papá en el garaje. Subió a ver dónde estaba y a hablar con él y se encontró con nosotras durmiendo a pierna suelta en la cama que daba por suya. Se instaló en mi habitación y durmió hasta que le ha sonado el despertador.

Continuó explicándonos que esos días llevaba una estricta agenda diaria para aprovechar el tiempo lo mejor posible: a las siete fuera de la cama, ducha para despejarse, café, tres horas de trabajo, desayuno, baño en la alberca, dedito o repaso relajante de bajos con el consolador, tres horas más entre papeles, comida ligera en casa, siesta en las tumbonas bajo el sol, dos horas de curro, merienda, dos horas centrada de nuevo en sus cosas, cena en el chalé o fuera, si la cabeza le echaba humo, una horita de tele o lectura fácil, masturbación tranquila y a dormir.

Al oírla, a Reme no se ocurrió preguntarle por su trabajo o sobre lo metódica que era gestionando el tiempo diario. Le miró el busto descaradamente, subió la vista a los ojos y le soltó:

  • ¿Siempre te tocas dos veces al día?. ¿Vas desnuda a todas horas?.

  • Estos días que no tengo con quien follar, sí. Hoy, a lo mejor una más, por tu culpa. Con respecto a lo segundo: no soy idiota, cuando salgo o si hace frío, me tapo. Pero en unos días tan buenos como estos y sola sí. Me siento libre y me ayuda a concentrarme. Si te incomoda, me pongo algo encima, aunque si te acuestas con Julia, ya sabes lo que hay y un pajarito me dice que te gusta.

  • Sí, Laura, me gusta. Ver tu cuerpo, me pone el chichi gordo.

¡Joder, joder!. Esas dos se estaban tirando los trastos y yo ahí en medio, de alcahueta. Decidí dejarlas solas y que hiciesen lo que les apeteciera. Total, Reme es una buena amiga y si nos enrollamos de tanto en tanto es por placer, sin más. Que mamá quisiese algo con ella, le añadía morbo extra y me ponía como una moto, pero seguro que mi amiga sabría quitarme la calentura a la noche.

  • Oye mamá, me voy a la playa y ya os lo haréis. Veo mucha complicidad entre vosotras y sabes que, por una amiga, hago lo que sea y por mi madre, más.

  • Gracias, cariño. La verdad es que no me iría mal un buen apaño. Veo que tu amiga entiende y está por la labor. Un revolcón con una chica tan guapa, seguro me deja como nueva, pero hoy no puede ser: he de cumplir con la agenda que me he marcado, porque hemos de entregar el artículo en fecha y, además, si saco una horita, quiero que sea para hablar contigo, Julia. Así que largaos a aprovechar los últimos días de playa y quedaos a comer por ahí, porque si estáis en casa, pienso en lo que estaréis haciendo y no puedo concentrarme. ¡Venga, venga, iros!.

Pasamos lo que quedaba de mañana dorando nuestra piel en la playa y jugando a mamás y mamás en las dunas. Cuando estábamos ahítas de sol, nos remojábamos en el mar hasta medio muslo, porque el agua ya estaba fría en esa época del año. A las dos, volvimos al coche y nos fuimos a comer al Casino de Rociana del Condado, a media horita de allí. No era un bareto de menú, pero mamá me había pasado unos billetes antes de irnos y teníamos que aprovecharlos.

Pasamos una tarde de turismo y mucho hablar. Le enseñé El Rocío, visitamos Los Mimbrales y recorrimos uno de los senderos del Parque de Doñana que parten de El Acebuche. Durante la caminata, Reme me acosó a preguntas sobre mi madre. Se las respondí todas, o casi. Pensaba que se había separado de papá porque era lesbiana. Me callé lo de ella con mi ex, pero le dejé claro que, aunque le iban más los hombres que las mujeres, no despreciaba un coñito jugoso si la chica le molaba. Como yo, le dije. Y la besé.

Le confesé que me ponía mucho el que se enrollase con mi madre y que a pesar de la diferencia de edad y de que ella fuese mi amiga y follase conmigo, no me importaba. A mi madre le irá bien un buen polvo para relajarse de la tensión del trabajo, le dije. Además, últimamente es una tía muy liberal y una auténtica bomba sexual. Te va a hacer tocar el cielo. Eso sí, a mí no puedes dejarme a dos velas. Luego me has de hacer esas cositas que tú sabes. Se rio, me comió la boca y con un “cuenta con ello, guarra”, me lo dejó claro.

Antes de llegar al chalé, pasamos por la pescadería El Lepero. Nos venía de paso al entrar a Mazagón y papá la tenía por la mejor del pueblo. Compramos un pescado entero para hacer a la sal que nos recomendó el chico que nos despachó. Nos lo dio arreglado, a punto de hornear y nos regaló una bolsa de mejillones, tan voluminosa como los pechotes de Reme, de los que el chaval no apartó la vista desde que pusimos el pie en el establecimiento. Ella se lo puso fácil, todo hay que decirlo.

Nos encontramos a mamá trabajando en el estudio de arriba. La saludamos, una con un beso de hija, la otra con un muerdo que pedía más y la dejamos seguir entre papeles, mientras preparábamos la cena y poníamos la mesa. Fue una cena divertida. Primero una ensaladita con los mejillones ya abiertos, luego el pescado. Mamá nos dijo que era un bocinegro. Hasta ese momento hablamos de trapos, política, teatro y del artículo de mi madre. Por más que se entestó en explicarlo sencillo, ni Reme ni yo entendimos nada, pero al hablar de su investigación, ella se venía arriba y no podía contenerse.

Cuando trajimos la fruta, la conversación derivó a temas más interesantes: Descubrimos que Reme era virgen. Entendámonos: nunca se había acostado con un tío, porque el chumino lo tenía más abierto que una lata de Friskies en la perrera municipal. Lo sabré yo, que, jugando, jugando, he llegado a meterle un pepinorro más grueso que mi muñeca, eso sí, enfundado en una gomita XXL y goteando lubricante. Mi madre se explayó rememorando sus primeras experiencias lésbicas. La tía no se cortaba y entraba al trapo, contándonos los detalles, incluso describiendo la vulva de sus primeras amantes. Tenía una memoria acojonante y hacía gala de ella, también para eso. Oírla nos ponía como motos a ambas. Yo me contenía un poco, por eso de que era mi madre y no quería hacer el número delante de mi amiga, pero ella tenía la pera sin pelar en el plato y las manos dentro del bóxer, dándose lustre a la pepitilla.

Al acabar, mamá se levantó e invitó a Reme a quedarse un rato en la sala, viendo algo en la tele, leyendo o lo que fuese. A la pobre se le pusieron ojitos de gatita frustrada. Seguro que esperaba otra cosa. Mamá lo arregló un poco:

  • Ya sé que querías rollito conmigo, Reme, pero he de aprovechar mi rato de descanso antes de irme a la cama para hablar con mi hija. Luego os entretenéis vosotras y si te apetece, me vienes a ver mañana, un poco antes de mi hora de levantarme.

  • Lo haré Laura. Me apetece un montón tener algo contigo. Más aún, después de saber que eres una tía tan guarrilla como yo. Julia me ha contado esta tarde unas cosas que me han dejado la chirla hirviendo. A las seis estaré en tu cama. Iros a hablar de vuestras cosas. Te espero en la habitación, Julia.

  • Seis y media. Y gracias, guapa.

Mi madre y yo nos pusimos chaqueta, a esa hora ya hacía fresco, y salimos al jardín. Nos sentamos en los sillones próximos a la alberca y nos sinceramos. Empezó ella y con sorpresas:

  • Cariño, no quiero hablar de lo que ha pasado. Probablemente lo he hecho todo mal y te he hecho daño. Lo que has de saber es que te quiero mucho y siempre será así.

  • Yo también, mamá. Sigue, por favor.

  • Gracias, Julia. La semana pasada, antes de que tu padre cerrase el viaje a Dubái, quedamos en mi casa. Carlos estaba en París por una auditoría. Quería verle desde hacía días. Con Carlos el sexo es maravilloso, explosivo y, sobre todo, sin complicaciones ni ataduras, al menos por mi parte.

  • Seguro, folla muy bien el cabrón y tiene un buen cipote, ¡eh, mamá!. Lástima que cuando se corre le cueste tanto que se le vuelva a poner dura.

  • Eso ya lo hemos arreglado, cariño. De algo tiene que servir la experiencia. Dejemos el cipote de Carlos y vayamos a lo que importa. Carlos me da lo que me pide el cuerpo, pero encuentro mucho a faltar a tu padre. Con él, el sexo era fantástico, pero tal vez demasiado exigente desde el punto de vista mental para mí. No sé si me entiendes, hija.

  • Perfectamente, mamá.

  • Su neura obsesiva con las niñatas, acabó por alejarme de él y complicar las cosas, pero sigue siendo el hombre de mi vida y si te he de ser sincera, me aporta una paz intelectual que con Carlos es imposible. Puedo mantener conversaciones adultas con él, discutir en profundidad y con conocimiento de muchos temas. Incluso de mi trabajo, aunque sea sin entrar en los detalles científicos.

  • Vamos, que sigues enamorada de papá, pero enchochada con Carlos.

  • Sí.

  • ¡Qué familia, por Dios!. ¿Cómo acabó la visita?. ¿Qué decidisteis?, porque papá no me dijo nada antes de irse de viaje.

  • Pues… acabamos follando como cuando nos conocimos. No te voy a mentir. Nos pasamos más de tres horas dándole. Por delante, por atrás, en la cama, en la ducha. Fue una pasada y creo que el inicio de un reencuentro. No te dijo nada porque quedamos en hablarlo los tres a su vuelta, pero hemos coincidido aquí y no puedo tenerte a mi lado cuatro días sin decirte nada.

  • Fue el jueves de la semana pasada, ¿verdad?.

  • Sí, cariño.

  • Llegó pasadas las doce y sin avisar. Le tenía la cena preparada y cuando se metió en la cama, ni se le levantaba y eso que él…

De golpe me di cuenta de que estaba hablando de más. Tierra, trágame, pensé, y ahora qué. Pero mamá me sorprendió de nuevo:

  • ¡Ya era hora, hija!. Hace casi dos meses que sé que te acuestas con tu padre. No temas. No lo sabe nadie más.

  • Pero…

  • Tu padre me lo dijo unas semanas después de que volvieseis de la Costa Brava. Contigo goza como con nadie más. Ni conmigo ha vivido las cosas que comparte contigo. Eres su amante y, por lo que me contó, bastante putilla, pero también su hija. Esa mezcla de amor filial y sexo exacerbado le tiene loquito, aunque también confuso. Por eso se sinceró conmigo.

  • Mamá, esto es demencial. Somos unos pervertidos los tres. Y Carlos, también.

  • Puede ser, pero déjame acabar. Has de saber que, en un primer momento, me quedé horrorizada. Llamé de todo a tu padre y le colgué el teléfono.

  • Esa noche dormí poco y Carlos se quedó sin ni una triste mamada. Me pasé horas sentada en el sillón de la sala. Le di vueltas a todo. Desde el día en que supe del cierto que Johan perdía el culo por niñatas a las que se follaba, sin ni tan solo disfrutar los polvos, hasta el que te fuiste a Barcelona a cuidar a Carmen y yo me tiré a tu novio. Y a lo que pasó desde ese momento. Y a cómo habíamos llegado los tres a ese punto.

  • Sabes que soy una mujer abierta de miras, bastante liberal diría yo, y que las convenciones sociales no van demasiado conmigo. Además, tengo muy claro que el cuerpo está para disfrutarlo y el sexo es una de las mejores formas de hacerlo. En fin, después de la primera impresión y de poner en contexto los tabús con que vivimos, vi que vuestra relación era algo bueno, que os daba paz y placer a ambos y, si te he de ser sincera, a mí también.

  • A la mañana siguiente llamé a tu padre a primera hora. Le pedí perdón por mi reacción y no sólo le di mi bendición, sino que le alenté a hacerte muy feliz.

  • ¡Joder, mamá!, me has dejado de pasta de moniato. Eres un sol.

Abracé a mamá y no pude contenerme de besarla en los labios. Ella entendió la intimidad a la que predisponía la conversación que acabábamos de mantener y no solo lo aceptó, sino que me lo devolvió, corregido y aumentado. Cuando nos separamos, me sonrió y me devolvió la pelota:

  • Ahora tú, mi niña.

Me quedé callada un momento, pensando qué le iba a decir. Los hechos, sobraban, porque entre papá y Carlos, los conocía sobradamente. Tenía que contarle mis dudas, mis inquietudes, cómo lo vivía y qué quería hacer con mi vida, al menos a medio plazo. Todo era confuso en mi cerebro, pero mi corazón lo tenía más claro y desde allí hablé:

  • Cuando te oía decir que seguías queriendo a papá y que con él te entendías más allá del sexo, pensaba en mí y veía que me pasaba algo similar, pero al revés. Con papá todo es fácil para mí. La relación cotidiana, el hacer el amor con él, la abertura a tener otras relaciones sin compromiso con terceros, ya sea juntos o no,… Soy bisexual y bastante promiscua, mamá.

  • Lo sé cariño, lo sé. Como yo. Y como tu padre.

  • Algo me dice dentro de mí que sigo queriendo a Carlos, pero quebró mi confianza y luego vino vuestro rollo y además no ve la relación con la apertura sexual a otros que yo deseo y…

  • Hija, una vez me dijiste que Carlos folla como los ángeles. Es cierto y lo disfruto un montón, pero también es un inmaduro que tiene mucho que aprender de ti. Cuéntame porqué rompió tu confianza.

  • ¿No te ha dicho nada?. Es tonto del culo. La tarde del mismo día que llegó al chalé, me lo follé en las hamacas del jardín. Lo dejé para el arrastre y se quedó tendido en la tumbona donde lo había montado. Nadé un rato, a ver si mientras recuperaba la trempera. Hacía dos semanas que no estaba con él y necesitaba un segundo round. Lo que de verdad me apetecía era que me partiese el culo, así que al salir de la alberca subí para prepararme y coger lubricante y condones.

  • Muchas no saben disfrutar de una buena enculada, pero tú y yo tenemos el anito muy tragón y sabemos sacarle partido, hija. Me gusta que seas cuidadosa y precavida. Una sodomización no se puede improvisar, si quieres asegurarte de que no tenga consecuencias desagradables.

  • Mamá, no me vengas con consejos sobre lo que tú te pasas por el arco de triunfo. ¿Sabes cómo quedó vuestra cama después de esos cuatro días de desbarre con Carlos?. Yo sí, porque me tocó limpiar. Dejemos los culos y la mierda para otro día y permíteme acabar.

  • Mientras yo estaba aseándome el recto, el muy gilipollas, estaba trasteando con mi teléfono. Sabes que había, ¿verdad?.

  • ¡Mis fotos!.

  • Sí. Envió una copia a su correo y se pajeó allí mismo, mirando el coño de su suegra. No sabes lo que me costó lograr una erección presentable cuando volví. Desde esa tarde, sólo pensaba en ti. Por la noche se negó a que le hiciese una mamadita, al despertarnos la mañana siguiente, me la metió sin ganas, seguro que imaginando que eras tú a la que se estaba follando. Fuimos a Rompeculos y no me dejó ni meterle mano. ¡Esas jodidas fotos han destrozado a nuestra familia!.

  • No será tanto, mi niña. Dice el refrán que no hay mal que por bien no venga y yo creo que, si nos damos un poco de tiempo, va a ser así.

  • No sé, mamá, no sé.

  • Míralo por el lado positivo, Judit: tu padre y yo queremos rehacer, de algún modo, nuestra relación y tú quieres acercarte de nuevo a Carlos, aunque te cueste admitirlo después de la putada que te, mejor dicho, nos hizo. Si lo logramos, será algo nuevo, creado desde la más absoluta sinceridad. Ahora ya conocemos lo peor de nosotros y sólo podemos ir a mejor.

  • Lo que me dices es muy bonito, pero yo, no te voy a engañar, quiero seguir follando con mi padre, sin renunciar a nuestros líos por ahí y tú, sigues enchochada con mi exnovio y te quieres tirar a mi amiga. ¡Menudo panorama!.

  • Dejémoslo aquí, cariño. Creo que lo mejor es que pensemos en nuestro futuro con calma. Sube a nuestra habitación y daos un atracón de placer con Reme. Yo me iré a dormir, porque hoy ha sido un día de muchas emociones y mañana he de levantarme a las siete para seguir con la rutina que me he marcado, si quiero acabar el artículo a tiempo.

  • De eso nada, mamá. Aún no son las once. Ve tú con ella, dale duro allá abajo, que es lo que le gusta y correos como cerdas. Te quedas a dormir con Reme y cuando te levantes, ya iré yo a consolarla. Eso sí, no me la canses mucho, que te conozco.

  • ¿Estás segura?.

  • Nunca lo he estado más. Tú necesitas un buen polvo y ella te tiene ganas desde que te ha visto esta mañana. ¡Muchas ganas!. Además, me pone un montón que mi madre se enrolle con una de mis amigas. Debe ser porque me hace venir pensamientos impuros…

  • Miedo me das, hija. Eso sí, eres un solete. Un solete muy pervertido.

Nos tomamos de la cintura y nos comimos la boca como lo hacen dos bolleras curtidas. Al separarnos, le di un cachete en las nalgas y con un último piquito cariñoso, subimos a las habitaciones.

Eran las siete y media cuando me desperté. Ni me lo pensé: pasé por el baño a mear y fui directa a la cama en la que dormía mi amiga. Me metí bajo la sábana, aspiré el olor de mi madre, me excité, abracé a Reme y tomándole un pecho, me dormí de nuevo.

Al cabo de un rato, me encontré sin sábana que me cubriese, con los muslos abiertos y la melena castaña de mi compañera sobresaliendo del pubis. La lengua, un poco más abajo, repartiendo placer entre los labios de mi coñito. La dejé hacer unos minutos, hasta que me vine. Entonces volteé el cuerpo y le di el mismo tratamiento a su sexo. Las dos nos esmeramos hasta caer desfallecidas, gozando intensamente nuestros orgasmos. Reme quiso más. Nos cruzamos las piernas en unas tijeras sin corte. Coño con coño, nos tomamos de las manos y estirando y soltando, conseguimos frotarnos nuestras partes más sensibles hasta provocarnos una nueva corrida. Primero se vino ella, gritando su placer como una cerda en el chiquero del matadero. Yo la imité, más comedida, unos segundos después. Piquito, carantoñas, relax y confidencias: eran el precio pactado por acostarse con mi madre.

Tendidas sobre la bajera, me contó como la noche anterior, mi madre la había llevado al paraíso. Reme llevaba seis años comiendo coños. Por sus labios habían pasado desde inexpertas jovencitas, hasta curtidas bolleras de la edad de mamá, o un poquito más, me dijo con el rostro salpicado de vergüenza. Y continuó:

  • Tu madre es una máquina de dar placer, ahora entiendo por qué me lo comes así de bien. Estuvimos jugando sólo una hora, pero ¡uf, qué hora!. Me lo comió todo. Empezó metiéndome los dedos por delante y por detrás, luego lengua, mucha lengua. Subió a trabajarme los pezones, ya sabes lo sensibles que se me ponen, pues ella lo intuyó desde el primer momento y me los fustigó como nadie me había hecho nunca. Me dejó en el limbo, entre el placer y ese puntito de dolor que conlleva aún más placer.

  • Me contó que, aunque se lo pasaba bien con una tía, lo suyo eran los tíos. ¡Menudo desperdicio!. Cuando todavía estaban juntos, debía dejar a tu padre para el arrastre, sus polvos debían ser algo cósmico. Le devolví los favores como pude y cuando sonó la alarma, porqué la tía la había programado, se separó, me besó y se giró para dormir. Me había corrido un montón de veces, creo que ella también, pero no me hubiese importado continuar. El sexo, con tu madre, fluye como el agua de un arroyo.

  • Carai con mamá. Ya te la prestaré alguna otra vez, pero ahora creo que debemos dejarla trabajar tranquila. Venga, levantémonos y vayamos a desayunar.

Dije eso antes de mirar el móvil. ¡Era la una y media!. Dejamos el desayuno para otro día, nos duchamos juntitas y bajamos a preparar la comida. Nos encontramos a mamá en el estudio, sentada sobre una toalla en porretas, con toda la mesa llena de papeles cubiertos de fórmulas y diagramas.

  • ¡Hola, chicas!. Ya iba siendo hora. Debéis tener las chirlas escocidas. Venga, dadme un beso. Me voy a dar un chapuzón mientras ponéis la mesa y hacéis una ensaladita. He dejado unos entrecots de vaca sobre la encimera. El mío poco hecho, los vuestros, ya os lo haréis.

Salió de su refugio, nos dio un piquito a cada una y cruzó la puerta del jardín meneando el culo. ¡Qué peligro tenía mi madre!. Durante la comida, a mi madre se le iban los ojos a los pechos de mi amiga y aprovechaba cualquier excusa para ponerle la mano sobre el muslo o, como quien no quiere la cosa, reseguirle el contorno de una teta. Comer en pelotas, no es lo mejor para tener la libido a buen recaudo.

Aprovechamos los postres para hablar de los planes que teníamos para los días que estaríamos juntas. Tenía muy claro que con mamá presionando para medrar por casa en bolas todo el día y Reme buscándola a cualquier hora con dudosas, o más bien bastante claras, intenciones, la pobre no acabaría su artículo ni queriendo. Así que le propuse a Reme irnos a la playa esa tarde y a descubrir mundo los dos días que nos quedaban. A mamá le sugerí que nos financiase la expedición.

A una le pareció muy bien y a la otra, no tanto. La primera me pasó una tarjeta dorada y el numerito para que sirviese para algo más que un trozo de plástico y la segunda, me arrancó la promesa de que las noches eran para mi madre y las mañanas mías. Esa noche pude cumplirlo, pero la siguiente no. Se ve que ella y mi madre se pasaron de frenada. En vez de dedicar una hora al folleteo, acabaron siendo tres muy largas. A la mañana siguiente Reme estaba para el arrastre y cuando me metí en la cama con ella, ronroneó como una gatita y me dijo: hoy no, guapa. No puedo, de verdad. Tu madre…

La dejé recuperándose en brazos de Morfeo y bajé a desayunar. Me encontré a mamá con ojeras y cara de poco dormir. Tenía un café sobre la mesa, intentando poner orden a sus papeles y sus ideas. Su discurso fue diferente, pero las razones, las mismas: Hija, llévate a Reme. Es una putita deliciosa, pero si sigue aquí, no voy a acabar el trabajo. Esa chica me pierde. Debes gozar mucho con ella, cariño. Después de la orgía de anoche, incluso puedo empezar a entender lo de tu padre y sus niñatas. Cuando se levante, iros donde queráis, pero largaos de aquí. Ya me devolverás la tarjeta en Madrid.

A media mañana apareció la putita. Cogí algo de comer para ella y me la llevé a la alberca. Nos bañamos, nos tumbamos y hablamos. Diez minutos más tarde, estábamos vistiéndonos y haciendo las maletas. Las cargamos en el coche. Me despedí de mi madre con un beso, me lo devolvió y me dio las gracias por “todo”. Con Reme la cosa no fue tan fácil. Nosotras estábamos vestidas, pero mamá no y ella lo aprovechó: más que besos, la sobó a conciencia, incluso intentó meterle un par de dedos por abajo. Mi madre la paró, la apartó y le dijo algo así como:

  • Ahora no puedo, preciosa. Ya quedaremos. Estos días, tienes a mi hija y sabes que es tanto o más guarra que yo. Venga, iros de una puta vez y aprovechad para follar mucho, guapas.

Nos quedaban dos días y una noche, si queríamos llegar a Madrid el martes a última hora, tal como habíamos previsto. Decidimos dedicar la tarde a visitar Sevilla y el martes, ir subiendo despacito por la A4, visitando la Mezquita en Córdoba, y desviándonos para comer en Toledo con un amigo de Reme. Las visitas y el viaje, bien. El amigo de Toledo, una encerrona de Reme en toda regla, aunque todo hay que decirlo, el tío estaba para mojar pan.

La noche… intensa. No se me ocurrió otra cosa que llamar al mueblé que conocía mi padre y preguntar cuánto costaba pasar la noche, de doce a ocho de la mañana. Si a la de recepción le pareció raro que llamase una chica, no lo manifestó. Como el precio de la noche completa no era excesivo y no pagaba yo, reservé la suite “Decamerón”. Al decirle dónde pasaríamos la noche, lo primero que me preguntó es cómo era que conocía ese sitio. Se lo aclaré:

  • Me trajo mi padre en verano.

Al oírme, frenó de golpe y por poco se nos estampa el coche de atrás. Después de aguantar las diatribas del conductor perjudicado, paró en el arcén.

  • Supongo que es una broma, Julia.

  • En absoluto, Reme.

  • Eres un monstruo, tía. Y tu padre. Tu padre…

  • Ja, ja. Eres tan cándida y susceptible, que contigo siempre me parto. Me encanta provocarte. Buscábamos un sitio donde papá pudiese ducharse y cambiarse de ropa, ponerse presentable, vamos, y como necesitábamos sólo media hora, fuimos a este picadero que cobran por horas. El muy cabrón, se ve que lo conocía porque hace tiempo había traído algún ligue.

  • ¡Vete a tomar por culo, Julia!.

  • Lo hago a menudo, guapa, y lo disfruto, como ni te imaginas.

Esa noche fue un desbarre total. En lugar de sentarnos en un restaurante a cenar, fuimos entrando en un bar tras otro de Triana. Tapita por aquí y cervecita o vinito por allá, llegamos alegres al “hotel”. Cuando vio la discreción con que te atendían, se echó a reír. La mujer de recepción era la misma de la otra vez y estoy segura de que me reconoció, aunque no dijo nada. Me debió tomar por puta ambidiestra porque, discretamente, me dijo en un aparte que la llamase otro día para hablar de las comisiones. Mamá pagó el polvo que hubiese querido disfrutar ella y el chico del parking, nos abrió la puerta del Decamerón.

Ya os conté que, a mí, esa decoración abigarrada, con espejitos por doquier, pinturas pseudoeróticas, camas con dosel de pacotilla y todo eso, no me va. Pero descubrí que a Reme le daba un morbazo del copón. Fue dejar las bolsas, desnudarnos y engancharnos. Ella llevó la batuta. No sé en qué pensaba, pero iba muy pasada de vueltas. Nos tendimos en la cama y durante más de una hora, hicimos casi todo lo que dos mujeres pueden hacer. Después de unos minutos de relax, nos metimos en la tina de burbujitas que tenían las suites y mientras disfrutábamos con el masaje de los borbotones de agua, me dijo que quería más y me dejó muy claro lo que deseaba.

Pedimos el dildo realista más grueso de la carta y un bote de lubricante. Pasé la tarjeta de crédito por el TPV que nos dejaron en el torno y al darle la vuelta, nos encontramos con un pollón de plástico violeta precintado y un bote negro que ponía “Eros Fisting Gel Ultrax 500 ml”. Yo creo que, cuando lo vio, se le encogieron los esfínteres del culo. Aunque esa noche la tía iba desatada, se lo pregunté una última vez:

  • ¿Seguro?.

  • Sí.

  • Mira que no estás acostumbrada y te va a doler.

  • Pase lo que pase, quiero que me lo metas hasta la empuñadura.

  • Ya veremos. Estás como un cencerro, tía.

Supongo que tenéis claro lo que me había pedido. Aún no sé cómo, pero tras media hora de dilatación pausada y cuidadosa, acabé por endiñarle la tranca esa por el culo. Hasta la empuñadura, como me exigió. No era de un grueso exagerado, pero para un ano no iniciado, fue todo un reto. A pesar del lubricante especial con efecto sedante y relajante, sé que al principio le dolió. Cuando la cabezota superó los anillos del esfínter, la cosa mejoró y Reme empezó a frotarse el higo como si no hubiese un mañana. Al poco rato, se dedicó únicamente a dedearse el clítoris y me pidió que le metiera un par o tres de dedos en la raja, tan adentro como pudiese. Lo hice, aunque compaginar el mete-saca del cacharro de atrás con el trabajo digital en la vagina, no fue cosa fácil.

Reme no es de esas que cuando nos corremos de verdad, soltamos un río de flujo, pero esa noche, le vino un orgasmo tan fuerte, que eyaculó una cascada de mocos. Dejó las sábanas empapadas con lo que le salió del coño. La tía se vino de tal forma, que parecía que tuviese un ataque epiléptico. El cuerpo le vibraba con fuertes estertores, mientras gritaba su placer a los cuatro vientos. Nunca había compartido nada igual. Creo que, viéndola, me aligeré patas abajo sin darme cuenta.

La dejé descansar un ratito y la llevé de nuevo a la tina de hidromasaje. Seguía como ida de este mundo y tuve que ser yo quien la lavase y le aplicase generosamente crema hidratante en sus sufridas mucosas. Encendí las burbujas y nos quedamos relajándonos en la bañera. Poco después, yo salí para adecentar un poco la cama, porque en esa pocilga no podíamos dormir. A elle la dejé en remojo, amodorrada y con una cara de felicidad que lo perdonaba todo. La sábana estaba algo más que húmeda y tenía lamparones de mierda y restos de lubricante por doquier. Es lo que suele pasar si no te preparas la puerta de atrás como corresponde, no pones un protector y encima te dan duro.

Puse la encimera de bajera y cogí un edredón que había en el armario para cubrirnos. Ayudé a salir a Reme del jacuzzi, la sequé con mimo y nos metimos en la cama. Me miró cariñosamente y a pesar de que no podía con su alma, no se le ocurrió otra cosa que decirme:

  • Me has hecho tocar el cielo, cariño. ¿Quieres que te lo coma?.

  • Son casi las cuatro de la madrigada, loca. Estás para el arrastre y nos hemos de ir a las ocho. Ya me demostrarás lo que sabes otro día. Además, con lo de antes, me he quedado muy bien, golfa.

  • Como quieras, pero lo de esta noche, tenemos que repetirlo. Oye, ¿puedo llevarme el juguetito y lo que queda del potingue?.

Le contesté que era todo suyo, porque esas cosas no se podían devolver, pero no me oyó: estaba durmiendo a pierna suelta. Puse la alarma del móvil a las ocho menos cuarto y caí también en brazos de Morfeo. ¡Menuda nochecita!.

La mañana siguiente nos despertamos con el sonido del móvil. Nos lavamos la cara como los gatos, nos vestimos y llamamos para decir que nos marchábamos. Cuando íbamos a tomar el ascensor al parking, apareció la omnipresente mujer de la recepción. Me apartó de Reme sutilmente y me susurró: Ayer oí desde mi habitación cómo chillaba tu clienta. Si eres capaz de satisfacer a un hombre en veinte minutos y matar de placer a una mujer de esa manera, debes ser muy buena. Ven a verme y no te arrepentirás. Hay parejas muy pudientes que pagarían lo que fuese para compartir la cama con alguien como tú. Me puso en la mano un papelito con su teléfono personal, yo le di las gracias y el valet nos acompañó al coche. Mira por dónde, ya tenía una oferta de curro antes de acabar el grado.

Dejé a Reme en su casa y conduje hasta el parking de mis padres. Subí a casa, cené lo que me había dejado preparado Jaira en la nevera y me acosté. Me costó dormirme en esa cama tan grande sin papá. Le daba vueltas a lo hablado con mi madre, a lo vivido esos días con ella y Reme, a mi relación con papá, a la de Carlos con mamá e incluso a si me apetecía o no ver de nuevo a mi ex, a pesar de lo que me había hecho. Al fin conseguí conciliar el sueño, pero una hora antes de que sonara el despertador, me desperté sudada, soñando que mi madre me metía por el culo un rabo enorme de silicona y yo me corría como una cerda, una y otra vez.

Salí de la cama, me duché y aproveché el chorro de la alcachofa para hacerme un dedo y relajarme un poco, pero no hubo manera. En lugar de darme placer, por más que me frotase el clítoris, lo único que conseguía era un dolor desagradecido. Cabreada conmigo misma, desayuné lo que encontré y hui hacia la parada del metro que cogía cada día para ir a la universidad. Las clases pasaron como si yo no estuviera sentada en el banco del aula. Si me preguntáis que asignaturas tuve ese miércoles, no sabría contestaros. Estuve toda la mañana dándole vueltas al tarro, pensando en cómo acabaría mi familia después de los despropósitos de unos y otros y, sobre todo, en qué se convertiría mi vida si hacía caso a lo que me pedía mi subconsciente.

Volví a casa como una zombi. Me preparé unas fajitas y me senté delante del televisor. Puse un capítulo de la serie Peaky Blinders en versión original. Tengo un excelente nivel de inglés, pero tenía que poner toda mi atención para entender el retorcido slang que usan. Así, no quedaba espacio en mi cerebro para seguir obsesionándome con lo que estaba viviendo. Acabé viendo dos. Al levantarme del sofá recordé que aún tenía la tarjeta de mi madre. La llamé para quedar y devolvérsela. La conversación fue un tanto surrealista:

  • Hola Julia, que tal. ¿Oye, qué habéis hecho estos dos días Reme y tú?. Seguro que tienes el chichi contento, no como yo.

  • Ya será menos, mamá.

  • Lo que yo te diga, nena. Ayer llegué muy tarde, por los atascos del puente, y me encontré a Carlos hecho mierda. Había aprovechado esos cuatro días para ir a hacer un trozo del Camino de Santiago con unos amigotes y llegó destrozado. Así que me quedé sin polvo de bienvenida. Para acabarlo de estropear, cuando me he levantado esta mañana, el muy gilipollas se había ido sin ni tan solo despertarme para un apaño de emergencia. Estoy que me subo por las paredes, hija.

  • Seguro que ya le has sacado brillo a la chirla, así que no me llores. Te llamaba para ver cómo quedamos para devolverte la tarjeta. He sido buena y no la he dejado demasiado tiesa.

  • Ya lo he visto, aunque no sé qué carai has comprado, porque sale el nombre de una empresa muy rara. Ya me contarás. Si te parece, vengo a vuestra casa mañana a media tarde, me la devuelves y aprovechamos para hablar de nuestras cosas mientras merendamos. Yo traigo unas porras y tú pones el chocolate.

  • Vale. ¿A las cinco te va bien?.

  • Perfecto, cariño. Por cierto, ¿puedes darme el teléfono de Reme?.

  • ¡Eres la ostia, mamá!. Mañana hablamos y te lo doy. Adiós y procura que hoy Carlos te deje el coño satisfecho. Y ya puestos, también el ojete, que tú eres mucha mujer.

  • ¡Esa es mi niña!. Un beso, guapa.

Pasé otra noche de sueños oníricos, a medio camino entre el erotismo transgresor y el desvarío exacerbado. Al levantarme, di gracias a que mi padre llegaba el sábado y podría compartir con él mis neuras y el miedo que me daba aflorar mis deseos más íntimos.

Los jueves no tengo clase a primera hora y esperé a Jaira. Esa es peor que mi madre y me sometió a un interrogatorio de tercer grado. Me quedé en mis cuitas con Reme y poco más, aunque creo que cuando le comenté que nos encontramos a mi madre en Mazagón, sospechó que había alguna cosa más o al menos, algo rondaba por mi cabecita. Jaira es una tía muy intuitiva, a veces incluso parece que sabe cosas que van más allá de lo que vemos los demás. Tal vez sea porque es la sobrina de un santero caribeño de la Regla de Ocha. El caso es que, cuando acabamos la conversación, me miró a los ojos y con una mirada penetrante, casi hipnótica, me dijo:

  • Mi niña, sólo se vive una vez. Tienes un don. Debes usarlo para hacer felices a tus seres más queridos y recibirás multiplicado por diez todo lo que les des. Sé tú misma y olvídate de lo que puedan pensar los demás. Tu corazón te marcará el camino.

Me dejó tan impactada, que sólo puede despedirme con un triste “adiós”. Salí escopeteada hacia la uni y pasé otra mañana en blanco, con el cuerpo sentado en el banco de un aula y la mente dando vueltas en un laberinto, del que era incapaz de encontrar la salida. Al acabar las clases, me fui a comer al bar de la facultad con unos compañeros. No quería estar sola en casa comiéndome el tarro. Llegué a casa poco antes de las cinco, me quité lo que llevaba y me puse una camiseta larga, con dos símbolos de Venus entrelazados, que me había regalado mi madre hacía un par de años. Un cuarto de hora más tarde entró ella con su propia llave.

  • Hola, Julia. Ya he llegado. Mira qué traigo. Son del churrero del mercado de San Miguel. ¡Buenísimas!.

  • Podías haber llamado a la puerta, mamá.

  • ¿En nuestra casa?. Anda, ven y dame un beso, cariño.

Mira tú por dónde, ahora ya era nuestra casa. La besé como una buena hija, pero ella me devolvió un pico intenso y no pude contenerme sin devolvérselo, corregido y aumentado. Traje dos servicios y una jarra con chocolate humeante, junto a una bandejita para las porras “buenísimas” y nos instalamos en el sofá de la sala.

Nos íbamos comiendo las porras mojadas en el chocolate, mientras comentábamos chorradas intrascendentes de alguna celebritie, lo buenorro que estaba ese o aquel o los cambios de pareja interesados de alguna o algún famosillo patrio. Cuando nos cansamos de destripar a gente que no conocíamos, pasamos a algo más cercano. Me tomó de las manos y empezó a hablar:

  • Cariño, te he de confesar que, aparte de escribir el artículo, esos días en el chalé me han servido para darme cuenta de que necesito a papá. No son sólo las ganas de echar un polvo, te lo juro.

  • Lo sé, mamá. Ya me lo dijiste la noche en que te presté a Reme, ¿Te acuerdas?. Pero ¿y Carlos?.

  • No me hables de esa noche, me da mucha vergüenza. Iba muy salida y no sé si lo hice porque estaba cachonda a parir o por despecho. Aunque tu amiga folla de maravilla. Me dejó como nueva. No sé contigo, pero tiene una lengua…

  • ¡Mamá!. Te doy su teléfono y os apañáis, ella también habla maravillas de ti. Pero ¿y Carlos?.

  • Carlos, Carlos…

  • No me veo teniendo nada con mi ex, pero tampoco quiero que acabe como un trapo arrugado en tus manos, mamá.

  • ¿Seguro, hija?. Mira que te conozco como si te hubiese parido y cuando hablas de él… A mí, como amante, o follamigo, como lo llamáis ahora, me valdría. Siempre que a ti te pareciese bien, claro.

  • No me parece ni bien, ni mal. Tengo sentimientos encontrados con respecto a Carlos. Lo que sí sé es que saber que te lo estas tirando me excita. Debo ser muy pervertida, mamá.

  • Pues anda que yo… Y tu padre…

  • De él quiero hablarte. Si os reconciliáis, ¿qué será de mí?, porque si a él le parece bien, yo quiero seguir con él como pareja, al menos pareja de cama. ¿Cómo lo ves?.

  • Bien, muy bien. Lo compartimos como amante y, además, yo me lo quedo de marido y tu de padre. Creo que ahora le llaman poliamor, aunque en nuestro caso será un poco más retorcido de lo que ya lo es de por sí. Encima, tú y yo, bolleras a tiempo parcial. ¡Menuda familia!.

  • ¡Mamá!, anda ven aquí.

La tomé de la cintura, la atraje hacia mí y la besé como esa noche en Mazagón. Fue un beso largo, cargado de lascivia, buscando algo más. Y lo encontré. Mi madre me quitó la camiseta y pasó la mano sobre mi piel desnuda, despacio, tomándome los pechos, acariciándome los costados, las nalgas, sin apartar sus labios de los míos. Me resiguió la espalda, bajó a los muslos y cuando llevó sus manos a la cara interna, paró, me miró y dijo unas palabras que acabarían por enseñarme el camino hacia la solución de nuestro impúdico rompecabezas:

  • Vamos a la cama de arriba, mi niña.

Lo que vivimos esa noche mi madre y yo, fue maravilloso. Sexo, sí, mucho y del bueno, pero amor y confianza sin concesiones, también. Me ocurrió algo que nunca hubiese pensado que fuese posible: la vi como madre y como la mejor de las amantes. No puedo explicarlo y menos si añadimos mi relación con papá. ¡Qué locura, por Dios!. Pero a pesar de ello, por primera vez desde el día en que mi padre y yo llegamos de Sevilla al chalé y nos encontramos el percal de Carlos y mamá, me sentía en paz conmigo y con el mundo y veía a papá, mamá y yo de nuevo como una familia. Bastante poco convencional, pero intuía que feliz.

Pasadas las nueve, mamá me dijo que era hora de irse. No quería hacer esperar a Carlos más de la cuenta y, además, le necesitaba. Entendámonos, le apetecía follar con él para rematar la noche. No sé ni cómo, ni por qué, pero eso, en lugar de ponerme celosa o molestarme, me alegró. Se duchó, se vistió, me comió la boca y se encaminó a la puerta. Iba a pasarme un agua para quitarme el sudor y lo otro, ya me entendéis, pero antes tuve que correr a llamarla:

  • Mamá, mamá, te olvidas la tarjeta de crédito.

Nuestra vida familiar volvió a sus cauces con la llegada de papá, si lo que ocurría en casa podía entenderse como tal. Mi padre y yo seguíamos comportándonos en la cama como una fogosa pareja, pero una o dos veces a la semana él y mi madre quedaban en casa cuando yo no estaba o en la de algún amigo o amiga discreta. El que ponía la cama, pensaba que él o ella, según de quien fuese el amigo, tenía un ligue. Porque, para poner más salsa al guiso, no habían dicho a nadie que se hubiesen separado.

En medio de todo este fregado, empecé a entenderme esporádicamente con mi madre. El sexo con ella, más allá de un placer diferente y brutal, me aportaba paz espiritual, no sé cómo decirlo, era el eslabón que cerraba el círculo. Como no quería ocultarle nada a mi padre, le había contado lo vivido con ella el jueves antes de su llegada y añadí que creía que nos seguiríamos pegando algún que otro revolcón de tanto en tanto. Al oírme, se echó a reír y me dijo que disfrutase mucho con ella y que la cuidase, porque era una gran mujer. La guinda llegó al final: Mamá se lo había explicado por teléfono aquella misma noche.

Carlos era el pagafantas de la historia. Mi madre no le había contado nada: ni que volvía a acostarse con su marido, ni que también lo hacía con su exnovia e hija. Me daba un poco de lástima, pero qué coño, se lo tenía merecido.

Nuestro triángulo filio-sexual continuó estable todo octubre. Era algo poco habitual, fuera de cualquier norma social, lascivo, algunos diréis que degenerado, pero los tres nos encontrábamos muy cómodos y unidos, en paz con la humanidad y con nosotros. Ese equilibrio duró hasta que me encontré con Carlos en un acto profesional, el martes después del fin de semana largo de Todos los Santos. Nos saludamos, hablamos, quedamos para comer, anulamos los compromisos de la tarde y acabamos follando en un hotel. El sexo con él fue mucho mejor que antes, se notaba lo que le había enseñado mi madre. Después de su primera corrida, se le bajó un poco, pero a los cinco minutos volvía a tener el garrote duro como un fierro. ¡Qué maravilla!. Me empezó a explicar cómo mamá le había enseñado la técnica de… Le paré en seco. Eso podía explicármelo otro día, pero el que me diese por el culo, no podía esperar.

Quedé con mi ex un par de días más. Follamos por los descosidos. Gocé un montón, porque si antes ya se apañaba bien, mi madre lo había convertido en un amante excelso. Pero también habló. Me pidió perdón por su vergonzoso robo de información y por aprovecharse de su suegra en un momento de debilidad. Valoró el futuro de lo nuestro y del suyo con mi madre. Ese día, yo no le dije nada de la relación, digamos atípica, por no decir incestuosa, que mantenía con mis padres, ni que su pareja volvía a acostarse con su marido, pero tuve muy claro que era hora de poner las cartas sobre la mesa por lo que respecta a Carlos y nosotros tres.

Tenía muy claro que debía contárselo a mis padres el primer día que nos viésemos los tres juntos. No tuve que esperar mucho. Mamá me llamó la mañana siguiente, antes de que saliese para la universidad. Me pidió si iba a estar en casa por la tarde. Le debía picar el chichi y le podía el ramalazo marital, así que quería quedar con papá para destrozar nuestra cama. Le dije que vendría a comer, pero a las seis ya estaría fuera porque había quedado. Se despidió con un gracias, cariño, te quiero mucho y colgó.

Mientras hablaba con ella, ya había decidido que esa tarde aparecería por casa antes de que entrasen en faena y les contaría lo que había pasado entre mi ex y yo. También quería discutir cómo encauzarlo dentro de nuestra especial cosmovisión de la familia. Ese día me fui a clase feliz al saber que por la tarde compartiría con mis padres el último secretillo que aún flotaba entre nosotros.

Después de comer, esperé a que llegase papá y me despedí de él afectuosamente, como siempre. No pude irme sin recordarle que, aunque tenía que dejar contenta a mamá, guardase algo para mí y, sobre todo, que no cambiase las sábanas después de la maratón sexual. Meterme en nuestra cama impregnada con el olorcillo a sexo y más aún, con el del cuerpo de mamá, ya sabéis que me pone burra. Había quedado una horita con Alfonso, un compañero de clase, para repasar en un bareto cercano unos temas de macroeconomía con mucha matemática que se me atragantaban. Calculé que a las cinco y media habríamos acabado y volviendo a paso de tortuga, llegaría a las seis a casa, justo la hora a la que había quedado mamá.

Entré en casa con puntualidad británica. No me encontré a nadie en la sala, pero de nuestra habitación, la grande que daba a la calle, salían bufidos y gemidos inconfundibles. Me acerqué y encontré la puesta abierta de par en par. Miré y vi a mis padres enganchados, follando como macacos en celo. Mamá estaba tendida de espaldas, con las piernas dobladas hacia arriba, cogidas por detrás de las rodillas, con un par de cojines bajo el lomo, para facilitar que papá le metiese la polla hasta lo más hondo. En esa postura, ella exponía sin cortapisas sus dos agujeros y él parecía disfrutar viendo lo guarra que era su mujer. Yo creo que se relamía pensando que cuando acabase con el de delante, iba a dejarle el más oscuro relleno como un buñuelo de crema.

Mi padre no podía verme y mi madre, abstraída en dar y recibir placer a espuertas, debía tener todos sentidos concentrados en el coño, porque si me vio, no se enteró. Verlos follar con esa compenetración y alegría, me aguó el chocho. No sé si se me cruzaron los cables o sencillamente, hice lo obvio, pero me quité la ropa, recorrí los pocos metros que me separaban de la cama, me arrodillé detrás de mi padre, le tomé por la cadera y le hundí la lengua en el culo.

Él se dio la vuelta, sorprendido. Mamá, fue mucho más explícita:

  • Bienvenida, hija. Únete a nosotros. Sabía que esto pasaría algún día. No me esperaba que fuese tan pronto, pero nos alegramos mucho de que sea hoy, preciosa. ¿Verdad, Johan?.

  • Familia que folla unida, siempre permanece unida, cariño.

No hubo más palabras, al menos inteligibles o más allá de las necesarias para poner orden en el terceto más impúdico del barrio. Nos pasamos un buen rato copulando sin freno. En mi caso, no sé si me vino un orgasmo continuo o uno detrás de otro, de cualquier modo, fue brutal. Lo de mi madre es de otro mundo, le vienen muchos seguidos y nadie tiene dudas de que se corre como una leona, porque a cada espasmo, grita como una soprano en el punto álgido del aria. Sabéis que mi padre es un hombre planificador y ordenado, así que se contuvo, dándonos a una y la otra con el ariete, hasta que no pudimos absorber más placer. Entonces nos pidió que juntásemos nuestras tetas, se vació sobre las cuatro y las lamió hasta dejarlas impolutas. El pobre es un poco guarrete, pero es un cielo y se lo compensamos con el besote más puerco que supimos darle.

Nos duchamos los tres juntitos entre arrumacos, cenamos picoteando lo que encontramos en la nevera y decidimos que esa noche era nuestra. Mi madre llamó a Carlos para decirle que no vendría a dormir a casa, porque se quedaría en la de una pareja amiga. Carlos le preguntó qué pensaba hacer con ellos y ella se lo dijo sin anestesia: follar, guapetón. Esa noche rompimos todos los tabús y acabamos desechos, pero muy felices y sexualmente satisfechos. Fue un no parar, parecía que teníamos que probarlo todo, como si el mundo se acabase a la mañana siguiente.

Nos despertamos antes de nuestra hora habitual con resaca, pero no de alcohol, sino de sexo. Al vernos los tres desnudos, revueltos en la cama y pringosos, nos echamos a reír y decidimos que después de asearnos y desayunar, teníamos que hablar sin falta.

Cuando a las ocho llegó Jaira, nos encontró sentados en la mesa de la cocina hablando distendidamente de nuestro futuro, como una familia normal. Lo que no era normal era lo que decíamos y lo que pretendíamos hacer. De entrada, me había sincerado con mis padres sobre los últimos acontecimientos entre Carlos y yo. Mi madre tenía muy claro que iba a pasar y me lo hizo saber desde el primer momento con un “ya era hora, cariño” que me supo a la predicción de una bruja. Mi padre no dijo nada, creo que el desmadre de sus mujeres, a veces, le sobre pasaba y necesitaba un tiempo para digerirlo.

Cuando estábamos hablando sobre cómo le diríamos a Carlos lo que estábamos viviendo en nuestra familia y evaluando lo que podía pasar, entró Jaira con un ovillo de ropa para lavar.

  • Mira que llegáis a ser guarros en esta casa. Habéis dejado las sábanas hechas un desastre y las cambié anteayer. Como sigáis follando con ese ímpetu, la factura de la luz os va a dejar tiesos, y más a los precios que está ahora. Por lo menos lo habéis disfrutado, porque os veo una carita muy satisfecha a los tres.

  • Jaira, nosotros…

  • No me digas nada, Laura. Lo que has de hacer es volver a casa y vivir vuestro amor con alegría. Ya se lo dije a tu hija no hace mucho: sólo se vive una vez. Venga, seguid con lo vuestro que tenéis mucho de que hablar y yo he de poner la lavadora.

Estuvimos más de una hora dándole vueltas a nuestra situación y al final vimos que lo más conveniente era quedar un fin de semana los tres con Carlos y poner las cartas sobre la mesa, sin ocultar nada. Si aceptaba la propuesta que acabábamos de hilvanar, viviríamos como una familia poliamorosa y creo que muy feliz y, eso sí, bien follada. Si no, ya teníamos decidido hacer nuestra vida los tres y que pasase lo que tuviese que pasar.

Yo me perdí mi primera clase, mi madre tuvo que volver a agendar una sesión de revisión de tesis con uno de sus pupilos y papá llegó tarde al despacho, pero todos contentos, por la noche que habíamos compartido y por haber orientado nuestras vidas, al menos por un tiempo.

El viernes pasado Pilar, la secretaria de mi padre, buscó una casa rural que cumpliese con las indicaciones que le había dado el jefe. Se ve que no fue fácil, pero Pilar es un sol y muy apañada. Encontró una antigua casa de ingenieros que construyó una hidroeléctrica engullida por el oligopolio dominante en la zona. Estaba perdida en los montes de Ávila y la habían reconvertido en casa rural de lujo. Sobraban habitaciones y no era barata, pero tenía lo que le había pedido papá: Intimidad, alguna habitación con cama king size, buena calefacción y un jacuzzi grande o piscina calefactada.

Mamá convenció a Carlos para irse a pasar este fin de semana a una casa rural preciosa que había encontrado. A pesar de los celos por la noche que acababa de compartir con la pareja amiga, no le costó mucho. A Carlos le pierde el nabo y una fin de semana follando en plena naturaleza con mamá, era un caramelito muy dulce. Salieron de Madrid después de comer y se perdieron un par de veces por las carreteritas del valle del Tiétar. Finalmente tomaron un camino de tierra apisonada y llegaron a la casa. Entonces vino la sorpresa:

  • Cielo, ¿no es ese el coche de Johan?.

  • Si, cariño, también han venido Julia y mi marido.

  • ¿Tu marido?. ¿Así le llamas?.

  • Claro, tontorrón. Anda, coge la maleta y ven conmigo. Verás como nos lo pasamos muy bien.

  • Pero…

Al entrar, besé a Carlos en los labios delante de papá y mamá, como hacía cuando éramos novios. Después di el mismo tratamiento a mi madre y ella morreó a su maridito con ganas, mirando a Carlos de refilón con una sonrisa socarrona. Mi padre le recibió con una decidida encajada y un cálido abrazo. El pobre Carlitos, estaba tan desubicado como un delfín en el desierto de Atacama. Y la cosa fue a más cuando papá nos indicó las habitaciones:

  • Venga, chicos, dejad las cosas en vuestra habitación. Y tú, Laura, coge lo tuyo que lo pondremos en la nuestra.

  • Pero, Johan, ahora Laura y yo…

  • Pero si te estás follando a nuestra hija, cabrón. No me seas tocapelotas. Hoy compartes cama con ella. Mañana… será otro día, ja, ja.

  • Venga, Carlos. No te hagas el estrecho y deja que esta noche la empotre su marido, como en los viejos tiempos. Además, tú y yo tenemos muchas cositas pendientes.

Mi padre y yo sabíamos cómo iría la cosa y habíamos traído dos bolsas, pero ellos dos lo tenían todo en una, porque mamá no había querido despertar suspicacias. Separaron la ropa en medio del salón y cada pareja subió a la habitación asignada. Todas eran magníficas, pero la cama de la nuestra era la mayor de todas, por algo había sido yo la que hizo el reparto al llegar.

Dejamos lo poco que traíamos en el armario, me desnudé y le invité a hacer lo propio. Carlos estaba ido. Yo creo que no sabía si coger el coche y largarse, o quedarse para ver en qué acababa todo en esa familia de locos. Tuve que ayudarle a aterrizar:

  • Venga, Carlos, ponte el albornoz que tienes ahí colgado y bajemos. Hay una piscina de la ostia, calentita y coquetona. Vamos, cariño.

Nos encontramos en la sala principal. Estaba presidida por una gran chimenea, en la que crepitaba un fuego muy acogedor. Lo había encendido la mujer que entregaba las llaves y enseñaba la casa. Bajando unos escalones ocultos por una puerta a la derecha del hogar, había una estancia con una piscinita ovalada bajo una bóveda de ladrillo, con el agua humeante. Cuando la vimos con papá, nos emocionamos. Era una pasada. ¡Lo que podía pasar allí dentro!.

  • ¿Qué, nos damos un baño antes cenar, Carlos?.

  • Como queráis, Johan. ¿Cabremos los cuatro?.

  • Pues claro, ya verás, no es muy grande, pero es una preciosidad. Venga, bajad.

Cuando llegamos a la cámara, colgamos los albornoces y nos metimos en el agua. Estaba realmente caliente, pero la sensación era agradable. La piscina no tenía más de un metro de agua y exceptuando la parte que ocupaban los escalones, rodeaba toda la pared interior un saliente a modo de banco corrido. Supongo que tenía algún sistema de filtrado, pero debía ser muy sutil, porque la superficie permanecía lisa y, gracias a las luces que había bajo el agua y lo transparente que era, se veía todo, hasta el fondo. Los juegos de colores que producían las teselas del gresite que la recubría y la música zen relajante que salía de no se dónde, le añadían un toque muy sensual.

Carlos y yo nos sentamos juntos, frente a mis padres. Unos y otros permanecíamos quietos y en silencio, supongo que reflexionando sobre lo que se nos venía encima. Llegó un momento en que yo no pude soportar la pulsión lúbrica por más tiempo. Tomé el rostro de Carlos, lo giré, y empecé por comerle la boca. Eso no era suficiente, quería que mis padres participasen de alguna forma en nuestra relación, pero como habíamos pactado entre los tres que el viernes era el día de las parejas originales, me conformé con que vieran cómo me lo trincaba allí, delante de ellos dos. Le tomé el cipote con la mano y empecé a hacerle un pajote, sin apartar la vista de los ojos de mi madre.

Carlos, sofocado, intentó retirarme la mano de su pollón, pero por ahí yo no pasaba: aunque me gustase compartirlo, eso también seguía siendo mío. Con la mano que tenía libre, tomé una de la suyas y se la puse sobre mis pechos. El muy idiota seguía teniendo dudas y tuve que estimularle. Si no le iba la zanahoria, le daría palo. Le comí la oreja y aproveché para soltarle por lo bajín:

  • Tío, o me follas aquí y ahora, delante de mis padres, o mi madre y yo te enviamos a tomar por culo de por vida. ¿Entiendes?.

No hay nada como amenazar a un tío con cerrarse de patas para llevarle al huerto. Empezó a acariciarme, yo seguí dándole a la matraca y la cosa creció y creció. Me lo ensarté sentada de espaldas y cuando quiso darse cuenta, me llenaba la panocha. Tal como iba perforándome las entrañas, se oían una especie de pedetes, sin cola ni olor, al avanzar el ariete y desplazar el agua de la vagina. Mi madre se reía, sin dejar de mirar a Carlos con una media sonrisa, cargada de lascivia.

Cuando mi exnovio, ese día tal vez ya no tan ex, me tomo los pezones con ambas manos, mi madre montó a papá sin compasión. Él la acompañó, sonriéndome con ternura. Iniciaron un vaivén cadencioso, con una coordinación sólo al abasto de los muy experimentados. Las manos corrían de cuello y pezones, al clítoris y la parte alta de nuestras rajas. Parecía que nuestras parejas competían a ver quién era más macho y hacía correr antes y daba más placer a su montura. ¡Hombres!. Al final, pasó lo inevitable: nosotras disfrutamos uno, dos y tres orgasmos. Ellos se vaciaron entre el primero y el segundo y tuvieron que regalarnos el último a base de dedo.

Desenvainé el carajo la primera, me acerqué a mis padres y les di a uno y otra un morreo de aquí te espero. No tuve bastante con ello y mientras seguía comiéndoles los morros, magreé la delantera y el chumino materno, ayudé a sacar el pene de papá y aunque lo tuviese en horas bajas, le di un buen repaso. Carlos estaba alucinando y tuve que ir a reconfortarlo:

  • Ves, así todo queda en familia, cariño.

Cenamos una crema de puerros y calabaza, tortilla de berenjenas y ajos tiernos, acompañada de ensalada y unos flanes riquísimos. Lo había preparado todo Jaira por la mañana. Tuvo que quedarse un rato más para acabarlo, pero se negó a cobrar el tiempo extra. Este sábado y domingo, vais a reconciliar vuestros cuerpos con vuestros espíritus. Eso es motivo de gran alegría y quiero aportar mi granito de arena a la fiesta, nos dijo. Esa noche, Carlos y papá descubrieron que debió aportar otros granos que no eran de arena, aunque más que a la fiesta, fue a la crema de verduras. Rindieron como nunca creyeron posible, sin saber de dónde les venía tanta energía. No voy a desvelaros los secretos de las pócimas ancestrales caribeñas de Jaira. Más que nada, porque no tengo ni repajolera idea, así que aquí lo dejo.

Después de cenar, sentados formalitos frente al fuego, vimos una peli de James Bond para pasar el rato y distender el ambiente con esa mezcla de acción trepidante, cinismo y machismo concentrado a raudales. Cuando acabó, nos aseamos y subimos a las habitaciones. Mamá y yo, habíamos acordado dejar las puertas abiertas para escuchar que hacía la otra pareja. Se ve que, a ella, oír las corridas de Carlos, le daba un morbazo de copón. ¡Qué más me quedaba por descubrir de mi madre!.

Esa noche Carlos y yo tuvimos sexo. Mucho y del bueno, sí, pero recordé la primera vez con mi padre y quise que el reencuentro con mi novio fuese algo parecido: Mas hacer el amor y menos follar por el puro placer del sexo, no sé si me entendéis. Con papá funcionó. Primero nos pegamos un polvazo brutal, pero cariñoso, cuidando más el placer del otro que el de uno mismo. Nos relajamos y estuvimos hablando un buen rato. Cuando me preguntaba por la convivencia con mi padre o como es que besaba “así” a mis padres, le respondía con un “mañana, cariño” y le daba un chupetón a la punta del ciruelo. Eso no contestaba a su pregunta, pero llevaba la conversación por otros derroteros.

Por fin, entramos en terrenos muy nuestros: dónde y cómo veíamos nuestro futuro después de lo que habíamos vivido uno y otro desde el verano. Íbamos a entrar en el papel que jugaría mi familia, en especial mamá, pero tuvimos que hacer un alto: Mi madre chillaba como una loca su placer a los cuatro vientos. Carlos debió rememorar polvos pasados y no se le ocurrió otra cosa que comparar:

  • Tu padre debe ser un fiera follando. Conmigo tu madre no chilla tanto y eso que yo…

  • Te acabas de tirar a la hija y me pasas por la cara tus polvos con la madre. Eres un desconsiderado, Carlos. Suerte que yo no soy celosa. Y si lo quieres saber, si, mi padre es un amante maravilloso, y…

  • ¡Julia, joder, lo habéis hecho!.

  • Eso toca mañana. Ahora cállate y párteme el culo como tú sabes, capullo.

La noche acabó con cuatro personas muy satisfechas, dos parejas, o algo parecido, en curso de remozado y muchas preguntas pendientes de respuesta, al menos por lo que respecta a Carlos.

Nos pasamos la mañana recorriendo un sendero precioso. Nos lo había recomendado la mujer que nos atendió a la llegada. Andamos un montón, hablamos del campo, los pajaritos y las vistas. A cada pregunta de Carlos sobre las novedades en nuestras relaciones familiares, alguno de nosotros le respondía: ahora no toca, después de comer, lo aclararemos entre los cuatro.

Almorzamos en el único restaurante del pueblo cercano a la casa rural donde nos hospedábamos. Rústico, con comida sencilla, pero bien preparada y abundante, hecha con materias primas locales de calidad y mucho mimo. Decidimos hacer la sobremesa y tomar los cafés en casa. Papá preparó el café, yo saqué unas perrunillas caseras, una especie de galletas a base de manteca de cerdo, huevos, harina y azúcar, con un toque anisado, tradicionales de la zona. Las compramos el viernes por el camino. Mamá sacó una botella de cristal tallado de la alacena, medio llena de un líquido desconocido, de un tono oscuro azulado. Dormitamos en los sofás del salón un rato, mientras digeríamos el copioso almuerzo y los chupitos de hierbas con que acompañamos las perrunillas. Serían sobre las cinco cuando papá decidió que era hora de empezar a moverse:

  • Vamos a darnos un baño, gandules. La piscinita es una maravilla y si ayer nos lo pasamos bien, hoy aún mejor. ¡Venga, venga!.

  • Como quieras, Johan. Subimos a ponernos los albornoces.

  • Déjalo Carlos. Abajo hay toallas.

Y así, sin oportunidad de réplica, papá se despelotó en medio de la sala, me ayudó a sacar las deportivas y los calcetines y me quitó los leggins y las bragas de una tacada. Entretanto, yo ya había dejado sobre el respaldo del sillón la camiseta térmica. Los dos desnudos, nos tomamos de la mano y cruzamos la puerta que llevaba a la piscina.

  • A ver, Carlitos, ¿te he de explicar cómo se deshace la lazada de las zapatillas?. No, verdad. Pues quítate la ropa y acompañemos a esos despendolados. No sé a ti, pero a mí, ya me han puesto el chocho flojo.

  • Pero, Laura, ¡Que es su padre!.

  • Y yo su madre, no te jode. Anda, vamos. Crees saberlo todo y todavía tienes mucho que aprender, tontorrón.

Al traspasar la puerta, nos encontraron enganchados dentro del agua. Yo estaba de pie, apoyada en el borde y papá me la metía desde atrás, levantando oleaditas con el vaivén del mete-saca.

  • Hola guapo, hola mamá. Venga, venid aquí para que podamos jugar todos.

  • Laura, esto es…

  • Maravilloso.

  • Incesto.

  • Palabras, sólo palabras. Anda, entierra los tabús como hemos hecho nosotros, ven conmigo y párteme el coño como tú sabes, capullo.

Mi madre se puso a mi lado, en la misma posición que yo. Carlos se situó detrás, pero con tantas sorpresas juntas, el cipote se le había quedado blandengue. Por suerte, papá no era un hombre remilgado. Lo tomó entre sus dedos y le aplicó todo su saber hacer, aunque eso provocó un desconcierto aún mayor en mi novio:

  • Pero qué coño haces, Johan. Me estás haciendo una paja. ¡Que no soy maricón, tío!.

  • Yo tampoco, yerno, pero con esa polla blanducha y replegada como un gusano, no vas a poder follarte a mi mujer. Ella se muere por que se la metas, así que sólo estoy ayudando a que sea feliz.

  • ¡Estáis todos locos!.

Un poco locos, sí que estábamos y muy salidos, también. Lo cierto es que el pollón de Carlos iba tomando cuerpo a cada acometida de la mano de su suegro. Mi novio tiene el pene sin circuncidar, con un prepucio amplio que permite descapullar el champiñón sin problemas. Papá se lo subía y bajaba, a la vez que le acariciaba el habón con la yema del pulgar y los huevines con los dos dedos sobrantes. Con ese tratamiento dentro del agua calentita, pronto tuvo la tranca como una escarpia y pudo hacer el trabajo para el que la Naturaleza la había diseñado. Pasó las manos por bajo el torso de su suegra, la tomó por los hombros, apuntó y le llenó la papaya de cigala fresca.

Al vernos las dos ensartadas, giramos los rostros y nos besamos con nuestra mejor alma bollera. Carlos alucinaba, pero oyendo nuestros gemidos cargados de placer, algo hizo “click” en su cerebro. Hundió sus aprensiones y los tabús que le habían inculcado desde niño en el fondo de la piscina, arremetió con todo el coño de mamá y no se amilanó cuando papá le pidió dar una vuelta de tuerca más al despropósito que estábamos compartiendo.

  • Carlos, úntate un par de dedos en el pote de lubricante que tienes ahí atrás y métemelos por detrás. Que te trabajen el ano mientras te follas a una diosa como Julia, te da un subidón que no veas. Una pasada, yerno. Yo te haré lo mismo, verás que bueno.

  • Johan, yo…

  • Calla y disfruta.

Y así fue la cosa. Cuando Carlos quiso darse cuenta, mi padre tenía el índice y el medio dándole duro por el culo, masajeándole la próstata desde dentro y proporcionándole un placer nuevo y brutal, que sumado al que recibía su cimbrel con las idas y venidas en el coño de la suegra, le llevaron al mejor orgasmo de su vida en pocos minutos. Al verlo, papá también quiso lo suyo:

  • Vamos, flojo, dame duro. Yo también quiero correrme como tú en el coñito de tu novia.

  • No puedo más, Johan, no puedo más. Me has dejado para el arrastre. Nunca había vivido algo así. Sois, somos, unos depravados, pero esto es maravilloso y no quiero perdérmelo por nada del mundo.

  • Deja las palabras para después y méteme los dedos más adentro, joder.

  • Yo le ayudo, papá.

Pasé la mano entre las piernas de mi padre y la puse como pude encima de la de Carlos. Le ayudé a llevar el ritmo que le gustaba a papá y de pasó, aproveché para acariciarle el escroto y la zona sensible del perineo. Con ese tratamiento, él aceleró las embestidas y los dos, con unas pulsaciones próximas a la taquicardia y rebufando de placer, nos corrimos como cerdos copulando. Mamá nos miraba, sin dejar de darse brillo a la pepitilla. Al parecer, no había tenido bastante con el polvazo que le había metido el yerno.

Nosotros tres nos quedamos unos instantes quietos, disfrutando de la relajación postcoital. Mamá seguía dándole a la matraca. Si seguía así, iba a dejarse el clítoris despellejado, pero por suerte le vino enseguida un orgasmo demoledor. En cuanto le bajaron los espasmos del clímax, nos tomó a cada uno de nosotros y nos comió la boca. Yo no quise ser menos e hice lo propio. Mi padre se encogió de hombros y primero a su mujer, luego a mí y finalmente a un Carlos desconcertado y apabullado a partes iguales, nos morreó con ganas. A mi novio, con repaso de nalgas incluido, ja, ja. Y el pater familias, quien si no, cerró el círculo:

  • Bienvenido a la familia, Carlos.