¿Y si tu madre te propusiera comerte la polla?

¿Le dirías que no?

Era tarde. Tanto Ernesto como yo habíamos bebido lo suficiente como para estar contentos pero no lo bastante como para caer redondos en nuestras respectivas camas.

Mis otros hijos me habían propuesto venir unos días a casa, especialmente Tomás, que se había quedado con un buen calentón por culpa de la inoportuna aparición de Ernesto, pero yo había declinado la propuesta.

Tenía un asunto pendiente con Ernesto.

Después de una cena ligera nos sentamos a ver la tele.

Tras cambiar unas cuarenta veces de canal Ernesto dejó El Mentalista, una serie que a él le encanta y a la que, por más que lo intente, yo no le veo la gracia.

  • ¿No puedes poner otra cosa, Ernesto? - pregunté a mi hijo. - Llevamos cuatro temporadas esperando a que pase algo o a que el protagonista se cure de su idiotez. Y parece que es un imposible.

Ernesto me pasó el mando, molesto.

  • Pon lo que te dé la gana. Me voy a la cama.

Estuve cambiando de canal unos quince minutos hasta que oí como Ernesto salía del baño, después de ducharse y lavarse los dientes. Era el momento de pillarlo en calzoncillos, primera parte del plan.

Fui directamente a su habitación. Él estaba conectando el móvil al cargador. Lo único que llevaba eran unos slips de Calvin Klein. De siempre Ernesto ha dormido casi desnudo.

  • Lo siento. No quería hacerte enfadar - le dije.

Él me hizo una mueca de lo dudo mucho.

  • Ha sido un día largo, mamá. Vete a la cama y descansa.

Se metió en la suya y me pidió que le apagara la luz. Lo hice.

Pero en lugar de irme me quedé en el umbral de la puerta.

Al cabo de un minuto mi hijo se percató de mi presencia.

  • ¿No te acuestas, mamá?

  • Gracias, pensé que no me lo ibas a pedir nunca.

Y me metí con él en la cama.

  • En tu cama, mamá.

  • No podemos hablar un rato? Lo necesito.

Se lo pensó.

  • Vale, un rato. Cinco minutos. Pero nada más. Estoy roto.

Conseguí que me rodeara con un brazo, apoyé la cabeza en su hombro y le acaricié el pecho mientras hablaba.

  • ¿Sigues enfadado?

  • No me gusta que te burles de mí.

  • No he hecho tal cosa.

  • Te burlas de las series que me gustan. Siempre lo haces.

  • Es que son todas una mierda. Pero no me burlaba. Es una verdad objetiva. Aunque no me refería a la tontería ésta de la tele sino a lo que ha pasado con tu tío Mauro. ¿Sigues cabreado?

Ernesto tardó en contestar. Aproveché la ocasión para empezar con los dedos a dar círculos cada vez más pequeños alrededor de su pezón derecho. Tomás, mi difunto marido y padre de mis cuatro hijos, se empalmaba casi al instante cuando le hacía eso.

  • Ya no estoy enfadado - dijo al fin Ernesto. - Pero ha sido muy fuerte encontraros así precisamente hoy. No me digas que no es muy fuerte.

  • Supongo que sí. El funeral de tu padre... tu tío Mauro que está felizmente casado... Y eso de ver a la vieja de tu madre en pelota picá comiéndole ese enorme rabo... Sí, es un poco fuerte. Sobretodo porque tú nunca me habías visto desnuda, y mucho menos dedicada a semejantes menesteres.

  • Ahí te equivocas - dijo Ernesto. - Te he visto muchas veces. Papá y tú siempre habéis sido una pareja muy activa y todos nosotros - se refería a los cuatro hermanos- os hemos espiado en algún momento de nuestra adolescencia. Además, nunca pusisteis verdadero empeño en evitar que encontrásemos vuestros vídeos. Cualquiera que estuviera sólo en casa y quisiera hacerse una paja no tenía más que ir al ordenador, abrir vuestra carpeta de documentos que nunca os preocupasteis de proteger, y veros en todas las posiciones imaginables. Eso, para cuatro hermanos con las hormonas descontroladas, fue todo un regalo.

  • Ahora me explico muchas cosas... - dije, pensativa.

  • ¿Qué vamos a hacer sin papá? - preguntó Ernesto. - ¿Qué vas a hacer tú sin papá?

  • De eso quería hablarte cuando te dije que quería pedirte un favor esta tarde. ¿Qué harías por mí, Ernesto?

  • Sabes que cualquier cosa.

  • Me da miedo enfrentarme al mundo. No estoy preparada. Tengo necesidades que sólo un hombre puede calmar y no estoy preparada para buscar un hombre... fuera de casa.

  • ¿Me estás proponiendo sexo?

  • Sólo durante un tiempo, uno o dos meses quizá.

Permanecimos tras eso un buen rato en silencio.

  • ¿Qué piensas? - me atreví al final a preguntar.

Por toda respuesta mi hijo me cogió la mano y la colocó sobre sus partes. Noté bajo su slip una erección de caballo.

  • Iba a decirte todas las razones por las que no es una buena idea pero parece que mi polla piensa de otra manera. De todas formas, si vamos a hacer esto, quiero que pactemos unas normas.

  • ¿Cómo cuales?

  • Sería sólo para tu desahogo, ahora que no está papá. Es decir, yo voy a cumplir esa función para ti. No habrá más hombres que yo, ni más escenas como la de esta mañana con el tío Mauro. En cuanto encuentres a alguien a quien amar tú y yo dejaremos de acostarnos.

  • Me parece bien - evidentemente no pensaba cumplirlo. No le había sido fiel a un marido, mucho menos a un hijo. - ¿Qué más?

  • Nadie tiene que saberlo jamás.

  • Por eso no te preocupes.

  • Y por último y lo más importante, nunca más volverás a hacer comentarios despectivos sobre las series que veo ni sobre nada que me guste.

  • Puedo hacerlo - casi era más difícil que lo de la fidelidad pero podía intentarlo. - Yo también tengo un par de normas.

  • Adelante.

  • Iré tomando de ti lo que me pida el cuerpo. O sea, que yo seré quien lleve la voz cantante.

  • Me parece bien, mamá. ¿Algo más?

  • Nada más. Ya hemos hablado suficiente.

Me deslicé hacia abajo por su pecho, cogí la cinturilla del slip y le saqué la polla. Aunque se acababa de duchar el olor a sexo era inconfundible. Aquella polla olía a polla. Me puse a salivar de anticipación.

Podía ver lo suficiente con la tenue luz que llegaba del salón para ver que Ernesto sí había heredado el tamaño de su padre.

Aquello fue un verdadero alivio.

En vez de metérmela directamente en la boca le cubrí y descubrí un par de veces el glande tirando de la piel hacia arriba y hacia abajo. Luego le sopesé los cojones con la mano.

Ernesto se estremeció.

  • Tienes un buen vergajo - le dije. - Y un buen par de huevotes - añadí, conociendo la importancia que para la confianza de los hombres tienen tales afirmaciones, aunque en este caso era completamente verdad.

Ernesto me puso las manos sobre el pelo y me empujó la cabeza hacia su miembro.

  • ¿Que te he dicho sobre la iniciativa? - pregunté.

Sin hacerme caso dirigió mi cabeza hasta su verga y me apretó la mejilla derecha contra su pollón. Sentir su fabuloso miembro caliente y palpitante contra mi cara fue más de lo que pude soportar.

  • Dios, me estorba la ropa - dije, dispuesta a quitármelo todo cuanto antes.

Ernesto no me dejó. Siguió obstinadamente presionándome la cara contra el pollón.

  • Cómeme los huevos, mamá. Hace la hostia de tiempo que no me comen los huevos.

Me llevó la cabeza más hacia abajo. Metí la nariz entre sus peludos cojones y aspiré su divino aroma.

Así que a mi Ernesto le gustaba que le lamieran los cojones. Era inesperado. Tomás, su padre, nunca me había dejado comerle los huevos. Se moría de las cosquillas.

Empecé a chuparle los huevos a Ernesto con cuidado pero no parecía tenerlos tan sensibles como su padre y poco después iba mamando ora un cojón, ora el otro, sin muchas contemplaciones. Mi hijo se había cogido el cipote y se estaba masturbando extasiado.

Mientras le comía los huevos empecé a desprenderme de la ropa. Era cierto que me sobraba. Es un efecto que me producen las pollas, unas ganas horrendas de quitármelo todo para poder gozar de verga en toda la piel.

Ernesto me ayudó con las bragas entendiendo que yo quería hacer un sesenta y nueve. A mí me daba lo mismo con tal de poder mamarle el vergajo cuando se cansara de que le comiera los huevos.

Pero de pronto noté la lengua de mi hijo a lo ancho y largo de mi raja y me olvidé de su polla. Madre mía, qué lengua tenía el condenado.

  • Eh, tú. Si quieres que te coma bien el coño, sigue chupándome los huevos.

Obedecí, cómo no.

Ernesto empezó por la vulva pero poco después empezó a darme lengua también en el ano. Yo comencé a retorcerme de gusto y aún a riesgo de que se enfadara dejé por fin sus enormes cojones para centrarme en lo que me traía loca, su no menos enorme cipote. Mientras me metía el glande baboso de precum entre los labios mi hijo me paseaba un pulgar lleno de saliva por el ojete, presionando en el centro de vez en cuando, jugando al mismo tiempo con la lengua entre los pliegues de mi almeja. Cuando empecé a mamar rabo como desquiciada sus lamidas se hicieron también más profundas, como si quisiera penetrarme con la lengua. Apoyé una pierna en el cabezal de la cama para abrirme bien y llenarle toda la boca de coño húmedo.

Un pensamiento extraño cruzó entonces mi mente.

Tú lo trajiste a este mundo. Qué menos que él te devuelva el favor.

Me imaginé un país remoto, quizá en otro mundo, donde los hijos estaban obligados por ley a follarse a sus madres al llegar a la plenitud sexual. Qué mejor forma para honrarlas y darles las gracias que entregarse a las madres, sus cuerpos jóvenes, sus duros miembros, que han visto la vida gracias a su esfuerzo. El ser humano, animal sexual, cuya sexualidad va mucho más allá de la mera reproducción, estaba haciendo las cosas a medias. Los hijos debían follarse a las madres. Las madres merecían probar el néctar de sus hijos. Y el néctar del mío estaba a punto de rezumar de su enorme polla. Para mí era pronto aún pero se me había ido la cabeza con la lengua de Ernesto y le había mamado el pollón sin tregua, y ahora ya no había vuelta atrás, Ernesto se corría. No podía detener la oleada de placer. Así que me afané más y mejor, tragando todo aquel bendito falo fruto de mis extrañas, carne de mi carne.

Cuando se derramó en mi boca, con la suya bien llena de coño, sentí como mi hijo se extremecía de agradecimiento. Me pregunté quién servía a quién de desahogo.

Saboreé y después tragué toda la corrida de mi hijo. Su semen era delicioso, tenía mejor sabor que el de mi Tomás, que en paz descanse.

Como Ernesto seguía, aún después de correrse, comiéndome el coño volví a chuparle los cojones.

Fue entonces cuando me percaté de que no estábamos solos. No había escuchado la puerta de la calle, tan profunda había sido la experiencia con Ernesto. Javi y Manu, mi par de gemelos, nos miraban asomados a la puerta de la habitación con la boca abierta.

Sin decir una palabra (qué iban a decir) Manu miró a su hermano como si le pidiera permiso. Javi asintió con la cabeza. Entonces Manu se acercó con tres zancadas a la cama.

No sé si Ernesto se había dado aún cuenta. Era difícil que no lo hubiera hecho. Pero seguía dándome lengua.

Manu se bajó la cremallera y se sacó una tremenda y morcillona pollaca depilada.

Se subió a la cama (Ernesto aún seguía comiendo coño) y me plantó el cipote en la nariz.

  • Yo también me quiero follar a mamá -dijo Javi, acercándose.

Es lo mejor que había oído decir a Javi en toda mi vida. Incluso mejor que cuando dijo su primera palabra veintidós años atrás.

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