¿Y si soy...?
La condición humana me confunde y desquicia.
Esa descalificación aún suena en mis oídos:
«¡¡¡CABEZA CUADRADA!!!»
Así me llamaban en la escuela. Cierto que soy más de ciencias que de letras y que siempre conecté mejor con las máquinas que con esos revoltillos de huesos, vísceras y emociones llamados humanos. Una máquina tiene su manual de instrucciones y está programada para aquello que uno precisa. Si no actúa adecuadamente, se la resetea, formatea o lleva al desguace si no hay reparación posible. No sentir es la mejor de sus cualidades.
No llevo matrícula alguna colgando del trasero ni tengo garantía prorrogable. Mal que me pese, pertenezco a esa maldita especie y me sorprendo cada día con los imprevistos que depara el estar sujeto al código genético, ese capricho de la naturaleza tan alejado del eficaz código de barras. En consecuencia: encuentro en mí aquellos defectos que tanto me desquicia hallar en mis congéneres.
Mi vida sexual siempre fue limitada y poco satisfactoria pues llegar a ese punto álgido de conmoción y descontrol llamado “orgasmo” es de lo más perturbador para mí. Lamentablemente no me puedo resistir a tan desquiciantes impulsos por el inevitable hecho de ser humano.
Imaginar a Copito de Nieve follándose a Chita era mi única concesión a la fantasía, y me masturbaba con una extraña mezcla de excitación y angustia pensando en que era zoofílico. Tenía que acabar con esa duda de una vez y me tragué la Zoopedia entera, llegando a la conclusión de que si no participaba de ese delirio como sujeto activo a pasivo, no padecía tan extraña parafilia. Poco duró el consuelo -dos minutos- ya que descubrí horrorizado que Chita era macho y no hembra. Entonces me formulé la siguiente pregunta:
«¿Si fantaseo con Copito follándose a Chita, me convierte eso en homosexual o, simplemente, en un consentidor de abusos entre primates de diferente especie pero del mismo sexo?» Colgué la pregunta en YAHOO, pero sólo recibí descalificaciones e improperios por respuesta.
-Haremos el test del algodón. Anda y muévete al ritmo de esa cantinela, querido -propuso mi hermano Carlos:
«Un, dos,
qué bueno que estoy,
qué tipo que tengo,
qué guapo que soy»
Mi hermano Carlos es homosexual. No uso la palabra "gay"· porque usar más de un término por concepto me confunde y "homosexual" creo que es el término científico adecuado. Había decidido consultarle ya que hablamos a menudo a pesar de ser tan diferentes, sobre todo de mecánica. Nos interesa a los dos por igual, eso sí, utilizando distinto vocabulario. A lo que yo llamo grasa, válvula, émbolo y perder aceite, él llama: vaselina, ojete, tranca. A "perder aceite", pues lo mismo: perder aceite. Tanta fraternidad entre hermanos es conmovedora -lo sé-, aunque veces creo que me toma el pelo o, simplemente, me sigue la corriente no sé por qué motivo.
Propuse esmerarme con el ejercicio con tal de salir de dudas. Lo de «Un, dos...» me sonaba muy militar y, mientras Carlos repetía la cantinela una y otra vez, yo levantaba la pierna recta muy en alto para dejarla caer seguidamente al suelo con gran ruido y aparato. Recorría la habitación de un lado a otro marcando el paso de la oca.
-Corazón -me dijo al poco- sólo te falta la guerrera y el penacho de plumas, pero creo que esas serían las únicas plumas que mostrarías y que lo tuyo va a ser que no. Para asegurarnos: ¿Has imitado alguna vez a La Pantoja vestido de faralaes?
-Jamás se me ocurrió -contesté sinceramente aturdido sin entender la relación que había entre mis tendencias sexuales y esa señora.
-¿Ni en la intimidad más absoluta, con la ralladora de queso por peineta y envuelto con el tapete de la mesa camilla?
-Jamás de los jamases..., pero no me digas que tú...
-Bueno, por qué negarlo a esas alturas.
-¿Lo dices en serio? O sea que el parmesano de los macarrones no era sólo... Joder, Carlos.
-Podrías ser un macho alfa carcelario, pero para ello se necesita vocación y oficio; y en ti no veo nada de eso, la verdad. Quédate tranquilo y no le des más vueltas.
Me miraba con una sonrisa preñada de sarcasmo cuya intención aún no consigo descifrar por muchas vueltas que le dé.
A veces creo que la gente se ríe de mí, no me importaría si al menos tuvieran el detalle de avisar. Sería más preciso, honesto y sabría a que atenerme. Yo seguía con la duda y eso me generaba tal estrés que me comía las uñas de forma compulsiva. Un día quedé paralizado viendo lo inconveniente de tan voraz actitud. La sospecha de que era caníbal enraizó en mí desde ese preciso instante.
Acudí a médicos de especialidades diversas, pero con una única manera de atenderme: Con esa sonrisa cínica y esa forma displicente de tomarme del brazo mientras me acompañaban hasta la puerta tras dedicarme dos minutos de su "precioso tiempo". Un psiquiatra, a quien habían retirado la licencia por tráfico de fármacos y que aceptaba cualquier caso por extraño que fuera, me informó de que sólo podía ser caníbal si me comía las uñas ajenas hasta crujirles el hueso y que a las mías podía añadirles ajo y perejil y hacerme una tortilla si me daba gusto.
Decidí poner remedio. Las pintaba con un esmalte repelente para corregir el vicio y, sorprendido de que ese acto tan coqueto y femenino no me generara ningún rechazo; pensé, horrorizado, que quizá fuera travestí o, aún peor: transexual. Entonces abrí el bolso para guardar el bote de esmalte y...
-¡JODER, SI YA TENGO HASTA BOLSO! -chillé despavorido pegando un bote y dejando que el bolso cayera al suelo desparramando su contenido: Crema de cacao para los labios -afortunadamente no era de color-, corta uñas, pañuelitos perfumados, lima, un abanico, un estuche con colorete, unas gafas de sol con Hello Kitty en la patilla, barritas de fibra, unas bragas sucias metidas en una bolsa, una navaja trapera... ¿Una navaja trapera?... Joder, joder...
Eso agravaba las cosas. ¿Y si padecía múltiple personalidad: la de un escrupuloso y viril Mr Hyde alternada a tiempo parcial con la de una perverso Mr Jekyll, travestí y peligroso cleptómano o -lo peor- un peligroso atracador? De no ser así, ¿cómo había llegado a mis manos ese útil complemento femenino?
Si no puedo ser una máquina, intento ser lo más parecido a ella: un ciudadano ejemplar. La semilla de la duda, regada con los sudores de mi angustia, floreció convertida en convicción, y decidí ir a comisaría para entregarme como presunto disfórico sexual cleptómano. Sería a causa de los nervios o de la visión del cuerpo policial luciendo uniforme tan bien planchado, botas, porras, armas y demás complementos, que una incómoda erección inició su ascendente recorrido entre mis piernas.
¿Y si lo que me impresionaba de ellos, no era su seguridad y corrección tan parecida a la que me inspiran las máquinas, sino la promesa de una tortura extraoficial en los calabozos para que confesara aquello que era incapaz de recordar? De ser así, ¿me convertía eso en disfórico sexual, cleptómano y masoquista? Cada vez tenía más motivos para esperar reinserción social y decidí exigirla de una vez por todas. Para eso pagaba mis impuestos.
Aún no acabo de entender por qué se burlaban de esa manera escuchándome, ni por qué ahora estoy aquí, tumbado en la camilla. Tampoco sé por qué la sirena de la ambulancia suena de forma tan insistente mientras el personal sanitario intenta tranquilizarme. Puede que me pasara un poco atizándoles con el bolso presuntamente robado, pero su incompetencia me encendía. Yo entregándome sin condiciones como un ciudadano ejemplar que quiere purgar sus maldades, y ellos haciendo todo lo contrario de lo que cabía esperar.
Han pinchado el azul de mis venas, el rojo de mis arterias y de mi antebrazo cuelga un tubito con un líquido transparente. Advierto que no me sentía tan relajado desde hacía siglos, pero una nueva duda me prende en el mejor momento, como siempre:
-¿Y si soy drogadicto?