Y por eso rompimos 2
Capitulo dos.
Disculpen si el primer capítulo no estuvo cambiado, pensé que si pero me equivoqué. Acá está ya cambiado y todo bien, espero que disfruten el capítulo, muchas gracias por su lectura.
CAPÍTULO DOS.
Estas son las chapas de las botellas de Scarpia’s Bitter Black Ale que tú y yo nos bebimos en el jardín trasero de Al aquella noche. Recuerdo las estrellas brillando con destellos punzantes y nuestro aliento condensado por el frío, tú vestida con una simple camisa color Rojo y yo, con esa chaqueta de punto de Al que siempre cojo prestada en su casa. La tenía preparada, limpia y doblada cuando le acompañé al piso de arriba para darle su regalo antes de que llegaran los invitados.
—Te dije que no quería ningún regalo —protestó Al—. Que la fiesta era suficiente, sin el
obligatorio…
—No es obligatorio —le aseguré repitiendo la palabra que ambos habíamos aprendido en primer
curso con las mismas tarjetas de vocabulario—. Encontré algo. Es perfecto. Ábrelo.
Tomó la bolsa que yo le alargaba, nervioso. —Vamos, feliz cumpleaños.
—¿Qué es?
—Lo que más deseas. Eso espero. Ábrelo. Me estás volviendo loca.
Crujido de papel, crujido de papel, ras, y Al lanzó una especie de grito ahogado. Fue muy
satisfactorio.
—¿Dónde has encontrado esto?
—¿No se parece, mejor dicho, no es exacta a la que el chico lleva en la escena de la fiesta en Una
semana extraordinaria? —le pregunté.
Al sonrió mirando la delgada caja. Era una corbata, de color verde oscuro y con un moderno
bordado de diamantes en hilera. Llevaba meses en mi cajón de los calcetines, esperando.
—Sácala —le insté—. Póntela esta noche. ¿No es exacta?
—Cuando sale del Porcini XL10 —añadió él, pero mirándome a mí.
—Tu escena preferida de la película. Espero que te guste.
—Por supuesto, Min. Me encanta. ¿Dónde la has encontrado?
—Me fui de extranjis a Italia y seduje a Carlo Ronzi, y cuando se quedó dormido me colé en su
archivo de vestuario…
—Min.
—En un rastrillo. Déjame que te la ponga.
—Puedo anudarme yo mismo la corbata, Min.
—No en el día de tu cumpleaños —jugueteé con el cuello de su camisa—. Con esto puesto te van a
devorar.
—¿Quiénes?
—Las chicas, las mujeres. En la fiesta.
—Min, van a venir los mismos amigos de siempre.
—No estés tan seguro.
—Min.
—¿No estás preparado? Yo sí. Joe ha quedado totalmente atrás y aquel rollo del verano está olvidado. Y tú. Lo de la chica de Los Ángeles parece que fue hace un millón de años…
—Fue el año pasado. En realidad, este año, pero el curso pasado.
—Sí, y hemos empezado el tercer curso del instituto, la primera cosa importante que nos pasa. ¿No estás listo? ¿Para una fiesta y un romance y Una semana extraordinaria? ¿No tienes hambre, no sé, de…?
—Tengo hambre de pesto.
—Al.
—Y de que la gente se divierta. Eso es todo. Es solo un cumpleaños.
—¡Son los amargos dieciséis! Me estás diciendo que si una chica se parara en un Porcini lo que
sea…
—Vale, de acuerdo, para el coche sí estoy preparado.
—Cuando cumplas veintiuno te compraré el coche —le dije—. Esta noche toca la corbata y algo…
Al suspiró, muy lentamente, mirándome.
—No puedes hacerlo, Min.
—Puedo encontrar lo que tu corazón desea. Mira, lo hice una vez.
—Es el nudo de la corbata lo que no puedes hacer. Parece que estás trenzando un cordón. Déjalo.
—Vale, vale.
—Pero gracias.
Le arreglé el pelo.
—Feliz cumpleaños —dije.
—La chaqueta está ahí para cuando tengas frío.
—Sí, porque yo estaré acurrucada en algún lugar ahí fuera mientras tú disfrutas de un mundo de
pasión y aventura.
—Y de pesto, Min. No te olvides del pesto.
En el piso de abajo, Jordan había colocado la amarga combinación en la que habíamos trabajado
como burros y Lauren se paseaba con una larga cerilla encendiendo velas. La sensación era de
«Silencio en el plató», apenas diez minutos en los que todo chisporroteaba pero nada sucedía. Y
entonces la puerta con mosquitera se abrió con un silbido y Mónica y su hermano y ese chico que
juega al tenis entraron con vino que habían birlado de la fiesta de inauguración de la casa de su madre —aún envuelto en un estúpido papel de regalo—, subieron la música y la celebración dio comienzo. Yo guardé silencio sobre mi misión, aunque continué buscando a alguien para Al. Pero aquella noche las chicas no eran las adecuadas: con purpurina en las mejillas o demasiado nerviosas, sin ningún conocimiento sobre películas o ya con novio. Y se hizo tarde y el hielo se había convertido casi todo en agua en el gran recipiente de cristal, como los restos de los casquetes polares. Al no dejaba de decir que no era el momento de la tarta y entonces, como una canción que ni siquiera recordábamos que estuviera en la selección musical, irrumpiste en la casa y en mi vida.
Parecías fuerte, An. Supongo que siempre has sido así: los hombros, la mandíbula, los brazos
impulsándote a través de la habitación, tu cuello, donde ahora sé que te gusta recibir besos. Fuerte y duchada, segura de ti misma, incluso amable, aunque no ansiosa por agradar. Inmenso como un grito, bien descansada, en buena forma física. He dicho duchada. Guapísima, An, es a lo que me refiero.
Lancé un grito ahogado como el de Al cuando le di el regalo perfecto.
—Me encanta esta canción —dijo alguien.
Seguramente haces siempre lo mismo en las fiestas, An: un lento y desdeñoso recorrido de habitación en habitación saludando a todo el mundo con un movimiento de cabeza y los ojos fijos en tu siguiente destino. Algunas personas te lanzaron miradas desafiantes, varios chicas chocaron besos en tus mejillas y Tannya y Cristina estuvieron a punto de bloquearles el paso como guardaespaldas. Tannya estaba realmente borracha y le seguiste cuando se escabulló por una puerta lejos de las miradas; yo me obligué a esperar hasta que sonase de nuevo el estribillo de la canción antes de ir a ver. No sé por qué, An. No es que no te hubiera visto antes. Todos te conocían, tú eres como, no sé, una actriz al que todo el mundo ve crecer. Todos te habían visto antes, nadie puede recordar no haberte visto. Pero de repente, sentí una verdadera necesidad de contemplarte de nuevo en ese mismo instante, esa noche. Pasé apretujándome contra la chica que había ganado el premio de ciencias y miré en el salón, la guarida con las fotografías enmarcadas en las que Al aparece con aspecto incómodo en los escalones de la iglesia. Estaba abarrotado, como todas las habitaciones, con demasiado calor y excesivo ruido, así que corrí escaleras arriba, llamé con los nudillos por si ya había alguien en la cama de Al, cogí la chaqueta de lana y me deslicé fuera en busca de aire, y por si te encontraba en el jardín.
Y allí estabas, allí. ¿Qué me empujó a hacer tal cosa mientras tú esperabas de pie, con una sonrisa
irónica y dos cervezas en las manos, a que Tannya vomitara sobre el parterre de flores de la madre de Al? Yo no tendría que haber estado buscando plan, no para mí. No era mi cumpleaños, es lo que pensé. No había razón alguna por la que debiera haber salido al jardín, sola. Eras An Slaterton, por Dios, me dije a mí misma, ni siquiera estabas invitada. ¿Qué me pasaba? ¿Qué estaba haciendo? Pero ya estaba hablando contigo y preguntándote qué sucedía.
—A mí nada —respondiste—. Pero Tannya está un poco mareada.
—Que te jodan —balbuceó Tannya desde los arbustos.
Te reíste y yo también. Alzaste las botellas hacia la luz del porche para distinguir cuál era cuál.
—Toma, esta no la ha tocado nadie.
Normalmente, no bebo cerveza. A decir verdad, no bebo nada. Cogí la botella.
—¿Esta no era para tu amiga?
—No debería mezclar —afirmaste—. Ya se ha tomado media de Parker’s.
—¿En serio?
Me miraste y cogiste de nuevo la cerveza porque yo era incapaz de abrirla. Lo hiciste en un segundo y al devolvérmela, dejaste caer las dos chapas en mi mano como monedas, como un tesoro secreto.
—Hemos perdido —me explicaste.
—Y ¿qué hace cuando ganáis? —pregunté.
—Beberse media botella de Parker’s —dijiste, y luego…
Joan me contó más tarde que una vez os habían dado una paliza en una fiesta de deportistas después de haber perdido un partido, y que por eso acabáis en fiestas ajenas cuando perdíais. Me dijo que sería duro salir con su hermana, la estrella del baloncesto. «Serás una viuda —aseguró mientras lamía la cuchara y subía de volumen a Hawk—. Una viuda del baloncesto, completamente aburrida mientras ella dribla por todo el mundo».
Pensé, qué estúpida fui, que no me importaba. y luego me preguntaste mi nombre. Yo contesté que Min, diminutivo de Minerva, diosa romana de la sabiduría, porque mi padre se estaba sacando el doctorado cuando nací, y que no, que ni me lo preguntara, que solo mi abuela podía llamarme Minnie, porque, como ella decía, y yo repetí imitando su voz, me quería más que nadie.
Tú dijiste que te llamabas An. Como si no lo supiera. Quise saber cómo habíais perdido.
—No me preguntes eso —exclamaste—. Contarte cómo perdimos herirá todos mis sentimientos.
Eso me gustó, todos mis sentimientos.
—¿Cada uno de ellos? —pregunté—. ¿De verdad?
—Bueno —añadiste, y diste un trago—, podrían quedarme uno o dos. Aún podría tener alguna
sensación.
Yo también tuve una sensación. Por supuesto, me contaste cómo habíais perdido , An,
porque eres una chica y algunas veces te comportas como chico. Tannya roncaba sobre el césped. La cerveza me sabía mal y la tiré discretamente a mi espalda sobre la tierra fría, mientras en el interior la gente cantaba. «Cumpleaños amargo, cumpleaños amargo, te deseamos, Al —y Al nunca me reprochó que hubiera permanecido fuera con una chica sobre el que no tenía ninguna opinión en vez de entrar para ver cómo soplaba sus dieciséis velas negras sobre aquel corazón negro e incomible— cumpleaños amargo». Me contaste el relato completo, con tus delgados brazos dentro de aquella chaqueta raída y acartonada, y recreaste todas tus jugadas. El baloncesto sigue resultándome incomprensible, unas tías en uniforme que botan una pelota, frenéticas y gritando, y aunque no te escuchaba, presté atención a cada palabra. ¿Sabes lo que
me gustó, An? La expresión tiro en bandeja. Saboreé las palabras, tiro en bandeja, tiro en bandeja,
tiro en bandeja, entre tus fintas y faltas, tus tiros libres y bloqueos y las meteduras de pata que lo
mandaron todo al carajo. El tiro en bandeja, un movimiento en picado que salía como habías planeado.
Mientras todos los invitados cantaban dentro de la casa: «porque es un amargo chico excelente, porque es un amargo chico excelente, porque es un amargo chico excelente, y siempre lo será». En una película, mantendría el volumen de la canción tan alto a través de la ventana que tus palabras se escucharan como un chapurreo deportivo mientras terminabas de relatar el partido y tirabas la botella elegantemente por encima de la valla, haciéndola añicos, y luego empezabas a preguntarme:
—¿Podría llamarte…?
Pensé que ibas a preguntar si podías llamarme Minnie. Pero simplemente querías saber si podías
llamarme. ¿Quién eras tú para pedirme aquello, a quién le estaba contestando que sí? Te habría
dejado, An, te habría permitido llamarme eso que odio que me llamen, excepto si lo hace la persona que me quiere más que nadie. En vez de eso dije que sí, claro, que podías llamarme para, tal vez, ver una película el próximo fin de semana, y, An, lo que sucede con los deseos del corazón es que tu corazón ni siquiera sabe lo que desea hasta que lo tiene delante. Igual que una corbata en un mercadillo, un objeto perfecto en un cajón de naderías, apareciste allí, sin invitación, y de repente la fiesta pasó a un segundo plano y tú eras lo único que yo quería, el mejor regalo. Ni siquiera lo había estado buscando, no a ti, y ahora eras lo que mi corazón deseaba, mientras despertabas a puntapiés a Tannya y te sumergías a grandes zancadas en la noche.
—¿Esa era… An Slaterton? —preguntó Lauren con una bolsa en la mano.
—¿Cuándo? —respondí.
—Antes. No digas cuándo. Lo era. ¿Quién le había invitado? Vaya locura, ella aquí.
—Lo sé —afirmé—. Nadie le ha invitado.
—¿Y estaba apuntando tu número de teléfono?
Cerré la mano sobre las chapas de las botellas para que nadie las viera.
—Esto…
—¿An Slaterton te va a invitar a salir? ¿An Slaterton te ha invitado a salir?
—No me ha invitado a salir —respondí. Técnicamente no lo habías hecho—. Solo me ha
preguntado si podía…
—¿Si podía qué?
La bolsa crujió con el viento.
—Si podía invitarme a salir —admití.
—Dios Santo que estás en el cielo —exclamó Lauren, y luego, rápidamente—, como diría mi
madre.
—Lauren…
—An Slaterton acaba de invitar a Min a salir con ella —vociferó en dirección a la casa.
—¿Cómo? —Jordan salió.
Al miró a través de la ventana de la cocina, ofuscado y sorprendido, frunciendo el ceño sobre el
fregadero como si yo fuera un mapache.
—An Slaterton acaba de invitar a Min… Jordan miró en torno al jardín en busca de An.
—¿De verdad?
—No —aseguré—, no realmente. Solo me ha pedido mi número de teléfono.
—Claro, eso podría significar cualquier cosa —resopló Lauren lanzando servilletas mojadas dentro
de la bolsa—. Tal vez trabaje para la compañía telefónica.
—Vale ya.
—Tal vez, simplemente esté obsesionado con los prefijos.
—Lauren…
—Te ha pedido salir. An Slaterton.
—No va a llamar —insistí—. Solo ha sido una fiesta.
—No te infravalores —dijo Jordan—. Ahora que lo pienso, posees todas las cualidades que An
Slaterton busca en sus millones de novias. Tienes dos piernas.
—Y eres una forma de vida basada en el carbono —añadió Lauren.
—Vale ya —exclamé—. Ella no es…, es solo una chica.
—Escuchadla, solo una chica —Lauren siguió recogiendo basura—. An Slaterton te ha pedido salir.
Es un disparate. Como Los ojos en el tejado.
—No es tan disparatado como lo que, por otra parte, es una gran película, y el título es Los ojos en
el cielo. Además, no va a llamar.
—Simplemente, me parece increíble —dijo Jordan.
—No hay nada que creer —aseguré a todos los que estaban en el jardín, incluida yo—. Hemos
celebrado una fiesta y An Slaterton estaba ahí, pero ya se ha acabado y ahora estamos limpiando.
—Entonces, ven a ayudarme —dijo Al por fin, y alzó la ponchera chorreante. Me apresuré a entrar
en la cocina y busqué un paño.
—¿Vas a tirar eso?
—¿El qué?
Al señaló las chapas de mi mano.
—Sí, claro —contesté, pero al darle la espalda me las metí en el bolsillo. Al me acercó todo, la
ponchera y el paño para secarla, y me echó un vistazo.
—¿An Slaterton?
—Sí —respondí tratando de bostezar. El corazón me golpeaba con fuerza en el pecho.
—¿De verdad te va a llamar?
—No lo sé —dije.
—Pero… ¿deseas que lo haga?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No va a llamarme. Es An Slaterton.
—Sé quién es, Min. Pero tú… ¿qué quieres?
—No lo sé.
—Sí lo sabes. ¿Cómo no vas a saberlo?
Soy buena cambiando de tema.
—Feliz cumpleaños, Al.
Al solo sacudió la cabeza, probablemente porque yo estaba sonriendo, supongo. Supongo que
sonreía, una vez terminada la fiesta y con estas chapas de botella ardiendo en mi bolsillo. Tómalas,
An. Aquí están. Te devuelvo la sonrisa y aquella noche, te lo devuelvo todo. Ojalá pudiera.
Esta es una entrada de la primera película que vimos, mira lo que pone en ella: Greta en tierras
salvajes, sesión matinal para estudiantes, 5 de octubre, una fecha que jamás dejará de ponerme
nerviosa. Ignoro si es la tuya o la mía, pero lo que tengo claro es que compré las dos y esperé fuera, tratando de no caminar impaciente en medio del frío. Estuviste a punto de llegar tarde, lo que se convertiría en algo habitual. Tenía una intuición: Que no ibas a aparecer. Ese era mi presentimiento, mientras la cámara enfocaba de arriba y abajo la calle vacía en la película de aquel día, 5 de octubre, conmigo sola, en gris, caminando impaciente frente al objetivo. Y qué, pensé. Solo eres An Slaterton. Aparece. ¿A quién le importa? Aparece, aparece, ¿dónde estás? Que te jodan, todo el mundo tenía razón sobre ti. Demuestra que están equivocados, ¿dónde estás?
Y entonces, desde no se sabe dónde, entraste de nuevo en mi vida, dándome unos golpecitos en el
hombro, con el pelo peinado y húmedo, sonriendo, tal vez nerviosa. Tal vez sin aliento, como yo.
—Hola —exclamé.
—Hola —respondiste—. Siento llegar tarde, si es que llego tarde. No me acordaba de cuál era este
cine. Nunca vengo aquí. Lo tenía confundido con el Internationale.
—¿El Internationale? —el Internationale, An, no es el Carnelian. El Internationale proyecta
adaptaciones británicas de las tres mismas novelas de Jane Austen una y otra vez, y documentales
sobre contaminación—. ¿Y quién te estaba esperando en el Internationale?
—Nadie —dijiste—. Estaba muy solitario. Prefiero este.
Nos quedamos quietos, el uno al lado del otro, y abrí la puerta.
—Así que ¿nunca has estado aquí?
—Una vez en una excursión del colegio para ver algo sobre la Segunda Guerra Mundial. Y antes de
eso mi padre nos trajo a Joan y a mí a ver una peli en blanco y negro, debió de ser antes de que
conociera a Kim.
—Yo vengo, digamos que, todas las semanas.
—Está bien saberlo —dijiste—. Así siempre podré encontrarte.
—Ajá —respondí saboreando tus palabras.
—Vale, dime lo que vamos a ver, ¿de nuevo?
—Greta en tierras salvajes. Es la obra maestra de P. F. Mailer. Casi nadie consigue verla en la gran
pantalla.
—Guau —exclamaste echando un vistazo al solitario vestíbulo. Únicamente estaban los habituales
hombres con barba que entraban solos, otra pareja probablemente de universitarios y una anciana con un bonito sombrero que llamó mi atención—. Voy a comprar las entradas.
—Ya las tengo —dije.
—Vaya —respondiste—. Bueno, ¿qué puedo comprar yo? ¿Palomitas?
—Claro. En el Carnelian hacen de las de verdad.
—Estupendo. ¿Te gustan con mantequilla?
—Lo que tú quieras.
—No —dijiste rozándome el hombro; estoy segura de que no lo recuerdas, pero yo me derretí—, lo que tú quieras.
Conseguí exactamente lo que quería. Nos situamos en la sexta fila, donde siempre me gusta
sentarme. El mural descolorido, el suelo pegajoso. Los hombres barbudos idénticos y acomodados en butacas distantes, como las esquinas de un rectángulo. El perfil de la anciana de pie en la parte trasera, quitándose el sombrero y colocándolo junto a ella. Y tú, An, con tu brazo por encima de mis hombros provocándome un escalofrío, mientras las luces se apagaban.
Comienza Greta en tierras salvajes con la apertura de un telón. Lottie Carson es una corista de
teatro con un hoyuelo en la mejilla que la convirtió en Belleza Cinematográfica de Estados Unidos y en amante de P. F. Mailer. No es mucho mayor que yo ahora, lleva un abanico de encaje y un diminuto sombrero al tiempo que canta una canción titulada Tú eres mi norte, cariño. Miles de la Raz no puede apartar los ojos de ella. Mientras, tú cogías mi mano entre las tuyas, cálidas y electrizantes, dejando las palomitas abandonadas.
Entre bastidores, se comporta como un gilipollas. «Greta, te he dicho un millón de veces que no
hables con ese vago y asqueroso trombonista». «Oh, Joe, solo es un amigo, es todo», etcétera. Más diálogo, otra canción, creo, y… me estabas besando. Sucedió de repente, supongo, aunque no es repentino besar a alguien en una cita, especialmente si eres An Slaterton, y también, para ser fiel a la verdad, si eres Min Green. Fue un buen primer beso, suave e impactante, y puedo sentirlo ahora en la camioneta del padre de Al, como una luz y un aleteo en el cuello. Me pregunté qué harías a continuación, y entonces, con un rat-tat-tat de ametralladoras disparando contra las cajas de instrumentos mientras Lottie Carson grita, te devolví el beso.
Ella debe abandonar la ciudad, pero nosotros nos quedamos exactamente donde estábamos. El
hombre de confianza de Miles de la Raz la mete en el tren y ella, enfadada, le lanza el visón sobre su cara rabiosa. Seguramente no recuerdes esa escena porque en ese instante me estabas besando apasionadamente, con la boca húmeda y un ligero sabor a menta de la pasta de dientes. Al y yo la vimos en segundo, en su casa, en sesión doble con Coge esa pistola, acompañada de pizza y un café helado que a mí me hizo balbucear, aunque a Al solo le puso nervioso y le temblaba la rodilla tanto que no sabía dónde poner las manos. Así que conozco la escena. Ella se arrepiente de su gesto con el visón porque el tren se dirige hacia el norte. En Yukon se encuentra con Will Ringer, abrigado hasta las orejas en un trineo de perros y dispuesto a llevarla el resto del camino hasta su escondite…
Mientras tu mano descansaba en mi cuello sin que yo supiera si la deslizarías hacia abajo para
tocarme por encima de mi segunda camiseta favorita, la que tiene esos extraños botones de perla que obligan a lavarla a mano, o si la llevarías hasta mi cintura antes de meterla por debajo. ¿Y si te lo impido? ¿Y si quiero? ¿Y si se lo dices a alguien? Tus manos estarían sobre mi cuerpo y solo habían pasado veinte minutos de la primera película de nuestra primera cita. Así que interrumpí el beso cuando Lottie Carson se acuesta sola en el iglú, mientras Will Ringer, porque ella se lo pide, porque la quiere, duerme con los perros. Permanecimos sentados y quietos el resto de la película, en la oscuridad, apenas agarrados de la mano hasta que llegó el final y el gran, gran beso, y luego, mientras parpadeábamos en el vestíbulo, te pregunté qué te había parecido.
—Bueno —respondiste, y te encogiste de hombros, me miraste, te volviste a encoger de hombros y sacudiste la mano con un gesto de así, así; entonces deseé tomarte de la muñeca y colocar tu palma justo donde antes te había impedido que la colocaras. Mi corazón, An, aporreaba mi pecho deseando que sucediera, justo en ese instante, el 5 de octubre, en el cine Carnelian.
—Bueno, a mí me ha gustado —aseguré esperando no haberme ruborizado con aquel pensamiento —. Gracias por verla conmigo.
—Claro —dijiste, y luego—: Quiero decir, de nada.
—¿De nada?
—Ya sabes lo que quiero decir —añadiste—. Lo siento.
—¿Quieres decir que lo sientes?
—No —exclamaste—, quiero decir que ¿qué hacemos ahora?
—Vaya —dije, y me miraste como si no te supieras el diálogo. ¿Qué podía hacer contigo? Había
esperado que se te ocurriera algo a ti, ya que la película era cosa mía—. ¿Tienes hambre?
Sonreíste levemente.
—Juego al baloncesto —contestaste—, así que la respuesta siempre es sí.
—De acuerdo —dije pensando que podía tomarme un té. ¿Y verte comer? ¿Era eso lo que me deparaba la tarde, todo el 5 de octubre? Con Greta aún deslumbrante en mi cerebro, quería que
hiciéramos algo, no sé…
Y entonces lancé un grito ahogado, de verdad. Tuve que mostrártelo porque no era algo que
pudieras ver sin más: la ruta que nos conduciría a algún lugar, el inicio del relato que podría convertir el 5 de octubre en una película tan hermosa como la que acabábamos de ver. Era algo más que la anciana pasando junto a nosotros, más que cualquier cosa que pudieras contemplar a la luz de la lluviosa tarde. Era el sueño de un telón que se abría, y te cogí de la mano para llevarte al otro lado, hacia algún sitio donde fuéramos más que una estudiante de tercero y otra de cuarto dándose el lote en un cine, algún lugar mejor que té para la chica y una merienda para la deportista, mejor que una tarde cualquiera para todo el mundo, algo mágico en una gran pantalla, algo diferente, algo… extraordinario.
Lancé un grito ahogado y te indiqué la dirección. Te ofrecí una aventura, An, justo delante de ti,
pero no fuiste capaz de verla hasta que yo te la mostré, y por eso rompimos.