... Y otros llevan la fama

No es infrecuente que la mala cabeza nos ponga en posiciones complicadas y, mucho menos, cuando la mala cabeza no es la pensante, sino la púbica (cosa muy frecuente entre los humanos de sexo masculino).

... Y OTROS LLEVAN LA FAMA

Hace tiempo tuve fama de poeta. Al principio me gustaba, la verdad, eso de que me viera la gente como capaz de crear belleza con las palabras aunque no necesariamente fuera cierto porque uno de poeta siempre tuvo poco. Como mucho, y con muchas matizaciones, de autor de ripios.

La fama la gané por un soneto que apareció en una de esas revistas literarias de escasa tirada y más escaso aún público al que premiaron con un absurdo trofeo, algo así como "el mejor poeta urbano", o alguna cosa parecida, del año. El texto en cuestión decía así:

Quizá sea la hidromiel que bebo

de tu cuerpo lo que me emborracha

más que si fuera fruto de garnacha,

que siempre quiero más, aunque no debo.

Pero tú, tras ser tu sexo mi cebo,

cortas mi pasión como con un hacha,

pisas mi ansia como a cucaracha

después de haberme usado de mancebo.

¿Que quieres orgasmos? Vas y me llamas:

me citas, me excitas y me follas

-nada de ir haciendo melodramas-,

pero en el placer nunca te arrebollas...

Obviamente, no diré que me amas:

me usas como a otras muchas pollas.

No puede decirse que Garcilaso a mi lado fuera un destripaterrones. Sin duda los ripios son horrendos y, caso de caer en manos de algún crítico profesional o poeta aficionado, serían reos de muerte (quizá también yo lo fuera, en ese improbable caso porque, gracias a Dios, los textos tristes quedan entre tristes, sin salir mucho más allá de su topera). Sin embargo, el hecho de su publicación en la que consideré revista mediocre –de la que no diremos el nombre, por no hacer ofensa a nadie- me abrieron las puertas de una fama que nunca esperé, jamás busqué y, sin duda, no merecí. Pero los maquetadores de la revista en cuestión publicaron el texto premiado por los editores y, además, añadieron una fotografía del que esto escribe, con lo que en poco tiempo comencé a sentir las miradas de los otros como signo inequívoco de mi reconocimiento.

Digámoslo claro: muchos miraban porque raro es ir por la calle, cruzarse uno con gente y ni mirarla. Otros, quizá, mirarían esperando un movimiento brusco por mi parte para ponerse a la defensiva. Quien sabe si habría también quienes mirarían para baremar la necesidad de cambiar de acera. Posiblemente una minúscula porción de las miradas que recibía –como todo mortal- cada día se debían al reconocimiento de la foto de la revista.

Sin embargo, eso era por la calle. Pero uno, pese a ser horrendo vate, aspiraba al crecimiento personal y profesional y aspiraba, por tanto, a mejorar poco a poco en sus rimas. Por eso acudía a festivales, lecturas, veladas literarias y demás saraos de ésos que hay por el ancho mundo de las letras. En esos certámenes –si bien no en todos, es de entender-, sí se me identificaba como el premiado poeta urbano.

En una lectura celebrada en mi ciudad, en un pequeño café del centro que organizaba periódicamente ese tipo de eventos y al que había acudido con anterioridad a la concesión del premio sin obtener un mínimo de atención, fue celebrada mi entrada con aplausos e iluminación propia. "Ha venido O’Halloran", oí que se comentaba entre las mesas cuando franqueé la puerta del local. Antes de poder identificar quién o quiénes eran los responsables de las voces, me deslumbró el foco que se centraba en la silla del minúsculo escenario mientras por megafonía oía mi nombre dentro de una construcción tan llamativa como incorrecta: "esta noche, contamos con la inexcusable presencia de Nicholas O’Halloran entre nosotros". ¿Inexcusable presencia? Desde luego, podía ser fácilmente excusada: ni había sido invitado ni tenía obligación alguna por estar allí. En todo caso, el público allí reunido rompió a aplaudir y me vi casi literalmente empujado al escenario.

Todo hay que decirlo, la escena estaba ocupada en aquel momento –o mejor dicho, la silla de la escena- por una joven poetisa que, después lo supe, había viajado más de trescientos kilómetros para leer sus versos aquella noche. Un tipo vestido de negro la desplazó rápidamente para dejarme su sitio a mí. Perplejo como estaba, apenas pude buscar una hoja en la que había apuntado un soneto horas antes, por si se terciaba darle lectura. Y leí

¡El placer que te doy a manos llenas

de saliva y sudor,de piel caliente,

de pasión un tanto adolescente

por el ansia y las dudas, a centenas

recorriendo tu cuerpo y sus condenas

los besos de este amante indigente

de amores, trasnochador delincuente,

ladrón de todas las que son ajenas!

Condenado tu cuerpo por hermoso,

condenado tu pecho por airoso,

condenado tu sexo por hidrante,

condenada mi sed, siempre expectante

de encontrar la calma en la brillante

humedad que bordea lo jugoso.

Se me iba secando la garganta mientras avanzaba por sus versos. Mientras los leía, pensaba que quizá hubiera sido más deseable ni leerlo. Lo cierto es que llevaba encima el papel a la espera de la ocasión propicia que, en ese tipo de certámenes, son realmente dos: una, cuando el nivel etílico de la sala ha alcanzado la cota suficiente para producirse una especie de jam session poética en la que la lectura de cualquier texto ripioso es acogida con aplausos. La segunda ocasión es más improbable aunque más grata: cuando, al final de la noche, consigue uno quedarse sin haber leído cerca de alguna aficionada con mejor cuerpo que gusto. Por aquello del ligoteo, básicamente… que a muchas ellas les fomenta el ripio ajeno la lubricidad propia.

Sin embargo me hicieron leerlo cuando apenas llevaba el más esponja de la reunión una o dos cervezas, con lo que cayeron mis frases en el silencio sepulcral y calló la gente tras ellas. Miradas: eso era todo. Había de todo tipo. Unos, miraban con resabiada suficiencia, como diciendo "sabía que no merecía el premio: lo merecía yo". Otros, con incredulidad: "¿Y a éste le hemos aplaudido al entrar?". Unos terceros, con el ceño pensativo del que sabe que el que ha hablado tiene fama aunque por lo dicho no la entienda: "Igual no lo he pillado bien… Debe ser bueno, lo que pasa es que yo no lo he entendido". También detecté la mirada más peligrosa –pero peligrosa sólo si pasa de la mirada a la dicción-, ésa de lástima que suele acompañarse con un pensamiento del estilo: "¡Qué gilipollas!". Casualmente esa mirada era la que me lanzaba la joven que me antecedió en la silla de los lectores y a la que le robé más de trescientos kilómetros de su espacio y de su tiempo. Se oyó la voz de la megafonía:

  • Poetisas y poetas, ¡Nicholas O’Halloran!

No sabía muy bien si por megafonía repetían mi nombre para que el público supiera a quién debía buscar a la salida para atarlo a un palo y formar una hoguera o para animar al inconsciente colectivo a unir nombre, foto, premio y fama en un desesperado intento de aplauso. Hay un axioma de la sociología que dice que el individuo es racional, pero la masa no. Apelando a la masa, la voz de la megafonía consiguió lo irracional: estallaron los aplausos.

Un joven de gafas de pasta y pelo inverosímil se levantó de la primera mesa y vino corriendo al escenario para ser el primero en estrecharme la mano. "Impresionante", me dijo. "Realmente potente, cautivador, desgarrador". No fue el único que dirigió elogios (si es que pueden llamarse así) a lo anteriormente leído: recibí un baño de multitudes donde antes sólo había cosechado una remesa de miradas de las que, en el mejor de los casos, recibía indiferencia. Oí cosas como "unos versos nacidos de las experiencias más arcanas: casi nos hablan de las cavernas" (igual me estaba llamando hombre de Orce); "a través de tus letras se respira la falta de aire misma de la existencia" (fantásticos pulmones que respiran sin aire); "he llorado al oírte: he llorado" (nunca supe si de pena o de qué); "tienes el dolor justo para que no duela, para que resulte exquisito" (los poetas y la manía del sufrimiento); "nadie podría cautivar tan exactamente lo difuso de la experiencia humana" (exactitud en la imprecisión: fantástico); y otras perlas del mismo cariz. Estuve dando manos y recibiendo palmaditas mecánicamente hasta que oí un "muchacho, ¡cuánto tiempo sin verte!" que me hizo volver en mí.

La voz que pronunció las últimas palabras era la de Alejandro Leal, un amigo también aficionado al ripio al que conocía de algunas correrías literarias años atrás. Alejandro tuvo a bien rescatarme del océano de brazos que se me extendían y acompañarme a la barra. Observé con el rabillo del ojo que me rescató también del joven de las gafas de pasta y el pelo inverosímil que estaba montando guardia a pie de escenario y que, al verme bajar acompañado, apunto una mueca de lamento y volvió a su silla.

  • Volvemos ahora –habló de nuevo la megafonía- con Susana Monóver, poetisa.

Mientras conseguía que el camarero dejase de felicitarme y me pusiera una copa medianamente digna, descubrí que Susana Monóver, además de haber sido desplazada por mí a mi llegada, tenía una dulce voz, una interesante melena y un universo poético bastante cercano, por lo carnal, al mío.

  • Bueno, chico… Cuéntame, ¿qué es de tu vida?- me interpeló Alejandro.

  • Pues ya ves, como siempre, por aquí. No consigo dejar de pertenecer al universo de mediocres del que tenemos pase VIP tú y yo.

  • Vi tu foto en la revista. Curioso.

  • Imagínate

Alejando comenzó a hablarme de sus últimas andanzas, de cómo había decidido probar suerte en Barcelona, porque allí había mejores editoriales que en Valencia, y de cómo había tenido que volver tras perder los ahorros con los que viajó y no poder recuperarlos a base de servir hamburguesas en una cadena de hamburgueserías (aunque prefieren llamarse "restaurantes de comida rápida") norteamericanas. Mientras, comencé a prestar atención a los versos de Susana, escuchando, entre otros,

¿Por qué no vienes, amor, y me matas

definitivamente de amor?

¿Por qué sólo la ausencia alrededor?

¿Por qué ese crimen tanto dilatas?

¿Por qué tan cruelmente me maltratas?

¿Por qué me das vacío aterrador,

prolongando mi último estertor

a través de estas líneas insensatas?

Ven, amor, amado, y dame muerte.

Convierte lo que está vivo en inerte,

que mi cuerpo al hálito despida.

¿No ves que lo que quiero es recorrerte,

gozarte todo entero... sí, joderte...

y morir de placer en tu corrida?

Reconozco que me gustó lo de morir de placer en la corrida ajena y reconozco que fui poco cortés con Alejandro porque, a mitad de su discurso, le hice un gesto para conseguir su silencio y escuchar a Susana con más atención. Leyó ésta cuatro o cinco poemas del mismo cariz que el anteriormente citado y, al acabar, ni la megafonía ni el público hicieron absolutamente nada. Yo aplaudí y contagió mi aplauso al personal. Pero no hubo mar de brazos para ella, con la fortuna añadida de que no tuvo que soportar frases idiotas.

Bajó del escenario y se vino a la barra, aunque no con nosotros, obviamente: fue a buscar refugio en una cerveza. Subió a declamar el joven de gafas de pasta y pelo inverosímil, del que escuché únicamente un

¡Vida! Dame tu extremaunción

para mis excrementos mentales

antes de volver a prestar atención a Alejandro Leal, que me volvía a hablar.

  • ¿Te gustaron los versos de Susana?

  • Pues sí. Me parecieron interesantes.

  • Oye, pues yo la conozco.

  • ¿De verdad?

  • No sé si ella me conocerá a mí, porque fue clienta mía en la hamburguesería, pero ya sabes cómo son esos sitios.

  • Ya.

  • ¿Quieres que lo intentemos y te la presente?

  • Hombre, pues estaría bien.

Dicho y hecho, Alejandro se acercó a Susana. Al minuto de estar hablando con ella consiguió el protocolario intercambio de besos –señal, supuse, de que había conseguido ser recordado- y se vino con ella detrás hacia donde yo había quedado, bebiendo tranquilo mi bloody Mary a la espera del desenlace de sus gestiones.

  • Susana, éste es Nicholas… aunque igual ya lo conozcas.

  • Pues no –dijo ella procediendo a los protocolarios besos, en este caso conmigo-, pero supongo que igual debería, por lo espectacular de su entrada aquí.

No quise entender lo último como un reproche: a fin de cuentas, ella sabía muy bien que había sido el propio local el que me había cedido su sitio, no yo. Pero con estas cosas de dignidades heridas es mejor no poner la mano en el fuego.

  • Siento lo que pasó –le dije-. La verdad es que es la primera vez que montan tanto jaleo.

  • Y, si puede saberse, ¿por qué?

  • Bueno, me dieron un premio. Ya sabes cómo son estas cosas.

  • Pues no –me dijo-, no lo sé. A mí me han dado algún premio y nunca me han montado ese recibimiento. ¿Te han dado el Nacional de Poesía y no me he enterado?

  • No, qué va –le respondí sin querer darme por enterado de su ironía-. Un premio local. Publicaron mi poema con mi foto al lado.

  • Ah. Es lo que tienen los premios locales: no llegan más allá de la propia ciudad.

  • Cierto –terció Alejandro, que andaba viendo cómo los comentarios de Susana intentaban, cuando no ser ofensivos, si ser un tanto mordaces-. Pero mejor es eso que lo mío, que ni conseguí publicar ni lo conseguiré.

  • Todo es cuestión de intentarlo –dijo Susana-. En este país publican a cualquiera.

Ese cualquiera ya me lo tomé como una cuestión personal porque fue pronunciado mirándome directamente a mí y con la inflexión de voz exacta para conseguir ofenderme. Bebí despacio un generoso trago de mi copa antes de responder. Mientras tanto, Alejandro guardaba silencio aunque con la mirada intentaba tranquilizarme. Posiblemente porque me conocía de antiguo.

  • Ya dije que lo sentía.

  • Eso ya lo he oído.

  • Pues ya está todo dicho. Yo no tengo la culpa. Si eres lo suficientemente imbécil como para no entender eso, posiblemente también seas lo suficientemente imbécil como para no entender nada de nada, así que cualquier conversación contigo será más bien un monólogo. Y para monólogos, prefiero mi casa.

Me miró entre sorprendida y divertida.

  • Puede que sea lo suficientemente imbécil como para no entenderte, pero no soy lo suficientemente imbécil como para darme cuenta de que tú, hablando aquí con tu amigo, poco monólogo harás.

  • Me has entendido perfectamente –dije con voz grave y gesto digno, justo antes de caer en la cuenta de que había cavado mi propia tumba dialéctica.

  • Tú lo has dicho, aunque quizá seas lo suficientemente imbécil como para decir una cosa y su contrario.

Alejandro me miró como diciendo " touché ". Tuve que reconocerlo, porque lo cortés no quita lo valiente.

  • Vale, de acuerdo, me he pasado un poco. Pero es que, hija, entiéndelo: desde que has llegado no has parado de darme caña.

  • Espera, que me gusta –dijo Susana-. Puede que seas lo suficientemente imbécil como para pensar que soy tu hija cuando, en todo caso y por edad, podría ser tu amante. Por otro lado, si así fuera y fuera tu amante… la caña que te iba a dar iba a ser muy distinta.

  • Desde luego –terció Alejandro-, hay que reconocer que se desenvuelve muy bien… en lo lingüístico. ¿Verdad, Nicholas?

  • Verdad –reconocí por segunda vez en poco rato.

Me quedé mirándola tranquilamente y con bastante desvergüenza por lo claro de la mirada. Sabido de antiguo es que a mí las mujeres totipotentes me atraen de forma bárbara. Me refiero con totipotentes a las mujeres que saben lo que quieren y lo buscan con el punto de fiereza necesario para no andarse por las ramas e ir directas a lo importante. En ese momento, traté de calcular las posibilidades que tendría si, llegado el caso, decidiera averiguar si mi imbecilidad llegaba al grado suficiente como para probar la hipótesis de que ella fuera mi amante. Me sacó de mi cálculo su voz, cuando anunció un "voy a mear" que, aunque daba más información de la estrictamente necesaria, vino a afianzar mi posición en lo tocante a su totipotencia . Alejandro demostró ser cabal:

  • Oye, ¿te ha metido viaje, o qué?

  • Pues me da a mí que sí, aunque la chica es de armas tomar.

  • Sí… de tomarla al asalto, derribando su puerta con el ariete

  • Joder, Alejandro… Qué burro suena eso.

  • Tú sabes lo que quiero decir. ¿Hago mutis por el foro?

  • Chico, si a mí no me molesta tu presencia. Además, sigues sin ser rival, ¿no?

  • Si te refieres a si he dejado de ser homosexual o no, te diré que sigo sin ser rival. Pero ya sabes, en este tipo de comercios tres son multitud con independencia de sus inclinaciones. Además ella no sabe que a mí no me van las mujeres.

  • Pues haz lo que quieras.

  • Casi mejor que me voy. Mira –me dijo tomando una servilleta y apuntando un número de teléfono-, me llamas mañana y hablamos, y ya me cuentas qué tal te ha ido.

  • Vale.

Pagó su consumición y la mía, se puso la chaqueta e hizo ademán de marcharse. Le detuve tomándolo del brazo.

  • Oye –le dije quedo al oído-, que gracias.

  • De nada… Tú habrías hecho lo mismo… -me dijo guiñándome un ojo.

  • Eso no lo dudes –le respondí.

Sin duda habría hecho lo mismo, máxime cuando yo, para él, tampoco era rival. Cuando se marchó me quedé esperando a que volviera Susana del servicio. Lamentablemente para mí, estaba acabando mi copa cuando oí una voz a mi lado, una voz que ya había oído antes hablando de excrementos y extremaunciones, dirigiéndose al camarero y encargándole, para mí, otra y, para él, otra también de lo mismo que tomase yo. Soltó un billete de veinte euros y, en plan rumboso, le comentó al camarero que se quedase con las vueltas. Acababa de dejar de propina, el muy cretino, casi el coste de las copas, quizá por parecer importante o quizá, lo más seguro, porque sus vicios se los pagaba un papá forrado de dinero.

El joven de gafas de pasta y el pelo inverosímil tomó asiento donde antes había estado sentado Alejandro.

  • Olvídale –me dijo-, no va a volver. Nadie que se despida con un guiño respeta al que despide. Además, si me lo permites, no te conviene: tiene demasiada pluma.

  • Oye, chaval –comencé a decirle-, creo que te estás confundiendo porque...

No llegué a terminar de explicarle el error en el que había caído ya que detrás de mí sonó la voz de Susana, recién salida del baño, directa a la yugular.

  • Eres un poeta de mierda, tus versos son un asco, tu pelo parece diseñado por tu peor enemigo y, si haces el favor, te agradeceré que salgas cagando leches de aquí.

Totipotente y arrabalera. O sin complejos, como prefiera verse. Yo nunca hubiera sido capaz de decirle esas palabras al joven de gafas de pasta y pelo inverosímil, aunque debo reconocer que en el fondo eran exactamente las que me hubiera gustado dirigirle. En ese exacto momento llegaron dos bloody Mary . Sin saber muy bien cómo reaccionar ante la intervención de Susana, busqué ocultarme detrás del mío. El joven de gafas de pasta y el pelo inverosímil, que tampoco sabía muy bien qué hacer en ese momento, alargó la mano hacia el suyo… pero Susana fue más rápida: lo tomó, le dio un sorbo generoso, se puso al lado del enmudecido muchacho y, con una sonrisa mitad amistosa mitad de cocodrilo, le susurró quedo:

  • Adiós.

Fue suficiente: el chico bajó del taburete y se perdió en la noche. Me quedé mirando a Susana mientras bebía lentamente mi copa. Ella me miraba a su vez, en silencio, directamente al fondo de mis ojos, como si pudiera leer el pensamiento con sólo mirar ahí y estuviera haciéndolo en aquel preciso momento.

Cuando apenas me quedaba un sorbo para acabar mi copa, ella tomó la suya y la apuró de un trago. Bajamos nuestros vasos vacíos al mismo tiempo.

  • No me gusta el bloody Mary –me confesó-, y se me ha quedado un sabor de boca horroroso. Así que, como he visto que tu amigo es inteligente y que el otro imbécil ha sido lo suficientemente ídem como para dejarnos el terreno libre, tú elijes: o me besas o me invitas a cenar.

  • Bueno… -repuse un tanto azorado-. ¿No pueden ser las dos cosas?

  • Depende del orden.

  • Primero te beso, después cenamos y, después, ya veremos. ¿Te parece bien?

  • Cualquier otra respuesta me hubiera parecido mal.

Así que la besé.


Por la calidad de mi memoria tengo una generosa agenda de teléfonos donde, además de conocidos, compañeros y socios varios, llevo también apuntados los teléfonos y las direcciones de restaurantes, garitos, hoteles, servicios de teletaxi e incluso el número al que debes enviar un SMS para que la Empresa Municipal de Transportes te diga cuánto tardará en pasar por la parada el autobús escogido.

Mi lista de restaurantes es selecta y, aún así, extensa. Quizá porque uno de sibarita tiene poco y porque como bastante fuera de casa. La cuestión es que busqué una arrocería de confianza porque ella, siendo de Barcelona -inferencia errónea, pero entonces no lo sabía: me dejé guiar por el hecho de que Alejandro Leal la conocía de sus experiencias en la ciudad condal- no habría tenido la oportunidad de degustar una paella como Dios manda. Además la dicha arrocería estaba cerca del local donde se desarrollaba la lectura, así que tampoco perderíamos mucho tiempo de camino al condumio. Esto era relevante porque, a qué negarlo, acababa de besar a una chica de la que sólo sabía que era totipotente , arrabalera y poetisa. Y eso, con excesivo tiempo por delante, puede resultar en un coctel explosivo de consecuencias difícilmente baremables. Era preferible llegar cuanto antes y conseguir la separación de la mesa como trinchera desde la que defenderme de mis instintos para atacar cuando el momento fuera propicio.

Encargamos un arroz a banda -especialidad de la casa, por cierto, aunque lejos de los fantásticos que pueden degustarse en la Marina... pero el mundo no es perfecto, ni falta que hace- porque ella comentó que de paella nada, que le sonaba a turista. Intenté explicarle que, realmente, el arroz a banda -como el arrós negre - también se cocina en paella.

  • ¿Qué? Se cocinará en una paellera, no en una paella... ¿Cómo vas a cocinar un plato encima del otro?

  • Es que la paellera, querida, es la señora que cocina la paella. "Paella" es la palabra valenciana para lo que en castellano se nombra como "sartén", hecha la diferencia de la forma y las asas.

  • Ya. Pues pides una paella y te ponen comida, no una sartén.

  • Correcto. Pero ya sabes eso de la metonimia y la parte por el todo. De hecho, pides una paella y te ponen tanto una paella valenciana como una paella de marisco... o incluso la aberración esa de la paella mixta. Por no hablar de esa otra aberración: la paella de verduras.

  • Pues entonces "paella" es el plato: lo estás diciendo tú.

  • No. El nombre del plato, si quieres purismo, sería "arroz en paella". Lo que pasa es que la mayoría de arroces secos se cocinan en paella por esta zona de España.

  • ¿Arroces secos? ¿Qué pasa, que los hacen sin agua?

Decidí abandonar la batalla perdida no sin antes hacerle notar que, al menos desde 1764, año de la publicación del Diccionario valenciano-castellano de Carlos Ros, notario que fue de la ciudad, "paella" es la palabra valenciana para el castellano "sartén". Pensé que quizá su confusión se debiera a ser ella de Barcelona, por lo que tenía ciertas posibilidades de ser de lengua catalana, donde vaya usted a saber qué se entenderá por "paella", porque yo no soy catalanohablante. Sin embargo, recordé la definición de "paella" que daba el Diccionario diferencial valencià-català de Carles Recio: "plat típic valencià". Según esto, tenía sentido la confusión. Claro que el dicho diccionario vio la luz en 1985, cuando ya estaban los políticos metiendo baza en el tema lingüístico -y de qué manera-, por lo que era poco de fiar. Así que me dejé guiar por la clarificadora y autorizada voz del valenciano del XVIII para sentar cátedra al respecto. Pero en ningún momento conseguí su asentimiento: meramente un "vale, lo que tu digas", dicho a última hora y a regañadientes.

Pedimos también un vino alicantino, del municipio donde reside la mayor colonia de noruegos fuera de Noruega: Alfás del Pi. Era un Enrique Mendoza cabernet sauvignon sabroso y contundente que, sin saber de maridajes ni otras zarandajas de gourmet , acompaña a la perfección cualquier cosa. Incluso ninguna, si sólo hay vino.

Acerté con la elección del vino: lo encontró excelente, tras comentarme que ella, de vinos, sí sabía algo. E incluso bastante más que yo, debo reconocer. En un momento me dio una master class sobre el tema que no sé si nació de una experiencia acumulada altamente peligrosa para el hígado o del visionado fanatizado y repetitivo de la película Entre copas . Acerté, también, con la elección del arroz: le gustó. No tanto el hecho de que le hiciera comerlo al modo tradicional -directamente de la paella, con cuchara y sus toques de allioli -, porque le parecía poco higiénico.

  • Pero mujer, si acabo de explorar tus amígdalas con mi lengua y tú mi campanilla con la tuya... ¿te da asco ahora que nuestras cucharas estén en el mismo plato?

  • Es que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Cuando nos besamos, no pensaba en la posibilidad de los gérmenes que pudieras tener en la boca: sólo besaba.

  • Pues haz lo mismo ahora: sólo come.

  • Cuando la como, tampoco pienso en los gérmenes -dejó caer como si viniera a cuento.

Se sonrió, posiblemente, porque notó en mi cara mi asombro, no tanto por lo que afirmaba, sino por el hecho mismo de que la tal afirmación se hubiera producido. Sopesé brevemente el siguiente paso a dar: callar, ante lo incontestable de la afirmación; buscar una réplica ingeniosa -"ni yo pensaré en tus gérmenes cuando me la comas" fue la que se me ocurrió en ese momento, pero no me parecía demasiado ingeniosa-; cambiar radicalmente de tema o, opción finalmente elegida, hacer realidad el dicho ése de que "de perdidos al río" y, si ella era bruta, ser yo bruto y medio.

  • Cuando follo un culo, yo tampoco pienso en los gérmenes.

  • Pues ahí sí que hay bastantes -dijo casi automáticamente, como si hubiera estado leyendo mi pensamiento y hubiera podido preparar su siguiente comentario.

  • Ya te digo -dije yo. "Triste, muy triste", pensé nada más oírme a mí mismo.

  • Tranquilo, esta noche no tienes ni que preocuparte por eso.

Fantaseé mínimamente con su comentario. Una de dos: o no le gustaba el anal -pero en eso no fantaseé, porque puestos a fantasear uno elige sus fantasías y siempre son lo más pornográficas posible- o, a la voz de "voy a ponerme cómoda", se iba a meter en el cuarto de baño a aplicarse un enema de betadine. Conozco, porque algo de televisión sí que veo, que el mundo del enema está muy desmitificado, con anuncios donde presentan minienemas portátiles, preparados para darse uno un momento de higiene íntima en cualquier momento y en casi cualquier lugar (aunque sólo casi, supongo), pero eso del enema de betadine me hizo gracia al pensarlo. Y sonreí.

  • No te creas que me voy a untar el culo con mercromina -continuó diciendo. Casi me había leído el pensamiento. Pero sólo casi-. Sencillamente, no vamos a hacerlo así.

  • Ah -se me escapó. Ergo , vamos a hacerlo. Buenas noticias, por tanto. Viva-. ¿No te gusta, o no lo has probado?

Uno no es, de suyo, tan sucio en sus conversaciones. Introduzco este comentario porque, para cualquiera que esté leyendo esto ahora mismo, creo que transmito la sensación de ser un pervertido lingüístico. Es que, sencillamente, ya puestos, si el otro acompaña -el otro dicho del otro conversador, no necesariamente de un otro masculino, se sobreentiende... o no. Por si acaso-, no le hago ascos a meterme en conversaciones de cualquier tipo. Me gusta conversar. Incluso de lo que no tengo ni idea puedo ser buen contertulio, si el otro me da el suelo necesario para que no resbalen demasiado mis pies.

También diremos que, llegado ese momento de la noche, con el vino disfrutado y el buen arroz degustado, ya me daba un tanto igual el decoro. Y diremos, ya puestos, que con una mujer totipotente y bellamente arrabalera, el decoro puede guardárselo usted donde buenamente le quepa.

  • Lo he probado y me gusta -me reveló-. Sencillamente, no es el momento. Para llegar a esas intimidades debe haber más comunicación, más conocimiento propio: debemos sentirnos más a gusto juntos.

¿Sentirnos más a gusto? En fin... Por lo que parecía prometer la noche, íbamos a sentirnos muy a gusto dentro de no demasiado tiempo. ¿Cómo sentirte más a gusto que en el orgasmo compartido? Misterio insondable de la naturaleza femenina, ella conocía algo que le hacía sentirse más a gusto que el vulgar éxtasis sexual.

  • Bueno, tampoco es tan importante -repuse-. A fin de cuentas, imagínate lo poco importante que es que nosotros, los valencianos, en vez de mandar "a tomar por culo" mandamos "a fer la mà". No sé si vosotros también lo haréis.

Aquí su cara fue un poema. Pensé que "a fer la mà" no necesitaría traducción para una catalana. Literalmente significa "a hacer la mano": la expresión es correspondiente a la castellana "a cascarla". Sin embargo, no pareció entender demasiado bien la frase.

  • ¿Cómo? ¿Nosotros?

  • Sí. ¿No decís también los catalanes ves a fer la mà , cuando queréis mandar a alguien a tomar por saco?

  • ¿Nosotros los catalanes? Yo no soy catalana.

  • Ah -y supongo que ahora, mi cara fue el poema-. Como Alejandro me dijo que te conocía de Barcelona.

  • ¿Alejandro?

  • Mi amigo, el que nos ha presentado.

  • Ah... Pues la verdad es que no sabía quién era. Me dijo que él me había conocido en una hamburguesería de Barcelona, lo que no es imposible porque alguna vez he estado allí y he ido a alguno de esos sitios, pero no soy de allí.

  • Creí que sí.

  • No. Hace un tiempo iba bastante, porque tuve un novio de Barcelona.

  • ¿Y de dónde eres? -le pregunté.

  • ¿Es importante eso?

  • La verdad es que no: es meramente por curiosidad.

  • Yo soy de Madriz , con zeta.

  • Vaya. Curiosa pareja, el catalán y la madrileña.

  • ¿Por qué curiosa?

  • Bueno, porque ya sabes, la política y eso, el fútbol... no sé, siempre aparecen de morros, madrileños y catalanes.

  • Pues para follar no importa ni la política ni el fútbol, aunque sí los morros.

  • Ya.

  • Además, te diré: él era del Barça y yo del Rayo. Por ahí no había problemas.

  • Ya veo, ya.

  • Incluso por lo político, si quieres: los dos somos de izquierdas.

Me mordí la lengua por no preguntarle si ella pertenecía a la Federación Socialista Madrileña y él al Partido Socialista de Cataluña porque, si hubiera sido así, cada uno por separado tenía suficientes problemas como para juntarse a fabricar más. Pero no me la mordí mucho tiempo: ella continuó hablando.

  • Nada de sociatas, ojo -como si, una vez más, hubiera leído mi pensamiento-. Yo simpatizo con Izquierda Unida y él era militante de Esquerra.

  • Yo soy falangista -le dije en plan de broma.

  • Vete a la mierda -me respondió bastante sería.

  • ¿Qué? ¿Cómo? -balbuceé.

  • Si es verdad, vete a la mierda. Y si bromeas con eso, vete a la mierda también.

  • Ah... Pues de puta madre, la tolerancia, ¿no?

  • Espera... Que no lo decía en serio, lo siento. Sólo que no soporto a los fachas. Me parecen despreciables.

  • Ya. Oye, pues yo elegante no soy, sabes... Voy siempre con una facha...

  • Mira, no me importa cuál sea tu pensamiento político. De hecho, ni siquiera me importa. Únicamente, no quiero estar con un facha ni en pintura.

  • Mujer, lo que me llama la atención es esa cerrazón tuya a otras posiciones políticas.

  • Esos no son "otras posiciones políticas": son nazis, dictadores...

Por un momento estuve a punto de preguntarle si conocía algo sobre la historia del Partido Comunista desde Marx y su Manifiesto hasta nuestros días porque, a qué negarlo, el comunismo tiene un cierto récord de dictaduras a lo largo del siglo XX. Pero quizá eso hubiera significado perder una buena noche en aún mejor compañía y a uno, la verdad, mientras la persona sea persona, le importa un pijo del color que se pinte el cerebro. Incluso si no se lo pintase, como es mi caso: los únicos a los que no tolero son a los que no tienen cerebro. Y de esos hay desde las extremidades izquierdas y derechas hasta el centro mismo.

Me salvó del atolladero la visita del camarero, que retiró la paella, se llevó la botella de vino vacía y nos ofreció la carta de postres.

  • ¿Quieres postre? -le pregunté cuando ya el camarero había marchado.

  • Piruleta de carne -me respondió.

  • Pues yo tomaré, si puede ser, pastelillo de entrepierna.

Pagamos y nos fuimos. Tampoco tomamos café.


Hacía una noche gélida, la calle estaba fría y yo iba bastante caliente. Por un momento pensé en lo inconveniente que sería llevarla a mi casa, un piso bonsai de soltero donde, si algo no se iba a encontrar, era brillo. Ni, tampoco, sábanas limpias. Y no era cuestión de meter a una semiconocida en un zulo como mi casa, por mucho que tirase el tema inguinal.

Siempre estaba la opción de ir a un hostalucho a compartir una cama. Lo precario de mi economía no me permitía costearme, para el capricho, una habitación decente, así que traté de imaginármela entrando conmigo en uno de esos cuartos sin calefacción, con una pila al fondo, en la pared, un retrete tras una cortina y un plato de ducha sin agua caliente. Tampoco era una imagen confortable.

Por un momento, sinceramente, creí que lo mejor sería ir a un garito, tomar unas copas, darnos un quita calentones en los retretes y aquí paz y, por Madrid, el rey. Pero uno debe tener algún tipo de pacto no conocido con los demonios venales -que no veniales-, porque ella habló y se abrieron los cielos.

  • Oye, yo estoy en el Venecia, al lado del Ayuntamiento. Hay de todo en el baño, así que, si no quieres, no tienes por qué pasar por casa.

Fantástico ofrecimiento. Repetir ropa al día siguiente, pudiéndome asear convenientemente, me parecía un mal menor al lado de la ventaja incalculable de pasar la noche -porque eso era, a eso se refería con un "hay de todo en el baño", no a echar un polvo rápido, sino a pasar la noche- con ella.

La plaza del Ayuntamiento no estaba lejos y la tercera planta del Hotel Venecia tenía una moqueta azul por la que parecía que aún no había pisado nadie. Había silencio en el corredor y silencio hubo también en el conserje, que viendo regresar a dos cuando sólo salió uno, ni hizo preguntas ni gesto alguno que permitiera diferenciarle de las macetas que decoraban el vestíbulo, excepción hecha del alargar la mano y darle a Susana un llavero con un inmenso 308. Bromeé en el ascensor:

  • La 308... la habitación del chocho.

  • Siempre supe que eras un gran poeta -me respondió. Y nos besamos con un beso profundo y húmedo que fue fantástico, a pesar de allioli y quizá gracias al vino.

Me llamó la atención que en un sitio recientemente reformado como era el Venecia no utilizasen llaves magnéticas, sino todavía cerraduras clásicas. Lo cierto es que la llave era de seguridad, pero seguía siendo llave.

La habitación era amplia. No era una suite, ni nada parecido, pero sí era amplia: un pasillo acogía un armario empotrado y la puerta del baño y, tras él, la cama de matrimonio -"de matrimonio"... una expresión un tanto extemporánea en los tiempos que corren-, dos mesillas, un escritorio, una televisión de veinte pulgadas...

Los hombres somos animales primarios. Digo "los hombres", no los humanos: me refiero a los individuos de nuestra especie que tenemos rabo. Lo primero que hice fue, respondiendo a mi instinto como macho, buscar el mando a distancia. Lo encontré, claro: había que ver cuántos y qué canales tenía la tele.

  • Oye... ¿quieres que veamos una peliculita, o que nos montemos una nosotros? -me preguntó con un cierto tono contrariado.

  • Ehem... -le respondí haciendo esfuerzos por apartar la vista de la pantalla.

Pero lo logré: aparté la vista de la pantalla cuando se quitó el suéter de cuello alto que llevaba y descubrí que ni camiseta ni sostén ni leches. Me dieron la bienvenida dos pechos generosos con unos endurecidos pezones marrones.

Además de generosos, sus pechos eran firmes aunque suaves en lo dérmico. Lo supieron mis manos y lo supo mi boca, antes de que ella tuviera tiempo de decir algo del tipo "voy un momento al baño" o "quítate la ropa" o "fóllame" o "Jesús": fue quitarse el suéter y salir yo disparado, como si un resorte oculto me hubiera impulsado hacia su pecho. Sí que dijo "Jesús", pero exclamándolo, cuando sintió mis dientes mordisqueando su pezón izquierdo.

Intentó quitarme mi jersey, sin conseguirlo, porque ni la postura de mis brazos -uno tomándola del talle, el otro flexionado con la mano oprimiendo su pecho derecho- le ayudaba ni yo estaba por la labor de separar mi boca de su pezón izquierdo.

  • Que me vas a erosionar la teta -me dijo separándome de sí.

Aprovechó la separación, que sin duda imaginaba temporal, para quitarme el jersey (ahora sí que contó con mi colaboración), sentarme en el borde de la cama y comenzar a desabrocharme la camisa.

A mí, a aquellas alturas de la historia, la camisa, justamente, no era lo que más me molestaba. Debo decir y digo que andaba ya todo mi cerebro seco, concentrada como estaba -viva Newton y el bajar natural de las cosas- toda mi sangre en la polla. Ella no pareció darse cuenta hasta que llegó al último botón de la camisa, la abrió para acariciar mi pecho, bajó la cabeza y subió la mirada. Directamente, una vez más, a mis ojos.

  • ¿Sabes? Ni queriéndolo, después de ver eso -y cuando dijo el "eso" puso mi mano sobre mi entrepierna- puedo pensar ahora en los gérmenes.

Llevaba unos vaqueros de botones y pensé que acabaría con ellos rotos, pero no: no tardó más de un segundo su mano en pasar de estar sobre mi entrepierna a dentro de mi bragueta abierta, bajo mis bóxers, acariciando mi miembro. Aunque tenía la mano fría no noté frío, sino calor, cuando estrechó mi sexo con su mano. Hizo un par de movimientos que pensé masturbatorios pero que, en realidad, iban destinados a sacarme la polla fuera de los vaqueros. Ni pude reaccionar: antes de darme cuenta, la tenía dentro de su boca.

Supongo que no es posible, pero juraría que todavía creció más con el contacto de su lengua. La boca que antes había besado seguía húmeda y profunda como en el beso, pero la sentía muchísimo más grata. Empapaba todo mi miembro con su saliva para recorrerlo despacio. Jugaba en mi glande con su lengua mientras me masturbaba. No dejaba de masturbarme excepto cuando se metía toda su extensión en la boca, llegando con sus labios hasta la base del tronco, mojando de saliva mi vello púbico.

La anatomía humana es un mundo de contrastes. Sin ser yo nada del otro mundo, sí que tengo unas dimensiones que han hecho que jamás ninguna mujer esbozara sonrisa ni se quejara del tamaño. Tampoco ha habido nunca quejas sobre el rendimiento -que todo hay que decirlo- aunque, para ser sinceros, más de una sonrisa e incluso risa ha habido después del mismo. Pero en esos casos siempre ha sido sonrisa y risa compartida porque uno, si no ríe cuando folla, pues lo disfruta menos. Y no es plan.

Por otro lado, conocía su boca de besos anteriores y tampoco podemos decir que fuera un pozo sin fondo. Tenía una sonrisa amplia y sincera, pero eso no implica que tuviera unos labios elásticos. Obviamente digo esto porque aún hoy no entiendo cómo demonios era capaz de tragarse todo mi sable sin aparente esfuerzo. Incluso juraría que me hablaba con toda mi polla dentro de su boca, algo así como "qué rico" o "qué bueno" o "cómo me gusta". Tampoco un discurso y apenas una frase, pero era capaz de hablar. Para terminar de explicar mi desconcierto de entonces y de ahora añadiré que, siendo el glande la parte más sensible de la polla -supongo que de "la polla", y no sólo de mi polla aunque, la verdad, jamás lo he comentado con amigos ni tengo otra polla con la que comprobarlo por mis propios medios- nunca sentí tope ni freno ni roce excepto el que su lengua y la parte interior de sus mejillas querían imprimirle en el conocido movimiento de succión al que los maromos solemos alentar a las amantes ocasionales con un poco afortunado "chupa".

Debo decir que yo, en aquél momento, ni "chupa" ni nada: era incapaz de hablar. Únicamente se me escapó un "esto es la hostia", expresión harto infrecuente en mí, que soy de buen hablar porque ya mis padres me procuraron una buena educación. Pero es que no lo pude evitar.

Lo que sí -gracias sean dadas- pude evitar fue correrme en ese momento felante, aunque estuve a punto de hacerlo. No me corrí, aclarémoslo, no por falta de ganas: cualquiera que haya tenido entre las piernas una melena igual de interesante que la de Susana Monóver, una boca húmeda y profunda y caliente alojando el falo propio y un baile de mano ajena en ese mismo lugar de su anatomía entenderá que la reacción natural sea el abrirse de la llave de paso y el derramar tanto semen denso y cálido como capaces sean los huevos de fabricar. Pero no fue el caso, porque caí en la cuenta de lo inadecuado de la situación. No me había quitado los pantalones, apenas tenía la camisa abierta por el pecho, ella únicamente tenía sus pechos desnudos... y yo me estaba perdiendo mi postre. Ella tenía el suyo, cierto, su piruleta de carne, pero a mí me faltaba mi pastelillo de entrepierna. Y con las cosas de comer no se juega.

Conseguí liberarme de su poderosa succión y su emocionante movimiento manual, para ponerla de pie frente a mí y meter la punta de la lengua en su ombligo mientras, sin previo aviso, comenzaba a desabrochar sus vaqueros. También eran de botones, pero yo tardé Dios y ayuda en conseguir deshacerme de todos. Bajé sus pantalones hasta debajo de sus rodillas y me quedé extasiado ante la vista que se abría frente a mí: un tanga negro como la noche y como la muerte, con el borde bordado de rojo y verde con motivos florales.

Fue ella la que acabó de quitarse totalmente los pantalones y se quedó así, sin pantalones y en tanga, esperando mi siguiente movimiento. Pero es que me había quedado helado, hipnotizado por aquél tanga de tela que suponía suave y que marcaba su sexo depilado y el mínimo vello que llevaba sobre él, en el bajo vientre. Era aquél un coño de los que creo que se denominan a la brasileña o, también, con frenazo . Y estaba allí, frente a mí, totipotente y arrabalero, oculto bajo un tanga al que le hubieran quedado los segundos contados si yo no fuera un caballero y no supiera que es de mala educación destrozar a bocados las prendas íntimas de las damas.

Reaccioné a tiempo de empapar mi lengua en mi boca y buscar con ella el sexo de Susana a través del tejido. Mojé su tanga y brilló la tela, marcando aún más el pastelillo que iba a ser mi postre y, si todo iba bien, mi desayuno del día siguiente. Porque a uno el dulce le gusta y, si está bueno, no le importa repetir. Incluso si no es dulce porque, al aplicar mi lengua sobre él, supe que era salado. Pero incluso así. Y se me escaparon unos ripios antiguos, que decían

Tu pubis, aunque es salado,

es el mejor de los postres

cuando nos damos

un antropofágico banquete.

  • Pues es tu postre -me dijo.

  • Pues me lo como -le dije.

Y dicho y hecho, la tomé de la cadera, la tumbé en la cama, le separé las piernas y me lancé vertical y hacia abajo justo sobre su tanga. "Al final tendré que quitárselo", pensé cuando, tras unos cuantos lametones, lo que había sido bella prenda no era ya más que trapo mojado. Pero me gustaba lamérselo a través del tanga, sabiendo dónde estaban perfectamente sus labios. La tela se iba haciendo casi como transparente con mi saliva.

A ella se le había escapado, en mi faena lingual, algún breve suspiro. Pensé que podríamos intensificar el sonido si, mientras lamía su sexo, estiraba una mano para pellizcar con suavidad un pezón. "Qué asco, tener siempre razón", pensé sin falsa modestia alguna cuando el suspiro breve se tradujo en prolongado gemido. Lo peor fue que arqueó su espalda, con lo que su pecho se desplazó y perdí lo pellizcado.

Musité nuevos ripios antiguos:

¡Un yate para tu pubis, y navegarlo!

¡Un flotador

para cuando en él naufrague!

Y, lentamente, aparté la tela empapada de los labios de su sexo para lamerlo en todo su esplendor. Comprendí entonces por qué el tanga se había transformado en el pingajo mojado que era en aquel momento: no sólo lo había mojado mi lengua. Ella, silenciosa y traicionera, había hecho lo propio desde sus adentros.

Me planteé dedicarme a la labor –que se demostró absurda- de conseguir acabar con sus humedades a golpe de lengua. No fue nada sencillo, porque para ello tenía que conseguir el tener siempre cerca de mi boca su sexo y ella, bien porque no le apetecía el desecarse, bien por lo irracional que tenemos todos de vez en cuando, no colaboraba en absoluto. Es más, dificultaba constantemente mi trabajo, con un despliegue de movimientos impresionantes que fueron desde el mero arquearse hasta el cimbrearse y el, podríamos decir, contorsionarse. Y claro, yo allí intentando hacer presa con los brazos en un cuerpo incapaz de estarse quieto, centrado en mi faena oral… Entre los esfuerzos meramente musculares de mis extremidades superiores, los de las inferiores –porque tenía que mantenerme en equilibrio, sin dejarme arrastrar por el tembleque que poseía a Susana- y los estrictamente linguales, el cansancio comenzó a hacer mella en mí.

El cansancio, decimos, que no el desánimo. El desánimo vino cuando caí en la cuenta del problema al que me enfrentaba. Podríamos quizá definir el problema como la imposibilidad de aislar las variables que estaban jugando papel activo (mi lengua) y pasivo (su coño) en la situación concreta. Porque veamos, ¿cuánta humedad de la existente era causada por mí y cuánta por sus adentros? Al utilizar un instrumento húmedo para alcanzar la sequedad ajena, se volvía complicado saber cuándo había llegado tal sequedad. Sabía que la misma seguía existiendo: me lo decía el sabor de lo lamido, que no era tanto el de mi saliva como el de mi saliva más sus fluidos. Pero claro, no era suficiente.

Se me abrieron los cielos –o, si se quieren menos misticismos, se me hizo la luz o se me iluminó la bombilla- al dar con la solución. ¡Claro! ¡Únicamente hay que usar un elemento secante que no sea al mismo tiempo humidificante! Como soy hombre del siglo XX aunque llevo bastante bien la incursión en el XXI, concluí que la respuesta era el abandono de la técnica rudimentaria empleada hasta ese momento y el salto a la era digital.

Como habrá visto el discreto –o habrá entendido, que ver no creo que vea más que letras, aunque quizá en su mente, por aquello del "significado" y el "significante" pueda haberse compuesto más o menos una imagen aproximada de la situación-, el párrafo anterior hace referencia a que pasé de comerle el coño a meterle los dedos. Nadie se alarme: ya dije que hace tiempo tuve fama de poeta y debe comprenderse en ese sentido el alejamiento de lo crudo de la prosa. En todo caso, me di cuenta de lo complicado que era intentar secarla mojándola, y busqué nuevas posibilidades.

Recordaba de mis tiempos escolares un vídeo que nos proyectaron en clase de educación sexual. Aunque uno tiene una edad en la que los tiempos de escuela pueden considerarse casi ya como antiguos, recibía clase de eso , que mi colegio siempre fue muy avanzado. Pero no se concluya que nos ponían películas pornográficas en el aula, no: era un vídeo educativo donde un señor muy elegante, con su corbata y su bata blanca, daba una primera introducción sobre la teoría del punto G o punto de Gräfenberg antes de abrirse el plano y acercarse a una camilla donde esperaba una señorita estupenda, en pelota picada, para pasar a la parte práctica.

La cuestión es que, pese a las distintas teorías sobre la fisiología real de los genitales femeninos, parece ser que el tal punto G proporciona, cuando se le estimula convenientemente, orgasmos inenarrables. Y en aquel vídeo se me explicó cómo y uno, que ya había hecho anteriormente sus intentos con diversos resultados –aunque ninguno lamentable-, decidió poner en práctica lo aprendido.

Dicho y hecho, me separé de su pubis y la miré a los ojos. Con la mirada parecía darme a entender que qué era aquello de dejarla allí, sin más; que su cuerpo pedía salsa y que estaba esperando a que yo se la proporcionase. Sus pechos eran una montaña rusa, de movimiento que traían los pobres por lo entrecortado de su respiración. Viéndola en aquella tesitura –las piernas separadas, el sexo brillante, la melena levemente pegada al cuerpo por el sudor, maravillosamente desnuda excepción hecha del pingajo que tenía por tanga, jadeante y anhelante-, estuve a punto de abandonar mi idea de explorar su punto G y pasar directamente a la penetración ruda y bellaca, más llevado por la excitación que por la razón. Pero si bien el corazón tiene razones que la razón no entiende, no es menos cierto que la razón tiene sentimientos que no alcanzan a la comprensión del corazón y, en aquel momento, lo que se terciaba para el goce y satisfacción de Susana, al que sin duda acompañaría el mío poco después, era la manipulación, en sentido estricto y por mi parte, de sus partes.

Empapé a conciencia los dedos corazón y anular de mi mano derecha mientras con la izquierda ejercí una leve presión en su vientre. Lo de la presión es importante, aunque no imprescindible, por dos motivos. Primero, porque evita que la amante, llevada por la estimulación, comience a tener un episodio de falta de tonicidad muscular cercano a la epilepsia. En segundo lugar, baja la pared de la vagina, con lo que el juego de dedos dentro de su cuerpo aumenta sus posibilidades de alcanzar los resultados óptimos esperados.

No me costó introducir mis dedos dentro de su cuerpo, debido a la interesante cualidad de Fontana di Trevi que tenía Susana entre las piernas. Los metí a conciencia, hasta que el meñique y el índice hicieron tope en forma de garra sobre sus glúteos. Me planteé la posibilidad de juguetear levemente con el pulgar en su clítoris, pero la desestimé por el momento. "Primero vamos a lo conocido", me dije, "y después ya buscaremos la filigrana".

Recordando al ministro de Trabajo y Asuntos Sociales y al polémico efecto llamada de sus regularizaciones masivas, hice lo propio con mis dedos dentro de su cuerpo: llamé mediante el movimiento transcultural de "ven". Y sí, quería que se viniera en mi mano.

Tengo los dedos largos, aunque no tanto como para llamar la atención. Aún así, es importante una buena longitud dactilar porque facilita el acceso a la zona necesaria que viene estando, más o menos, unos cinco centímetros dentro del coño. Esta estimación es únicamente una media: puede hallarse prácticamente desde los dos centímetros hasta casi los siete e, incluso, creo que más allá. La cuestión es que, para no fracasar en el intento, y puesto que es posible el hacerlo, lo mejor es no confiar en estadísticas y abarcar el campo completo. Así que mi efecto llamada actuaba sobre la pared de su vagina desde el lugar en que mis dedos, profundamente clavados en ella, comenzaban a arquearse hasta casi la abertura misma de la gruta de mis desvelos.

Y por allí debía estar el lugar indicado, porque al ir aumentando la efusividad de mis "ven, ven, ven", ella iba aumentando el volumen de sus gemidos, la frecuencia de sus jadeos y –bendita mano izquierda sujetadora- sus movimientos incontrolados.

Se corrió como una campeona, con todo lo que debe tener un orgasmo: grito, tembleque, sudor y una descarga altamente satisfactoria de calor en el sexo acompañando a tal variedad de espasmos vaginales que me dio lástima de mi polla erecta el hecho de que no los disfrutara ella. Pero yo, juez y parte de su placer, no paré: intenté conseguir el siguiente orgasmo sin que acabase el primero, dándole una sobredosis de estimulación sexual que, sin duda, no puede ser sana. También fantaseé con el hecho de llegar a conseguir una eyaculación femenina que me empapase entero, pero todo quedó en fantasía.

Consiguió como pudo zafarse de mi mano y tumbarme a mí en la cama, quedando ella recostada a mi lado. Aún no había llegado a recuperarse del todo de su orgasmo cuando su mano tomó mi polla y comenzó a masturbarla pausadamente, mirándome a los ojos.

  • ¿Sabes? –me dijo-, pareces un barco, todo en horizontal y con el mástil desafiando a los cielos.

  • Pues, ¿sabes? –le dije-. Este barco quiere naufragar en el océano de tu coño.

Pensé que en ese momento, cual vaquero de película de sábado por la tarde, iba a saltar sobre mi pubis y a ensartarse mi carne en ella para cabalgarme. Pero no. Y, la verdad, me dejó un poco descolocado.

  • No. Primero tienes que correrte.

Creí que no había oído bien, pero su siguiente frase acabó de confirmarme que no padecía problema alguno de audición y, de paso, confirmó también mi estupor.

  • Quiero ver toda tu leche manar como un torrente.

  • Ehem… Susana –le dije-, supongo que sabes que si eso pasa, y te advierto que de seguir así pasará pronto –porque ella había acelerado el movimiento de su mano- el tamaño de la polla menguará, su dureza no le irá a la zaga y, en definitiva, lo que ahora es indómito ariete carnal se transformará en colgajo lamentable.

  • Lo sé, Nicholas, pero… ¿de verdad crees que me importa? ¿Tú tienes prisa? Pues ahora te corres –casi fue una orden, por el tono de su voz- que así, cuando sea el segundo, aguantarás más rato. Que no quiero que me metas la punta y te vacíes y no sentirte bien.

La idea, expresada así, me pareció correcta. Así que cuando ella añadió a su mano, que apretaba fuertemente la piel de mi miembro, haciéndola retroceder y avanzar sobre mi glande a una velocidad realmente grata, el calor de su boca y su humedad y su lengua y su mirada clavada en la mía y el olor a sexo que lo envolvía todo y yo que cierro los ojos y… me corrí.

Cierto es que no le avisé, pero también es cierto –y quizá por eso apretaba tanto, para estar sobre aviso- que lo sintió venir, se apartó con muchísima educación y acabó dirigiendo la seminal manguera hacia mi pecho. Me rebocé en mi propia leche porque, a qué negarlo, la sesión de orgasmo femenino anterior me había puesto a cien. Susana, en un gesto que la honra, limpió cuidadosamente el estropicio de mi eyaculación con su lengua, tanto en mi polla como en mi cuerpo.

"Tristeza post coito: no me mires a la cara", cantaba Siniestro Total hace bastantes años. Y es cierto: tras el orgasmo (porque se supone que el coito acaba en eso, aunque no siempre, que hay buenos actores tanto en el bando de los rabudos como en el de las tetónicas), uno entra en un estado entre soporífero y reflexivo donde poco espacio queda para la euforia. Eso de que en las películas se feliciten tras el feliciano en plan "qué polvazo", "follas como Dios" y demás vulgaridades, no deja de ser eso: ficción cinematográfica. E incluso videográfica, directamente, en muchos casos.

Así que quedamos tumbados, cansados y satisfechos, uno al lado del otro. Aunque desnudos ya -que había tenido tiempo, durante mi arte amatoria sin penetración de deshacerme de la impedimenta- excepto por el pinjago en el que se había convertido su tanga, en honor a la verdad debo decir que no paseé mi mirada por su cuerpo: quedé mirando al techo, y eso solo a ratos, porque cerraba también los ojos, de vez en cuando. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que cuando volví a la vida la tenía estimulando oralmente mis genitales.

Sin duda buscaba la segunda erección, esa que, una vez conseguida, duraba más que la primera y permitía, por lo tanto, más tiempo de vida útil para lo sexual. Así que supuse que, ahora sí, iba a caer un polvo como escrito está en los cánones de la materia. Pero sin alardes: realmente deseaba con toda mi alma que fuera ella la que hiciera todo el esfuerzo, de tan cómodo como estaba tumbado sobre el colchón. No me hubiera molestado que me hubiera follado con toda la violencia del mundo, con dureza, cabalgándome sin perdón mientras arañaba mi pecho como una gata en celo. Pero con Susana -y esto yo ya había ido averiguándolo sobre la marcha- nada estaba seguro hasta el momento en que acontecía. Y, para variar, no fue mi deseo el que se vio satisfecho por el devenir de los acontecimientos.

Porque ella tenía otros planes, tanto para ella como para mí. Cuando logró que la dureza de mi polla fuera la suficiente como para poderla llamar con tal nombre con propiedad, la sacó de su boca.

  • ¿Sabes? -me preguntó. Y uno de sus "¿sabes?" siempre anticipaba algo comprometido-. Nunca se me ha corrido nadie entre las tetas.

Miré sus pechos. Y, la verdad, no me lo creí. Ya dije antes que era de pechos generosos, con pezones fantásticamente marrones y endurecidos: no podía entender que nadie hubiera querido ser el beneficiario de eso que llaman cubana . Nuevamente pareció leerme el pensamiento.

  • He hecho más de una cubana , pero nunca hasta el final. ¿Crees que serás capaz de soportar que te masturbe con mis tetas hasta correrte en mi boca?

  • Ehem... Susana, muchacha -repuse-, supongo que eres consciente de que hace nada -porque no sabía realmente el tiempo que había pasado- me he corrido...

  • Tranquilo, potro. Seguro que eres capaz.

¿Potro? ¿Me había llamado potro? No sé, si hubiera sido al menos caballo... Potro sonaba a juvenil, a aprendiz, a candidato. Y, qué demonios, yo acababa de darle un orgasmo de lengua, dedos y punto G como casi seguro que nadie antes le había dado. Cierto, ella también a mí, así que supongo que estábamos en paz, en lo tocante a donaciones y recepciones, pero... ¿potro?

No me gustó el sustantivo, la verdad. Lo que pasa, como tantas veces en estos casos, es que uno no se pone a defender sus principios no porque no los tenga, sino porque cuando debería empezar la defensa comienzan cosas más interesantes. Dijo alguien que más valía honra sin barcos que barcos sin honra pero, metidos en temas más carnales, más vale polla entre tetas que una discusión semántica. Sin embargo, sí que tuve que puntualizarle un matiz. Más que nada, porque iba a ser claro como el agua que su deseo de cubana finalizante en la boca no podría verse satisfecho.

  • De todas maneras, no creo que metiendo la polla entre tus tetas llegue a tu boca.

  • Tú tranquilo, que de eso ya me encargo yo.

Ensalivó mi polla con generosidad, dejándola brillante de puro húmeda y, colocándome en el borde de la cama, se puso entre mis piernas. Se acercó tanto que toqué con los huevos uno de sus pezones, cosa que debió notar porque en ese mismo momento me sonrió. Se puso mi polla en el canalillo y comenzó a masajearse los senos.

Fruto de sus movimientos, el miembro se me zarandeaba provocándome gratas sensaciones sin llegar a ser lo suficientemente placenteras como para suponer que a base de vaivenes iba a llegar mi orgasmo. Pero aquí viene como anillo al dedo el refrán ese que dice que "tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe", porque con el meneo en la blandura pectoral se iba alegrando cada vez más el asunto.

Ella debió vérmelo en el rostro, porque paró de bailarse los pechos e hizo presa sin movimiento alguno. "Fóllamelas", me dijo, así tal como suena, sin reparo alguno ni eufemismo que valga. Uno, que es de natural obediente cuando se trata de menear el rabo, como si de perrete faldero se tratase, comenzó un ligero movimiento de caderas mediante el cual la polla iba deslizándose por su canalillo hasta asomar el glande y parte del tronco por la parte superior de sus tetas, a la altura de la clavícula.

Pero era un movimiento pausado. Como ya dije antes, mi deseo era que ella me montase y cabalgase, forma un tanto equina de decir que no estaba en mi ánimo el hacer el mínimo esfuerzo. Así que pausado movía las caderas, casi cansado podría decirse, hasta tal punto que conseguí lo único que se puede conseguir en esos casos: el reproche.

  • Vaya puta mierda de follada, tío -me dijo, alejando de sí mi polla y liberando sus tetas de la presión de sus manos.

Se quedó de rodillas entre mis piernas, con los brazos en jarras. Quizá duro un segundo o incluso menos ese momento, pero sucedió que me quedé mirando sus pechos recién desnudos de manos: volvieron a su lugar natural con un movimiento que se me antojó sensual hasta el infinito. La visión de ese cumplimiento de las leyes de la gravitación universal, bendito Newton, consiguió ponerme, como suele decirse, berraco perdido. Añadíase que brillaba su canalillo, sin duda por la transferencia de su saliva de mi miembro a su cuerpo realizada durante su meneo y mi balanceo anteriores.

Me incorporé cual de si un atleta se tratase, utilizando a fondo mis abdominales -porque, lo juro, aunque ocultos bajo una no excesivamente generosa capa de tejido adiposo, yo también tengo de eso-, acertando en el esfuerzo a introducir mis brazos por las improvisadas asas carnales que formaban los suyos en jarras y, aferrándola de los sobacos, la elevé lo justo para tumbarla sobre la cama.

Quedó medio asustada y medio aturdida, boca arriba y en tanga, en tanto en cuanto yo acababa de incorporarme y la observaba desde una posición elevada. Desde arriba el ataque casi siempre triunfa. No sé si eso lo sabía Sun Tzu, pero es bastante intuitivo. Y desde abajo, y ella lo sabía en ese momento, la defensa suele ser bastante complicada. Por eso me miraba con unos ojos enormes, fijos en los míos, mientras se le aceleraba la respiración. Creo que incluso comenzó a brillarle el nacimiento del cabello con un sudor nacido de la incertidumbre.

Escupí en mi mano y masturbé mi miembro sosteniéndole la mirada. Sus pupilas se dilataron, dudando un par de veces entre centrarse en las mías o en mi entrepierna. Su boca se entreabrió, su lengua mojó su labio superior... y yo supe que era el momento de atacar.

Estaba dispuesto a no hacer prisioneros pero, para ello, era fundamental la rapidez de la operación. En ese momento, cuando ya me lanzaba a alancear cárnicamente a las huestes enemigas, descubrí que mi objetivo principal, que hasta ese momento había sido su coño, se encontraba perfectamente protegido por el pingajo que a esas alturas tenía por tanga. Pero no vacilé: la mejor defensa es un buen ataque, y a mí ni siquiera me había llegado el momento de defenderme. Si el objetivo principal se encontraba fuera del alcance, legítimo era centrar la operación en el secundario.

Sin dudarlo un instante, me coloqué de rodillas con las piernas situadas a los lados de su cuerpo y apreté sus pechos con la dureza suficiente como para que se quedasen pegados y casi se juntasen mis manos. Penetré con fuerza en la estrecha abertura que se había formado entre ellos, si bien jugando con la presión de las manos para facilitar mínimamente la operación. Hundí toda mi polla en aquel desfiladero y la cabalgué como si follarme sus tetas fuera la última cosa que fuese a hacer en mi vida, casi con desesperación. Y, ahora sí y sin dudas, ella sudaba.

No le quedaba otro remedio: apoyaba mi cuerpo sobre el de ella, sin llegar a dejarlo caer, para provocar un mayor contacto y, fruto de mis movimientos, casi toda ella se movía a mi ritmo. Intentaba, a pesar de la danza en la que nos encontrábamos envueltos, levantar la cabeza y mirar hacia abajo, sin demasiado éxito. De hecho, en alguno de sus intentos mi polla chocaba violentamente contra su barbilla. Pero yo no paraba.

¿Mierda de follada, me había dicho? ¡Ah, no! "Puta mierda de follada", había sido exactamente su forma de referirse a mis anteriores intentos. Estaba dispuesto a darle una follada king size aunque me quedase sin riñones en el intento.

  • ¿No dices nada ahora? -le pregunté desafiante.

Pero ella, naturalmente, ni respondió. Uno de los motivos, sin duda, era la imposibilidad de articular palabra con el movimiento que le estaba dando. Incluso su respiración se hacía cada vez más sonora, acompañada de unos gemidos que iban ganando poco a poco en intensidad.

Me apoyaba con las manos en sus pechos, fabricando el cárnico canal por el que deslizaba mi polla dentro y fuera, cuando caí en la cuenta de la existencia de sus pezones. De verdad, que en toda la operación, encegado como estaba por la necesidad de actuar con rapidez para evitar que el factor sorpresa desapareciese, no había reparado en que desde arriba sus senos estaban coronados por el pináculo marrón y duro de sus pezones.

Intenté conseguir la misma presión en sus pechos pasando de oprimirlos con mis manos a dirigirlos desde las pequeñas piedrecitas que se hallaban en sus cumbres. Para ello hice presa con mis dedos, estirándolos hacia arriba, arrancándole a su garganta un pequeño grito, y tratando de conseguir su contacto. Sin embargo, por el salvaje empuje de mi sexo, aquello no parecía conducir a buen puerto. Por ello decidí bajar la intensidad de la cabalgada y centrarme en la manipulación de sus pezones, moviéndolos arriba y abajo y en círculos y pellizcándolos. Al bajar la intensidad, recuperó la capacidad del habla, si bien entrecortada por pequeños gritos.

  • ¡Esto sí..., ay..., que es una...., ay..., follada! -me dijo.

Y añadió, haciendo acopio de fuerzas y de un tirón:

  • ¡Fóllame de veras!

¿De veras? ¿Cómo que "de veras"? ¿Que era lo que estaba haciéndole en ese momento, follármela "de coña", "de broma"? ¿Un simulacro de follada? Sabía que no, porque me había dicho que aquello sí que era una follada, pero ese "de veras"... Obviamente supe que se refería a su coño, y lo recordé como lo había tenido antes, empapado y jugoso y caliente, y supe también que sería imposible: la imagen de su sexo frente a mi boca, la estimulación de mi polla entre sus pechos y sus gritos provocados por mis manipulaciones en sus pezones hicieron que estuviera a punto de estallar.

  • ¿No lo querías en la boca? -le pregunté casi gritándole-. ¡Pues ábrela!

Y la abrió. Aunque, la verdad, no sé si para lanzar otro grito, para decirme que de eso nada y que se la hundiera entre las piernas o para recibir mi semen. El hecho fue que en el mismo momento en que la abrió separé yo mi polla de su canalillo y, dejándome vencer hacia adelante, comencé a manar una leche cálida y espesa milisegundos antes de hacer contacto con la humedad que habitaba entre los labios de su cara.

El primer lanzamiento seminal, quizá por cuestiones de movimientos inerciales y parábolas varias, salpicó su pelo. El segundo ya se produjo dentro de su boca. Y el tercero. Conté hasta siete espasmos eyaculatorios, aunque muy posiblemente en alguno de ellos no saliera líquido alguno de mi sexo. La cuestión es que me quedé como muerto, hincado de rodillas, apoyado sobre mis manos por encima de su cabeza, mi polla hundida en su boca bañándose en el líquido que se formó de la unión de su saliva y mi esperma.

Aunque mis dudas sobre sus verdaderas intenciones al abrir la boca aún estaban allí, creo que acerté y que no se sintió ofendida porque, justo sobre la punta de mi glande, sentía el juguetear de su lengua. Me dejé hacer, aunque separé un poco mi pubis de su cara para que pudiera respirar mejor. Notaba cómo ella iba tragando poco a poco la mezcla líquida que habíamos formado, sin dejar de lamer y mover los labios en torno a mi sexo. De repente, sentí como un movimiento extraño.

Me giré y vi cómo, con una mano y sin sacarse mi miembro de la boca, apartaba su tanga y se masturbaba. Así estuvimos un corto lapso de tiempo porque, a poco de comenzar con su juego digital, torció la cabeza casi escupiendo mi polla y, con un gemido largo y medio apagado, se corrió suavemente.

Exhaustos por los esfuerzos realizados, quedamos tirados en la cama. Yo me dormí, y supongo que ella también. Cuando desperté aún era de noche y, extrañamente, estábamos con las cabezas en la almohada. Igual en ese momento al que llaman duermevela habíamos ido poco a poco situándonos de la forma más común para el descanso, no sé. Sí que se que era de noche y que tenía su melena justo delante de mi cara.

Ella dormía en aquel momento. Estábamos tumbados sobre el costado derecho, muy juntos. Tenía mi brazo derecho pasado por debajo de su cuerpo a la altura de su vientre y el izquierdo recostado sobre su cadera. Me llamó la atención lo extraño de la posición, porque yo soy incapaz de dormir abrazado a nadie. Supongo que el cansancio provocado por los juegos anteriores había conseguido que cayera dormido como un tronco, en lugar de las frecuentes vueltas que suelo dar sobre el colchón hasta conciliar el sueño. En todo caso, no recordaba cómo ni cuándo nos habíamos puesto en la caprichosa pose en la que me desperté. Y aún era de noche.

Mi mano izquierda sobre su cadera descubrió que por toda prenda ella llevaba el conocido tanga que aún no había tenido tiempo de quitarle y que, por ello, había frustrado el prometedor polvo. "Aún así", pensé, "tampoco ha estado nada mal".

Repasé mentalmente lo acontecido desde la lectura poética hasta aquel mismo momento. No soy persona que triunfe con los individuos del sexo complementario con tal facilidad que pueda decirse que el estar acostado con Susana después de dos orgasmos fuera algo esperado o supuesto. Ni lo uno ni mucho menos lo otro. Me sentía, mientras notaba mi mano derecha en su vientre su tranquila respiración en el sueño, el rey del mundo.

Aun así, ¿por qué yo, esa noche, compartía cama y placer con Susana Monóver? Quizá había sido un capricho suyo, sola en una ciudad que puede que no conociera lo suficiente, con ganas de fiesta. O igual de echar una cana al aire. No le había visto anillo ni señal en ningún dedo que hiciera suponer que había alguien esperándola en Madrid cuyo lugar estaría ocupando yo esa noche. Pero lo de las "ganas de fiesta" tampoco acababa de convencerme. Ni soy un bailarín de discoteca ni un mazas de gimnasio ni nada parecido, sino posiblemente el tipo más vulgar que alguien pueda encontrarse por la calle. ¿Ganas de fiesta, y me elige a mí? Raro, muy raro.

Recordé que me había confesado durante la cena que no conocía a Alejandro. Entonces, vino a mí, se me acercó, quizá dolida por usurpar su puesto en la lectura, con ganas de venganza lingüística… y con la conversación y la situación, había acabado en venganza lingual.

Estuve dándole vueltas a la cosa durante un tiempo, aunque al final llegué a la conclusión de que venía dando igual la causa. Estaba encamado con una mujer totipotente y bellamente arrabalera, así que, ¿para qué más?

Repasé entonces lo sucedido en esa misma habitación. Caí en la cuenta de que seguía habiendo en el ambiente un cierto olor a sexo desbordado, ese olor mezcla de fluidos y de sudor que, la verdad, me encanta. Olí su melena: olía a lo mismo, a placer buscado y conseguido y disfrutado y compartido. Y claro, uno que no es de piedra, comenzó a empalmarse.

Separé con cuidado mi cuerpo del de Susana, porque no quería despertarla con mi erección. Sin embargo, tampoco podía separarlo demasiado, porque eso habría supuesto sacar mi brazo derecho de debajo de su cuerpo y ahí, fijo, sí que la habría despertado.

Al estar yo desnudo, andar mis bajos volviendo a las andadas y no poder separarme lo suficiente, no tardó la punta en rozarse con una de sus nalgas. Pero era apenas un roce, una caricia casi, como las que provocaba mi mano en su cadera, no tenía porqué romperse su sueño por eso. Quizá, me ilusioné en pensar, ni se diera cuenta. Pero me ilusioné vanamente: se dio cuenta.

No llegó a despertarse, pero su respiración se alteró: se hizo más profunda, más sentida. Al mismo tiempo, movió su culo entangado hacia donde mi polla había intentado ganar refugio, de tal modo y manera que quedó aprisionada entre sus dos nalgas y mi vientre, mirando hacia arriba, casi mirándome a los ojos y diciéndome, la pobrecilla: "ya que estamos, iremos al sacrificio… ¿no?".

Traté de hacerle entender a mi sexo excitado que no, que no iba a despertar a Susana para únicamente follar, que no me parecía serio porque, a fin de cuentas, ella tenía derecho a reposar, después de lo bien que nos había tratado a ella –mi miembro- y a mí. Pero la carne irrigada en sangre que había ganado conciencia propia entre mis piernas me dijo que de eso nada, que fíjate tú lo suave que es su culo y que parece que incluso lo está moviendo levemente, que a ver si me había figurado yo que con esos estímulos iba ella a ser capaz de estarse quieta y, por último, que o la metía yo dentro de su coño o se metía ella donde primero pillara, y que ya había oído yo las opiniones de Susana sobre el sexo anal aquella noche.

Era talmente un ultimátum lo que me dio mi polla erecta. Entiéndase que no pude decir que no, porque los daños podían haber sido irreparables. Así que deslicé mi mano izquierda desde las caderas de Susana hacia su pubis y traté de apartarle el tanga del sexo con sumo cuidado. Mi brazo derecho, testigo de su sueño, estuvo a la escucha: si hubiera habido cualquier cambio por minúsculo que fuera en su respiración, habría cesado automáticamente en mi tarea. Pero no lo hubo. Incluso ella, con un movimiento mecánico, separó un poco las piernas para permitir que mi mano llegase hasta encima de su sexo. Pude sentir con la punta de mis dedos que se había humedecido levemente. "Igual esté teniendo un sueño erótico", pensé. Y aparté con cuidado la tela.

Pero aún así, no era sencillo conseguir la posición idónea para penetrarla desde atrás. Mi polla iba dirigiéndome, traicionera, hacia su culo y no hacia su coño. Mis movimientos eran lentos y cautelosos para evitar despertar a Susana y, aún así, me daba la impresión de que ella era consciente de todo, porque lentamente curvó sus nalgas para facilitarme la entrada de su sexo. Con mi mano izquierda desde su pubis toqué la punta de mi polla y la situé justo frente a su vulva.

Creí que se acababa el mundo cuando mi glande sintió el calor de su humedad. Pero como el mundo no se acabó –cosas que tiene el mundo éste en el que habitamos-, empuje con suma suavidad y noté cómo, sin problema alguno, iba entrando mi miembro en ella, sin dificultad alguna. Y entró entero, hasta la empuñadura, como los sables bien manejados por los buenos toreros. Cuando ya estuvo dentro, habíamos quedado Susana y yo unidos por lo cárnico y pegados por la piel, su espalda en mi pecho, sus nalgas en mi pubis, nuestras piernas casi también en contacto. Y me moví.

Fui muy suave, nada de sacarla y meterla en plan martillo neumático, sino casi más bien en plan gusanillo reumático. Despacio, lento, sintiendo su calor y disfrutándolo mientras me iba empapando de ella, con cuidado de no despertarla. En una de mis penetraciones, cuando llegaba hasta el fondo, ella emitió un gemido. Paré. Quedé quieto como intentando no ser descubierto. Sabía que en cuanto abriera los ojos iba a averiguar qué estaba sucediendo, porque vaya… es de cajón: tenía una polla en el coño, eso no se le escapa a la gente normal.

Por eso quedé quieto tras su gemido, pero no sucedió nada. Desapareció el sonido de la habitación y comencé yo de nuevo a moverme despacio. Mi brazo derecho detectó un nuevo cambio en su respiración. Para asegurarme de que todo estaba bajo control, con mi mano izquierda realicé una leve comprobación en sus pezones. La blandura hubiera significado que ahí no pasaba nada, que su cuerpo no estaba reaccionando ante mis avances cárnicos en él y que podía continuar sin problemas. Pero no fue eso lo que encontré.

Volvían a ser piedras. Sin embargo, mi polla me sacó de mis dudas: "si aquí abajo está esto tan mojado, ¿cómo quieres que esté la cosa ahí arriba?", me dijo. Jamás fue tan verdad eso de que los hombres pensamos con la polla porque, al menos en este caso, pensé con ella y me pareció un pensamiento de lo más razonable. Y ella gimió de nuevo.

Gimió, es cierto, pero ya no me detuve. Entre otras cosas, porque su gemido vino acompañado de un ligero movimiento de caderas cuyo único fin era conseguir que mi penetración fuera menos complicada y porque, además, con el movimiento susurró algo así como "qué rico", "qué bueno" o "cómo me gusta", como en sueños. Sin duda, pensé, estaba teniendo un sueño húmedo.

Dicen que los sueños se componen de imaginación y memoria, y que suelen ser expresión del subconsciente, cuando no del inconsciente, si se cuela en ellos. La imaginación de Susana no se la conocía, pero desde luego la memoria a corto plazo, que sí juega papel importante en el soñar, no podía ser otra que los excesos lúbricos compartidos conmigo en aquella habitación. Así que andaba soñando con que me la follaba. Si su mente quería imaginar eso, ¿por qué dejar a su cuerpo fuera del lote?

Cierto es, puede puntualizar alguno, que quizá era la memoria a largo plazo la que estaba en acción en aquel momento en Susana. Ahí el argumento anterior parece que haga aguas, pero sólo lo parece. En efecto, si ella soñaba con sexo, a mí, que no soy celoso, me daba igual que fuera conmigo o con cualquier otro –o cualquier otra, naturalmente-. La cuestión principal era que su cerebro estaba montándose una peliculita grata mientras su cuerpo quedaba al margen. Y eso sí que no, que el cuerpo también es criaturita del Señor y tiene su derecho a divertirse.

Lo dicho: que no paré. Ojo, tampoco aceleré. No por falta de ganas, en un principio, sino por no despertarla. Lo que pasa es que uno, porque es de fácil contento, cuando le encuentra el gustillo a algo no intenta cambiarlo porque sí. Y le estaba encontrando el gustillo a ese sexo dormido y lento.

Sentía cómo se me iba empapando la polla con sus fluidos y eso, cuando se ejerce de mecánico fornicante con la quinta metida hasta el fondo, a veces se pierde. Cada tiempo tiene su afán, que decían los antiguos, y mi afán en aquel justo instante era quedarme muy abrazado a Susana mientras mi miembro jugaba en sus adentros. Y vaya si jugaba.

Porque una cosa es que fuera lento y delicado y otra muy distinta es que fuera monótono. Gracias a la posición que ella en su sueño había adoptado, la penetración era cómoda y sencilla lo que, liberado del esfuerzo físico de otras poses más parecidas a la gimnasia que al fornicio, permitía alguna que otra filigrana.

Por ejemplo, el profundizar en el tema hasta no poder hacerlo más y trazar –o intentarlo- círculos dentro de ella a base de movimientos pélvicos. Por ejemplo, también, el jugar al "como sí": ahora la endiño, pero paro a mitad, ahora la saco, pero no llego a hacerlo del todo… es como si la metiera, pero no; como si la fuera a sacar, pero no… Cualquiera es muy libre de pensar que estos intentos míos de filigranáticos no tenían ni un ápice, pero yo me entretenía en ellos. Y eso era interesante.

Primero, porque tenía sueño. Recordemos que no estaba en mi ánimo el coito, sino únicamente en el de mi polla, y que fue a causa de su ultimátum que me vi obligado a realizarlo. Segundo, porque estando dormida Susana la parte de excitación y atractivo que aporta el amante, en ese momento, era nula: ni gritaba, ni decía, ni tocaba, ni lamía, ni besaba… Únicamente soñaba y, de vez en cuando, gemía. Así que entretenerme en otras cosas no estaba del todo mal. Y tercero, porque no sé cómo ni porqué, pero sentí que se cerraba la puerta de su sexo, que contraría sus músculos y que, literalmente, me ordeñaba. Como suena.

Porque, la verdad, ni lo sentí venir. Pero allí estaba, mi semen saliendo a golpes marcados por algún misterioso dispositivo fisiológico que tenía aquella mujer entre las piernas. Sentía una contracción, y manaba semen. Sentía otra, y volvía a manar. No fue un correrse en plan "ahí va el Ebro", que también pasa a veces –aunque menos-, sino un sencillo expulsar semen que no por sencillo dejó de ser grato. Me corrí dentro de ella, por tanto, casi sin darme cuenta.

Se que suena a excusa para que el lector severo no me acuse de imbécil por, en primer lugar, practicar el coito sin protección y, en segundo, encima correrme sin sacarla. Lo cierto es que merezco la acusación. En mi descargo, diré que andaba medio dormido y con el cerebro, por tanto, lento de reflejos. Allí la única que estaba despierta y consciente era mi polla y ésa, como casi todas, no entiende de nada que no sea vaivén y vomitona láctica. Y fue lo que consiguió, la verdad.

Si imbécil fui a la hora de follarme a Susana sin condón, no lo fui tanto como para quedarme dentro de ella: salí despacio, mojando en mi salida sus muslos al resbalar por ellos mi miembro, hasta quedar en la posición en la que pensé que más sencillo me sería dormirme sin despertarla. Porque no era cuestión de quedarme dentro de ella ya que, si bien es cierto que normalmente en el sueño se suele desacoplar lo cárnicamente unido, también lo es que nadie me aseguraba que eso sucediera antes de que ella pudiera despertar, encontrándose con un tipo durmiente abrazado a ella y penetrándola. Y esa situación no me apetecía demasiado.

Quedamos por tanto casi como estábamos antes de que mi polla se aprovechase del cansancio de mi cerebro, y sucedió lo contrario: durmióse la polla, despertóse el cerebro. ¿Qué iba a decirle? Porque algo tendría que decirle, sin duda. Al menos, intentar averiguar si tenía alguna enfermedad que debiera conocer, por aquello de los contagios. Pero también avisarla, para que pudiera utilizar, si fuera el caso y no tomase la píldora, al menos algún fármaco que impidiese el embarazo. Por las cavidades internas de mi cráneo resonaba un "imbécil, imbécil" y un "mierda, mierda" que iban gritándome mis neuronas.

Pero claro, a ver cómo le explicas a una persona a la que apenas conoces de unas horas que, "aprovechando que dormías, mira tú qué cosas pasan, pues que te he follado". Porque se mire por donde se mire, la situación estaba mal. Bastante mal, además. Ya me veía despertándome bajo los bofetones de ella, gritándome que era un cabrón y que, en venganza, me acababa de cortar la polla de un bocado. Porque, técnicamente, ¿era una violación, o no? Sexo consentido había habido y, sin duda de haber estado despierta, lo habría sido. El problema es que no tenía un consentimiento expreso para ese momento concreto, ese acto concreto de sexo, aunque sí para los anteriores. Mi cerebro, ya se dijo, andaba despierto y hecho un lío. Pero dicen que no hay mal que mil años dure: al final me dormí.


Volví a despertar cuando ya era de día. Lo primero que vi al abrir los ojos fueron los suyos mirándome.

  • Buenos días, Nicholas –me dijo con un beso.

  • Buenos días –le dije con una sonrisa.

  • Espero que hayas dormido bien. ¿Tuviste dulces sueños?

  • No lo sé, no recuerdo haber soñado –le respondí intentando hacer memoria de si había soñado o no.

  • Yo sí, contigo –dijo. Y en ese momento recordé el episodio de la noche. Creo que me debí sonrojar porque ella continúo- Vaya. No sabía que te avergonzaría el que soñase con que me follabas... a fin de cuentas, anoche hicimos alguna que otra cosa, ¿no?

  • Bueno... la hicimos, sí.

  • Pues entonces.

Y me volvió a besar, esta vez buscándome la lengua con la suya. En la búsqueda, acercó más su cuerpo al mío, con lo que sus pechos me rozaron. Respondí a su lengua con la mía yendo al encuentro. Fue un beso cálido y mojado, que me hizo despertar aún más del letargo del sueño, incluso pensando que con esos besos lo de la noche hubiera sido aún mejor. Es una de esas cosas absurdas: una dormida no besa y en el coito, los besos, importan casi tanto o más que los sexos. Curioso.

  • ¿Y qué tal estuvo tu sueño? –pregunté, ya puestos a indagar y ver si, en algún momento de la conversación, tenía yo un momento para confesar mi culpa.

  • Uff... Imagínate: me he despertado pringosa como si hubiera tenido un mega orgasmo. Básicamente me follabas de una forma salvaje. Quizá soñé con eso porque anoche no llegué a sentirte dentro. Y mira que me apetecía...

  • Anoche pasaron muchas cosas en muy poco rato, ¿verdad?

  • Verdad. ¿Te arrepientes de alguna? –me preguntó. Por un momento, temí que me estuviera leyendo la mente-. Porque si no, ¿a qué viene ese comentario?

  • No, no me arrepiento de nada de lo que nos hicimos anoche –y deslicé el "nos" para que fuese totalmente cierto. No me arrepentía de nada de lo que habíamos estado haciendo... quizá sí de lo que había hecho yo sólo-. Es más, no me importaría que se repitiese con frecuencia, digamos, diaria.

  • Sí, hombre –rió ella-. Como si pudieras aguantar ese ritmo todos los días...

  • Mujer, eso sólo hay una forma de averiguarlo.

  • Pues no va a ser conmigo, porque me tengo que volver a Madrid. Pero seguro que encuentras a alguna con la que hacer el experimento.

  • ¿Te vas hoy?

  • Sí.

  • ¿A qué hora se me van estas preciosidades? –le dije acariciándole los pezones.

  • Tranquilo, potro –respondió: de nuevo lo de potro... no me gustaba aquello-, que todavía me queda un buen rato y creo que tú y yo podremos aprovecharlo.

Y dicho y hecho, lo aprovechamos. Para empezar, con otro beso húmedo y profundo y, para continuar, con su búsqueda de mi sexo –que había empezado a reaccionar a mis manos en sus pezones y a su lengua en mi boca- y mi búsqueda del suyo... que encontré de nuevo cubierto por el tanga. Me hice a la idea de que era el momento adecuado para quitarle la única prenda de ropa que había quedado en pie después de los excesos, así que introduje unos dedos por debajo de la cinturilla con intención de deslizarlo por sus piernas y descubrir finalmente en toda su plenitud su desnudez. Pero ella tenía otros planes, porque se zafó y me tumbó boca arriba sobre la cama.

Con la intención de limitar mis movimientos se tumbó encima de mí, coincidiendo nuestras bocas para un segundo beso húmedo y profundo que me dejó con ganas de más porque, separando sus labios de los míos, los deslizó por mi barbilla, mi cuello y mi pecho con la insana intención de mordisquearme los pezones. El leve dolor que me causó hizo que me reclinara sobre los brazos: craso error. Ahora que podían coincidir nuestras miradas me mandó con sus ojos una especie de telegrama por lo breve y de fax por lo instantáneo en el que únicamente había escrita una palabra: "vicio".

Porque fue la mirada más viciosa que he visto en mi vida y he visto varias, habida cuenta no de mis amantes ocasionales -que siempre son menos de las que uno desearía, porque uno las desea a todas- sino de mis visionados de pornografía que, sin ser afecto al género, digamos que consuelan bastante en las largas tardes del solitario invierno. Y con esa mirada taladrando mis ojos y llegando directamente a mi cerebro (aunque no lo sé con exactitud, creo que el hipotálamo es donde residen nuestros deseos más primitivos: allí debía llegar la señal) continuó descendiendo sin despegar sus labios de mi piel. A pesar del cosquilleo de ir sintiendo el calor de su respiración en su descenso, lo que sucedía entre mis piernas en esos momentos era algo muy alejado de la cosquilla: el miembro intentaba tocar a Dios, de las ansias que tenía de llegar al cielo, casi como queriendo salir de su funda cárnica, independizado del cuerpo. Vamos, y hablando en plata -o en román paladino-, que tenía la polla como una olla.

Por cierto, que es una expresión curiosa esa. Porque no se refiere al grosor ni directamente al tamaño o a la forma, sino a la dureza. Dícese de una polla que está como una olla cuando anda con una erección de las llamadas "triunfantes", último estadio de la erección masculina, alcanzable en contadas ocasiones. En el mejor de los casos, la verticalidad no llega más allá del estadio "imperial" (lo que tampoco está tan mal, y más si consideramos que mis erecciones no son de las que miran para arriba, eso que de chiquillos llamábamos "polla empiná", sino más bien de las que ponen el falo en paralelo con el suelo. Pero claro, al estar tumbado, se entiende la situación).

Bueno, pues a pesar de la pequeña digresión, la cuestión, que sin duda ya habrá sido entendida, es que acabó mi polla en su boca. Pero no se piense que fue una engullida sin más, un abrir de boca y desaparecer el rabo en sus adentros, no. Ella andaba de viciosa por mis bajos y como tal se comportó. Fue la primera vez -y, maldita sea, la última... espero que sólo por el momento- que alguien jugó al escondite con mis partes.

Comenzó por cogerme con dureza el miembro para ocultar uno de sus ojos detrás, aprovechando el que quedaba al descubierto para continuar mirándome fijamente mientras su lengua salía de la boca hasta rozar, no importaba donde, mi cuerpo: alguna vez fue la ingle, otra un huevo, otra la base de la polla... Quizá porque ella sí había jugado antes a ese escondite extraño, sujetó mi escroto con una mano, lo elevó y ocultó su boca tras él. Se comprende que dicha ocultación oral no impedía que la boca siguiera existiendo ni que yo, naturalmente, la sintiese en su existencia lamiente.

En esas cuestiones estuvo un rato hasta que, supongo, debió aburrirse del juego. Era un poco chiquilla, en ese momento: como los niños pequeños que se encaprichan con un juguete y lo usan obsesivamente hasta que, porque sí y de pronto, dejan de jugar con él, dejó de jugar ella con mi polla. Fue entonces cuando finalmente acabó mi polla en su boca, ensalivándola a conciencia sin dejar de mirarme.

No soy persona, lo diremos ahora que anda ella ocupada en chupar nabo y no creo que se queje, de mirar mucho a los ojos de la gente. Creo que eran "Golpes Bajos" quienes cantaban aquello de "no mires a los ojos de la gente...". Yo debía ser bastante joven por aquellas fechas, pero me debió dejar la letrilla en cuestión algún tipo de trauma, porque usualmente no suelo andar por ahí fijando mis ojos en los ojos ajenos. También, quizá, porque en el fondo soy un tipo bastante cochino -o sea, de lo más normalito- y en presencia de la feminidad mis ojos van irremediablemente a la zona pectoral. La cuestión, se mire como se mire, es que no soy dado a mirar fijamente a nadie y, sin embargo, durante todas sus manipulaciones en mi entrepierna le sostuve la mirada como un auténtico campeón.

Aunque para campeona, ella. Su cabeza subía y bajaba por mi polla y, aún así, su mirada seguía fija en la mía. Si lo pienso con detenimiento, creo que no la vi pestañear ni una vez. Sé que eso es imposible, porque en el tema oral anduvimos bastante rato. Quizá aprovechaba mis pestañeos para pestañear ella a su vez, cosa harto improbable porque complicado es coincidir en esas cosas, pero yo diría que no la vi pestañear. Pero claro, eso es aún más improbable porque se le secarían los ojos de mala manera.

Mojada, lo que dice mojada, andaba mi polla en esos momentos. Tanto, que incluso mi vello púbico andaba en plan baño de saliva a aquellas alturas de la cuestión. Diré que eso no me importaba demasiado, la verdad, porque a fin de cuentas no estaba bañado en babas asquerosas, sino en la saliva que, con el sube-baja bucal de Susana en mi miembro, iba deslizándose hacia abajo.

Intenté vanamente separarla de mí con la sana intención de corresponder a sus esfuerzos con los míos en su propia entrepierna, pero no lo logré. La verdad, la correspondencia en cuestión no la buscaba por un falso concepto equitativo de justicia, sino porque me moría de ganas de arrancarle el tanga y meterle una comida de coño de las que hacen historia, de la misma manera que ella estaba escribiendo una interesantísima página en mi historia personal con su mamada de polla. Pero no lo logré, que ya lo dije, porque ella debió descubrir mis intenciones y, como quien piensa "y una mierda", se ensartó hasta sabe Dios dónde mi miembro en su boca -la impresión era de que entraba hasta la epiglotis, cosa complicada- , y se mantuvo así un par de segundos, quizá alguno más, hasta separarse de mí con un brillo en los ojos provocado a partes iguales por el lagrimeo del esfuerzo y las ganas de demostrarme que era realmente totipotente . Y lo hizo. Y no me dio tiempo a nada.

Antes de que me diera cuenta, se había incorporado, su había puesto de pie, había ido a su bolso, había sacado un condón, me lo había puesto, se había puesto de rodillas sobre mí, había separado su tanga, descubierto su sexo y se había hundido mi carne hasta lo más profundo de sus entrañas. Todo esto, que parece una operación bastante complicada, tuvo lugar en un lapso de tiempo tan escaso que pasé del calor de su boca al de su coño sin tener tiempo mi polla de quejarse de frío.

Pero es que ahí no acabó todo: amazona redomada, me cabalgó como un jockey en el Grand National, saltos de obstáculos incluídos. Al verla en tal frenesí físico, temí por la integridad de mi polla. Imagínate tú si con tanto vaivén, por una de esas, sale demasiado y al volver a entrar no entra bien, doblándose bajo el peso del cuerpo cabalgante de Susana... El dolor a sentir, en ese caso, sería harto interesante. Fruto de esas reflexiones, noté como de "triunfante" pasaba peligrosamente a "dura" sin más, sin transitar por el estadio intermedio de "imperial". Pensé que con esa marcha, de seguir en mis disquisiciones, no tardaría en llegar a "morcillona", "pendulona" y, finalmente, "blanda", con el consiguiente oprobio para mi virilidad. Dispuesto a que eso no sucediera, alejé los malos pensamientos de mi mente para concentrarme en sus tetas y sus propiedades durante el coito, mediante la vieja táctica de incorporarme para lamer unos pezones duros y salados que subían y bajaban delante de mí. Follamos un tanto salvajemente en aquella posición de sentados hasta que, tomándola yo de la cadera, ella se inclinó, apoyándose con sus brazos, hacia atrás. Lo novedoso del ángulo de visión y de penetración hizo que rápidamente me situase en el estadio "imperial", lo que me animó a intentar alguna hazaña física: traté de empujarla hasta el borde de la cama para follármela de pie.

Sin embargo, y para consuelo de los que anden a estas alturas envidiando mi prodigiosa técnica sexual, reconoceré que, a mitad del camino hacia el borde de la cama, ella volvió a sentarse sobre mí, se mordió el labio inferior, clavó sus uñas en mi espalda y, sin dejar de moverse, se corrió. Tontería sería entonces tratar de follar de pie porque, aunque tras el orgasmo de la mujer el coito sigue teniendo sentido completo (cosa que no pasa con nosotros, lamentablemente), lo bien cierto es que una mujer recién corrida pierde tonicidad muscular, cuestión esa fundamental a la hora de sostenerse en equilibrio sobre la polla del hombre, ya que debe ayudar a las manos que la sostienen por las nalgas con una buena presa de muslos y la necesaria contribución de los brazos en torno al cuello. Así que, de alardes, nada de nada.

Se corrió, por tanto, pero no por eso paró. Continuó generosa hasta que consiguió un segundo orgasmo que coincidió con el mío. No se piense el lector que usualmente mis amantes son biorgásmicas. Sencillamente tardé en acceder a la eyaculación porque con su primer orgasmo pensé en el mío -a punto estuve entonces de correrme-, y recordé el de la noche anterior, sin condón alguno. Al pensar en mi semen habitando su cuerpo y en la posibilidad de preñez padecí una bajada de intensidad suficiente para evitar el orgasmo que ya andaba con ganas de tomar posesión de mí. Pero las reflexiones no duran eternamente y, como ya se dijo, con corrimos al alimón, ella por segunda vez, yo por primera.

Al sentir mi orgasmo fue deteniéndose poco a poco hasta quedarnos pegados de cuerpo y bocas, en un beso lento y suave que nos permitía sentir cómo nuestros corazones andaban locos del esfuerzo realizado. Se sacó mi polla de dentro, me quitó el condón con cuidado para no derramar el semen, lo ató y lo tiró en el suelo antes de meterse por última vez mi polla en la boca, darle un beso a su punta y, diciéndome un breve "voy al baño", recoger el condón y desaparecer de mi vista.


No deja de tener su cierto punto de rareza el hecho de acabar de follar y quedarte, casi justo después, sólo. En esos momentos de la recuperación tras la fatiga y el placer, uno agradece la cercanía del cuerpo amado aunque únicamente sea el cuerpo y no la persona que lo habite quien esté presente. No es extraño, tras el sexo compartido, que alguno de los participantes se diluya en la nada, bien porque intenta alcanzar la tranquilidad perdida en el esfuerzo, bien porque, con el orgasmo como fin único del acto, no tiene nada más que aportar. Pero incluso en esos casos, el cuerpo sigue próximo, cercano, refugio cálido de piel en el que uno, cansado, puede recostarse y reposar.

Susana no estaba ya en la cama y yo, que permanecía desnudo sobre ella, escuchaba el sonido de la ducha, primero cayendo directamente sobre la loza de la bañera y, después, con el sonido rítmico que imprime el cuerpo bajo el chorro del agua. Y el cuerpo era el de Susana, el mismo que hubiera querido tener algo más cerca en aquel momento.

Pensar en su cuerpo desnudo bajo el agua me provocó una erección. Pensé, ya erecto, en la posibilidad de que al salir recién duchada y verme preparado para la acción, Susana me ofreciese su fresca piel: la única conclusión posible del tal pensamiento era que no iba a materializarse. Se había levantado a ducharse porque, sin duda, había decidido que con el último polvo concluía la noche que habíamos pasado juntos en su habitación de hotel. Así que poco más tenía yo que hacer allí. Si acaso, únicamente ducharme tras ella, vestirme y tratar de que la despedida no lo fuera para siempre.

Quería volver a verla. Me atraía potentemente esa mujer que era capaz de mostrarse totipotente y arrabalera al mismo tiempo que ofrecía orgasmos y los alcanzaba con una libertad sin límites. Quería tratar de averiguar si podría visitarla en su Madriz , con zeta, quizá disimulando mi interés con la participación en algún certamen poético. No se me ocurrían razones para suponer que ella no estaría interesada en que nos volviésemos a juntar más adelante: la noche no había sido del todo mala, excepción hecha del coito en el que únicamente participé yo...

¿Debía decírselo? Supongo que debía, más que nada, para que ella pudiera tomar las precauciones oportunas para evitar un embarazo no deseado. Pero, al decírselo, sin duda iba a perder buena parte de mis posibilidades de futuro compartido. No se me ocurre que a ninguna mujer pueda no importarle el que se la cepille un desconocido mientras duerme.

Tenía, pues, que enfrentarme a la disyuntiva entre el deber y el querer o, si se quiere, entre la racionalidad ética y la económica. Éticamente, debía informarle pero, haciéndolo, salían mis intereses perjudicados. Cuando los intereses son económicos o pecuniarios, uno puede echarse al coleto una ración de cálculo y tomar una decisión. Cuando los intereses son más bien sexuales, la cosa es más complicada. Dícese de antiguo que tiran más dos tetas que dos carretas, y sus tetas me tiraban mucho. En concreto, me estiraban el miembro racional que poseemos todos los maromos y que utilizamos, básicamente, para decidir cómo comportarnos durante buena parte de nuestra vida cuando se trata de enfrentarse al sexo complementario.

Mis neuronas decían que había que hablar, que tenía que hacer acopio de humildad y aceptar las críticas por mi mala acción. Mi polla, desde la posición dominante que había alcanzado pensando en su cuerpo desnudo y mojado, decía que, en este caso, era bueno aquello del "callar como puta", que también es expresión clásica (bien bajo la forma de callar como puta en baño o bien de callar como puta tuerta ) aunque, posiblemente, no con el sentido actual.

En el fondo, tenía que decidirme entre una acción y una no-acción, que viene siendo en la práctica el entorno cotidiano en el que nos movemos: constantemente oscilamos entre lo que oímos y lo que dejamos de oír; lo que se mueve y lo que deja de moverse... Esa alternancia es casi consustancial con el ser humano. Sin embargo, en caso actual implicaba una consecuencia distinta del mero hablar. Las expectativas eran casi, por lo tanto, iguales de importantes que el hecho en sí. El hablar o el no hacerlo, siendo un efecto de mi reflexión, iban también a ser causa de futuros efectos, quien sabe si no deseados. Y ya dice el refrán que "más vale callar que errar" y que "nadie yerra por callar, y hablando mucho, se suele errar".

Pero claro: callando bien podría causarle un mal a Susana (el de no tomar medidas frente al posible embarazo). Así que, si bien es cierto que no erraría manteniendo la boca cerrada, también lo es que le robaba a ella la oportunidad de conocer y, conociendo, tomar decisiones. De no haber habido una Susana –aunque tenía que haberla necesariamente para que hubiera sucedido lo que sucedió: la cuestión es que Susana podía no ser Susana, sino "una con la que me acosté", así, desnombrada. Pero Susana era ella y tenía importancia para mí-, no habría habido problema. Decía Pizarnik que hace tanta soledad que las palabras se suicidan , y decía bien: el solo calla, en la soledad tiene sentido completo el silencio. Pero yo no estuve ni me sentí solo (a veces se folla y folla uno con alguien, pero folla realmente solo), sino con Susana y, por tanto, obligado por ella a hablar y a enfrentar por lo hablado lo no querido.

Y la ducha cesó en su lluvia y la puerta del baño se abrió. Con una toalla por toda vestidura, que únicamente le vestía el cabello, apareció Susana. Se despojó de la toalla después de secarse mínimamente el pelo.

  • ¿No te duchas? –me preguntó, viéndome como estaba, desnudo sobre la cama, contemplando su por primera vez vista desnudez.

No respondí. Andaba con la duda, con esa duda que es toda palabra y esa duda que es todo silencio. Decir o no decir, romper la duda cayendo en ella de bruces, en salto al vacío, sabiendo que, suceda lo que suceda, sólo puede suceder un accidente. Pero el accidente ya había sucedido aquella noche. Quizá esa era la visión correcta: lo sucedido como accidental, que no afectaría a nuestras sustancias ni nuestras esencias. Seguiríamos siendo los mismos que habíamos sido hasta ese momento, ella y yo, cada uno por su lado, con su historia y sus misterios y sus miedos y sus dudas, aquella noche como mera nota al margen en nuestro manuscrito vital. Pero es que yo no quería que Susana Monóver fuera un accidente: ansiaba elevarla al plano esencial.

  • Ahora iré –comencé a decir.

  • ¿Cuándo?

¿

Cuando comience a vestirme y pierdas mi cuerpo de vista? –interrumpió con una sonrisa.

  • La verdad, no me gustaría perderlo de vista.

  • ¿Te gusta?

  • ¿Tú que crees?

  • Creo –dijo mirándome la polla- que a ella sí que le gusta.

  • Aciertas. Pero también me gusta a mí.

Alargué mi mano con idea de tocarla, pero se retiró fuera de mi alcance.

  • Ya no: tengo que irme. Y tú también, por tanto.

  • Espera...

Ella interpretó que era una espera más centrada en lo sexual que en otro tipo de cosas, así que no esperó demasiado: ocultó sus pechos con un sostén tras secarse el pecho.

  • No hay espera que valga, remolón. ¡A la ducha!

Fui a la ducha, sin haber hablado o, al menos, no haberlo hecho sobre lo importante. Pensé que en la ducha podría clarificar las ideas, ver la forma de enfocar el tema de modo y manera que no sonase tan horrible como realmente era.

El agua me refrescó, me dejé inundar por ella, dejé que me empapase, que me recorriese. Me apoyé en la pared bajo el chorro de la ducha y me quedé quieto, tratando de pensar bajo la lluvia artificial que me devolvía, poco a poco, a la realidad. Como si de una borrachera se tratase –y lo era: una borrachera de sexo-, comenzaba a ver las cosas con más claridad. Tenía que decírselo, definitivamente, no por las consecuencias: si se quedaba preñada, siempre podría pensar que había habido algún problema con el condón, no necesariamente que había sucedido algo más de lo que ella sabía que había pasado. Eso no solucionaba el problema de la preñez no deseada, pero sí que solucionaba su percepción de mi persona en caso de suceder lo que, desde el punto de vista de la racionalidad económica, era lo que más me podía perjudicar.

Pero debía decírselo, principalmente, porque se lo debía, porque era de justicia que lo supiera y porque no tenía sentido que viviera yo con la tensión de no saber o de saber y tener que callar por siempre. Hablar es un arte y callar una virtud: había llegado el momento de ser artista.

Tomé la toalla de baño que quedaba y me sequé rápidamente antes de enrollármela en la cintura y salir a la habitación. Ella continuaba en sostén, aunque había añadido a su vestuario un tanga. Sin duda no había avanzado más en el vestido por causa de las cremas, untes y demás productos de cosmética que se aplicaba sobre el cuerpo: su piel desprendía un grato olor –incluso sin llegar a estar cerca de ella: se percibía como una ventana a un jardín dentro del ambiente viciado de la habitación- y parecía más brillante que cuando la vi únicamente duchada.

  • Te has tomado tu tiempo, ¿eh? –me dijo cuando me vio aparecer.

  • Tú también, parece –le respondí buscando por la habitación mi ropa.

Encontré mis bóxer por el suelo y me quité la toalla para ponérmelos. Ella me miró diciéndome que iba a echar bastante de menos a mi polla. No pude sino sonreírme.

  • Quiero hablarte justamente de eso –le comenté.

  • Creo que eso ya lo habíamos hablado antes, y ya te dije que me tenía que volver a Madrid. Pero si vas alguna vez por la ciudad, no dejes de avisarme.

  • No es justamente de eso, sino de mi polla.

  • ¿Qué le pasa a tu polla? –me preguntó.

  • En principio nada, sólo que le gustas...

  • Pues por eso: si vas por Madrid, me llamas.

No sabía cómo sacar el tema. Es complicado, y más cuando la conversación estaba siendo cordial: se me ofrecía como acompañante por la capital, cuando esa compañía sólo podía ser de un tipo. Pero claro, se me ofrecía sin saberlo todo...

  • Ya. No... me refiero a que a mi polla le gustas mucho.

  • Pues mejor –me dijo-. ¿Oye, pasa algo? –preguntó a continuación, mirándome con extrañeza.

  • Pues algo sí.

  • Vaya. ¿Qué ha pasado?

  • Verás... Nos conocemos desde ayer, tampoco se puede decir que eso sea mucho tiempo...

  • Pero nos hemos conocido muy bien, creo –interrumpió.

  • Sí, no me quejo. Pero tienes que saber algo que ha pasado aquí esta noche.

  • Ay, ay... ¿No te habrás enamorado de mí? –me preguntó medio en serio, medio en broma.

  • Un poco sí, Susana, pero no es eso lo que ha pasado.

Quedó mirándome callada. Supongo que es la declaración de enamoramiento más rara del mundo, aunque vaya usted a saber lo que le habrá pasado a cada cual. Desde luego, era la primera vez que le decía a una mujer con la que había estado disfrutando del sexo una noche que me había enamorado de ella y que, además, eso no era lo importante.

  • Verás... Anoche, mientras dormías...

  • Uys, ese me lo sé: "anoche, mientras dormía, soñé, ¡bendita ilusión!, que una fontana fluía dentro de mi corazón". Es de Machado, ¿no?

  • Mmm... Sí, de Antonio Machado. Pero no, dormías tú, no yo. Es un "anoche, mientras dormías", no un "anoche, mientras dormía". Porque, además, yo no dormía.

  • Sí que dormías: te he visto dormir y te he besado cuando has despertado.

  • Correcto, dormía. Pero no mientras tú dormías...

  • También mientras yo...

La tuve que interrumpir. Ya era bastante complicada la cosa como para perdernos en chiquilladas de ingeniosidades conversacionales. La tuve que interrumpir porque me pudo la tensión y porque no podía callármelo más tiempo.

  • Mira: tú dormías, yo estaba despierto, se me puso dura y te follé. Punto. Ya está. Ahora, el Armaggedon , el Apocalipsis y la parusía .

Respiré profundamente tras la declaración. Ella estaba mirándome mientras buscaba una blusa, se la ponía y abrochaba lentamente sus botones. No decía nada, y yo no sabía qué era mejor, que dijera o que callara. Por un momento pensé que quizá no iba a volver a dirigirme la palabra, que iba a vestirse, a recoger sus cosas y a salir de mi vida sin más, sin que volviera a oír su voz, negándoseme para siempre la comunicación verbal con ella. Pero no.

  • Joder...

Como primera reacción, no estaba mal. Ni mal ni bien, por otro lado, pero al menos era una reacción que me demostraba que ni la había dejado catatónica ni rehuía, por el momento, el comunicarse conmigo. Busqué mis pantalones y me los puse, abrochándome sus botones esperando que estallara la bomba de relojería que había puesto en marcha con mi poco tacto para contarle la cuestión.

  • ¿Usaste...?

  • No, no me puse condón. No caí en la cuenta –traté de explicarle-, porque andaba medio dormido y estaba demasiado caliente para pensar.

  • Pero no para follarme...

Se sentó en una silla, aún sin pantalones, y se quedó mirándome.

  • Oye, ya sé que es una putada, pero estamos a tiempo de ir a una farmacia...

  • No, no es eso. Tomo la píldora, no tengo miedo a quedarme embarazada.

  • Ah...

  • Es que... ¿no me dijiste nada?

  • Bueno... No quería despertarte.

  • ¿No querías despertarme y me follas? Vaya... eso sí que es respeto, ¿no?

Tenía razón. Esa era la cuestión real, fuera del embarazo. El embarazo, en definitiva, no era más que el efecto de la acción.

¿

Cuál era la causa? Mi falta de respeto por ella: me había aprovechado de ella, básicamente, mientras que ella se me había ofrecido una y otra vez, me había ofrecido mis orgasmos y compartir los suyos. Mi pago había sido follármela mientras dormía, en silencio para no ser descubierto.

  • Escucha...

  • No, no –continuó ella-. Joder... menos mal que te tengo enamoradito, ¿no? Si no hubiera sido así, ¿me habrías cortado el cuello después?

  • Joder, Susana... No es eso, coño. Estaba a gusto, estaba caliente... y soy un imbécil, ¿vale? Ya está, eso es todo...

  • ¿De verdad crees que eso es todo?

Ahí no quise responderle. No creía que eso fuera todo. Es más, sabía que eso no era todo, pero qué podía decirle... Me había portado como un imbécil y, lo que es peor, ni siquiera había sabido disculparme, si es que alguna disculpa podía tener aquello.

  • ¿Te imaginas como me siento? –me preguntó. No sé si era una pregunta retórica.

  • Supongo que algo peor que yo, pero tampoco yo me siento orgulloso –respondí.

  • Ya. Tampoco esto es fácil para ti, ¿verdad?

Tras preguntarlo, cogió sus vaqueros y siguió vistiéndose. Yo hice lo mismo con mi camisa, sin decir nada. Poco podía decir, por otro lado.

  • Joder, tío... –dijo cuando acabó de ponerse los vaqueros-. Es que me has dejado alucinada, ¿sabes?

  • Lo supongo. También yo...

  • No, no... No me digas lo mal que lo estás pasando, porque lo tuyo es el paraíso comparado con mi infierno. Me siento una basura, ahora mismo.

  • Susana...

  • Ni Susana ni hostias. ¿Soy un coño más, verdad? Un coño que se usa para correrse, y punto. Supongo que tienes razón, y que tú no eres más que una polla más. Supongo que eso debe ser todo, pasando de tu chorrada de enamoramiento y mi tontería de pedirte que me llames si vas por Madrid.

  • No es eso, tía, y lo sabes.

  • No, Nicholas: yo ya no sé nada. Te he pillado en un garito y te he follado. Se lo contaré a mis amigos así: estuve en Valencia y tuve una buena ración de sexo con un poeta local. Y punto. Ni hay ni tiene por qué ser algo distinto. Y tú lo comentarás a tus amigotes igual, y molarás un huevo porque eres capaz de follarte a la primera imbécil que se fija en ti.

  • No es eso... no es eso...

Me sentía Ortega hablando sobre la república, pero no me salían más palabras. No podía explicarlo de ninguna otra forma. Me había dado un calentón, me la había follado a pelo, la había cagado pero bien.

  • ¿Y si ahora –dijo ella- te digo que soy seropositiva?

  • Joder, tía...

  • Me molaría serlo solamente para que te sintieras la mitad de jodido que yo.

Pero no había odio en su mirada ni en su voz, únicamente cansancio. Supongo que había despertado de pronto a un mundo en el que creía no estar pero que conocía de sobra. Lo malo de quien conoce cosas es que las nuevas que se le presentan las interpreta desde lo conocido. Pensé que, siendo ella como era, más de una vez se habría hecho ilusiones con algún hombre que únicamente había visto en ella lo que antes me había dicho: un coño en el que correrse, y punto. Pero para mí no era eso, para mí era Susana y Susana era mucho más que su coño.

  • Escúchame un momento, Susana...

  • No sé si quiero escucharte.

  • No quieres, pero creo que deberías darme una oportunidad. La he cagado, y lo sé. Esta noche ha sido fantástica, y no sólo por los orgasmos, sino por ti. Eres fantástica, y no sólo lo eres desnuda. Me encantas tú, no únicamente tu coño. Sólo quiero que sepas eso, ni siquiera espero que lo creas, porque la creencia es muy libre. Pero quiero que lo sepas, quiero que sepas que es así, aunque puedas pensar que lo digo para no hacerte sentir mal. Quiero que lo sepas, porque es cierto y porque estoy convencido de que es verdad. Quiero que lo sepas...

  • Escúchame tú un momento, Nicholas.

  • Dime. Pero antes, ten en cuenta que la última palabra aquí la vas a tener tú y que según sea esa palabra habrá algo o únicamente quedará un recuerdo amargo.

  • No me intentes dar lecciones...

  • No lo intento.

  • Entonces cállate –pero seguía sin haber odio en su mirada ni en su voz. No estaba enfadada, sino únicamente cansada. Eso me parecía todavía más triste, porque quizá hubiera podido entender y asumir el enfado por un acto puntual, pero no podía entender ni asumir un cansancio nacido de muchos actos anteriores en los que no había tomado parte y que, por tanto, desconocía- y escúchame un momento. Creo que has sido un perfecto imbécil, pero también me he sentido fantásticamente a tu lado. Creo que te has portado como un perfecto hijo de puta, pero también sé que lo que me estás diciendo es verdad porque no tenías ninguna obligación de decírmelo y, sin embargo, has dado ese paso. Creo que te importo y quiero que sepas que si me siento tan mal es porque tú también habías empezado a importarme. Quiero que lo sepas, para que sientas miedo ante la perspectiva de perderme de vista para siempre.

  • No quiero perderte de vista para siempre.

  • Yo tampoco quiero que pase, pero no sé cómo hacer para evitarlo, porque es lo que me pide ahora el cuerpo.

  • Sabes que eso no es así, que preferirías rebelarte contra eso que te pide el cuerpo y hacer lo que crees que es mejor para los dos.

  • ¿Por qué debería rebelarme contra lo que me pide el cuerpo? ¿Acaso lo hiciste tú?

Touché. Tenía toda la razón del mundo.

  • Sin embargo –continuó- igual yo soy más imbécil que tú, porque me rebelo contra lo que me pide el cuerpo. No quiero que desaparezcas, aunque tampoco sé qué papel puedes tener en mi historia ni qué papel puedo tener yo en la tuya.

  • Únicamente el que quieras tener y quieras que yo tenga.

  • Ese es el problema, que ahora mismo no sé cuál es.

Contra eso no había nada que decir. Acabó de vestirse y terminó de recoger sus cosas. Yo hice lo propio, porque los plazos los marcaba ella.

  • Tengo que marcharme ahora –me dijo.

  • Lo sé.

  • Quiero que me dejes tu número de teléfono, si quieres. Cuando sepa qué hacer con todo esto, te lo diré.

Le di mi número de teléfono: el teléfono fijo de mi casa, mi número de teléfono móvil, mi dirección de correo electrónico, mi dirección postal... Los apuntó en un trozo de papel que guardó en un bolsillo del pantalón.

  • Dime lo que sea cuando lo sepas, pero dímelo –le rogué.

  • Sabes que sólo te lo diré si consigo entenderlo y averiguo qué pintamos cada uno en la historia del otro...

  • Lo sé.

  • Creo que sí que te diré algo, pero no te lo puedo asegurar –me dijo mientras abandonábamos la habitación.

Bajamos por el ascensor y fuimos a recepción: ella tenía que pagar la habitación. Me ofrecí a invitarla, pero declinó la invitación. Pagó y salimos a la calle. Ella llamó a un taxi y el taxi, naturalmente, se acercó a la acera.

  • Susana... –dije antes de que se detuviera totalmente el taxi.

  • ¿Qué?

  • Lo siento muchísimo.

Ella acercó sus labios a los míos, pero no se produjo el beso. Fueron unos segundos de infinita tensión, en los que no supe si debía yo inclinarme hacia ella o si debía esperar que ella hiciera algún movimiento. Casi nos rozamos, sentí el calor de su respiración, pero no hubo beso.

  • Sé que lo sientes –me dijo cuando quedó asumido que no íbamos a besarnos-. Pero eso no me hace sentir mejor a mí.

  • Lo sé. Sólo quería que lo supieras.

  • Gracias por decírmelo, Nicholas.

  • Gracias a ti por ser fantástica, Susana.

Subió al taxi y se fue, y yo me quedé mirando cómo se iba, sintiéndome tremendamente miserable y tremendamente vacío por dentro. Pero no por ello dejé que el tiempo se me escapase de las manos sin más sentido que su mero pasar, que una cosa es que uno ande jodido y otra que no ande. Así que me rehíce como pude, intenté mirarlo todo con la perspectiva necesaria, y caminé hacia casa.

Lo bueno del caminar –práctica a la que algunos nos entregamos con facilidad por nuestra carencia de permiso de conducir y nuestra aversión a las masificaciones de los transportes públicos- es que permite pensar. Al llevar un ritmo definido, el de las propias piernas, la mente entra en un estado de tranquilidad que le facilita el centrarse en los más extraños aspectos de lo divino y de lo humano. En aquella ocasión, mi cabeza comenzó a hacer sonetos de ausencia, primero, y directamente de desamor, después. Es un problema que tenemos los que alguna vez nos hemos enfrentado al verso: tendemos a radicalizar lo negativo en la absurda creencia de que de lo peor de la experiencia humana, lo más sangrante, lo más doloroso, salen las mejores rimas. Tenemos ese punto de masoquismo que nos lleva a querer un poco más de sufrimiento cada vez con el secreto deseo de que de ese sufrimiento nazca el poema perfecto. Así que, si bien Susana únicamente se había ido y si bien no sabía si volvería a saber de ella, esto es, que la situación era más bien de incertidumbre, me apunté mentalmente a la certidumbre total y perfecta de saber de su ausencia incluso sentida como abandono, porque eso, por lo personal, afecta más.

Los versos iban surgiendo a medida que caminaba, con la facilidad con la que surgen cuando no se los espera y cuando menos se los piensa. Únicamente llevaba la medida de sus sílabas con los dedos de una mano mientras la otra me ayudaba a fumar. Cuando tuve uno acabado –sus cuartetos y sus tercetos con rima consonante prestos y dispuestos a existir sobre el papel-, lo condené al olvido. Susana no estaba, pero veinticuatro horas antes tampoco y no por ello me sentía miserable.

Creo que en el fondo, esa era la clave: me sentía miserable, pero no me sabía miserable. Y ese sentimiento, a lo que parecía, dependía principalmente de la presencia de Susana Monóver. Su presencia física y, por tanto, la posibilidad de mi interacción con ella, era lo único que podía hacerme sentir miserable. No debe esto entenderse como justificación de mi acto la noche anterior, mientras ella dormía. En absoluto. Sé objetivamente igual que lo sabía entonces que aquello estaba alejadísimo de cualquier cosa que cualquier persona pudiera considerar como virtuosa: había sido un error y había sido un imbécil cometiéndolo. Sin embargo, el sentimiento de culpa se diluía al irse alejando la única persona que podía hacerme sentir culpable. El acto en sí, disociado del sujeto paciente del mismo, no me afectaba. Supongo que de haber sido cualquier otra chica, quien sabe si una prostituta en un burdel que se quedase dormida durante su turno conmigo –o el mío con ella-, no habría pasado nada.

Quizá eso quiera decir que con Susana había conseguido algún tipo de relación especial, pero... ¿en una sola noche? Tampoco era cuestión de amargarse la vida por tan corto lapso de tiempo. Decidí dejar de sentirme miserable y retomar mi vida en el mismo momento en el que la dejé la noche anterior para pasar a formar parte, temporalmente, de la de Susana. Así que, cuando llegué a casa, ya tenía totalmente olvidada la idea de crear un poema de desamor o de ausencia. Me aseé con detenimiento, afeitándome y cambiándome de ropa, utilicé con moderación mis productos cosméticos y llamé, como había quedado la noche anterior, a mi amigo Alejandro Leal.

  • ¿Qué te cuentas? –oí su voz a través del teléfono cuando le dije que era yo.

  • Pues nada, que si nos vemos y nos tomamos un aperitivo antes de comer, ¿no? Que hace mucho tiempo que no hablamos con tranquilidad...

  • ¿Qué tal anoche? ¿Hubo triunfo?

  • Ya te contaré.

  • Ya te contaré yo también, que tengo de qué contarte...

Quedamos en un bar del centro y, mientras esperaba que se hiciera la hora, anduve dándole vueltas a qué le contaría a Alejandro. Podría contarle la verdad, y quedar como un cabrón, o hacer cómo me dijo Susana que iba a hacer: fardar un poco con el hecho de que la primera tía que se fijaba en mí había acabado siendo compañera sexual. Mi amistad con Alejandro era antigua, pero quizá no lo suficientemente profunda, así que supe que iba a hacer lo que ya me había dicho ella que haría.

Cuando llegué al bar, Alejandro ya estaba allí, en una mesa, con una cerveza delante de él. Aproveché la ruta hacia la mesa en cuestión para pedir en la barra otra dosis de zumo de cebada para mí, y me senté.

  • Bueno, ¿qué? –me preguntó.

  • ¿Que qué, de qué? –le respondí.

  • Que si me cuentas tú o te cuento yo...

  • Ah, pero tienes qué contarme, en serio... ¿Es enjundioso?

  • Mucho.

  • Pues cuenta.

  • Chico, ¡que ligué anoche, y todo!

  • Vaya.

  • Es que no me fui a casa, sino que entré en el garito más cercano: no me apetecía dormir. Y mira, al rato entró un chico, nos conocimos, charlamos, bebimos... ¡y acabé en su cama!

  • Me alegro... Básicamente, eso me pasó a mí también.

  • Mira que es rara la historia, ¿eh? No nos vemos en no sé cuánto tiempo y, una noche que coincidimos, acabamos ligando los dos.

  • Pues sí...

  • ¿Vas a comer con ella?

  • No. Ha tenido que volverse para Madrid... Porque era de Madrid, no de Barcelona.

  • Pues yo sí que voy a comer con él. Y quién sabe, igual acabemos haciendo algo más que comer.

  • Chico, se te ve lanzado.

  • Pues sí. Dentro de poco lo conocerás, porque he quedado con él para que pase por aquí.

  • Pues muy bien...

La conversación quedó interrumpida. Tampoco teníamos más que contarnos, supongo. Yo le podría contar mil cosas de Susana y él a mí de su amante, desde luego. Pero en esos momentos, los detalles más morbosos se silencian, más que nada, porque ni él era de mis gustos ni yo de los suyos. Sí que estuve a punto de decirle la verdad, que allí el que había ligado era él porque yo la había cagado por culpa de una polla un tanto rebelde y de un cerebro un tanto flojo. Pero no lo hice.

No lo hice porque, casi cuando iba a empezar a contárselo, quién sabe si buscando algo de comprensión por su parte, vi como se abrían sus ojos y cambiaba su rostro, como iluminándose. Me giré hacia la puerta, porque estaba sentado de espaldas a la misma, y me encontré, entrando al bar, con el joven de las gafas de pasta y el pelo inverosímil.

Les dejé solos sin hacer ningún comentario, aunque se me ocurrían muchos. Volví a casa básicamente jodido, de nuevo, porque incluso el más necio de los necios, el tipo aquel de los excrementos vitales y las extremaunciones, podía tener una pareja sensata como Alejandro y yo, que posiblemente sería merecedor de mejor fortuna que aquel tiparraco, aunque fuera únicamente por dignidad estética, me había quedado sin Susana.

Cuando llegué a casa, tenía un mensaje en el contestador. Se oía mal, porque sonaba como una llamada desde un teléfono móvil dentro de un tren en marcha. Sólo alcancé a entender dos palabras: "te perdono".