Y en intimidad, una puta

El narrador enlaza con la anécdota del bar y continua contando

ALGO COMPLETAMENTE INESPERADO (c)

Y en intimidad, una puta

Ni que decir tiene que en llegando al hogar, dulce hogar, entre caliente y confuso, íntimamente dichoso al notar en mis piernas el roce, la presión de las medias y el liguero, acurrucada dentro del tanga la polla inquieta…, pero a la vez enojado por mi cobarde comportamiento ante los machos presuntuosos, inútil para rebatir y menos combatir su grosería infame; de seguida me dispuse a olvidar el penoso trance del bar y aceleré el tránsito a la órbita de la diversión, con mis juegos y mis cosas, yo solo.

Quiero decir entonces, o sea ahora, que, haciendo uso de uno de los aspectos  excelentes de la soledad en que vivo, permitiéndome aprovechar la mayor de sus saludables ventajas o virtudes…, nada más entrar en el apartamento, le doy un taconazo a la puerta,  y me despojo raudo de pantalones, chaqueta  y demás ropas de varón que traía puestas.

Azorado y en nervios, voy (como las locas) al cuarto de baño, me miro al espejo: ¡Qué puta eres, maricón! Veo y oigo que me digo, seguido de un mohín de golfa que a mí mismo me excita, me estimula con ardor el lado femenino que uno tiene, y tomando el pinta labios que guardo en su cajón, disimulado, oculto por si acaso, me afano en darle a mis morros color de furcia, oh, un fucsia intenso, con brillo de deseo.

Abro el armario y saco de su esquina, al fondo, igualmente reservado, como el carmín, una corta bata de seda negra, muy corta y negra como el tanga, las medias y el liguero; y, conforme me la voy poniendo, si fuera o fuese por arte de birlibirloque o de magia carnal, su contacto me infiere decisión gustosísima de sentirme hembra, de experimentar con sumo morbo, con total aceptación, la felicidad de imaginar, soñar, fantasear ser mujer libre y, en intimidad, una puta.

Así me considero y yo mismo me lo reitero una y mil veces: Tío eres puta, eres una puta, más que maricón eres ramera. ¡Quien te viera y quien te ve!  En la calle reservado y en la casa descocado. Aparentas conducta y formas de hombre macho pero de lo último ni sombra das. ¡Puta, puta puta! Sí, seguramente que lo sea (le hablas al espejo sin rubor) pero soy una zorra que no hace daño a nadie, y, además, honrada.

A ver, una es así, desde muy jovencita, yo iba para seminarista, era niño, un niño inocente y obediente de no más de diez años, que, ya con esta tierna edad, y lo recuerdo muy bien muy bien porque los tocamientos y las pajillas todavía no llegaban a corrida, ni siquiera novillada… tenía memoria de estar haciendo eso tiempo atrás, qué se yo, desde los cinco o así, chispa más o menos, con amigos de edades similares y también curiosos por descubrir la vida.

Con tales antecedentes y habituales  -muy frecuentes- prácticas de onanismo en mi mochila, el aspirante al sacerdocio debía confesar y confesaba, sábado a sábado, sus actos impuros: Padre, confieso que he pecado, confieso que esta semana, otra vez, he faltado al sexto mandamiento, Padre.  Hijo, ¿cuántas veces?  ¡Doce veces, Padre¡ ¿Dos diarias? Sí, Padre. Hijo mío, tú sabes que además de apartarte de Dios esos actos impuros pueden dañar y perjudicar muy gravemente tu salud? Por tu bien piénsalo cuando te llegue la tentación, para ahuyentarla. Y ahora: arrepiéntete de las faltas cometidas, fortalece tu propósito de enmienda y, rézale al Señor tantos padrenuestros como actos indebidos cometiste; esa es tu penitencia.

(Continuará)