Y así empezó la historia

De cómo comienza una historia que, aunque puede que para vosotros no sea para tanto, a mí me tiene obsesionada.

Si me llegan a decir cómo me iba a cambiar la vida…Me presento. Soy una chica normal, del montón, con mis gustos y mis aficiones. Hace como… joder, ¿diez años ya? estuve escribiendo en esta página, pero dado que mi trabajo es un poco… digamos, sensible, creí que lo mejor sería borrar mis relatos y olvidarme de todo el tema.

A pesar de lo que pueda parecer, soy joven, aún no he llegado a los treinta. Y la historia que voy a contar comenzó hace cuatro años.

Por mi trabajo, cambio de residencia anualmente. Vivo lejos de mi familia, lejos de mis amigos de toda la vida, pero tengo la enorme oportunidad de conocer gente interesante. Y eso está bien, sí, aunque si quieres una estabilidad es un problema, ¡vaya si lo es!

Aquel año residía en un pueblo de unos mil habitantes. No recuerdo bien por qué, pero los compañeros de trabajo nos reuníamos siempre los jueves en el mismo bar, el bar de Jorge. Yo, por aquel entonces, llevaba cuatro años con mi novio, al que no veía nada más que una vez cada dos meses. Y era fiel, extremadamente fiel.

Cada semana íbamos a tomar unas cañas por la noche a aquel bar. No llego a imaginar si Jorge sacaría algo de rendimiento de nuestras visitas, porque la mitad de las veces nos invitaba él a puerta cerrada. La verdad es que era un ambiente relajado, poníamos la música que queríamos, podíamos fumar, y las conversaciones se anudaban unas con otras hasta que la voz de la cordura se alzaba por encima, recordándonos que teníamos menos de cuatro horas para dormir y volver al trabajo.

Según fue pasando el tiempo, cada vez éramos menos los que nos seguíamos reuniendo cada jueves en el bar. Estábamos los fijos, dos compañeras mías, algo mayores que yo, un compañero que me sacaba casi veinte años, Jorge, y yo. Siempre acabábamos hablando de lo mismo, de lo único, pero siempre desde el respeto y la teoría.

Recuerdo una noche en especial. Julián y Celia discutían acaloradamente un poco retirados, nosotros tres estábamos sentados cada uno en un taburete al lado de la barra, conmigo en el medio. Me habría bebido dos o tres red vintage, y no tolero demasiado bien el alcohol. Isa estaba escandalizada, diciendo que ella jamás le haría una mamada a su novio, ni mucho menos dejaría que él le hiciera sexo oral, que qué puto asco. Yo no pude por menos que saltar un “no sabes lo que te pierdes”, y Jorge, a la vez, sentenció “si tú no le das a tu novio lo que quiere, ya lo buscará él fuera de casa”.

Isa siguió indignadísima dándonos argumentos, pero yo no la escuchaba. Por el tono y la manera de soltar esa frase, algo me hizo un “clic” en la cabeza y de repente vi a Jorge de otra manera. Los ojos extraordinariamente azules, la postura descuidada, el sonido de la voz… no sé qué narices sería, pero fue el momento en el que me di cuenta de que ese chico era dominante. Muy dominante. Y pasé la siguiente hora siendo consciente de cada uno de sus movimientos, del roce de su pierna contra la mía, hasta que por fin nos fuimos a casa.

Aquella noche fue la primera vez que me masturbé pensando en él.

Por supuesto, nada cambió. Seguimos acudiendo semanalmente al bar, seguimos hablando, aunque yo cada vez estaba peor con mi pareja, que nunca movía el culo para venir a verme. De vez en cuando volvía a surgir el tema del amor romántico, defendido a ultranza por mis amigas, negado por Jorge y por Julián, y yo, como siempre, callada, observando. Alguna vez la conversación se calentaba, aunque nunca demasiado, y todas esas noches yo acababa acallando mis gemidos en la almohada sola, en casa, pensando en cómo echaba de menos los polvos salvajes de antes de conocer a mi novio.

Mientras tanto, en mi empresa, comenzó a correr el estúpido rumor de que yo tenía algo con Jorge. Mucho comentario, mucha risita, y yo sin entender por qué si no había llegado a pasar nada. ¿Tan evidente era lo mucho que me ponía? Nunca había dado un paso hacia delante, no podía engañar a mi novio. Ni lo iba a hacer.

Mientras tanto, llegó la cena de navidad, y la celebramos allí. Toda la plantilla cargadita de alcohol, y yo no iba a ser menos. No recuerdo cómo, mientras todos hablaban en la otra punta del bar, yo acabé hablando con Jorge, cada uno a un lado de la barra, aunque no sé de qué. Me tiré la copa encima, me ayudó a limpiarme, y acabamos sentados en un rinconcito, cada uno en un taburete, mientras el resto cantaba, bailaba y jaleaba a Sebas haciendo un pobre intento de bailar break dance. Joder, hace demasiado tiempo para recordar de qué hablábamos… solo recuerdo que su cara cada vez estaba más cerca de la mía, que nuestras rodillas estaban casi entrelazadas, que su tono de voz cada vez era más bajo y me envolvía, que me moría de ganas de besarle... me levanté y salí huyendo al baño.

Tuve que mojarme el cuello, las muñecas y la frente. Me recuerdo borracha, mirándome al espejo y pensando “vete de aquí. Vete de aquí YA, Ana, que la lías.” Y eso hice, huí.

Las visitas al bar se fueron espaciando. Yo sabía que era una tentación demasiado grande, y no quería ni saber si él era consciente de ello.

Y aquel año acabó. Me trasladaron, y pasé dos años dando vueltas por la geografía española. Apenas volví a tener contacto con la gente de allí, excepto con Isa (vivimos juntas y eso crea un enorme lazo), y ocasionalmente con Jorge, el whatsapp típico cuando salía de fiesta con la mochila de propaganda de su bar.

Al tercer año, el año pasado, acabé en un pueblo no demasiado lejos del suyo. Yo seguía con mi pareja, cada vez más sumidos en una crisis que no tenía visos de solucionarse. Seguía disfrutando mi vida laboral. Y me aburría terriblemente los fines de semana, porque aún no me había aclimatado a mi nuevo destino.

San Google me ofrecía noticias de la zona. A finales de septiembre, me salió una diciendo que habían detenido a alguien en el pueblo de Jorge por tener 2200 plantas de marihuana, y, obviamente, lo primero que me vino a la cabeza es que sería él. Así que le escribí, pensando “si no le llega, será que está en la cárcel”. Optimista, ¿eh?

Pero contestó. Comenzamos a hablar de vez en cuando y a ponernos al día. Me aburría mucho, en ese pueblo la gente era super cerrada, y, al final, pasábamos horas hablando por whatsapp, planeando una quedada para tomarnos unas cervezas que no llegaba nunca. Yo cada vez recordaba mejor las sensaciones que me producía cuando estaba con él, esa intuición de que era un tío tremendamente sexual, a pesar de que nunca tocamos ese tema en nuestros rifirrafes diarios.

Hasta el diecinueve de octubre.

Ese día había salido del trabajo totalmente agotada. Se habían dado situaciones muy duras, tanto física como psicológicamente. Al día siguiente vendría una amiga del pueblo a verme, y llevaba eso en mente para animarme un poco cuando me tiré en el sofá. Mi compañera de piso se había ido a su casa, lógicamente, y tenía toda la casa para mí cuando me llegó un whatsapp de Jorge, “hola, guapísima, cómo estás?”.

No tenía mucho que hacer, así que me entretuve hablando con él. El trabajo, la familia, la pareja, la mía que ha durado tanto, su incipiente relación con otra. El sexo. Qué cosas habíamos hecho, cuáles no. Para esas alturas de la conversación, yo ya estaba con una mano metida por dentro del pantalón mientras escribía con la otra. Me contó sus experiencias, le conté las mías, presumiendo de aquel trío de 2009 que nunca volví a repetir.

Y el diablillo que se sienta en mi hombro izquierdo me dio el empujoncito para escribir “me está dando un por culo que mañana venga esta a mi casa… que ni te imaginas”.

Casi pude imaginar su cara cuando leí su “ah, sí?”

Aquella noche degeneró. Yo le abrí una puerta y él no dejó pasar la oportunidad. Lo que haríamos, lo que no, cómo me besaría, cómo me comería el coño… me dormí a las 4 de la mañana después de terminar con las yemas de los dedos arrugadas de tanta humedad. Y me encantó.

El calentón me duró todo el finde. Mi amiga dormía conmigo en mi cama, y, a pesar de que las dos somos bisexuales y es una chica tremendamente atractiva, es amiga, ni la toqué. Pero aproveché los ratos que estaba dormida para calentar a Jorge por whatsapp, no lo podía evitar.

“Imagínate que hubieras venido. Estarías tumbado entre las dos”.

“¿No te gustaría tener a dos chicas comiéndote la polla?”

“Piensa cuándo vamos a poder quedar. ¿Qué vamos a hacer?”

Cuando mi amiga se fue, las conversaciones siguieron subidas de tono. Yo me subía por las paredes, estaba más pendiente del móvil que de mi trabajo. Y aquello era continuo… empecé a tener miedo de que las expectativas que estábamos creándonos no se correspondieran con la realidad. Cada noche llegábamos un poco más lejos, cada día mis ojeras se acentuaban un poco más.

Y llegó el viernes. Y quedamos. Metí cuatro cosas en una mochila, la tiré al coche y salí casi haciendo rueda desde el trabajo. Estaba muy nerviosa, no quería ser infiel a mi novio, pero ya lo había hecho simplemente con las conversaciones. Y tenía las ganas acumuladas, demasiada espera, tres años de espera. Joder. Ni siquiera sabía si Jorge habría cambiado. Durante todo el camino estuve recordando su cuerpecillo delgado, sus ojos (de verdad, no he visto otros ojos así en mi vida), su voz… joder qué voz.

Habíamos quedado en el bar, aunque ya no lo llevaba él. Eso también me ponía nerviosa. Volver a un sitio en el que has trabajado, un pueblo pequeño, y quedar con un chico, da para mucho cotilleo. La cabeza me iba a mil por hora durante la hora y media de camino, me dio para pensar en absolutamente todo.

Aparqué donde aparcaba siempre que iba al bar. No pude evitar pensar que era un sitio demasiado público, pero no iba a andar escondiéndome para hacerlo peor. No sé, estaba tan nerviosa que la cabeza apenas me daba para pensar.

Bajé la calle hiperconsciente de cada persona con la que me cruzaba, de mi aspecto, de cada ruido. Y cuando llegué, él estaba sentado en la terraza, con un amigo suyo, una sudadera negra de Call of Duty y una Estrella Galicia en la mano. Un poco más mayor, alguna arruga empezaba a aparecer, un poco menos delgado, pero igual.

Se me secó la garganta. Qué corte, más gente; qué situación más extraña, qué calentura.

Nos dimos dos besos y pude oler su colonia. Seguía moviéndose igual. Saludé también a su amigo, aunque no me recordase para nada, pero no me importó.

Entró a por un botellín para mí y nos sentamos. Saqué un ibuprofeno, me lo eché al coleto con un trago de cerveza y estuvimos hablando de banalidades durante, por lo menos, hora y media.

Cada minuto que pasaba me iba poniendo más nerviosa. ¿Qué iba a pasar? ¿Por qué coño seguíamos con su amigo? ¿Por qué no cambiábamos de lugar? Había ido allí por algo, joder. Tengo poca tolerancia a la frustración, está claro.

Después de varios botellines, cogió dos más y dijo “bueno, nosotros nos vamos”. A mí solo me faltó tartamudear al despedirme de su amigo.

Subimos a su piso, que está justo encima del bar. Es un edificio viejo, necesita una reforma, pero dentro de lo posible el piso no está tan mal. Pasamos directos al salón, y nos sentamos en el sofá.

Yo estaba esperando que pasase algo. Soy una persona con bastante miedo al rechazo, lo confieso, tiendo a esperar a que den el primer paso.

Pero nada.

Seguimos hablando, bebiendo un botellín tras otro. He de reconocer que la tensión que me generaba que no pasase nada me estaba dejando de resultar desagradable, se estaba convirtiendo en expectativa. Y hablar con Jorge siempre es divertido. Que qué año aquel, que qué bien lo pasé, que qué compañeros más majos.

Ya estaba bien.

Envalentonada por el alcohol, apuré la cerveza de un trago y me levanté del sofá, quitándole el botellín y dejándolo en la mesa. Y le besé.

Me cogió la cabeza enredando las manos en mi pelo y haciendo el beso más profundo, atrayéndome hacia él. Me senté encima, con mis piernas a cada lado de las suyas, notando a través de la tela del chándal su polla cada vez más dura, frotándonos a través de la ropa.

“Joder pequeña… qué ganas tenías”.

Notaba mi respiración acelerada, mezclándose con la suya. Sus manos, en mi pelo y en mi culo, moviéndome sobre su erección, haciéndome atisbar el cielo sin dejarme tocarlo. Sus labios en mi cuello, insistentes, descargando esa electricidad que llega hasta los dedos de los pies.

Me empujó levemente para quitarme de encima. Me levanté y él se incorporó, desabrochándome el pantalón y bajándomelo. Cuando me libré de él, le empujé con una mano para recostarle en el sofá y pasé mis manos por su pecho, hasta llegar a la cinturilla del pantalón. Estiré y liberé, por fin su polla tiesa. No era muy larga, la verdad, pero sí bastante gruesa. Le miré a los ojos y sin mediar palabra, la recorrí con mi lengua de abajo a arriba.

Y gimió.

Joder, me encantó oírlo. Lo aprisioné con mi boca, rozándolo con mis labios y acariciándolo con mi lengua, tratando de tragármela. Introducía simplemente la punta, y cuando él intentaba hacer la penetración más profunda, me retiraba. Deslizaba los labios, la lengua, suave, leve. Sus gruñiditos de frustración me divertían, me encantaba ver el poder que ejercía sobre él, sentir su erección cada vez más dura.

Hasta que se cansó.

Cuando iba a volver al ataque, sujetó mi cabeza con las dos manos. Me miró, como pidiéndome permiso, y viendo que sonreía, comenzó a follarme la boca. Y yo me esmeré, entre un mar de saliva, en que le mereciera la pena.

“Joder pequeña, vaya boca…” Le costaba hasta vocalizar. Aceleró el ritmo de sus embestidas, me costaba mantener la presión con los labios y seguir acariciándole con la lengua… hasta que noté cómo un chorrito de semen chocaba con mi campanilla. Y otro, y otro, y otro.

Cayó derrengado en el sofá, soltando un “joder…” ronco que me llegó al alma. Esperé a que abriera los ojos, le miré fijamente y tragué.

“Vas a conseguir que no se me baje ni habiéndome corrido”, dijo, y me besó, sin importarle notar su sabor en mi lengua.

Repentinamente se levantó y me lanzó sobre el sofá. En un momento estaba expuesta. Y él, que seguía totalmente vestido, mirándome de pie.

“Me muero de ganas de comerte el coño”.

Y no tardó en hacerlo.

Abriendo mis piernas completamente, comenzó a lamer mi clítoris despacio, hundiendo un dedo en mi interior. Demasiado despacio. Torturadoramente despacio. Le agarré del pelo, intentando dirigirle, y él simplemente se rió.

“Qué chochito tienes. Déjame a mi ritmo”.

Un dedo, dos dedos, tres dedos. Fue acelerando. Mi respiración, también. Y justo cuando estaba a punto… se retiró. Podría haberle asesinado. Me miraba socarrón, con la mano empapada en mis flujos, y yo era consciente de que tenía que tener cara de loca: despeinada, roja, casi jadeando y con cara de furia.

“Vamos a descansar un poco. Esto no ha hecho más que empezar”.

Se levantó, dejándome tal cual estaba, y cogió dos botellines. Me recompuse como pude, y acepté el que me tendía, ya bastante afectadilla.

Y seguimos hablando, y discutiendo. Me gustaba poder hacer eso con él, me gustaba argumentarle las cosas para que él solo cambiase de opinión sin darse cuenta y poder echárselo en cara. Y él hacía lo mismo. Jorge no tenía la constancia para estudiar, pero era hábil con las palabras, eso hay que concedérselo. Incluso borracho como una cuba.

Se fue al baño una vez más, dejándome con la enésima cerveza. Mi cabeza, a pesar de la ingente cantidad de alcohol, analizaba la situación como podía. “Así que vuelvo años después para poner los cuernos a mi novio, y encima lo paso bien. Joder, qué de tiempo he perdido”

Oí cerrarse el grifo, y Jorge volvió a aparecer, más espabilado. Esta vez, sin pantalones.

“Creo que me la vas a chupar otra vez, me la vas a poner dura, y te voy a follar en el sofá”.

Debí mirarle de hito en hito con el botellín de la mano.

“¿A qué esperas? Ven.”

Fui, me arrodillé y lo hice. Me estaba costando un poco que alcanzara la dureza de hacía un rato, pero supuse que no era la única a la que las cervezas le habían dado buena hostia. Seguí lamiendo, chupando, succionando, hasta que Jorge me cogió del pelo y me retiró la cabeza.

“Ya vale.”

Me empujó, brusco, contra el sofá. Pegué un chillidito, más de la impresión que de otra cosa.

“Calla, ¿o quieres que nos oigan desde el bar? Ponte a cuatro patas y apóyate en el respaldo”.

Yo estaba tan caliente, y tan necesitada de un orgasmo después del rato anterior, que ni contesté. Hice lo que dijo, sin más.

Y noté cómo la yema de uno de sus dedos exploraba mi carne. Quise mirar hacia atrás, pero volvió a cogerme del pelo, apoyándome la cara sobre el respaldo del sofá.

“Quieta”.

Recorrió mi coñito de arriba abajo con el dedo. Involuntariamente, meneé las caderas cuando rozó mi clítoris.

“Quieta. Mira lo mojada que estás y ni siquiera te he follado. Nota cómo resbala mi dedo”.

Joder si resbalaba. Hacía tiempo, años, que no me sentía tan excitada. Ni siquiera tenía un resquicio en mi cerebro para tener vergüenza de aquella situación, solo quería que me tocara, que me follara, que por fin me hiciera terminar. Y debió de leerme la mente, porque de pronto retiró la mano y la sustituyó por su polla, aún no del todo dura.

Y empujó.

¿Cómo describir esa sensación con palabras? Cuando llevas tanto rato queriéndolo y al final ocurre, esa liberación que te da ganas de más, ese escalofrío que llega hasta el cuello y hasta los dedos de los pies… qué gusto.

Pasó su brazo alrededor de mi cintura, mientras se movía lentamente, y lamió mi cuello.

“Notas cómo va creciendo dentro de ti, ¿no? Y te está gustando. Pero quieres más”

No podía apenas hablar. Creo que respondí un “shii” bajito, pero no lo aseguro.

“¿Sí? ¿Quieres más entonces?”

Y ahí empezó lo bueno. Brusco, duro, rápido. Joder, joder, joder. Me costaba mantenerme en la misma postura con cada embestida, en parte por la fuerza que hacía, en parte del placer que estaba sintiendo. Me costaba casi respirar. Y no paraba.

Soltó por fin la mano que me sujetaba la cabeza, y comenzó a masturbarme mientras me follaba. Igual de brusco con la mano que con la polla. Y aquello fue demasiado para mí: estallé en un orgasmo demoledor, se me escapó un grito y pude notar cómo se me contraía hasta el alma… pero él no paró. Siguió dándome, tocándome, mordiéndome el cuello, hasta que volví a estallar y estalló conmigo, llenándome de leche por dentro.

Se tiró en el sofá, enseñándome el dedo medio, y sonriendo me dijo “Te odio”. Yo quedé igual de desmadejada, con una sonrisilla tonta y notando cómo su semen goteaba sobre la funda del sofá.

Aquella noche no terminó ahí. Seguimos entre conversación y sexo, hasta las 6 o las 7 de la mañana, hasta quedarnos dormidos, agotados, doloridos y satisfechos.

Al día siguiente, me levanté, me duché con agua fría y volví a mi casa, contenta. Joder con el Jorgito, no había defraudado. Este año iba a ser muuuuy interesante.

Y lo fue, pero ya os contaré en otro capítulo.