Y aquella noche, las monedas cantaron.

Un mágico escenario para una mágica noche en la que mi hermana Merche y yo descubrimos algo nuevo sobre nosotros.

Recibí un mensaje de texto de mi hermana Merche indicándome que fuese a buscarla a la parada de autobús.

Era de noche, acababa de empezar a llover, papá y mamá estaban ya durmiendo y mi hermana volvía de juerga a las 3 de la mañana sin un paraguas.

«Ven a recogerme a la parada. No tengo paraguas. Llueve mucho»

Mi hermana había mandado ese mensaje. Yo estaba dormido y me desperté al oír el teléfono vibrar. En casa se han armado muchas broncas cuando nuestros teléfonos sonaban de madrugada con mensajes del Facebook, tweets, correos y mensajes. Yo tengo un truco y es dejar un montículo de monedas sueltas debajo del teléfono móvil. Cuando vibra en silencio por la noche, las monedas cantan. Es lo que dijo mi hermana Merche cuando le mostré el truco.

«Qué curioso. Las monedas cantan». Y luego rió. Los dos reímos con su ocurrencia.

Las monedas cantaron esa noche. Afuera, mientras me vestía en silencio, se oía golpeando el ruido de la lluvia en las persianas. «TacaTocTacaTocTacaToc».

Salí al pasillo y cogí mi paraguas del paragüero. Aquella tarde estival no había dejado de llover. Cuando Merche salió por la noche, había escampado. Por eso salió con sus amigas sin paraguas.

Cerré la puerta de casa sin despertar a papá y mamá. Llegué hasta el rellano y llamé al ascensor. Un estruendo sacudió la quietud del rellano del pasillo. De noche, en silencio, los ruidos no se esconden en otros y se agigantan. «Ding, dong. Planta octava», escuché del interior antes de abrir la puerta. Bajé hasta el portal.

Diluviaba. De los soportales manaban regueros de agua que salpicaban toda la acera hasta el bordillo. Cortinas de agua densas, ondulantes. Soplaba un ligero viento pero el agua caía vertical. Temperatura agradable. Abrí el paraguas y, al caminar por las calles encortinadas, sentía el peso del agua rebotar en el paraguas. Era una lluvia gruesa, pesada. El paraguas amplificaba los impactos del agua sobre él. «PlocTocPromTocPlocProm».

La parada de autobús nocturno no estaba lejos, a dos manzanas. Pero hasta yo tenía miedo de salir de debajo del paraguas. Con todo, los pantalones se me empaparon al instante y los calcetines estaban húmedos. «Fluich, fluich», sonaban resbalando dentro del zapato.

Llegué hasta la marquesina de la parada. Todavía no había llegado el autobús. Sacudí el paraguas pero luego lo volví a abrir. Incluso debajo de la marquesina, la lluvia salpicaba y me iba mojando más y más. Parecía llover del suelo. Saqué el teléfono móvil y no vi ningún mensaje nuevo.

Los coches circulaban despacio. Los faros aparecían de repente, entre la lluvia inmensa, iluminando una porción ridícula de las densas cortinas. Las ruedas despedían tras ellas una cascada de agua que describía un arco corto porque los coches circulaban despacio.

¿Qué pensarían los conductores al verme bajo la marquesina con el paraguas abierto? «Mira ese pobre chico. Está calado por completo. Qué tontería es salir a estas horas con la que está cayendo».

El autobús nocturno llegó cinco minutos después. También circulaba despacio. «Ñic, ñic, ñikiñiki», sonaron sus ruedas al detenerse junto a la parada.

Merche fue la única que se apeó. Corrió rápido junto a mí para refugiarse dentro del paraguas. El autobús siguió su recorrido. Merche tenía todo el vestido calado. Era un vestido precioso, estampado con flores, de tirantes y escote en V, con falda corta. Se le pegaba a la piel y las varillas del sujetador se la marcaban como finas herraduras bajo sus pechos. Sus pezones se erguían debajo como si llevase guijarros por dentro. El elástico de las bragas también se marcaba. Llevaba el bolso cruzado al hombro, a bandolera. Parecía llevar pantalones cortos ceñidos en vez de falda. De sus pantorrillas surgían regueros de agua que terminaban en unas sandalias de tacón bajo.

—¡Qué bien que has venido! —Me dio un beso en la mejilla.

El aliento le olía un poco a alcohol.

Se apretó a mí. Su cuerpo transmitía tibieza a través del vestido húmedo. Noté uno de sus guijarros sobre mi hombro. Me estaba empapando la camiseta.

—¿Tienes frío? —pregunté.

Me miró sonriente y negó con la cabeza.

—No tengo frío. O a lo mejor sí. No sé, estoy algo borracha.

—Bueno, vamos a casa.

Negó de nuevo con la cabeza. Se apartó de mí y se sentó en un asiento de la marquesina. «Squischch», sonó al sentarse. Era el sonido de la humedad de su trasero contra el asiento.

—Vine a recogerte. No puedes sentarte aquí.

Merche sonrió, cerró los ojos y luego abrió las piernas. Sus bragas blancas estaban húmedas y mostraban un abultamiento piloso entre sus muslos.

—Estoy muy borracha, Carlos. Y tengo los pies cansados.

Y se quitó las sandalias. Sus piernas eran blancas y las uñas de sus pies estaban pintadas de granate. Se apartó los mechones negros de su flequillo pegados a su frente sin abrir los ojos.

—¿Papá y mamá estaban acostados? —sonrió.

—Sí, claro. Son las tantas de la madrugada, Merche.

Se levantó de repente, con las sandalias de la mano. «Squichs» sonó su trasero al hacer succión con el asiento. Su falda seguía recogida y se la veían las bragas.

—¡Vamos a la piscina!

Mi hermana se refería a la piscina de la parcela de la comunidad. El edificio que teníamos detrás también pertenecía a la parcela. Al fondo, detrás del edificio, estaba la piscina y un lugar de juego para niños. También había una pista de pádel.

—Estás borracha. No sabes lo que dices.

—Ya estamos mojados, ¿qué más da?

—Pero está prohibido —insistí.

—¿Y qué? ¿No la pagamos todos los vecinos?

—Y qué —rezongué—. Me has despertado de madrugada. Bajo a recogerte con el paraguas. Y ahora quieres que te acompañe a la piscina.

—Ven, vamos.

Me cogió de una mano y tiró de mí. Salió por entre los dos cristales traseros de la marquesina y, al tirar de mí, el paraguas abierto quedó encajado. Al tirar, las varillas se doblaron y quedó inutilizado.

El agua me caló entero en unos segundos. Mi camiseta y pantalones vaqueros chorreaban agua. La lluvia estaba caliente. Era como ducharse en invierno. Cálido y confortable.

—Mira lo que has hecho.

Pero Merche tiraba de mí. Y yo no quería dejar sola a mi hermana.

—Pero solo un ratito, ¿eh?

Rió dichosa bajo la lluvia, tirando de mi mano.

—Y no nos metemos, ¿vale?

Merche rió más. Su trasero estaba también al aire y las bragas blancas se ceñían al borde de sus nalgas y entre ellas, delimitándose bajo la lluvia, su entrepierna dibujaba un abultamiento.

Tiré el paraguas deshecho en una papelera, como una cometa desmadejada, y me dejé arrastrar por mi hermana hacia la piscina.




El acceso a la piscina estaba abierto. Alguien se había olvidado de colocar el candado y solo tuvimos que abrir la puerta.

Era una piscina pequeña, rodeada de una pequeña porción de césped inclinado hacia ella. El aguacero seguía cayendo implacable. Impactaba sobre el agua levantando miles de finas púas cuyo extremo se soldaba al agua que caía después. Parecían densos hilos que se engrosaban al llegar al agua de la piscina.

Era como si, en la piscina, lloviese hacia arriba, cambiándose la dirección de la lluvia. Parecía algo imposible. Algo mágico.

—¿Te has fijado? —preguntó Merche también encandilada con la imagen.

Asentí mientras me quitaba zapatos y calcetines apoyado en una columna. Los pies se me hundían en el césped hasta más allá de la suela. Dejé el móvil y las llaves en un reborde de la pared, bajo el soportal donde estaban las duchas y los vestuarios.

El ruido del agua cayendo sobre agua era muy fuerte. Seguí a Merche por el borde de la piscina, caminando despacio bajo la lluvia. Era complicado caminar con los pantalones empapados. Varias farolas iluminaban con luz amarillenta el recinto. De vez en cuando alzábamos el rostro y la lluvia parecía concentrarse sobre nuestras cabezas, como si nuestra cara la atrajese. Ya sé que era un efecto óptico, igual que la lluvia que parecía surgir de la piscina. Pero seguía siendo realmente un espectáculo mágico.

Dimos una vuelta completa a la piscina. Merche se detuvo en el punto donde comenzamos y se volvió hacia mí.

—¿Nos metemos?

—No, no. Merche, ni pensarlo.

—Un ratito.

—Que no. Venga, vamos a casa.

—Pues vete tú. Pero antes ayúdame a bajar la cremallera —Y se dio la vuelta llevándose el cabello negro y chorreante a un lado del cuello para mostrarme la cremallera de la espalda.

—Mierda, Merche. ¿Qué haces?

Intentó bajarse la cremallera ella sola pero el vestido estaba tan empapado que el cierre estaba trabado.

—¿Me ayudas o qué?

La ayudé. Se arremangó el vestido como si fuese una segunda piel de la que se desprendiese. «Plosch», sonó su vestido al caer a sus pies. «Ploc, Ploc, Toc», sonaron sus sandalias y bolso al dejarlos caer.

—No, no te vuelvas, se te trasparenta todo.

—¿Y qué más da? ¿Has visto cómo tengo los pezones? Qué vergüenza pasé en el autobús.

No dije nada.

Se volvió hacia mí y se enganchó a mi cuello. Me dio un beso en la mejilla.

—Gracias.

—Por donde no cubre, ¿eh?

—Descuida, papá —sonrió mientras me daba varios besos más. Ruidosos y seguidos, sin despegar sus labios de mi mejilla.

Se acercó a la escalerilla. Sus pezones oscuros eran como gotas de tinta china bajo el sujetador empapado. Los mechones de su vello púbico eran fácilmente distinguibles bajo la braga.

—¿Me estás mirando? —sonrió sacando la lengua.

—Perdona.

—Era broma. Me da igual, Carlos.

Metió las piernas dentro del agua y dejó escapar un lamento. Luego se rió.

—¿Qué pasa?

—El agua me hace cosquillas en el culo. Está caliente. Tienes que probarla.

Negué con la cabeza.

—Yo te vigilo.

—Tonto. No va a pasar nada.

El agua le llegaba a la cintura cuando hizo pie. Caminó dentro del agua, ayudándose de las manos, hacia donde cubría. Parecía apartar con sus manos las miles de cuerdas de agua que surgían de la superficie. La verdad es que aquello parecía muy divertido. Merche sonreía y parecía estar pasándolo en grande.

—Entra conmigo, anda.

Negué con la cabeza. Caminé por el borde, siguiéndola de cerca. Los pantalones vaqueros pesaban mucho y se me escurrían. Tenía que subírmelos continuamente.

El agua seguía cayendo implacable. Al volverme, vi como del césped inclinado bajaban grandes regueros de agua que serpenteaban entre el verde brillante. El agua discurría hasta el borde de la piscina y se colaba en los sumideros de rejilla. No tenía ni idea de adónde iría a parar toda aquella agua. Quizá se pudiera aprovechar para las duchas o para reponer el agua de la piscina. Pero, seguramente, se desecharía por las…

No vi a Merche.

La lluvia volvía opaca la superficie con sus impactos y no la veía por ninguna parte.

—¡Merche! —alcé la voz caminando por el borde.

Era imposible ver el fondo. Merche no aparecía.

—Joder, joder.

Salté al agua sin pensarlo. Me hundí y abrí los ojos en el interior. Merche estaba a mi lado, dentro del agua. Me miraba sonriente, con los carrillos inflados y el cabello flotando como una medusa. Las luces amarillentas y la superficie erizada del agua creaban fantasmagóricas luces de colores en el fondo.

Ascendimos a la superficie.

—¡Tú eres idiota! —la cogí de los hombros y la sacudí. Merche reía como si aquella broma fuese la más graciosa del mundo.

Me di cuenta que no llevaba el sujetador. Sus pechos eran blanquecinos y sus pezones eran dos protuberancias marcadas y rugosas.

—¿Estás desnuda?

—Trae, tienes que probarlo, de verdad —me enganchó de la camiseta e intentó sacármela por la cabeza.

—No, no, que no, quita. Venga, vamos a casa, ya te has divertido bastante.

Pero Merche insistió. «Trae, trae», rió. Estábamos rodeados de millones de hilos de agua. Forcejeamos hasta que oímos un «Riiip». Se tapó la boca con las dos manos, ahogando una risilla.

—Perdona.

Caminé hasta el borde, me aupé y me senté en el bordillo de la piscina. La camiseta estaba descosida en un costado. Me la quité para ver mejor el destrozo.

—Merche… —gemí.

Se acercó entre mis piernas y apoyó sus brazos en mis rodillas.

—Lo siento.

La miré disgustado. Pero no pude enfadarme con ella. Tenía una media sonrisa divina y el cabello pegado al cuello y los hombros. Sus orejas dibujaban graciosos montículos bajo el negro cabello lustroso. Estaba muy guapa.

—Bueno, ya no tienes escusa —y me abrió los pantalones y tiró de ellos.

—¡No, no, deja!

El pantalón vaquero empapado arrastró consigo también los calzoncillos. Mi pene erecto describió un arco al recuperar espacio para estirarse.

Merche rió divertida.

—Estás empalmado, ¡qué guarrete!.

—¡Trae acá! —alargué las manos intentando recuperar los pantalones.

—No, no —rió más negando con la cabeza.

Merche tiró de ellos. Se me escurrieron de los dedos. Tenía que mantener el equilibrio. Me sacó los pantalones y se los colgó al hombro. Los calzoncillos quedaron enganchados en mis rodillas, como un gurruño rídiculo. Eran unos slip de color violeta que ahora tenían forma de oscuro cordel retorcido. Merche tiró de ellos. Nuestras manos se enzarzaron en una lucha por devolver algo de intimidad a mi sexo excitado.

—Mira, viene alguien.

Me volví preocupado hacia donde señaló con la cabeza. Merche aprovechó para quitarme los calzoncillos.

—¡Merche!

Se rió a carcajadas mientras se internaba en el centro de la piscina, llevando entre sus manos mis pantalones y calzoncillos. Me tapé el pene con las dos manos mientras contemplaba a mi hermana alejarse, riendo sin parar. No tuve más remedio que meterme dentro de la piscina.

Volvió hacia mí toda sonriente.

—¿Es o no es fantástico bañarse desnudo?

—No fastidies, Merche, ¿dónde está mi ropa?

—Por ahí —rió.

Y su brazo abarcó con un arco toda la piscina erizada. Aprovechó el movimiento de su brazo para lanzarse de espaldas al agua riendo. Durante una fracción de segundo, su torso completo surgió del agua. Piel blanquecina, moteada de algún lunar, donde sus gruesos pezones y vello púbico marcaban un negro triángulo de embelesamiento. Su risa persistió incluso cuando se hundió en el agua.

Yo no podía admitir que todo aquello era fantástico. Hasta hace poco estaba durmiendo. Pero las monedas cantaron. Y porque las monedas cantaron, salí bajo aquel diluvio para recoger a mi hermana a la parada del autobús. Pero mi hermana borracha decidió seguir la fiesta en la piscina comunitaria. La misma piscina de agua erizada en la que ahora nos bañábamos desnudos.

—¡Eh, Carlos, prueba esto!

Merche extendió los brazos y las piernas flotando sobre la superficie.

Yo creo que fue entonces, viéndola hermosamente desnuda y feliz, cuando dejé de ver a mi hermana.

Y vi a Merche.

Su cuerpo blanquecino acogía la lluvia como tambor donde rebotaban las gotas. Su cara de felicidad, su sonrisa, sus ojos cerrados, sus pechos estirados y sus pezones erectos. Su vientre blanco escondido, su ombligo decorado con un tatuaje tribal, las señales del hueso de su cadera. Su vello púbico empapado, su sexo tapizado de fino vello, sus blancos muslos separados, sus pantorrillas finas y las uñas pintadas de granate de los dedos de sus pies.

Todo en Merche me fascinaba.

Alrededor de su cuerpo, perfilando sus curvas de mujer, la piscina se fundía con la lluvia a través de gruesos cordones, hilos de agua que ascendían hasta el cielo.

Me acerqué entre sus piernas y la sujeté de la cintura. Era una sensación extraña sentir su piel suave y, a la vez, con la misma temperatura que el agua. Parecía estar sujetando agua con forma de mujer. Quizá Merche había surgido del agua. Era, entonces, una náyade. Una ninfa de agua dulce.

Quizá, no sé, yo también estaba algo borracho.

La atraje hacia mí, hasta sentir el calor que surgía de entre sus piernas sobre mi vientre. Su vello era fino y suave, como el terciopelo.

—Me haces cosquillas.

—¿Te molesto?

—No, tonto. Tu polla me hace cosquillas en el culo.

Deslicé mis manos alrededor de su cintura. Su vientre acogía la lluvia y mis manos se deslizaban sobre él como si estuviese aceitoso. Mis pulgares se encontraron en la depresión de su ombligo, sobre su tatuaje.

—¿Cuándo te lo hiciste?

—¿El qué?

Merche seguía con los ojos cerrados y los brazos extendidos, aleteando suavemente sobre el agua ahora que se había enganchado a mí con las piernas. De repente, sentí el roce de mi pene sobre sus nalgas. Hasta entonces no lo había sentido, quizá porque el agua y su cuerpo estaban a la misma temperatura.

—El tatuaje del ombligo.

—Hace tiempo. ¿Te gusta? Solo papá lo ha visto.

—Es bonito.

—Tengo otro. Todavía no se lo he enseñado a nadie.

—¿Dónde?

—Búscalo, Carlos. Busca, busca —Hizo ruido con la nariz como si olfatease y rió.

Busqué. De veras que busqué. Algunas costillas creaban montículos en su torso que parecían terrazas de cultivo abandonadas sobre unos montículos y, en la cima de los montículos, los pezones oscuros se alzaban como postes. Una sombra oscura teñía sus blancas axilas abiertas. En la cara interna de sus brazos tampoco encontré rastro del segundo tatuaje. Tampoco estaría en sus hombros ni su cuello porque lo habría visto.

—Está en la espalda —concluí.

—No. Lo tienes a la vista. Busca, busca —y rió feliz.

Creí ver un fugaz borrón verdoso oculto en su vello. Deslicé mis dedos entre él, apartando los rizados mechones oscuros. El tatuaje se reveló, oculto entre la suave alfombra. A dos dedos de distancia de su interior, noté como la temperatura ascendía enormemente.

—Me afeité el coño entero. Me picó dos semanas —rió con la boca cerrada—. Nunca se lo he enseñado a nadie.

—¿Y por qué te lo hiciste ahí? Los tatuajes son para enseñarlos, ¿no?

—Algunos no. Ese es sólo para mí.

Un tatuaje oculto bajo el vello púbico. Representaría algo. Un recordatorio. Pero, ¿qué utilidad tenía más allá de lo que una simple anotación en la agenda o un mensaje en el teléfono móvil no pudiesen hacer?

—Y para mi chico —añadió en voz baja.

—No sabía que tuvieras novio.

El agua siguió cayendo. Había estado lloviendo mucho y seguía lloviendo mucho. ¿No iba a dejar nunca de llover? La lluvia seguía creando densos hilos que surgían de la superficie hacia el cielo, rodeándonos. La suave luz amarillenta de las farolas completaba aquel espectáculo mágico, casi imposible.

Merche chasqueó la lengua, se desenganchó de mí y, recuperando pie, braceó hasta el bordillo de la piscina. Me dio la espalda, sacó sus brazos fuera y apoyó su mentón entre sus manos cruzadas. Me acerqué a ella.

—¿Qué pasa?

—Que eres tú, tonto.

—Que soy yo… ¿qué?

Merche me miró de reojo. Estaba guapísima. Su cabello empapado se amoldaba a la forma de su cabeza y su cuello. Y se internaba luego bajo el agua, perdiendo su pegajosidad, flotando entre los hilos de agua ascendentes. Su rostro mojado era limpio, brillante, como la porcelana.

—Nada. Déjalo.

—No, dímelo.

—Que no, Carlos. Venga, vamos fuera —y caminó hasta la escalerilla.

—¿Ahora quieres salir? —la sujeté del brazo y se volvió hacia mí. Tenía los ojos medio cerrados, tristes. Me apenó mucho la tristeza que vi en su mirada. Hace unos minutos era feliz. Pero ahora estaba triste. No lo comprendía.

—No sé qué ha pasado. Dímelo, Merche…

—Bésame.

La di un beso en la frente, medio oculta entre los finos mechones de su flequillo.

—Otra vez.

Sendos besos se posaron sobre sus mejillas. Merche me miraba fijamente.

—Otra vez.

Por fin me di cuenta. Me acerqué más a ella.

—¿Otra vez, quieres que te bese otra vez? —susurré cogiéndola de las manos, debajo del agua. Sus dedos tenían la temperatura del agua y se me antojaron finos. Suaves. Delicados. Acuosos. Sus muñecas eran estrechas y sus brazos enjutos. Cuando la así por la cintura, acercando nuestros cuerpos, lo sentí.

Lo sentí.

Sentí su corazón latiendo deprisa dentro de su pecho.

«¿Otra vez?», pregunté en silencio, rozando mis labios los suyos. Su aliento se escapaba de su interior. Un aliento tibio, portador de un calor que contrastaba con el agua reinante. Parpadeó lentamente.

Cuando nos besamos, un torrente de calores invadió mi boca. Nuestras lenguas hablaron en silencio, con sonidos que solo nuestros labios comprendieron.

Me abrazó del cuello y se enganchó con sus piernas alrededor de mi cintura. Merche no pesaba nada. Dentro del agua era ligera como el aire. Mis dedos se hundían entre su cabello empapado, deshaciendo su perfecto peinado. Nos besábamos como dos enamorados recién encontrados, tratando de expresar la añoranza de un amor que acababa de nacer. O que acabábamos de descubrir. De su garganta surgieron gemidos que paladeé.

—Entonces, ¿el tatuaje es para mí?

—Claro, bobo.

—Y solo yo puedo verlo.

—Solo tú.

—Y tocarlo.

—Tú y ella.

Metió un brazo entre nosotros y dirigió mi polla hacia su entrada. Dentro del agua, el calor que emanaba de su interior era lo único que percibía. Sus dedos dibujaron con mi polla círculos alrededor de su entrada ardiente.

Creí morirme de gusto. Ella rió cuando me mordí el labio inferior. Su lengua me lamió la boca y los labios mordidos.

—¿Te gusta?

Asentí gimiendo.

—A ella también, ¿a qué sí? Este tatuaje es solo para vosotros.

Caminé con ella enganchada a mi cintura entre los cordones de agua hasta el bordillo de la piscina. La senté arriba y me abrió las piernas.

Al acercar mi nariz a su hendidura, aspiré el aroma intenso. También era intenso su sabor cuando mi lengua recorrió el interior. Chupé y sorbí el calor que manaba de su cuerpo.

Merche inspiró fuerte y soltó aire a trompicones, sincronizando su expiración entrecortada con los espasmos que mi lengua le arrancaba. Un gemido gutural se le escapó cuando mi lengua y labios se dedicaron al abultamiento entre el vello.

—¡Bájame, Carlos, bájame! —urgió.

Se enganchó con rapidez dentro del agua de nuevo a mi cintura.

Me deslicé dentro de ella con suavidad, apreciando todos los detalles. Quizá porque solo sentía su coño dentro del agua, la sensación pareció intensificarse.

Nos movimos despacio. Con delicadeza. Buscando el detalle. Y luego deprisa, más deprisa, corriendo. Corríamos uno sobre el otro.

Se apoyó con las manos sobre el bordillo de la piscina, estirando sus pechos. Su respiración agitada hacía que sus pezones parecieran deslizarse sobre sus montículos. Sus montículos se removían con frenesí. Y sus pezones seguían erguidos, erectos. Me incliné sobre unos de ellos y sorbí la carnosidad.

—Tú eres mi chico… —gimió apretando los labios. Nos movíamos de nuevo con lentitud, degustando las sensaciones.

—¿Y tú mi chica? —jadeé soltando el pezón.

—Yo soy tu chica —aseveró besándome con la boca abierta para luego susurrarme de nuevo—. Yo soy tu chica, tu chica, tu chica.

—Yo soy tu chico y tú eres mi chica, yo soy tu chico y tú… —repetí.

Aceleré. Corrimos de nuevo, uno sobre el otro. Corrimos, corrimos.

Eyaculé musitando como un mantra, repitiendo las mismas palabras.

Palabras mágicas. Mágicas palabras.

«Yo soy tu chico y tú eres mi chica».

Pero también era mágica aquella piscina de la que surgían millones de hilos de agua alzándose hacia el cielo alrededor de nosotros.  Y mágico era aquel diluvio que nos había calado por completo. Y mágico fue el que despertase cuando las monedas cantaron.

Y mágica era también Merche. Mi chica.

Nos abrazamos al terminar y nos besamos sonrientes, agotados. Ahora su cuerpo era tibio al contacto con el mío dentro del agua. Todo su cuerpo parecía haberse calentado. Ahora lo sentía pegado al mío. Todo él junto al mío. También sentía su corazón latiendo deprisa. Y su respiración agitada recuperándose.

—Qué tonto es mi chico.

—No sé, ¿lo soy?

Afirmó con la cabeza, enganchada a mi cuello, rozando con sus labios mi nariz y mentón.

—Lo eres.

Reí feliz.

—Igual sí lo soy. ¿Y qué más da?




Ginés Linares



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El aburrimiento es la suprema expresión de la indiferencia , René Trossero .