Xena

Buscaban un lugar donde sofocar su ira y encotraron una tierra de placeres...

El gran señor de la guerra deseaba obtener su placer carnal después de haber satisfecho su sed de sangre, la batalla había sido larga y dura. Aquel pueblecito se convertiría en su lugar de solaz privado, sus calles estaban desiertas pero un clima misterioso envolvía todo. El ambiente salvaje de la guerra estaba dando paso a un sentimiento sensual inusitado en todos los hombres del grupo.

Las puertas de las casas se abrieron y de ellas surgieron bellas mujeres con telas vaporosas. Con gestos los invitaban al interior de sus hogares. Los hombres subyugados por su belleza se apresuraban a seguirlas.

El gran señor llego al final de la calle, en una bonita casa blanca le esperaba una menuda mujer de pelo moreno y de ojos verdes, su sonrisa estaba llena de promesas, como embrujado traspaso el umbral.

La estancia se encontraba en penumbra, cojines de brillantes telas llenaban el suelo de la estancia, una fragancia a flores inundaba los sentidos. La mujer lo empujo al suelo sobre los almohadones, donde se acomodo.

La mujer se afano en desnudar su gran cuerpo, él espero expectante a ver lo que se le era ofrecido. Ella tomo aceites perfumados y empezó a masajearle los músculos de los brazos, el pecho las piernas, sin dejar de sonreír, le indico con gestos que se diese la vuelta, comenzando a masajear, sus piernas relajándole por completo.

No pudo evitar que de sus labios escaparan ronroneos de placer como si de un gran león se tratara. Se subió a horcajadas sobre él y sus pechos tomaron el relevo de sus manos, turgentes y suaves su caricia era una delicia. Mientras sus manos masajeaban sus cabellos, el calor comenzó a subir entre los dos cuerpos entrelazados.

Su boca mordía cada centímetro de su cuerpo y en cada ocasión resarcía su agravio lamiendo la mordedura, recorrió la totalidad de su espalda hasta llegar a su hermoso trasero. Este recibió igual trato.

El se dio la vuelta mientras ella seguía su recorrido por sus caderas, ingle hasta llegar a su deseosa verga, ya inhiesta preparada para su mal trato. La recorrió con la misma fruición y deleite, adorando su medida, sabor y aplomo.

Un ronco gemido atronó del musculoso pecho, un temblor recorrió su cuerpo cuando ella le envolvió con su boca su hinchada verga. Con todo su cuerpo acompañaba su sensual danza, sin dejar de mirar a los ojos al objeto de sus cuidados.

Su boca abandono su ya atormentado miembro para seguir con su lengua la senda de vello que la llevaba a su ombligo, a su pecho, hasta llegar a una de sus tetillas, succionó de ella, la rodeo con su lengua dejando un rastro de caliente saliva.

Su esbelto cuerpo se posiciono sobre el, su sexo estaba muy húmedo, la verga se introdujo con suma facilidad, llenando de placer a los amantes.

El no podía dejar de mirar como ella se movía, su sexo se sumergía en ella y en cada envite oleadas de placer lo recorrían, sus manos estaban pegadas a sus costados, un estado de trance y de puro placer anulaba su voluntad.

Sus caderas tomaron mayor velocidad, el movimiento de sus pechos era hipnótico. Un latigazo cruzo su columna vertebral, una corriente de placer infinito le recorrió de la cabeza a los pies, se derramo dentro de ella.

Su cara sonriente y enrojecida fue la última visión que tuvo en su vida, su corazón fue atravesado por un estilete. Este era el precio de gozar con una Amazona, todo el grupo fue masacrado no sin antes de apoderarse de su semen.

Las Amazonas se bañaron en su sangre en un ritual tan viejo como la tierra.