World Wildlife Zombie

Brujas, zombis, curas, políticos, mafiosos... y sexo también. ¿Os vais a perder esta nueva serie?

PRÓLOGO

Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid. 12 de marzo.

—¡Mecagüen la virgen! ¿Se puede saber qué coños quieren ahora esos tipos? —dijo el presidente pegando un puñetazo en la mesa que hizo saltar las carpetas de todos los consejeros— Les hemos dado trescientas hectáreas regaladas  a  media hora del aeropuerto y a poco más del AVE. Hemos prometido cambiar la ley antitabaco en sus locales y les vamos a bajar los impuestos, esos tíos son sanguijuelas.

—Sí, pero sanguijuelas que van a generar cien mil puestos de trabajo entre directos e indirectos. —añadió el consejero de economía.

—El caso es que ahora quieren que se cargue con impuestos especiales el juego por internet y  condiciones especiales de contratación...

—Especiales es decir poco. Quieren que los empleados que están de cara al público ganen lo que saquen de las propinas y ellos se limitarían a pagarles la seguridad social. —Dijo el consejero de trabajo bastante menos indignado de lo que debiera.

—En fin, que es lo de siempre, —dijo el presidente con tono cansado— cuando accedamos a esas demandas se les ocurrirán otras  y luego otras. Esa panda de yanquis mafiosos no quieren instalarse aquí, están utilizando las ofertas que les hacemos para negociar a la baja los costes de su megaproyecto de casinos en el lugar donde realmente quieren hacerlo.

—Estoy de acuerdo, creo que esos tipos nos la han jugado. —dijo la consejera de  educación.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo se lo vendemos a la gente? —dijo el portavoz— No hace falta que os recuerde que las elecciones están a la vuelta de la esquina y con el presupuesto recortado, no tenemos mucho margen de maniobra para dar a la gente una buena noticia para que nos vote.

—Como tú dices las elecciones están a la vuelta de la esquina, solo tenemos que marear la perdiz un poco más, con esto y con la candidatura a los juegos olímpicos,  esa pandilla de catetos será nuestra. Nada podrá evitar que volvamos a ganar las elecciones municipales y menos esos perroflautas.  —aseveró el presidente de la comunidad de Madrid cerrando la carpeta — ¿Qué más tenemos pendiente?

—La huelga de basura.... —comenzó el consejero de sanidad.

—No es problema nuestro, que ese inútil de alcalde se gane el sueldo de una puta vez. —le cortó el presi— Si no hay nada más se levanta la sesión. Tengo una comida  con el presidente del Banco Cantábrico...

Primera Parte

Valdemorillo del Risco. Veintitrés de julio  4.00 h

—Me encantan las tropelías a la luz de la luna —dijo  Carlos poniendo un pie en el estribo que hacía Fernando con sus manos y se izaba a lo alto del muro.

Una vez estuvo en lo alto de la tapia, ayudó a subir la abundante humanidad de  Fernando y se sentaron en el borde del muro a compartir un porro bajo el resplandor de la luna llena.

La noche era clara pero fresca a pesar de estar a últimos de julio. Desde allí arriba se veía todo el valle, con el río en el centro y  el pueblo en la orilla más cercana. Mientras terminaban el porro contemplaron como los edificios iban siendo  arropados lenta y amorosamente  por la bruma que emergía del agua.

Carlos fue el primero en darse la vuelta y dejarse caer en el interior del recinto del camposanto.

—Ja, ja, ja. Desde aquí abajo pareces Humpty  Dumpty. —dijo Carlos entre risas.

—Ríete, pedazo de espagueti, —replicó  Fernando— pero en caso de una catástrofe mundial ¿Quién crees  que sobreviviría?

—Yo, por supuesto. Te mataría y viviría durante meses a base de tu tocino. —Dijo Carlos encendiendo la linterna y buscando entre las tumbas.

Recorrieron las lápidas del pequeño cementerio dirigiendo la linterna a uno y otro lado de la minúscula avenida hasta que en una esquina, detrás de un bloque de nichos, en el lugar más oscuro y apartado del cementerio, la encontraron finalmente.  Una sencilla tumba de tierra con una pequeña  cruz de  hierro . Carlos se acercó y leyó la pequeña placa sin adornos.

—Gumersindo Arias Somoza, nacido el trece de enero de 1927 y muerto el veintitrés de julio de 2015  D.E.P.— leyó Fernando— ¿Para qué coños querrá Doña  Escotofia el cadáver de un anciano de ochenta y ocho años?

—Cava y calla, —le dijo Carlos lanzándole una pala.

—¿Por qué yo? —preguntó Fernando sin mucha convicción.

Sin esperar una respuesta  se puso a cavar. Afortunadamente, la tumba era reciente y la tierra no estaba muy compactada. A pesar de todo,  Fernando no tardó demasiado en empezar a sudar. Siguió cavando cada vez más lentamente hasta que, a punto de desfallecer, un ruido sordo le indicó que al fin había llegado hasta el cuerpo.

Carlos se acercó y le ayudó a retirar el resto de la tierra. No se molestaron en sacar el féretro y con la misma pala forzaron la tapa dejando el cuerpo al descubierto.

El cuerpo era pequeño y estaba tan consumido por la vejez y la enfermedad que apenas se había deteriorado pese a  las altas temperaturas del verano. Entre los dos lo sacaron de allí. A pesar de su escaso peso y tamaño les costó cierto esfuerzo debido a que el rigor mortis había desaparecido y Gumersindo insistía en escurrirse entre sus manos.

Una vez lo hubieron sacado, Carlos se inclinó sobre el cadáver y lo examinó con detenimiento. El traje era barato y se veía muy usado;  no llevaba ni reloj ni alianza. Por curiosidad le abrió la boca con el extremo de la linterna.

—Hay que joderse, esa maldita pandilla de buitres que son sus sobrinos le han arrancado hasta las muelas de oro. —dijo Carlos.

—Maldita sea, contaba con robarle algo  para completar el pago . —dijo Fernando fastidiado— Menos mal que Doña Escotofia nos paga bien.

Rellenar la tumba de nuevo fue más sencillo y siguiendo las instrucciones de la mujer la dejaron tal como la habían encontrado. Incluso volvieron a poner sobre ella el diminuto ramo de flores ajadas.

Los chicos no se entretuvieron más y se llevaron al difunto hasta el muro.  Cogieron el cuerpo  cada uno por un extremo y comenzaron a balancearlo.

—A la de una... A la de dos ... A la de tres...

El cuerpo de Gumersindo se alzó por el aire pero no lo suficiente, chocó contra el borde del muro con un ruido sordo  y cayó desmadejado a los pies de los dos amigos.

—A ver, tío, un poco más de espíritu, que este fardo no pesa más de cuarenta kilos. —dijo Carlos exasperado.

—Claro, para ti es muy fácil, no has estado cavando durante tres cuartos de hora —dijo Fernando ofendido mientras se escupía en las manos y volvía a agarrar al difunto por los pies.

—Está vez  repitieron el gesto con más precisión y Gumersindo pasó por encima del borde como  un Sotomayor  en una versión un tanto flácida.

—Bueno ya estamos fuera, ahora queda lo fácil. Dijo Carlos cogiendo un saco de ajos y metiendo el menudo cuerpo de Gumersindo en él.

Carlos había elegido bien el envoltorio para el paquete. La peste a ajos era tan intensa que   el ligero olor a putrefacción que emitía el cadáver apenas podía percibirse.

Fernando se echó el saco al hombro y comenzaron a bajar por la ladera, camino de la casa de la mujer.

El primer tramo fue sencillo, se limitaron a bajar por el camino que conducía al pueblo, seguros de que nadie pasaría por allí a esas horas de la noche, pero en cuanto llegaron al fondo del valle, a cien metros del casco urbano, se desviaron y dejando el pueblo a la izquierda se acercaron a la casa de Escotofia campo a través.

Doña  Escotofia les había abordado el día anterior a la puerta del único bar del pueblo, mientras se fumaban el porro del mediodía.

La mujer se plantó frente a ellos, espléndida con su espectacular melena color caoba brillando al intenso sol del mediodía. Los dos amigos elevaron unas miradas lacrimosas hacia arriba y bizquearon mitad por el efecto de los porros mitad por la encantadora sonrisa de aquella mujer de edad y belleza tan  indefinibles como su origen y su ocupación.

—Buenas tardes señora —dijo Carlos con la voz pastosa mientras admiraba como la luz se filtraba y atravesaba el tenue vestido de algodón floreado que llevaba la mujer revelando una opulenta  figura.

—Hola chicos —respondió ella con una voz ligeramente ronca— Hay que ver que calor hace   —dijo ella recogiendo una gota de sudor con su dedo corazón justo por encima del borde de su escote.

—Bueno, estamos en el tiempo —dijo Fernando imitando a los lugareños con una risita tonta.

—Es una lástima que haya tan poco que hacer en este lugar. —replicó ella— Parecéis un poco aburridos.

—La verdad es que no es un lugar muy divertido, pero con un poco de imaginación y unos porros se va pasando el tiempo. —respondió  Carlos.

—Quizás podríais hacer un trabajito para mí. Os pagaré bien y os estaré muy agradecida —dijo la bruja frunciendo los labios en un gesto extremadamente sensual.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —dijo Carlos  tan fumado que pasó por alto el gesto y se concentró en el dinero, del que andaban terriblemente escasos.

—Estaba pensando en doscientos cincuenta euros.

—No es suficiente —replicó Fernando antes de que Carlos pudiese decir nada—queremos trescientos. La mitad ahora y la mitad cuando acabemos el trabajo.

—Está bien. Trescientos, pero solo os daré cincuenta ahora. —dijo la mujer sacando un billete de su bolso y alargándoselo a los chicos— ¿Estáis de acuerdo?

—¿Qué es lo que tenemos que hacer? —dijo Fernando poniendo sus ambiciosas zarpas sobre el billete...

Cuando abandonaron el camino y Fernando  comenzó a jadear con el esfuerzo, Carlos tomó el relevo. La bruma les envolvió en poco momentos ocultándolos de miradas curiosas y poniéndoles la piel de gallina.

El hogar de Escotofia era una vieja casona que había pertenecido a su familia desde tiempos inmemoriales. Estaba alejada unos doscientos metros del pueblo, en una finca de veinte hectáreas que iba desde la carretera hasta el río.

Fernando y Carlos llegaron a la propiedad aunque no se dieron cuenta hasta que se toparon con el estrecho camino de grava que llevaba a la casa. Lo siguieron compartiendo el peso del cadáver cada pocos minutos hasta que la pequeña glorieta adornada con rosales y una pequeña fuente les indicó que habían llegado a su destino.

Cuando el edificio apareció finalmente entre  la bruma, pudieron distinguir a Escotofia esperándoles a la puerta con un gesto de enfado y una bata de raso ajustada en torno a su voluptuoso cuerpo.

—Llegáis tarde— les recriminó la mujer  acercándose.

—Bueno, señora —dijo Carlos en tono relajado— este no es un trabajo sencillo, hemos tenido que hacer el último tramo campo a través, saltando cierres y rodeando todo tipo de obstáculos...

—Está bien, dejad el cuerpo sobre le carretillo.—dijo ella sacando el dinero del bolsillo— Tened, ¿Todo en orden?

—Verá —dijo Fernando cogiendo el dinero—la verdad es que el trabajo esta pagado, pero Carlos y yo opinamos que también deberías pagar por nuestro silencio.

—¡Cómo os atrevéis sabandijas!

Fernando escuchó la sarta de improperios que le lanzó la mujer, pero aguantó disimulando a la perfección que estaba cagado de miedo. Finalmente Escotofia claudicó y se sacó un par de billetes de cincuenta más de su escote.

—Tomad y no se os ocurra volver a intentar chantajearme o lo pagareis caro, estáis tan metidos en esto como yo y si es mi palabra contra la vuestra, nadie os creerá. —dijo la mujer llevando el cadáver en el carretillo al interior de su casa y cerrando la puerta sin despedirse.

Los dos amigos se alejaron  hasta que la casa quedo oculta por la bruma. En ese momento Fernando tiró de su amigo y lo alejó del camino hasta que quedaron ocultos por la espesura.

—Vamos.  —dijo Carlos  yendo  de nuevo de vuelta hacia la casa.

—¿Qué diablos quieres? Vámonos al bar a comprar una caja de cervezas para celebrarlo.

—Luego, primero quiero saber qué va a hacer esa tipa con Gumersindo. ¿No tienes curiosidad?

—Solo tengo ganas de fumarme otro porro...

Carlos  ignoró  a su amigo, tiró de él rodeando la casa desde un distancia prudencial y se apostaron entre las sombras, en un sitio desde  el que podían ver la parte trasera de la casa. No tuvieron que esperar mucho antes de que apareciese la mujer empujando el carretillo con el pobre Gumersindo a bordo junto con una gran perola de cobre y un poco de leña.

Con extrema precaución siguieron a la bruja, tan de lejos como la bruma  se lo permitía. Se internaron en un pequeño bosque que había tras la casa hasta que Escotofia se detuvo en el centro de un claro, al lado de una gigantesca piedra rectangular de granito pulido que alguien había colocado allí hacía siglos.

La mujer acercó el carretillo al vetusto altar y tirando por uno de sus brazos, colocó al cadáver sobre él.

Los dos amigos rodearon el claro hasta que encontraron un pequeño promontorio con unos arbustos dónde se tumbaron a esperar pacientemente.

Una vez hubo colocado el cadáver,  sacó la leña, preparó una fogata sobre la que colocó la perola llena de agua a calentar y se alejó en dirección a la casa.

—¿Que coños va a hacer con Gumersindo? —se preguntó  Fernando.

—Creo que va a cocinarlo; un poco de sal, un  poco de perejil , tres horas a fuego lento y listo. Carrileras de Gumersindo al fua con patatas panaderas. —respondió Fernando relamiéndose.

Mientras esperaban comenzaron a imaginar recetas con Gumersindo por ingrediente estrella. Justo cuando habían declarado las criadillas de hombre enteco con pimientos en salsa de su propia mierda como indiscutible ganadora, apareció la mujer con el carretillo de nuevo cargado, esta vez con varias bolsas en una de las se revolvía enfadado un bicho.

El fuego ardía alegremente y el agua ya estaba hirviendo. Escotofia cogió una bolsa de raso negro adornada con borlas plateadas  y con evidente esfuerzo la posó sobre el altar, al lado del cuerpo. De ella sacó una daga y  un gran volumen de aspecto antiquísimo. El canto era de suave cuero y lo único que pudieron discernir era la pesada cerradura de bronce que lo mantenía cerrado.

La mujer manipulo el pasador y abrió el libro. Ojeó el volumen hasta que encontró lo que buscaba y comenzó a añadir ingredientes al agua borboteante siguiendo las instrucciones del libro.

—¿Ves como iba a cocinar...?

Las palabras murieron en la boca de Fernando cuando la mujer se abrió la bata y la dejo caer al suelo, quedando totalmente desnuda en el centro del claro.

La luz de la luna iluminaba su cuerpo envolviéndolo en una palidez sobrenatural. Con ojos ansiosos los dos chicos observaron  los pechos grandes y tersos, con los pezones enhiestos y su culo y sus caderas rotundos y turgentes  desafiando al tiempo y al gravedad.

Carlos tuvo que reprimir un silbido de admiración al ver el pálido cuerpo de la mujer totalmente desnudo donde destacaba una fina capa de vello color caoba cubriendo su pubis.

—¡Joder !  —susurró Fernando— ¿Cómo es posible que esa mujer con casi sesenta años pueda estar tan buena?

La mujer, ajena a la miradas lujuriosas de los dos jóvenes, cogió la bolsa restante y revolviendo en su interior un instante, sacó un gallo agarrándolo por las patas. El animal se revolvió y aleteó enfadado intentando liberarse sin éxito.  La mujer lo ignoró, se acercó al altar y cogiendo la daga comenzó a canturrear  cada vez con más insistencia hasta que en pleno éxtasis le cortó al animal la cabeza de un tajo. El animal siguió debatiéndose y Escotofia baño su cuerpo y el cadáver con su sangre sin interrumpir su salmodia.

Con el cuerpo del gallo atenazado por los últimos espasmos previos a la muerte, la mujer acercó el bicho a la perola y dejó caer unas gotas de sangre en ella.

Se produjo un "pop" y un halo azul se expandió rápidamente envolviendo a la mujer y al altar en su aura antes de desaparecer en un instante.

Lo que vieron a continuación dejó a los dos amigos boquiabiertos. Gumersindo comenzaba  a moverse lentamente y segundos después abría los ojos.

El anciano seguía consumido y desdentado, pero estaba inconfundiblemente vivo... o no muerto, como diría un gótico de esos  que estaban  a la última.

Con suavidad la mujer acarició su frente y le ayudó a incorporarse hasta que estuvo sentado en el altar. Mientras el anciano se despejaba como si despertase de un largo sueño, la bruja se volvió a poner la bata y le dio una serie de órdenes que él zombi realizó obediente,  pero con desesperante lentitud.

No hicieron falta palabras, un par de miradas y un asentimiento bastó para que los dos amigos se pusieran de acuerdo. Carlos se alejó sigilosamente  mientras Fernando se preparaba recogiendo cualquier cosa que le pudiese servir como proyectil.

Con la habilidad  y la coordinación que les había proporcionado años de ataques sorpresa para robar a los parvulitos,  Fernando se puso en pie gritando "brujería" "anatema" "a la hoguera con la bruja" mientras lanzaba piedras y palos al centro del claro.

Fue en ese momento en el que Carlos se abalanzó sobre el altar desde su escondite a la izquierda y dando un empujón  a la sorprendida bruja con el hombro cogió el libro y salió pitando en dirección contraria.

Fernando siguió lanzando proyectiles tan rápido como podía cubriendo la retirada de su compinche. La última piedra impactó en la cabeza de Gumersindo con un ominoso crujido, pero Fernando echó a correr como alma que lleva el diablo sin intentar averiguar las consecuencias.

Alcanzó a Carlos unos segundos después y comenzaba a relajar el paso cuando un horrible grito surgió a sus espaldas. Con una oleada de terror Carlos miró atrás y vio a Escotofia acercarse a ellos con la daga en alto. Con un "¡Corre insensato!" salió disparado dejando a Fernando atrás unos instantes pero el chute de adrenalina y las pisadas de la mujer  a su espalda le azuzaron de tal manera que libre del peso del antiguo volumen no tardó en adelantar a su amigo que jadeaba y le pedía que llevase el libro.

Tras un agónico minuto en el que creían que iban a morir apuñalados por una bruja, para luego ser convertidos en babeantes esclavos,  fueron dejando poco a poco atrás los pasos  de la mujer hasta que ésta  finalmente se paró. A pesar de todo siguieron corriendo sin parar hasta que entraron en el pueblo.

Valdemorillo del Risco. Veintitrés de julio, 6.00 h

Las primeras luces del alba comenzaban a despuntar en el cielo cuando entraron en el pueblo. Con la adrenalina a tope y sin saber muy bien qué hacer recorrieron las calles de la localidad sin rumbo fijo hasta que llegaron a la plaza del pueblo.

Extenuados por una noche de aventuras, se sentaron en uno de los bancos, Carlos abrazando el enorme libro en su regazo y Fernando abrazando su barriga temblorosa y jadeando ruidosamente intentando recuperarse.

—¿Y ahora qué? —preguntó  Fernando sonándose la nariz con los dedos ruidosamente.

—Vamos a ver, tío, ¿No se te ocurre a nadie que haya muerto recientemente a quién querrías resucitar y hacerle tu esclavo para siempre?

Fernando tardó un instante en reaccionar, pero rápidamente adivinó la respuesta y con una sonrisa que no le cabía en la cara chocó las manos con su amigo.

En ese momento un AX entró en la plaza,  lenta y trabajosamente se acercó a la acera ante los ojos divertidos y calculadores de los dos amigos y aparcó atravesado a tres metros de  la acera. Su ocupante  apagó el motor aunque no las luces.

A través del mugriento cristal pudieron vislumbrar una gruesa figura moviéndose en el interior del pequeño vehículo. Tras lo que pareció una eternidad la puerta se abrió y pudieron ver a Aniano pugnando por salir de aquella caja de zapatos con ruedas después de haberse pasado toda la noche cociéndose a mojitos y sobando putas en El Volcán.

Tras otros dos minutos trasteando con el cinturón de seguridad Aniano consiguió soltarse y girándose en el asiento puso los pies sobre el asfalto. Apoyando las manos en el marco de la puerta se dio impulso y consiguió izar su respetable humanidad, aunque el impulso pareció excesivo. Por un momento los amigos estuvieron convencidos de que el viejo iba a caer de frente contra los adoquines de la acera, pero el hombre dio un par de pasos para intentar equilibrarse y al tropezar con el cinturón de seguridad su cuerpo se giró ciento ochenta grados y fue cayendo a cámara lenta hasta quedar sentado en el bordillo de la acera.

Admirados con la pirueta los dos chicos se acercaron al hombre que balbuceaba y manoseaba el llavero intentado enfocar sin éxito la llave correcta.

—¡Hola Aniano! —saludó Fernando con una sonrisa— ¿Estás bien?

El paisano pareció no oírlo y siguió balbuceando absorto en su llavero.

—Venga, arriba. —dijo Fernando ayudando al abuelo a incorporarse—Que el suelo está muy frío.

Poco a poco, el borrachín se incorporó haciendo que junto con su figura ascendiese  una pestilente mezcla de olores a orines, ron y perfume barato  que asaltó las narices de los dos amigos.

—Hala, ya está —dijo Carlos recogiendo el sombrero del suelo y encasquetándolo en la cabeza a Aniano.

—Hoooola chicos, ¿Famos a tomar algo? —dijo el hombre con la lengua pastosa.

—Lo hemos pasado bien esta noche ¿Eh?

—Sssí, Carolina es una chica muuuy atenta. —dijo el hombre sacando las llaves del bolsillo e intentando inútilmente acertar en la cerradura y abrir la puerta de su casa.

Carlos amablemente le ayudó a dirigir las llaves para que Aniano abriese por fin la puerta y entre los dos amigos lo llevaron dentro. La casa de Aniano era un antro oscuro, sucio y desordenado. Los dos amigos fruncieron la nariz y   medio a rastras, medio andando, llevaron al abuelete hasta el sofá del salón donde lo depositaron sin mucha ceremonias.

—Grap... cias  chicossss, que majoss. Dadme un besito...

Fernando ignoró las incoherencias de Aniano, le sacó las botas y le tapó con una manta tan vieja y roñosa como todo el edificio. Tras un par de eructos y unos borboteos el hombre se quedó totalmente dormido.

Carlos revolvió unos segundos en los bolsillos del borrachín hasta que dio con las llaves del coche. Con una sonrisa de triunfo las elevó en alto y con dos empujones sacó a Fernando de la casa dejando a Aniano roncando sonoramente tumbado en su sofá.

El Citroën estaba  tan lleno de mierda y olía tan mal que tuvieron que fumar media docena de canutos para poder eliminar el pestazo. A pesar de todo y por sorprendente que pareciese, el coche conservaba la mayoría de sus noventa caballos y los dos amigos se lanzaron a tumba abierta por la estrecha carretera, riendo como locos en dirección a la capital. Con el coche, dinero fresco y el libro, la juerga que se iban a correr iba a ser de órdago.

Clínica veterinaria San Blas, Madrid. V eintitrés de julio, 9.00 h

El trayecto duró  menos de  dos horas. Cuando llegaron a la clínica  eran cerca de  las nueve  de la mañana y Josele el hurón estaba a punto de terminar el turno.

Conocían a Josele el hurón desde su infancia. Le llamaban hurón por su rostro de nariz larga y frente huidiza y  porque  tenía  tendencia a meterse en cualquier agujero que encontraba, ya fuese  mujer, gallina, oveja... Con el tiempo se había limitado al sexo con los de su misma especie, pero de aquella fase de su vida le había quedado el mote y el cariño por los animales. Empezó la carrera de Veterinaria, pero pronto se dio cuenta de que estudiar no era los suyo e hizo un cursillo a distancia de auxiliar de veterinario. Con el tiempo consiguió trabajo en aquella clínica de pequeños animales dónde los socios le encargaron el turno de noche.

El hurón aceptó el trabajo encantado y como tenía mucho tiempo libre se ocupó del inventario de la clínica incluidos los fármacos. En poco tiempo montó un floreciente mercado de drogas para amigos y vecinos convirtiéndose en el principal suministrador de opiáceos y ketamina del barrio.

Carlos y Fernando no eran muy aficionados a ese tipo de sustancias tan fuertes, pero cuando querían algo distinto de los porros, ya se sabe, por variar un poco, recurrían a él.

—¡Hola chicos! Cuánto tiempo sin veros. ¿Venís a pagarme lo que me debéis? —preguntó el hurón abriendo la puerta y dejando pasar a los dos amigos.

—Sí y además venimos a comprarte alguna cosilla más. —respondió Carlos sacando los billetes que habían conseguido de Escotofia, más alguno que habían encontrado en el coche de Aniano,   mostrándoselos al hurón.

—Bien, magnífico. ¿Qué es lo que queréis?

Fernando le alargó una lista que había copiado del libro mientras venían de camino poniendo cara de póquer.

—Estramonio, adormidera, belladona, digitalis...  un gallo... —leyó Josele con cara de sorpresa— ¿Para qué demonios queréis un gallo?

—¿Puedes conseguirnos todo eso?

—Verás, esto no es una farmacia de medicina china. Las plantas son difíciles de encontrar, pero gracias a internet puedo averiguar el principio activo y seguro que tenemos eso en la clínica, o algo parecido. —respondió el hurón acercándose al ordenador y poniéndose manos a la obra.

—Vamos a ver, la digitalis y la belladona son fáciles, tengo digoxina y atropina de sobra. En cuanto a la adormidera es un opiáceo,  el fentanilo es más fuerte pero debería  valer...

Poco a poco el hurón fue haciendo viajes entre el ordenador y la farmacia hasta que consiguió todos  los ingredientes o unos sustitutos aceptables.

—Tenéis que tener en cuenta que estos son los principios activos puros —les advirtió Josele— si estáis produciendo una droga tenéis que tener en cuenta que las dosis deben ser más reducida.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Carlos sin hacer mucho caso— ¿Y el gallo?

—Estáis de suerte chicos, acaba de llegarme uno a la clínica. Es de un tipo que se dedica a las peleas ilegales y me ha traído un bicho bastante estropeado, pero que os valdrá. Puedo decirle que ha muerto. Siempre que me paguéis bien.

—No hay problema. ¿Qué te parece doscientos por todo?

El hurón cogió el dinero sin decir nada y guio a los dos amigos por un pasillo hasta el área de  hospitalización.

En el fondo de la sala, en una pequeña jaula había un bicho esquelético sin apenas plumas. Tenía varios cortes en la pechuga y en la espalda y le habían arrancado media cresta de un picotazo. Cualquier otro animal en ese estado se hubiese limitado a encogerse en una esquina de su jaula intentando evitar cualquier contacto, pero el gallo se lanzó contra ellos aleteando enfurecido y arañando con fuerza la maya de la jaula con sus espolones.

Fernando no pudo evitar dar un respingo y retirarse al ver aquel engendro de ojos inyectados en sangre atacarle una y otra vez hasta hacerse sangre al embestir contra el acero de su jaula.

—Nos lo quedamos —dijo Carlos tapando la jaula con un trapo para que el animal se calmase.

—¿Puedes hacernos un último favor? —Preguntó Fernando.

—¿Qué queréis ahora? —replicó el hurón en tono de hastío.

—Necesitamos descansar un rato. Será solo hasta la noche. Nosotros ponemos los porros.

—De acuerdo, pero nada de cocinar drogas en mi apartamento.

Antes de llegar a la casa del hurón, pararon un momento en un híper para comprar unas pizzas congeladas. Fernando aprovechó para comprar una olla, un saco de carbón para barbacoas y unas pastillas para encender fuego.

La casa  de Josele era un  cuchitril de apenas sesenta metros cuadrados más oscuro y  sucio aun que la casa de Aniano. Entraron arrugando la nariz ante el fuerte pestazo a rancio que reinaba por toda la vivienda,  pero estaban tan cansados que, al caer en el polvoriento colchón que les ofreció su anfitrión, quedaron inmediatamente dormidos.