Where ever

Ven a visitarme, no te arrepentirás.

Hoy es uno de esos días en

los que

siento que cualquier cosa puede ocurrir. No me sucede con frecuencia, pero cuando lo hace, al principio un miedo me salpica irremediablemente, luego, un escalofrío me recorre, y, por último, decido que es mejor dejarse llevar. Dicen

que las mujeres

tenemos un sexto sentido, quizá este sea el mío, el de creer firmemente que hoy es el primer día del resto de muchos que le seguirán, y decido soltar esa mochila cargada de problemas, y aventurarme a ver qué es lo que puede suceder.

Es un sábado cualquiera, lo veo en los rostros de la gente con la que me cruzo, unos están entusiasmados por la noche que se les plantea, otros hastiados por la compañía y otros simplemente resignados por ver cómo los demás disfrutan mientras ellos deben ganarse el sueldo.

Quizá ese espíritu aventurero que hoy me aborda haga que mis pasos sean más firmes, que mi cabeza esté erguida, y mi espalda completamente recta, que una leve sonrisa se escapé de mis labios, y que la emoción me embargue durante mi trayecto hasta el bar de siempre.

Y allí estoy yo, sola, no porque quiera, sino porque mis amigas aún no saben cómo ralentizar el tiempo y llegar a la hora. Me pido una caña, y picoteó unos cacahuetes que la camarera me ha puesto para acompañar el amargo y atractivo sabor de una Mahou bien tirada. Las chicas comienzan a llegar, pero no me importó ni por un segundo estar sin compañía, me había enfrascado en mis pensamientos, y estos no habían sido contaminados por las facturas y las obligaciones, sino por la luz tenue, la tranquilidad, un silencio inventado, y la cómoda postura que mi cuerpo había adoptado en aquella

silla de madera

.

Después de

un rato

de charla, más insustancial que otra cosa, deciden que es hora de ir a la caza. Para ellas cazar no es más que repartir miradas a diestro y siniestro, y, como mucho, un par de besos y algún mordisco en un rincón lúgubre. A mí no me gusta cazar, pero tampoco ser presa. Adoro los juegos de miradas y sonrisas, la

forma con

la que mueven las manos las mujeres antes de acercarse a ti y preguntarte cualquier tontería que puede hacerte mayor o menor gracia. Me encanta el arte del cortejo, ese que se ha ido perdiendo por la precipitada necesidad de sexo. Me gusta hablar, coquetear de una manera casi imperceptible, que su sonrisa y la mía bailen en sintonía, me gustan los roces casuales, y los que no lo son tanto, me gusta las mujeres que me retan en cada frase, las que con su ironía me sacan una carcajada, las que quieren ver lo mejor de mí, demostrarme lo que valen, y que la danza se convierta en una exposición de virtudes y defectos, de inteligencia sagaz y de insinuaciones que te muestran hasta dónde pueden llegar esa noche sus manos.

Me coloqué como siempre, rodeada de las buitres de mis amigas. No es que no las quiera, pero no comparto ese modo de ligar que tienen, simplemente, no va conmigo. Nunca miro a mi alrededor, ni intento atraer a nadie con un gesto pícaro, quizá por eso no ligue demasiado. Pero

esta noche

está siendo distinta, me siento observada. No me gusta esa sensación, por lo que investigo de dónde puede provenir una mirada que irradie tanta energía como para sacarme de mi letargo. Y allí está, apoyada en la barra. Cuando nuestros ojos siguen la misma línea, ella baja la cabeza. Yo la contemplo durante unos segundos más, y vuelvo a mi círculo. Pero de nuevo noto esos ojos, y de nuevo ella aparta la mirada. La verdad es que me está poniendo nerviosa, parece como si yo le resultara familiar, no estuviese segura y temiera que desvelara su homosexualidad a un grupo de conocidos inexistentes. No la conozco, y dudo que olvidara su cara. No es que sea buena fisonomista, pero es muy guapa.

Una de mis amigas se percata de la escena, y me sugiere que me acerque a ella. Por supuesto, yo me niego en rotundo, y ella se ofrece a acompañarme a pedir más cerveza a la barra, y así ver si es capaz de dar el paso. Acepto los términos, pero me asusta en cierto modo que pueda decirme algo, no sé si estoy preparada para una conversación con una mujer tan hermosa. No es que yo sea fea, soy normal, una mujer de pelo castaño, ojos marrones, estatura media y piel más pálida que oscura. Pero ella es realmente preciosa. Aparto de mí los pensamientos que me invaden y aseguran que siente atracción hacia mí. Nos dirigimos a la barra, y Belén me hace un quiebro para que no me quede más remedio que posicionarme junto a la muchacha. Y allí estaba yo, intentando reclamar la atención de la camarera sin mucho éxito, mientras Belén se iba difuminando entre la gente. Lo había hecho, me había dejado sola ante el peligro, y no solo eso, me sentí como cuando tu madre te deja por primera vez en el colegio y no sabes muy bien qué debes hacer. Conseguí por fin el par de botellines, y me di la vuelta aliviada porque aquella situación se estuviera acabando, pero fui detenida por un brazo que sostuvo el mío. Era ella, la miré con cara de desconcierto, y ella pareció asustarse. Me quedé inmóvil durante unos segundos que parecieron años, pero, al fin, ella dijo algo.

  • Me alegro de haberte visto de cerca -afirmó mientras me sonreía-. Por cierto, el tacto de tu jersey es muy suave.

  • Gracias -contesté sin saber muy bien qué significaba todo aquello.

  • Me llamo María.

  • Encantada, María -respondí con premura.

  • ¿No vas a decirme tu nombre?

  • Sí, claro -afirmé sintiéndome completamente idiota-. Me llamo Jimena.

  • Un nombre con mucho significado. Muy castellano. Me gusta.

Su sonrisa era tan perfecta, que no podía despegar mis ojos de sus dientes. Sabía que mirar tanto una boca solo significaba que quería besar a esa persona, pero no era el caso, o eso me repetía a mí misma. Belén regresó, le tendí su cerveza, y continué hablando con María, sin duda, además de bella, era interesante. No es que la noche se preste mucho a conversaciones políticas, pero ella me atrapaba con sus palabras, con su entusiasmo, y yo me dejaba guiar. No es de esas personas que creen tener la razón suprema, y me dejaba alegar mi postura, calculando sus palabras, y aceptando mis pensamientos. Respetuosa, pensé, eso sí que es raro, y me encanta.

La noche proseguía su curso, y con cada palabra yo estaba más enganchada a ella, a ese rumor que oía de fondo y acompañaba a sus frases como un coro. Hasta su voz era idílica, y sin gritar, destacaba entre el gentío. Quizá pasó mucho tiempo antes de que ella decidiera, por fin, besarme. Fue un beso largo, tierno, pero con sentimientos, no uno de esos que se da en un bar a una desconocida, sino de los que se entregan con todo el cariño que una tiene. Sin duda, aquella mujer me estaba fascinando en exceso, y deseaba que la noche no acabara nunca, pero no tengo el poder de alargar las horas, y pasaron entres mis manos más rápido de lo que hubiera deseado. Las luces nos invitaban a marcharnos, y con ellas, la temida despida o posible propuesta de continuar más allá de la ropa. Me despedí de mis amigas, que sonreían por mi “sorprendente adquisición” (así fue como la definieron). Regresé junto a María, que me esperaba en la puerta. Encendió un cigarro, y me tendió otro. Yo dejé de fumar hace años, pero necesitaba sentir el humo en mis pulmones, aunque ellos no, y me lo demostraron con un potente ataque de tos.

  • No sé muy bien cómo va esto, pero quiero serte clara. Me gustaría que esta relación no acabara aquí. Quiero que me acompañes a casa, no tiene que pasar nada, pero deseo sentir los primeros rayos del sol junto a ti.

  • Me parece la mejor forma de empezar el domingo.

Paré un taxi que nos condujo hasta unos edificios nuevos. María me guiaba por el laberíntico jardín que protegía el complejo. La luz era muy tenue, y yo chocaba con todo lo que se ponía en mi camino. Subimos al ascensor, y mientras me besaba, a tientas, presionó el botón que nos llevaría a su casa. Entramos, y no encendió la luz. Pensé que quería desnudarme con rapidez, pero ella se alejó, y me dejó a oscuras en medio de lo que pude intuir que era el salón.

  • ¿Puedes encender la luz? No veo nada, y no sé ni dónde estás.

  • Perdona, es la costumbre.

  • ¿Tienes por costumbre recorrer tu casa así?

La luz se hizo, y María se acercó a mí, besándome tan suavemente como lo había hecho el resto de la noche, pero me supo de un modo distinto, quizá a miedo o a algún tipo de recelo.

  • Debí decírtelo, pero supuse que te habías dado cuenta.

  • ¿De qué? -pregunté confusa.

  • Sólo tengo un diez por ciento de visión.

  • Pero… -recapitulé-, vi cómo me mirabas en el bar.

  • Te intuía. No sé, fue una sensación rara, eras una sombra que me atraía.

  • Entonces, ¿no me ves?

  • Sí, cuando estás cerca, pero de lejos no veo nada. Siento no habértelo dicho antes y comprendo que quieras irte.

  • Yo no te he contado que me sale soriasis en la nuca cuando me pongo nerviosa…

Volvió a besarme, y yo sentí cómo el amor se adueñaba de mí.

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