Vuelta a casa

Después de dos años de convivencia con su novia, Alberto, rota la relación tiene que regresar a casa de su madre.

Tuvo que regresar de nuevo a su casa y esa vuelta significaba en toda regla una derrota. Volvía dos años después junto a su madre porque era al único lugar al que podía regresar. Estaba doblemente abatido; primero por la ruptura y después porque no podía permitirse pagar un apartamento. No le hacía ninguna gracia compartir su abatimiento. Iba a ser bastante violento disimular ante su madre el dolor que lo desgarraba. No quería hablar con nadie. No quería ver a nadie. Quería encerrarse. Salir sólo para atender las  obligaciones de su precario trabajo y retornar a las cuatro paredes de su habitación donde llorar y regodearse con las penas del desamor. Pero su madre, lógicamente, se preocuparía por su situación. Le haría preguntas, bienintencionadas no cabe duda, pero preguntas al fin que lo harían revivir momentos dolorosos a los que no quería poner voz. No paraba de preguntarse cómo haría para sobrellevar  la nueva convivencia con su madre; qué haría para disimular su frustración sexual y acallar el deseo que le sobrevenía a cada instante con sólo pensar en Marta; en su cuerpo desnudo andando por la casa, en el olor de su piel y en su arrebatada entrega coital. Casi enloquecía cuando se le hacía presente que todo había terminado. Aullaba de desesperación al tiempo que su mano crispada se agarraba a su polla para aliviar  un poquito en cada pequeña agonía su alma desgarrada. ¿cómo se las arreglaría ahora en casa de su madre?.

El estado de Alberto no mejoraba. El ensimismamiento y la taciturnidad de su hijo preocupaban seriamente a Lidia. Trata de salir, haz deporte, busca nuevos amigos. Era inútil tratar de animarlo. A ojos vista y con tan solo 25 años su hijo parecía decidido a dar por cerrado el proyecto de su vida. Sabía que sus amigos eran también amigos de Marta y comprendía que le resultara doloroso encontrarse con ellos pero le alarmaba la incapacidad y el nulo deseo que tenía Alberto por trabar nuevas amistades. Una ruptura amorosa no era un hecho tan extraordinario como para truncar tal como lo estaba haciendo la vida de su hijo y aún menos a su edad.  Ella procuraba ser discreta y no inmiscuirse mucho en sus asuntos pero no podía dejar de sentirse inquieta con algunos de sus hábitos. Se pasaba largo tiempo en su habitación totalmente encerrado y cuando salía derecho al cuarto de baño era también para encerrarse durante largos ratos. Al principio no le dio importancia pero con el paso de los días empezó a darse cuenta que no era la cisterna la que se oía minutos antes de que abriera la puerta sino que el agua que corría era la del grifo del lavabo. Las manchas blancas que encontraba en sus calzoncillos y la evidencia de tanta inmotivada visita al  aseo terminaron por confirmarle que su hijo era un consumado onanista. Quería comprender  que después de pasar por una fase activa de sexo apasionado con su novia, le fuera difícil soportar la obligada abstinencia a la que se sometía ahora pero, no obstante, su instinto le decía que la necesidad de masturbarse tanto le venía impuesta más por dolor que por placer; más por tedio que por sano pasatiempo.

No encontraba consuelo en ningún cuerpo. Ninguna de las chicas que desde la pantalla le pedían que las follara podía calmarle el desasosiego en que se hallaba casi perennemente. Quería volver a retozar con Marta. Nada podía compararse a su inocente sensualidad. Nada podía estar a la altura de su perversa entrega y prefería, desde luego que sí, machacar hasta el agotamiento su polla en un intento por despojarse del deseo violento de Marta que buscar reemplazar su hueco con alguien que, ni por asomo, podría ayudar a borrar su huella. No, la posibilidad de buscar consuelo en otros brazos, por mucho que su madre se lo recomendara, no era el remedio para sus penas. Él entendía que su madre quisiera  ayudarlo y aunque cuando se divorció hace 8 años seguro que lo pasó mal, por mucho que se empeñara en compararla, la situación no tenía nada que ver. La relación entre su padre y ella ya había entrado en vía muerta. La suya con Marta iba a toda marcha y descarriló. Inexplicablemente descarriló dejándolo anonadado y sentimentalmente muerto.

Lidia creía que los jóvenes de ahora eran mucho más independientes. Creía que las relaciones amorosas entre ellos creaban menos compromisos y que su naturaleza impedía, precisamente, esos habituales y nefastos males de amor. Hoy con unos y mañana con otros y bueno...fue bonito mientras duró, la vida sigue y nada es para siempre. Ver a su hijo sufrir como lo hacía la convenció de que no se deben sacar conclusiones tan a la ligera y que debía ayudarlo a salir del naufragio emocional en el que estaba. Lo instaba a salir con toda la persuasión de que era capaz pero a veces también lo increpaba para hacerle patente lo ridículo que resultaba llorando por los rincones de la casa como si fuese un Romeo despechado. Nada, sin embargo, parecía ser suficiente para sacarlo de aquel estado cata-tónico. Ella misma había pasado por una situación similar y aunque lo pasó muy mal supo sobreponerse. Recuperó su herida autoestima y si bien es cierto que en aquel momento Alberto no se separó de ella un instante, al poco tiempo ya había encausado su nueva vida. Pensando en el estado de postración de su hijo y comparando su situación con la de él sólo acertaba a explicarse tal conmoción como resultado de su frustrada actividad sexual. Pasar, pensaba, de meterla en caliente todos los días a tener que arreglárselas manualmente es bastante duro cuando se tiene su edad.

A veces pensaba que debía poner fin de una vez por todas a su duelo y a su encierro. Aquello le estaba pasando factura hasta el punto de deteriorar sus habilidades sociales. Cada día le era más difícil enfrentar a la gente. Entablar una conversación por intrascendente que fuera le suponía un engorro. Todo el mundo le caía mal. Por nadie sentía simpatía. Se planteaba salir en busca de un poco de diversión pero cuando se presentaba el momento le era imposible volver a enfrentar la frivolidad y los compromisos que iban asociados inevitablemente a las nuevas amistades y entonces decidía que los resultados no compensaban el esfuerzo y que prefería seguir con su rutina de sueño, cine porno y laxitud tras la sesión de sexo manual. Las noches eran especialmente duras. No podía conciliar el sueño y si a oscuras cerraba los ojos hasta le parecía que Marta estaba a su lado. Su mano, sin embargo, no podía tocar su cuerpo como solía hacer antes de dormirse. No podía abrazarla y dejar, con  ella a su lado,  que el sueño le venciera acunado por el olor y el calor de su piel. Marta no estaba y se sentía como un niño huérfano al que de repente ya no le cuentan cuentos antes de dormir.

Lidia, realmente preocupada, se enfrentó a su hijo a los cuatro meses de aquel encierro para tratar de acabar con una actitud que a sus ojos corría el riesgo de convertirse en una obsesión enfermiza. Se armó de valor para afearle en razón únicamente de su salud sexual sus prácticas onanistas. No entendía, vino a decirle, cómo no salía con chicas . Si el problema era que no tenía sitio, podía venirse a casa con quien quisiera. Bastaba con que le dijera que alargara su vuelta a casa y ella sabría entender. Por supuesto no haría preguntas y por supuesto podría disponer del piso a su discreción. Tenía que poner un poco de orden en su vida. No era de recibo que se pasara las noches en vela y que apenas descansara antes de ir a su trabajo. No podía seguir malgastando su tiempo y sus energías encerrado ora en el baño, ora en su habitación.

Sabía que su madre iba a ser un problema. Si viviera sólo no tendría que dar explicaciones a nadie. Nadie sabría si se la machacaba y cuantas veces. Su madre ahora estaba al tanto de sus pajas y hasta se permitió ofrecerle el piso para que se pudiera follar a un ligue. No le gustó aquella intromisión y tuvo que replicarle un poco airado que lo menos que le apetecía en el mundo y lo menos dispuesto que estaba a hacer era a salir a la caza de jóvenes salidas y que más que un favor era un insulto ofrecerle su casa para convertirla en un picadero. Le había dolido mucho que su madre pensara así de él. Se excusó por la falta de discreción en la que había incurrido respecto a sus visitas al cuarto de baño pero con todo, le dijo, prefería esa práctica a la de consolarse con una chica cualquiera. No buscaba eso de ninguna forma. El sexo así practicado era una actividad animal y el quería, además, afecto. Si no dormía por la noche era porque en esas horas de silencio y soledad, en la oscuridad, la circunstancia de no tener al lado el cuerpo de Marta se le hacía insoportable. Era, creía, y así se lo dijo a su madre, fácil de entender. Con la noche su dolor se multiplicaba y la evidencia de que dormiría otra vez solo, casi le hacia  llorar.

El intento de ayudar a su hijo le había salido rematadamente mal. Tuvo que reconocer su torpeza y disculparse ante él por inmiscuirse en su vida privada. No era su intención censurar ni controlar las veces que se masturbaba. La autosatisfacción le parecía la más lícita de las prácticas sexuales así que no iban por ahí los tiros. Ella había querido únicamente hacerle ver que se estaba ensimismando y que cómo cada día lo notaba más  taciturno y triste se había decidido a hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudarlo a recobrar la alegría, la normalidad. Masturbarse estaba bien a condición de que no fuera a eso a lo que se limitara de ahora en adelante y le reiteró su absoluta disposición a hacer lo que estuviera en su mano. Su único interés era que volviera a ser un chico con interés por la vida. Se ofrecía de buena gana a compartir sus noches. Se ofrecía a hacerle compañía en la cama.Se ofrecía a estar a su lado cuando quiera que la necesitara.

Cuando Alberto escuchó de voz de su madre que estaba dispuesta a hacer lo que estuviera en su mano para ayudarlo éste, entre irónico y resabiado, vino a poner en  duda que ella tuviera posibilidad alguna de ayudarlo. Por la reacción de su madre supo que ahora había sido él quien, de verdad, había metido la pata. Con gesto serio y contrariado le indicó que no era necesario ser tan desagradable. En su afán por ayudarlo no había caído en la cuenta de que sus 49 años pudieran ser tan decisivos. Achacaba a la soberbia de su juventud y a la ceguera de su estado el hecho de que se atreviera a poner en cuestión su feminidad y sus atributos. Le aseguró, no sin cierto cinismo, que sus órganos, que ella supiera, no eran ni más ni menos que los que tenía su amada Marta. Diferentes pero a la postre también idénticos y que aunque ella no se había ofrecido a ayudarlo en los términos que el había imaginado, aún con todo la puerta de su dormitorio iba a quedar abierta todas las noches.

Lidia sintió un súbito ataque de cólera cuando su hijo vino, de alguna manera, a vetar su derecho al disfrute sexual  y hasta su capacidad como mujer para ejercerlo. Tenía 49 años pero ni su cuerpo estaba para despreciarlo ni sus deseos estaban apagados. No iba a tolerar que se le negara el pan y la sal y menos aún que lo hiciera un pipiolo de 25 años que estaba demostrando una inmadurez importante y que a la sazón, además, era su hijo; el mismo que había regresado con el rabo entre las piernas a su regazo. Alberto había malinterpretado su ofrecimiento de ayuda. Ella no se hubiera atrevido a tanto pero el giro que dio a sus palabras aparte de enfadarla cuestionando su feminidad le hizo ver por donde respiraba la necesidad real de su hijo y le abrió un camino por el que ayudarlo. Le había lanzado aquel órdago un poco por la temeridad del orgullo herido y un poco para estudiar la naturaleza de su reacción. Aquella misma noche iba a dejarle abierta, como le había dicho, la puerta de su habitación y a ver qué pasaba.

Su madre se había mosqueado, y con razón. Había actuado como un mequetrefe insolente y tenía bien merecida la lección que le había dado. Su soberbia le había jugado una mala pasada. Su madre le había ofrecido ayuda incondicional y sincera y él había querido ver un intento de suplantación. Su inmadurez había interpretado que su madre le ofrecía el consuelo de su cuerpo cuando, en realidad, se ofrecía en cuerpo y alma para sacarlo de aquel camino hacía ningún lugar por el que desde su ruptura con Marta estaba transitando. Por supuesto que no iba a franquear la puerta del dormitorio de su madre. No iba, de manera alguna, a molestarla pero tenía que reconocer que su generosidad y arrojo superaban con mucho el suyo propio. Y se lo agradecía.

A decir verdad Lidia no creyó que su hijo tuviera el arrojo de introducirse en su cama. No se imaginaba qué hubiera podido hacer en el hipotético supuesto que se decidiera a acostarse a su lado. ¿la tocaría?, ¿le hablaría?, ¿dónde la tocaría?; ¿qué le diría?. Era un ejercicio absurdo hacer proyecciones de ése tipo pero en la oscuridad del cuarto bajo el ligero cobertor no pudo evitar, imaginando, una punzada gozosa en su vientre, un sofoco en su rostro y que sus pezones se erizaran bajo la leve tela del camisón. El leve arrobo sexual, sin embargo, se trastocó en agitada espera cuando lo descubrió detenido en el umbral. Con los ojos muy abiertos y protegida por la oscuridad lo observó titubear, girarse y aún detenido volver la cabeza para segundos después desaparecer, encender la luz del baño y cerrar la puerta. No sabría responderse a como hubiera reaccionado. Estaba claro que no se había preparado para tal eventualidad y también le quedó claro que era preciso elaborar una estrategia de acción que le permitiera llevar la iniciativa si en una próxima ocasión la sombra de esa noche terminaba por materializarse.

Cuando lo pensó detenidamente su cabeza se hizo un lío. Existía la probabilidad real de que su madre se tomara a mal, como un despreció o algo así, que no aceptara su propuesta. La había visto preocupada, después preocupada y cabreada y lo último que quería ahora era enfadarla aún más. No sabía qué debía hacer. ¿por qué era todo tan complicado últimamente?. Si se decidiera a entrar ¿qué haría?; ¿acaso acostarse a su lado? ¿permanecer a su lado y darle las gracias por la reconfortante calidez de su cuerpo? ¿sentirse como un niño que busca refugio en el cuerpo protector de su madre?. Ella le había dicho que su cuerpo venía a guardar los mismos secretos que atesoran todas las mujeres y así visto, esa era una verdad como un templo. El cuerpo de su madre comenzaba a cobrar materialidad erótica y sintió curiosidad por conocerlo. Sus pechos aparentaban ser mayores que los de Marta pero seguro que no tendrían su firmeza y su pubis casi seguro que tendría más vello que el de Marta o a lo mejor no. Su culo sí que era generoso, saltaba a la vista. ¿Y su vagina?, se preguntaba. Serían carnosos y sonrosados como los de Marta sus labios vaginales u oscuros y recónditos como los de ciertas actrices porno. Todos aquellos pensamientos no hacían sino confundirlo más, así que sacudiendo la cabeza como para borrar en una pizarra de arena frases inconvenientes, detenido en la puerta del dormitorio de su madre se dio la vuelta y se encaminó al baño.

De la forma que le habló al día siguiente, de la manera, también, que se comportó con ella, Lidia dedujo que algo podía empezar a cambiar en el estado anímico de su hijo. Supo enseguida que el cambio se debía al hecho de haberlo enfrentado con su necesidad oculta de contacto físico. Al franquearle la puerta de su habitación le había abierto a la vez una brecha al muro de su obsesión física por Marta. Su hijo había entrevisto, por remota que fuera, otra vía, otra posibilidad de acercarse a un cuerpo sin los riesgos y los sinsabores de la conquista. Tan al alcance de la mano, al menos virtualmente, que le daba vértigo. Supo todo eso no porque fuera una consumada analista de los comportamientos humanos sino porque a la vista de los signos era fácil llegar a esa conclusión y mucho más cuando al vaciar la cesta de la ropa para hacer la colada se encontró juntas todas sus prendas íntimas y en una de ellas el rastro blanquecino y seco de lo que parecía una corrida. Si Alberto se había masturbado usando sus bragas como estímulo era porque además de ser la mujer más a su alcance era también una mujer capaz de excitarlo. Si, como quiso entenderle cuando cuestionó su posibilidad de ayudarlo, le desagradara, ni siquiera se le hubiera ocurrido la posibilidad de rebuscar entre la ropa sucia el rastro de sus feromonas.

No podía dejar de preguntarse como sería el cuerpo desnudo de su madre y no había querido reprimir, tampoco, la súbita erección que le producía imaginarla, por ejemplo, mientras se duchaba. Buscó mentalmente las posibilidades que tenía de verla desnuda y no las encontró plausibles así que sus pensamientos volaron hacia lo que se le antojó más se acercaba a contemplar su desnudez. En la solana estaba la cesta de la ropa sucia y allí se encaminó seguro de encontrar al menos un par de sus bragas. Con una excitación que no recordaba vio unas pero aún así buscó y encontró otras y siguió rebuscando y se tropezó con un tercer par. Eran muy diferentes a los minúsculos tangas de Marta pero quizás más apropiadas para lo que se proponía hacer. Aspiró los efluvios de cada una y se las folló alternativamente haciéndolas deslizar por su polla y aunque su intensión era correrse sobre ellas, en el último momento pensó que sería un exceso y abortó la acción apretando su mano en torno al glande que ajeno a su voluntad disparaba una y otra vez. Casi se duerme después pero recobró el ánimo suficiente para levantarse y depositar donde estaban las prendas que le había tomado prestadas a su madre.

No era habitual que su hijo al verla levantarse del sillón le preguntara como hizo anoche si ya se iba a acostar. Era obvio que Lidia ya se disponía a irse a la cama así que tal como supuso la pregunta era algo retórica y tenía la sola función de avisarla de que quizás hoy si iba a necesitar su compañía nocturna. Lidia se acostó con el presentimiento de que algo ocurriría. Apagó la luz y se acostó dando la espalda a la puerta en un intento de serenar su inquietud. No quería aguardarlo pero inevitablemente lo esperaba y mejor era hacerlo sin ver por donde entraría su hijo. La noche anterior estaba un poco excitada pero esa noche se sentía tan inquieta que no había espacio en su mente para el deseo. El pellizco en el vientre y el arrebol de sus pezones surgieron cuando sintió la voz de su hijo pidiéndole permiso para acostarse a su lado. Recobró la postura horizontal y le hizo un hueco en su amplia cama. Sintió enseguida el calor de su cuerpo y en la absoluta oscuridad del cuarto quiso darle la bienvenida posando su mano en su  muslo. Al instante y como respuesta de gratitud su hijo posó, a su vez,  la mano en su cálido y desnudo muslo. No pudo evitar estremecerse. No recuerda cuando se durmió.

Un suave zarandeo lo despertó. Se había quedado dormido en la cama de su madre y seguiría allí si su madre no lo hubiera despertado. Tenía el tiempo justo para ducharse y salir a coger el metro. Por vez primera en muchos meses había dormido bien; sin sobresaltos ni temores. La cercanía de su madre le había procurado tal sosiego que pasados los nervios iniciales pudo olvidarse de todo. Había sido muy reconfortante la actitud de su madre y el gesto de aceptación que había tenido con él. No pudo, no obstante, reprimir la erección de saberse, otra vez, compartiendo cama con una mujer. Que esa mujer fuera su madre no parecía ser un obstáculo para su libido. Cuando apoyó la mano sobre el muslo de Lidia lo sintió recio y sin embargo la tersura de la piel le trajo idénticas sensaciones a las vividas con Marta. Protegida por la oscuridad su polla se mantuvo erecta hasta que le venció el sueño.

Esta noche si que lo esperaba así que no le causó gran sorpresa sentir como se acomodaba junto a su espalda. Habían hablado de lo bien que había dormido y de lo benéfico que había resultado para su salud sentirse acompañado durante la noche. Alberto no había cesado de darle las gracias sugiriendo, sin mencionarlo directamente, que esperaba seguir durmiendo junto a ella el tiempo que fuera necesario. Había sentido cierto rubor al escuchar de Alberto lo imprescindible que le resultaba sentir el contacto de un cuerpo. La corporeidad de una compañía le daba confianza, calmaba ciertas inseguridades y la noche ya no le parecía tan oscura. Sus miedos, le dijo, se mitigaban si como cuando era un niño podía dormir abrazándola. Esperaba, pues, ese abrazo de su hijo y esperaba, por qué no verbalizarlo, la presión en su trasero del pene de Alberto. Si se corría en sus bragas sucias era muy previsible que se excitara al contacto de su culo. Ella, desde luego, esperaba que así fuera y el pellizco que sentía en el bajo vientre no se iba a calmar en caso contrario. No tuvo que esperar mucho para constatar con alivio y cierto orgullo el relieve del miembro de Alberto contra sus nalgas. Para lo que no estaba preparada era para las suaves caricias sobre su cadera y para el constante jugueteo de los dedos de su hijo con el elástico de sus bragas. Le pareció estar reviviendo sus primeros coqueteos con el sexo masculino cuando siendo adolescente dormía las siestas de los tórridos veranos en el suelo fresco del patio de la casa del pueblo junto a sus primos y primas; todos juntos en aparente inocente comunión pero arrimando cebolleta en cuanto se podía. Sentía ahora el mismo fulgor en las mejillas e idéntico regocijo en la entrepierna.

La absoluta oscuridad del cuarto de su madre le privaba del placer de verla pero, a poco que lo pensó, comprendió que esa negrura era el perfecto aliado para ambos. Su madre se ahorraba el apuro y él se ahorraba la vergüenza. La oscuridad azuzaba su osadía y alentaba la pasividad de Lidia a quien encontró de lado y de espaldas al lateral de la cama por donde tenía que entrar. Buscó de inmediato su abrigo y acomodó su cuerpo a la curva que describía su madre con el culo adelantado. Al contacto con sus nalgas su polla reaccionó como reaccionaría al contacto con las de Marta y acaso la misma oscuridad lo llevó a actuar de la misma forma que actuaba con ella y al instante su mano izquierda se deslizaba arriba y abajo de la cadera de su madre para a continuación y ante el tácito permiso que le otorgaba su silencio enredar sus dedos por entre las costuras laterales de las bragas. Estaba satisfecho y tranquilo; protegido al abrigo del cuerpo que lo anclaba de nuevo a la vida y de nuevo, no recuerda cuando, plácidamente le venció el sueño.

Desconocía el tiempo que iba a prolongarse aquella situación pero intuía que a su hijo ya no le bastaba con arrimar la polla a su culo. La tranquilidad que experimentó las primeras semanas de compartir cama parecía diluirse día a día. Lo notaba de nuevo inquieto. Tenía arranques de malhumor y aunque se mantenía fiel a su rutina nocturna de dormirse abrazándola sí que ahora tardaba en coger el sueño. Volvía a estar descentrado y durante el día se hurtaba de nuevo a sus miradas para encerrarse en el baño o en su cuarto. Lidia comprendía muy bien con que fin. Si las dejaba a su alcance no había una sola de sus bragas usadas que no acabara con restos del semen de Alberto. No iba a negarse que la situación la calentaba hasta el extremo de llegar a tocarse mientras su hijo dormía con su miembro bien arrellenado entre los cachetes de su culo así que, bien mirado, no habría de introducir ningún cambio en la situación acostarse sin el ligero camisón habitual que acababa siempre a la altura de su espalda en cuanto su hijo iniciaba el magreo sobre su cadera . Sus pechos si quedarían al aire pero esa circunstancia carecía de importancia si Alberto volvía a encontrar algo de calma a su lado.

Estaba muy agradecido a la generosidad de su madre. Se había entregado a sus  necesidades sin condiciones pero el bálsamo que supone frotarse con su dócil cuerpo ya no satisface su inquietud. La barrera que no puede franquear es, justamente, la que le causa más frustración. A veces, presa de un deseo que brota de lo más profundo de su ser, tiene que reprimir las ganas de penetrarla. Esos momentos de subidón lo reconcomen y termina agotado y frustrado. Se pregunta muchas veces si no debiera dejar de tomar la medicina que le procura su madre pero al mismo tiempo se dice lo difícil que sería explicarle que ya no siente alivio a su lado. No puede ser tan desagradecido y por eso, y porque ya tiene cierta adicción, continuará volviendo cada noche a su lado. Anoche como si hubiera escuchado sus pensamiento sucedió, sin embargo, algo que de nuevo inyectó adrenalina a su cuerpo. Lidia se acostó sólo con las bragas. Alberto notó enseguida el contacto de la carne y maldijo la oscuridad. Si la hubiera visto no se habría puesto el pijama corto que llevaba y estaría ahora, solo en calzoncillos, notando su piel. Piel con piel. Su vientre desnudo contra la espalda desnuda de su madre. La tela de las bragas contra la tela de su calzoncillo y aunque hizo un intento desistió enseguida de desprenderse de su pijama porque hubiera resultado, le pareció, un tanto brusco. Mañana, pensó, no dejaría pasar la ocasión de hacer sentir la caricia de su polla sobre el culo de su madre porque, sin duda, ella así lo quería y a ese deseo obedecía el que esa noche estuviera casi desnuda a su lado.

Paso muchos nervios esperando bajo las sábanas a que Alberto se acostara a su lado y notara que a excepción de las bragas no llevaba nada más. Tenía los pezones erizados y estaba tan agitada que cuando lo sintió no pudo dejar de experimentar un leve susto. Sintió su mano crispada recorrer la piel desnuda de todo el lateral izquierdo de su cuerpo. Desde el hombro al muslo y luego, detenida, en la cadera. Desde la cadera de nuevo a su hombro y en cada pasada la mano ganaba un poco más de la carne de su pecho.  Esperaba que en ese mismo momento imitara su conducta y por unos momentos parecía que así iba a ser pero Alberto no se desprendió de su pijama. Cuando su hijo se apoderó por completo de su pecho sintió, eso sí, más pujante y rotunda que nunca, su polla. La abrazaba fuerte y la apretaba contra sí y no cedió la presión hasta que el cansancio lo fue venciendo. Ella fue la que apenas sí pudo dormir. Se pasó la noche dándole vueltas a la cabeza.

Esperó como todas las noches de ese último mes que su madre se metiera en la cama para apenas diez minutos más tarde ir a su encuentro. Iba preparado. El leve slip contenía a duras penas su erección. La pasada noche se había aventurado a tocarle la teta sin que opusiera la menor resistencia así que hoy se detendría en acariciarle el pezón. Sentía necesidad de hacerlo. Sentía la necesidad de indicarle a su madre que había deseo sexual en sus achuchones y que ya no era sólo refugio lo que le ofrecía su cuerpo. Sabía que era muy extraña la doble condición en la que se relacionaban él y su madre pero, a la vez, esa particularidad era la que la convertía en tan fácil de llevar. No hablaban de ello. Era, simplemente, algo que sucedía entre ellos. Algo que esperaban que sucediera cada noche. Una forma, se decía, de comunicarse y de acompañarse. Una manera de mitigar la soledad porque entendía que su madre también se sentía sola. Cuando arrimó el paquete al culo de su madre sintió un aguijonazo en el pecho que le devolvió a los momentos de máxima dicha vividos con su novia.

Acostarse cada noche a la espera de sentir sobre su culo la presión de la polla de Alberto estaba bien, pero a su edad comenzaba a resultar ya un poco patético. Ella y su hijo jugaban a hacer el amor, eso resultaba evidente pero a punto de cumplir los 50 ya no estaba para juegos en esos asuntos. Anoche, quizás alentado por ella misma al acostarse sin camisón, le había tomado el pecho. Había apretado tanto su polla contra ella que a pesar de las bragas la sintió todo lo grande y dura que era. Se excitaba, claro que sí, y se masturbaba con regularidad, por supuesto, pero aquel remedo de coito que venían practicando desde hacía más de un mes era, si lo miraba bien, un absurdo. Las intenciones de ambos parecían claras así que por qué no actuar como dos adultos y dejar que pasara lo que tuviera que pasar. Aquella misma noche dormiría sin bragas. Lo aguardaría completamente desnuda y que pasara lo que tuviera que pasar.

Notó de inmediato que el trasero de su madre estaba, por completo, al aire. No había, salvo sus propios calzoncillos, barrera alguna entre el culo de su madre y su polla así que había que remediar de inmediato la desventaja y con hábil destreza se desprendió de ellos. Esta vez, dado lo claro de la situación, no le importó parecer brusco. El contacto del glande con la carnosidad de las nalgas le produjo un escalofrío en la espina dorsal que se fue apagando en cuanto se repegó al dócil cuerpo que lo acogía. Notaba la humedad del líquido preseminal apresado entre su capullo y el culo de su madre y ya no tuvo fuerzas para rechazar el deseo de buscar la entrada de la vagina que lo aguardaba y aunque al principio temió romper el hechizo del momento con excesivas maniobras, retiró un instante su cuerpo del de su madre, se la colocó con la mano y cuando regresó ya su polla tentaba los contornos de la vulva. Permaneció presionando los labios unos instantes hasta que estuvo seguro de no ser rechazado y entonces, con un golpe de riñón, la deslizó adentro. No encontró la suavidad acostumbrada del chocho de Marta. Su polla recibía una presión que no esperaba, pero en cuanto se acostumbró a aquel nuevo espacio los suspiros de placer de su madre quebrando el silencio de la habitación lo enardecieron de tal modo que se abandonó al suave vaivén de un mete y saca firme y regular. Ahora la habitación se llenaba además con su agitada respiración y con los sonidos acuosos de su polla chapoteando en los jugos genitales de su madre. Se iba a correr de un momento a otro y estaba sereno. Se sentía sereno pero, curiosamente, estaba ciego de deseo.

Su hijo reaccionó como ella esperaba. La señal de acostarse sin bragas era bastante explícita como para, si en verdad la deseaba, no poseerla. Había tenido tiempo y ocasión noche tras noche de calibrar el volumen de su pene pero no fue del todo consciente de su densidad hasta que no lo tuvo contra su desnudo culo. Notó la humedad que escapaba de su glande y con un ligero movimiento adelantó las rodillas para facilitarle, si acaso quería llegar hasta allí, el acceso a la entrada de su vulva. El tiempo cobró una dimensión propia al margen de los minutos. Las cosas sucedían conforme a la adecuación espacio temporal de aquel único momento, por eso, aunque no sabe precisarlo, cuando notó el pene de su hijo apostado contra sus labios, instantes antes de que sucediera fue consciente de que iba a ser el cuarto hombre en  traspasar  los umbrales de su vagina. Por su mente, recapitulando, pasaron el adolescente compañero de instituto con el que perdió la virginidad; su novio posterior con el que acabó casándose; el imbécil con el que justo después de divorciarse y más para que sus bienintencionadas amigas la dejaran en paz que por desearlo, tuvo un escarceo que mejor olvidar y ahora su propio hijo. Sólo a uno le había permitido correrse dentro. Su hijo con la larga polla que golpeaba las paredes de su útero iba a ser al segundo que le consintiera  inundar de semen su vientre. El orgasmo que le arrancó la polla de su hijo tuvo un prolongado bis cuando lo sintió tensarse y meter la cara en su pelo para comenzar a descargar la tibia carga de los testículos en su interior. Nunca antes había sido muy expresiva en sus manifestaciones de placer pero ésta vez, mientras se la follaban, de su garganta habían brotado profundos gemidos de gozo. Nunca, ciertamente, había tenido una experiencia tan enervante. Si su hijo quería iba a poder follársela todas las noches. Le hubiera gustado, claro que sí, y fantaseaba con ello contemplar la polla que la penetraba pero la situación de oscuridad en la que experimentaban  y el silencio que mantenían sobre sus relaciones era, por otra parte, lo que muy probablemente les había conducido hasta allí. Amor de día. Desatada pasión de noche.

Se corrió como hacía tiempo que no lo hacía. La vagina de su madre se fue convirtiendo pasada la aspereza primera en un caldo de jugos en el que su polla parecía hervir. Oír sus gemidos de placer aceleró el momento del orgasmo y no pudo evitar venirse dentro de su acogedora cueva. Por sus expresiones creía  que su madre así lo quería. Fue curioso pero al cabo de unos minutos volvía a tener una erección y aunque deseaba volver a ensartarla no se atrevió. No quería parecer ansioso ni voraz. Se adecuaría a la rutina del polvo nocturno y apaciguaría las ganas de contemplar la desnudez del cuerpo que penetraba deteniéndose en sentir cada milímetro de aquella vulva a la que imaginaba rodeada de vello. Su glande parecía recibir un cosquilleo que achacaba al roce con el vello púbico.  Por la mañana se encontró con ella en la cocina. Intercambiaron los buenos días y se reconocieron y aceptaron en las sonrisas. Hablaron de las noticias y de sus planes respectivos para el día que comenzaba. Alberto supo que cuando llegara la noche su madre confiaba en que volviera a penetrarla. Él, por su parte, contaría las horas que faltaban para sentir la cálida desnudez de su madre y el momento en que su polla volvería a desaparecer en su interior. ¿hasta cuando? ¡Quien iba a saberlo¡