Vuelta a casa 02: desatada

Incontenible.

Cuando me desperté, estaba bien entrada la mañana y junto a mí, en la cama, en lugar de Jandro, que se había ido a trabajar, Sonia me miraba a los ojos con una leve sonrisa en los labios. Estaba preciosa.

Recordé los sucesos de la noche anterior, o quizás tan sólo fuera que reparé en que los recordaba. Me sentía atrapada entre la vergüenza, una terrible sensación de “pecado”, por así decirlo, y una excitación intensa que tuve la impresión de que no me había abandonado durante el sueño, y que su imagen frente a mí contribuía a acentuar.

Estaba preciosa, convertida casi en una mujer diminuta. A través del tejido liviano del camisón rosa, se traslucían unos pezoncillos pequeños y oscuros, apretados, coronando las tetillas breves. Me miraba fijamente a los ojos con un brillo en los suyos perturbador. Comprendí que los míos debían transmitir la misma impresión.

  • Buenos días, mamá.

Pronunció apenas aquellas tres palabras mientras su rostro se acercaba al mío borrando cualquier atisbo de cotidianeidad, y sucumbí sin luchar en el mismo preciso instante en que sus labios se apoyaron en los míos y respiré su aliento fresco. Gemí cuando su lengua se deslizó entre ellos buscando la mía, que, como liberada de mi voluntad, salió a buscarla, a enredarse en ella, y me dejé llevar bebiéndola mientras que su cuerpecillo delgado se apretaba contra el mío y me envolvía con sus brazos y sus muslos.

Ni por un instante logré librarme de una impresión de culpa que, sin embargo, resonaba en mi cerebro sin capacidad alguna de imponer su voluntad. Sintiéndola, pese a ella, mi mano recorrió su muslo hasta alcanzar el culito pequeño y duro. Sonia gimió en mi boca. Se apretó más a mí, más fuerte, y sentí su chochito resbalándome en el muslo.

  • Ma… má…

Si hubiera quedado en mí el más mínimo atisbo de resistencia, que no quedaba, aquel gemido lo hubiera abatido. Me resonó en el centro del deseo. Girándola, la tendí en la cama de espaldas sin despegarme de ella, tan sólo colocándome encima, y busqué con la mano su coñito velludo, empapado, mientras mordía y besaba su cuello. Lo movía arriba y abajo mientras mis dedos se deslizaban entre los labios húmedos como si quisiera metérselos, como si no pudiera esperar a que yo decidiera hacerlo. Había dejado de abrazarme para subirse el camisón y entregárseme entera, gimoteando, con las rodillas dobladas y los muslos muy abiertos, invitándome a tomarla.

Arrodillada, inclinada sobre ella, besé los pezoncillos duros, los mordí con cuidado. Mi dedo anular la penetraba y la palma de la mano presionaba su pubis.

  • Ma… máaaaa… Ma… Máaaaaaaaaaa…

Cada llamada me recordaba quienes éramos ella y yo y, sin embargo, en lugar de disuadirme, sus palabras parecían incitarme a sumergirme más y más en aquella aberración. Descendí por su cuerpo besándolo, lamiéndolo, mordiéndolo a mordiscos pequeñitos que arrancaban de sus labios nuevos gemidos que sumaban deseo a mi deseo. Besé su pecho, lamí su vientre, mordí sus muslos, el interior de sus muslos, y olí su chochito velludo, sonrosado, brillante, abierto como una flor.

En algún momento me había bajado de la cama y, arrodillada sobre la alfombra entre sus muslos, deslicé mi lengua entre los labios abiertos, levemente inflamados. Los besé como a una boca. Sus muslos, que mantenía abiertos con las manos, temblaban. Toda ella temblaba. Temblaba y gemía. Casi lloraba. Por encima de su pubis, por detrás del relieve mínimo de sus tetillas de pezones erizados, podía verle el rostro descompuesto. Se agarraba a mi pelo con las manos, pero se soltó y clavo las uñas en el colchón cuando tomé entre los labios su clítoris pequeñito, como una lentejita dura y firme, y comencé a succionarlo, a absorberlo para jugar con él dentro de mi boca con la lengua. Su cuerpecillo delgado convulsionaba. Gritaba, parecía querer pronunciar palabras que salían de sus labios entrecortadas, ininteligibles, disueltas en el aire de sus gemidos.

Ni siquiera me di cuenta de que entraba. Ni siquiera me di cuenta de que los gritos de Sonia debían oírse por toda la casa. Ni siquiera comprendí en ningún momento que aquello se había convertido en un encuentro de una intensidad escandalosa. Tan sólo sentí que su pollita se deslizaba en mi interior, sus manos se agarraban a mis caderas con fuerza, y comenzaba a follarme con esa rapidez, con esa intensidad que sólo la juventud permite.

No hice nada, más que gemir. Aquello no añadía nada más vergonzoso a mis actos que la degradación en que había ya caído. Si estaba haciendo correrse a mi hija lamiéndole el coño caliente como una perra ¿En qué empeoraba las cosas que mi hijo me follara? Me dejé follar. Si no había enloquecido, enloquecí sintiendo el cacheteo de su pubis en el culo, el movimiento acelerado de su polla en el coño. Sonia temblaba y su cuerpecillo menudo convulsionaba como desmayado, como si el placer le hubiera causado tal agotamiento que no podía ya más que permitirse aquellos espasmos automáticos. Tenía el rostro relajado y los ojos en blanco, y un hilillo de saliva se le escapaba por la comisura de los labios. A veces, a uno de aquellos espasmos acompañaba un chorrito de pis insípido que se me escapaba entre los labios para mojar las sábanas, o me estallaba en la cara.

La dejé así, exhausta y temblorosa. Con los dedos todavía clavados en sus muslos, me concentré en la pollita que me follaba, en el bombeo infernal al que me sometía. Comprendí que de haber sido mayor me estaría destrozando. La sentía dura, firme. Me dejé temblar y, de repente, al notar el calor de su lechita derramándoseme dentro, fue como si un resorte en mi interior liberase todo el placer que me quedaba, todo el que mi cerebro era capaz de producir. Sus manos se agarraban a mis caderas con fuerza. Ya no se movía. Firmemente clavado en mi coño, parecía estallar a latidos cálidos que me causaban una impresión que parecía extenderse por mi cuerpo como si me llenara entera, como si su esperma alcanzara todo mi ser desde los dedos de los pies hasta el cabello. Me escuchaba gritar como desde fuera. Temblaba y lloraba de placer, incapaz de controlarme, incapaz de sujetarme ni siquiera de rodillas, y caí sobre la alfombra entre convulsiones violentas y rápidas de placer. Los últimos chorros de su lechita tibia me salpicaron entera: cálidos, cristalinos. La sentía en el rostro, en el pecho, en el vientre…

Cuando pude, cuando dejé de temblar, me subí a la cama desconcertada, agotada, avergonzada. Me dejé caer entre ellos sin atreverme a mirarlos, sin atreverme a pensar que había sido capaz de aquello. No parecían darle importancia. Se reían y hablaban entre ellos como si no hubiera sido nada, como si lo normal fuera tirarse a la familia, a su madre. Hacían bromas procaces, hablaban de mi culo, de mis tetas, de cómo me corría, de cómo le comía el chochito a mi hija, de la lechita que me manaba entre los muslos.

  • No pasa nada, mamá.
  • Papá ya nos follaba antes de irnos.
  • Yo tenía unas ganar de hacerlo contigo…

Carecía de autoridad para reprochárselo. Ni siquiera era capaz de articular palabra, como si mi cerebro no tuviera la capacidad de procesar ni los hechos ni la información que recibía. En mi interior pugnaba la conciencia de la culpa con el placer que había experimentado, incomparable con nada que pudiera recordar; con el cosquilleo en el vientre que me causaba ver que la pollita de Jose volvía a estar dura, que Sonia se inclinaba sobre mí para comérsela, que lamía su capullo sonrosado y lo metía en su boca succionándolo con un sonido de burbujeo, y él acariciaba sus tetillas, su culito…

Muy a mi pesar, sin conseguir desembarazarme de aquel demoledor sentimiento de culpa, la escena volvió a despertar en mi interior una excitación de me impedía detenerla. De repente me ignoraban. Se besaban con una intensidad inusitada. Se mordían las bocas y se acariciaban entre pequeños gemidos. Arrodillados el uno frente al otro, pegados a mí, rozándome, se frotaban. Sonia acariciaba su pollita, que brillaba firme como una piedra y goteaba, y él la estrechaba contra sí sujetándola por el culito pálido con los dedos muy cerca de su agujerito, de su chochito, y ella le gemía en la boca.

  • ¿Me vas a follar?
  • Sí.
  • ¿Me meterás tu pollita?
  • Te la meteré, y te follaré hasta que chilles.
  • ¿Me darás tu lechita?
  • Te llenaré de lechita. Me correré en tu chochito, y en tu boca, y en tu cara…
  • Te voy a follar yo.
  • Fóllame, putita.

Sonia, empujándole con delicadeza, le hizo tumbarse sobre la cama con la cabeza en mi vientre para sentarse a horcajadas sobre él clavándosela con un gemido coqueto para empezar una danza lenta mirándole a los ojos.

Me quedé paralizada, incapaz de apartar la mirada. Eran tan bellos: sus cuerpos delgados, dorados, sin un ápice de grasa, de músculos largos y firmes; la palidez de las zonas que no tocaba el sol; sus rostros sensuales; la delicadeza con que se movían; la dulzura con que se miraban; la progresiva contracción de sus rostros bellísimos en un rictus de placer; esa leve inflamación de los párpados… Todo me conducía de nuevo al deseo, a esa excitación incontenible, un hormigueo en el vientre.

No tardé en acariciarme mirándolos, a hacer chapotear mis dedos en mis propios flujos y el esperma de mi hijo y, poco rato después, casi sin darme cuenta, como si resultara del fluir natural de las cosas, en sentarme sobre el rostro de Jose para besar los labios de Sonia, para respirar sus gemidos y pellizcar sus pezoncillos duros temblando al recibir la caricia de su lengua.

Y entonces, de repente, Jandro entró en el dormitorio. Debía ser mediodía. Incapaz de detenerme, gimiendo, le vi desnudarse, vi su polla grande y dura, su cuerpo fuerte y velludo inclinándose, arrodillado en el suelo, sobre el culito de nuestra hija para lamerlo, y tuve una conciencia clara de lo que iba a suceder que, no obstante, no bastó para que lo impidiera. Sonia me temblaba entre los brazos y me gemía en la boca. Pensé que estaba asustada. No podía detenerme. Temblaba de placer. Jose lamía mi coño, lamía mi clítoris, me hacía jadear y culear sobre su cara.

Cuando le vi situarse tras de ella y apuntar la polla entre sus nalgas, pensé que era imposible que cupiera en un culito tan pequeño. La vi cerrando los ojos con fuerza y sentí acelerársele la respiración hiperventilando, pero no se apartó. Emitió unos gemidos, unos quejidos de dolor, pero se dejo hacer, se dejó clavar en el culo la polla de su padre.

Jose, como queriendo ayudarla, aceleró el ritmo de sus movimientos. Acaricié sus tetillas y pellizqué sus pezones con el mismo fin. No tardó en tenerla dentro. Se quejaba, pero su culito seguía moviéndose despacio. Apretaba los dientes y gemía, gimoteaba jadeando.

Jandro no se movía. Dejaba que fuera ella quien decidiera cuando y a qué velocidad. Y poco a poco, sus movimientos se fueron haciendo más rápidos y sus gemidos más intensos. Parecía quejarse, pero no se detenía. Levantaba el culito unos centímetros y se clavaba en la polla de su padre para, al instante, dejarse caer en la de su hermano, y repetía el movimiento una y otra vez, cada vez más deprisa, chillando, gimiendo y jadeando.

Jose me volvía loca. Culeaba en su cara. Frotaba mi coño en su cara. Mi marido, abrazándose a nuestra hija, la mantenía incorporada, magreaba sus tetillas y le mordía el cuello. Su rostro todavía casi infantil, se contraía en un rictus que mezclaba el placer con el dolor. Me incliné sobre ella para morderle la boca, para respirar sus gemidos, sus chillidos.

Reparé en que mi hijo bebía su propia lechita de mi coño y la idea, lejos de disuadirme, me causó una mayor excitación. Sentía el desconcierto de estar haciendo aquello y carecer de la voluntad necesaria para detenerme. Temblaba víctima de una sucesión interminable de lo que parecían pequeños orgasmos cuya intensidad iba creciendo hasta hacerme gritar. Busqué el clítoris de Sonia con los dedos y comencé a acariciarlo deprisa, sin cuidado, haciéndola chillar. Le sentía temblar y llorar. Mordía sus labios y ella, entre jadeos, me daba su lengua, me estrujaba con fuerza las tetas con las manos. Me estaban volviendo loca.

  • ¡¡¡Para, para, para…!!!

José empujó a su hermana haciéndola caer sobre el colchón. Comprendí que no quería corrérsele dentro. Me dejó de lado arrodillándose junto a ella. Frotándome literalmente el coño con la mano, clavándome los dedos hasta hacerme daño, agarré su pollita y comencé a masturbarle deprisa. Mi mano resbalaba sobre la piel húmeda haciéndole gemir como una niña. Él había agarrado la de su padre con el mismo objeto. Sonia se masturbaba entre ellos corriéndose como una loca. Su cuerpecillo se sacudía violentamente.

José fue el primero. Cuando el primero de sus chorros de lechita se estrelló en la cara de su hermana, la vi abrir la boca como buscándola. Jandro se la puso entre los labios y le escuche aquella especie de gruñido comprendiendo que se corría. Vi el movimiento de la deglución en el cuello de mi hija. Yo misma, con mis propias manos, hacía que el esperma de su hermano cubriese su cara. Clavé en su culito unos de mis dedos y su cabeza se inclinó hacia atrás, sobre mi hombro, y me besó en el cuello. Gimoteaba cada vez que un nuevo chorro salpicaba los pómulos de su hermana, sus ojos, sus labios… Su pollita palpitaba en mi mano como si no fuera a tener fin. Me frotaba el coño con fuerza haciendo que me corriera como una zorra loca. Chillábamos.

  • Habrá que ir a comer al Burguer.

Todavía temblaba y trataba de recuperar el ritmo de la respiración cuando la naturalidad de aquella frase cotidiana y prosaica me hizo pensar que algo en mi vida acababa de cambiar para siempre. Reparé en que ya no sentía la culpa. Sólo aquel cansancio dulce y una sucesión de pequeños estremecimientos que iban tornándose más livianos poco a poco.

  • No he hecho nada… No he tenido tiempo…
  • Ya te veo, ya…

Reímos los cuatro. Sonia todavía sin fuerzas, tirada en el colchón, con una sonrisa fatigada en los labios. De su culito pálido manaba un reguerillo de esperma