Vuelta a casa 01: nena

ADVERTENCIA: contiene sexo homosexual. Sonia y Jose regresan a casa para cursar el último año antes de la universidad.

Los mellizos regresaron a casa un año antes del ingreso en la universidad tras pasar los tres anteriores estudiando en Canadá. Pensamos que era una buena idea que se reaclimataran antes de empezar sus estudios superiores.

Me resultó extraño volver a convivir con ellos en casa. Se habían hecho mayores lejos y, aunque habíamos viajado a verlos con frecuencia, la relación allí era escasa: un par de comidas, una tarde de compras… Visitas de fin de semana. Se habían ido con catorce y volvían con diecisiete, Sonia hecha una mujercita menuda y muy guapa, y Jose…

Jose parecía otra persona: seguía siendo guapo y delgado. Tenía el mismo aire delicado de siempre y sus modales se habían vuelto exageradamente amanerados. Hablaba con la voz aflautada de una niña, en un tono muy parecido al de su hermana, como si la imitara, llevaba el pelo muy bien cortado, con el cuello descubierto y un flequillo muy largo cortado en pico que a veces recogía detrás de la oreja, y a veces dejaba que le cayera sobre la cara.

No nos molestaba. Nos preocupaba un poco quizás que su nueva actitud frente a la vida le supusiera un problema, pero comprendíamos que el mundo había cambiado, y confiamos en que, en el círculo de amistades del selecto colegio que habíamos buscado para ellos, las cosas se desarrollarían con la cortesía necesaria. Al fin y al cabo, incluso los padres de tres de sus compañeros de Canadá habían tomado la misma decisión que nosotros, y compartirían aulas. Eran hijos de amigos nuestros, de gente culta y liberal, de nuestro círculo.

A mí, debo confesar que su regreso me causaba sentimientos contradictorios: nunca tuve mucho instinto maternal, y aquellos años con poco contacto me habían “desapegado”, por así decirlo. Habíamos aprovechado para practicar el sexo en grupo y el intercambio ocasional, y ambos habíamos llegado a tener alguna experiencia homosexual, siempre en presencia del otro. La visión de Jandro, mi marido practicando una felación a alguno de nuestros amigos me había empezado a parecer terriblemente excitante, pero Jose era tan guapo…

La primera señal de alarma surgió unos diez días o doce después de su regreso: era verano, y toda la familia dormitaba su siesta, cada uno en su habitación. Escuché un sonido al pasar por delante de la de Jose y no pude reprimirme. Era un gemido como de niña. Al entrar sigilosamente, me lo encontré echado en la cama, dormido y según parecía, experimentando un sueño erótico que me causó una profunda impresión.

Vestido apenas con unas braguitas grises incapaces de contener la brillante erección que mostraba, mi hijo gemía y movía las caderas como si practicara una relación con alguien. Repetía “así, así…”; “no pares…”, y otra serie de expresiones por el estilo. Su capullo violáceo, casi morado y muy húmedo y brillante se dibujaba en el tejido empapado, que lo dibujaba envolviéndolo nítidamente perfilado. Jadeaba e incrementaba el ritmo de sus movimientos femeninos y sensuales.

Aquella fue la primera de una serie interminable de decisiones equivocadas. Me dije a mí misma una y otra vez que debía salir de allí, que estaba invadiendo su intimidad y aquello no era correcto, pero me resultó imposible apartar la mirada de aquella escena de una sensualidad radical. Permanecí en silencio, con el corazón acelerado, contemplándolo, viendo cómo se tornaba cada vez más oscuro, cómo asomaba la punta por encima del elástico, manando un hilillo incesante de fluido trasparente; cómo resbalaba en él sobre su vientre lampiño. Me sentí enferma de excitación, asustada por la posibilidad de verme sorprendida, casi ahogándome mientras mojaba mis bragas.

  • ¡Traga… te… ló…! ¡Así…! ¡Asíiiiiii…!

Clavando las uñas en las sábanas, comenzó a culear, a derramarse a chorros. El reguero interminable de esperma transparente y fluida que expulsaba como a latidos resbalaba sobre su piel pálida y limpia. Gemía como una niña y se corría a borbotones.

Salí de allí como enferma, resistiendo la tentación de acariciarme frente a él, mirándolo, y me encerré en el baño de mi dormitorio. Me bajé las bragas deprisa hasta los tobillos, me dejé caer sobre la taza, me subí el vestido y me corrí clavándome los dedos en el coño como una posesa, imaginándolo como lo había visto, imaginándome a mí arrodillada, mamando aquella verguita no muy grande, tan dura; tragándome toda aquella lechita, temblando y jadeando como hacía años.

A aquella tarde sucedieron días de mucha confusión: me sentía culpable y, al tiempo, excitada. Me resultaba imposible borrar de mi cabeza aquella escena y, aunque en los momentos más bajos me proponía controlarme, me bastaba con sorprenderle poco vestido por casa, o encontrarme la colección de ropa interior femenina que escondía en el fondo de un cajón de su armario, para sentirme enfermar. Me masturbaba en cualquier momento, de repente, como respondiendo a una pulsión incontrolable, y con ello incrementaba aquella sensación de culpa y de vergüenza que me desazonaba.

La cosa, sin embargo, fue a peor. Por extraño que parezca, las cosas siempre pueden ir a peor y, una semana después, sucedió:

Debían ser las dos de la madrugada. Me había quedado adormilada en el sofá, frente a la tele y, al despertar, vi que me habían dejado sola. Apagué la luz y me encaminé hacia nuestro dormitorio a oscuras y procurando no hacer ruido cuando, al pasar frente a su perta, volví a oírle gemir. No pude evitar detenerme. Me decía que no, que no debía hacerlo y, pese a ello, un impulso incontenible me llevó a abrir la puerta imaginando que me encontraría con otra escena como aquella que me obsesionaba.

Nada más lejos de la realidad: en la penumbra que producía una de esas luces de noche de las que Jose no había llegado a prescindir, ante mis ojos me encontré con mi marido tumbado en la cama y, sobre él, mi hijo en un sesenta y nueve febril. Se comían las pollas como si no hubiera un mañana, con ansia, gimiendo y jadeando.

Me quedé helada, paralizada por la impresión. De repente, aquel ardor febril que venía consumiéndome se consolidaba en una escena de absoluta sensualidad. Jandro se tragaba literalmente la pollita de nuestro hijo que ahora, vista junto a la suya, parecía diminuta, y este parecía hacer un soberano esfuerzo por proporcionarle la misma atención, aunque parecía imposible que le cupiera en la boca. Su capullo entraba y salía de ella y agarraba el grueso tronco con la mano.

Permanecí casi inmóvil, observándolos por la rendija de la puerta entreabierta, con el vestido subido y la mano bajo las bragas casi inmóvil. No necesitaba masturbarme. Bastaba con el contacto de la mano, con apenas un mínimo movimiento de los dedos deslizándose entre los labios, resbalando en mi propio flujo. Sentía una tremenda sensación de ahogo, como si me faltara el aire suficiente para metabolizar aquella avalancha de sensaciones contradictorias de entre las cuales, la lascivia se imponía nítidamente a la indignación, a la vergüenza…

  • ¿Qué…? ¡¡¡Joder!!!

Escuché casi como en sueños el susurro de la voz de Sonia, que debía haberse acercado alarmada por los gemidos, cada vez más audibles. José se había erguido. Permanecía arrodillado sobre la cara de su padre que hurgaba con la lengua entre sus nalgas lamiendo su agujerito. A veces, abandonaba aquel beso y lamía sus pelotitas apretadas, las metía en su boca como si quisiera tragárselas, y volvía a lamer entre sus glúteos. Estaba segura de lo que pretendía y algo en mi conciencia, que no lograba imponerse al deseo brutal de verlo, me decía que debía impedirlo, que no podía permitir que sucediera.

Sonia se había colocado delante de mí, muy apretada a mí. Parecía tan impresionada como yo. Los veía por encima de su cabeza oliendo el perfume dulzón de su champú. Su culito tardó poco en comenzar a moverse rozándose con mi mano, y comprendí que, como yo, se acariciaba.

El ritmo de su danza pareció acelerarse cuando Jose, abandonando su lugar, se acercó arrodillado a la verga de su padre y, con la mano, la apuntó hacia su culito. En la penumbra, pude adivinar que se clavaba en ella, que se dejaba caer despacio, lloriqueando como una nena, que se hacía follar gimiendo. Tras un primer momento inmóvil, como si necesitara acostumbrarse a tenerla, inició un vaivén lento haciéndola moverse en su interior. Su pollita, como de piedra, golpeaba el aire al mismo ritmo con que se movía, como si se activara un resorte, y chorreaba.

Había dejado de acariciarme y sujetaba a mi hija por los hombros. Me bastaba la caricia de su culito en el pubis para convertir aquella escena impresionante en placer físico. Sentía el ritmo alterado de su respiración. A veces, emitía un gemido ahogado como si se le escapara. Me encontré sin saber cómo agarrada a su pecho, apretando con las manos sus tetillas pequeñitas y duras, sintiendo el roce de sus pezones entre los dedos a través del tejido leve del camisón. Culeaba cada vez más deprisa, y el roce de sus nalgas apretadas me encendía.

De repente me miró a los ojos. Jose irguió la cabeza mirando hacia donde estábamos. Sonriendo, empezó entonces a elevarse y dejarse caer sobre la polla de su padre cada vez más deprisa. Se había medio recostado y se sujetaba con el cuerpo inclinado hacia detrás en las manos sobre el colchón. Jandro acariciaba su pecho liso. Gemía ya en voz alta, sin cuidado ninguno, y su pollita chorreaba literalmente un reguero interminable de fluido que adiviné incoloro. Tan sólo percibía su brillo anaranjado reflejando la tenue luz de la linterna de noche. Gimoteaba y repetía en voz baja frases como aquellas que había podido escucharle en sueños:

  • ¡Así…! ¡Asíiiii…! ¡Clávamela…!
  • ¡Dámela! ¡Dáme… láaaaaaaaa…!

Sonia se movía a un ritmo frenético. Sentí que me corría recibiendo un golpeteo rápido e intenso de su culito en el pubis. Notaba mis bragas empapadas y se me apoderó un temblor incontenible. Gemía bajo mi cara. La escuchaba gemir. Escuchaba el chapoteo quedo de los dedos en su chochito al mismo ritmo con que se movía. Sentí que me dominaba un orgasmo incontenible, que me corría como una perra pellizcando sus pezones. Jose me miraba a los ojos con los suyos entornados y un rictus de placer que le desfiguraba el rostro cuando su pollita empezó a despedir chorro tras chorro una sucesión interminable de disparos de lechita que proyectaba al aire con fuerza salpicándolo todo. Gimoteaba como una nena, como lloriqueando, y movía el culito como a espasmos, como si cada uno supusiera un calambre que lo impelía hacia delante tensando su cuerpo entero. Sus caderas se adelantaban de un golpe violento, corto y rápido, para dejarse caer a continuación, y entonces disparaba uno de aquellos chorros; se detenía un instante, y parecía rebotar para, dejándose caer de nuevo Repetía el mismo proceso una y otra vez. Su padre bramaba como un toro. Reconocí aquel sonido y supe que estaba llenándolo de lechita.

Mi cuerpo temblaba. Me mordía los labios para no chillar. Mordía el cuello de mi hija, que temblaba en mi regazo. Le cubrí la boca con la mano para ahogar sus gemidos. La sentí correrse entre mis brazos con esa sensación irreal como de unificar lo que veía, lo que sentía y lo que oía en una única onda que me llevaba a un estallido de placer como no recordaba haber sentido.

  • ¡Vámonos!

Sonia se había girado hacia mí. Me besó los labios y susurró aquella orden tajante que me devolvió a la realidad. Jose se dejaba caer todavía temblando y se acurrucaba junto a Jandro, que lo envolvía con su brazo. Comprendí lo que decía y, con el corazón todavía acelerado y respiración frenética, corrimos descalzas por el pasillo a oscuras hacia nuestros dormitorios.

Ya en mi cama, sola, me masturbé. Me masturbé frenéticamente, clavando los dedos en mi coño como si quisiera romperlo; pellizcándome los pezones, estrujándome las tetas. Me masturbé como una posesa, como loca, haciéndome temblar, mordiéndome los labios para no chillar en medio de aquel orgasmo devastador e interminable que me sacudía como una corriente eléctrica.

Todavía mi cuerpo se sacudía a golpes secos y esporádicos cuando me invadió el sueño con la mano aun entre los muslos. Entre brumas, me dije que tenía que subirme las bragas, que Jandro no debía verme así. Por la mañana, al despertar, vi que no lo había hecho.

Eran las nueve. Jandro ya se había ido a trabajar y los chicos todavía no se habían levantado. Me sentí aliviada por no verlos. Ignoraba si él había sido consciente de que los observábamos. Sentía una terrible desazón, un desconcierto, casi el vértigo de sentirme al borde de un precipicio, o cayendo ya por él.

En ningún momento me había detenido a reflexionar, y algo en mi interior parecía negarse a hacerlo.