Voy a correrme dentro
Nuestro protagonista sufre un encontronazo con su joven sobrina política en la cena de Nochebuena. Ese cuerpo joven le hará plantearse a dónde va su matrimonio. Puedes encontrarme en mi twitter @MLilyMiller
No recuerdo el momento exacto en que dejé de quererla. Sé que hay quien dice que eso sucede de forma paulatina, que uno no puede estar enamorado hasta las trancas y al minuto siguiente no sentir nada. Dicen que es imposible, ilógico. Pero yo no comparto esa opinión. Si en la vida uno sabe cuándo folla, cuándo come, cuándo duerme... Uno tiene que saber, por narices, cuándo se enamora y se desenamora. Pero nos bombardean con esa mierda barata de que el amor se transforma, que si las confidencias, que si el cariño... Que si el puto tiempo. Para mí, las relaciones duraderas no son más que un invento, una forma de controlarnos. Porque un matrimonio es sin duda una sociedad a pequeña escala, con individuos que se autogobiernan regidos bajo unas normas obsoletas, y que obedecen, sin saberlo, a un ente superior. Y aprovechándose de esta parafernalia nacen los psicólogos, los sexólogos de pareja, los consejeros matrimoniales... Todo ese grupo de inútiles con título que tratan de mantenerte atado a algo que quizá lleva años muerto sin que tu limitado cerebro, domado por la costumbre, se percate siquiera. Y así se forma la sociedad global, amigos, integrada por un sin fin de sociedades a pequeña escala, muertas en su mayoría.
O quizá es más simple y yo soy un cabrón, y donde se pongan unas tetas turgentes y el coñito estrecho de una veinteañera, que se quiten las estrías y las tetas caídas de María, por mucho amor que contengan.
No recuerdo (o no distingo) cuándo dejé de quererla, pero sí que sé localizar el momento en que me percaté de que ya no lo hacía, y sucedió de una forma tan clara y potente que supe al instante que ya no tendría retorno.
Era la cena de Nochebuena y la celebrábamos en casa de sus padres, como cada año. María sólo tenía un hermano, Tomás, cuatro años mayor que ella. Era un médico de familia de al menos ciento diez kilos, calvo y con una piel sonrojada y brillante. Su mujer era más alta que él, huesuda y de mirada desagradable. Sin embargo, milagros de la genética, de aquel polvo infernal había nacido Rocío, su hija mayor. Rocío tenía dieciocho o diecinueve años. Quizá diecisiete, no lo sé. Tenía al menos esa edad en la que aún podía llevar brillo de labios sin parecer ridícula. Era alta y delgada, aunque no como su madre, y tenía unos pequeños y deliciosos pechos que trataban de escapar sin cesar del escote de su vestido blanco. Su pelo era castaño rojizo, largo y algo rizado. También tenían un hijo de once años, que apuntaba las maneras del padre. Estaban discutiendo por algo, pero yo escuchaba sólo a medias. Por lo visto el crío le había manchado el vestido de chocolate, y forcejeaban sin parar.
Ha sido su culpa, ¿verdad, tío? Tú estabas mirando - dijo Rocío.
Sí, sí - respondí algo perdido. Aunque lo cierto es que no había visto nada más allá de sus tetas y de la imagen de mi lengua endureciendo aquellos jóvenes pezones.
Mi respuesta zanjó la discusión, que acabó con una colleja para el crío y una sonrisa sugerente de Rocío. Fantaseé con la idea de que me comiera los huevos con aquella dulce boquita para darme las gracias. Cuando acabamos el postre nos sentamos en los sofás del salón. Rocío se sentó sobre las rodillas de su padre, que en el aquél momento hablaba de fútbol con mi suegro. Al poco rato Tomás decidió levantarse para ir al baño, dándose sonoras e innecesarias palmadas en su voluminoso abdomen, y el chico se abalanzó sobre el sitio libre en el sofá, dejando a Rocío en pie y algo molesta. Yo deseé con todas mis fuerzas que buscara una silla en alguna otra habitación, pues sufría una erección muy difícil de disimular y temía que aquello generara un momento más que incómodo. Pero Rocío, tras dirigirme varias miradas de soslayo, me guiño un ojo y se sentó sobre mis rodillas.
Seguro que la notaba, joder. Era imposible que no lo hiciera. Además, ella parecía tensa y algo azorada. Finalmente se levantó unos centímetros y yo sólo pude rezar para que no compartiera aquello con nadie, pero volvió a sentarse, esta vez en una posición que me hizo sentir que mi pene estaba separado de su entrepierna sólo por aquel fino vestido. Entonces comprendí que ella solamente se había levantado para acomodarse y disfrutar un poco mejor de aquel juego inesperado. Y mientras llegaba a esa conclusión, se apretó contra mí con fuerza, y pude sentir cómo mi polla se abría paso a través del vestido, buscándola. Se apretó un poco más y se volvió, sonriéndome. María nos miraba con encanto.
- Qué bien se lleva con sobrina, es su ojito derecho.
Las otras asintieron.
- Es mi tío preferido - añadió Rocío, apretándose un poco más.
Apenas podía soportar la tentación de ignorar a aquellas viejas putas y meterle un sólo dedo en aquel pequeño coñito que seguro que estaba húmedo de deseo. Me pregunté si sería virgen. Sabía que era un poco suelta. María me había contado que una vez su madre entró sin llamar en su dormitorio y le habían pillado comiéndole la polla a un chaval de su clase. Le había caído una buena bronca y por lo visto el padre incluso le había propinado una bofetada. Me imaginé siendo yo el que la golpeaba, tirándola sobre la cama y desvirgándola entre gritos, sin piedad. Cuando me di cuenta estaba acariciándole un muslo, afortunadamente el que quedaba más cubierto por el brazo del sillón. Ella cogió uno de mis dedos e imitó los movimientos de una paja. Sin aguantar más, la separé de mí de malos modos y me levanté del asiento. María y su cuñada me miraron confusas.
- Yo también necesito ir al baño - Me disculpé - No sé qué coño le habéis echado al pavo este año.
Me precipité escaleras arriba y subí los escalones de dos en dos. Cuando llegué, Tomás estaba saliendo del retrete, más rojo y sudoroso que de costumbre.
- No te aconsejo que entres ahí a no ser que sea una emergencia. Te lo digo como médico - dijo entre risotadas. El cuello de su camisa estaba empapado, y también la espalda y los sobacos. Suspiré impaciente y me decidí por el dormitorio de mis suegros, que contaba con un aseo propio. Me encerré allí y me saqué el pene. Estaba tan duro que dolía. Lo acaricié unos segundos, apoyando la cabeza en los azulejos del cuarto de baño.
Tenía que calmarme. Lo de Rocío sólo podía estar en mi imaginación. ¿De qué coño iba a estar aquella chica, por muy putita que fuera, interesada en un tipo como yo? Me la guardé y me lavé las manos y la cara. Abrí la puerta del baño pensando en que María seguramente me echaría la bronca más tarde por criticar el pavo de su madre, que estaba igual de seco que todos los putos años, cuando elevé la vista y vi a Rocío. Pasó sin decir nada y cerró la puerta del baño tras de sí.
- ¿Qué era eso que notaba en mi culo? - preguntó con mirada sugerente.
Yo no sabía qué decir. Estaba mudo y retrocedí hasta dar con mi espalda en la pared. Ella avanzaba, mirándome sin pestañear.
- ¡Aquí está! Era esto - Dijo con una sonrisa, acariciando mi pene por encima de los pantalones.
A pesar de ser alta, era de menor estatura que yo, y tan cerca de mí y desde aquella posición, pude ver que, como yo pensaba, no llevaba sujetador. Tenía los pechos pequeños y los pezones muy duros. Saqué uno de ellos. Cabía entero en mi boca y yo lo mamaba con más ansias de las que jamás he sentido por nada. Metí una mano por debajo de su vestido y mi dedo índice fue testigo de lo húmeda que estaba. Me incliné lentamente y pasé la lengua por su sexo repetidas veces. Tenía un ligero sabor salado, delicioso.
- Déjame follarte - susurré entre sus piernas.
Ella me agarró de los hombros, invitándome a que me incorporara. Colocó una pierna sobre la bañera, y me dedicó una sugerente sonrisa. Me bajé los pantalones apresurado y mientras me acercaba más a Rocío le pregunté si era virgen. Se echó a reír y se quitó sus zapatos. Usaba laca de uñas de color granate.
- Fóllame, anda. - dijo sin más. Como quien propone un cine o una cena.
Se la metí con fuerza, sin piedad. No era virgen, pero tenía un coñito estrecho y suave que invitaba a correrse. Me agarré a su culo y comencé a embestirla con más fuerza, mientras que le lamía el cuello y las orejas.
Eres una putita - le decía - menuda guarrilla ha criado papá.
Más fuerte. Y no te corras dentro.
Aquella frialdad me cabreó. Yo no era ninguno de esos niñatos a los que les comía la polla a cambio de una vuelta en su moto. Me metí de nuevo uno de sus pechos en la boca y lo mordí con más fuerza de la necesaria. Ella soltó un gemido de dolor y se separó de mí, ofendida.
- Gilipollas - espetó mientras se colocaba el vestido, ocultándose el pecho dolorido.
Se giró buscando sus zapatos, y yo me acerqué a ella por detrás, agarrándole las caderas.
¡No! - gruñó malhumorada, tratando de zafarse de mí.
Mi niña putita - susurré.
¡Que no! - repitió ella.
Pero ya se la había metido y volvía a follármela con vehemencia. Ella forcejeó unos instantes y acabó por aceptar que no tenía fuerzas suficientes para librarse de mí. Comenzó a gemir.
Esto es lo que te pone, ¿no? - dije soltando una risotada.
Gilipollas.
La embestí con más fuerza y soltó un gemido tan alto que fue extraño que no sonara en el piso de abajo.
Voy a correrme dentro. En ese coñito estrecho.
No, por favor - suplicó. Pero seguía gimiendo y disfrutando, y no parecía querer alejarse de lo que venía.
Acabé con fuerza y ella se apretó contra mí, recibiéndolo. Me separé y le di una palmada en aquél culo tan bien puesto. Mi sumisa sobrinita, sólo era necesario bajarle los humos.
- ¿Te ha gustado? - pregunté.
Asintió con la cabeza, mordiéndose los labios y jugando con los botones de la camisa.
- La próxima en la boquita, ¿eh? - propuse - Que no le falte de nada a mi sobrina.
Bajamos las escaleras juntos. Nunca me había sentido tan jodidamente bien. María me miró confusa.
- El puto pavo, cielo. Nos tiene a todos revueltos - dije, encogiéndome de hombros.
Tomás me dio la razón. Me pregunté qué haría si supiera que me había estado follando a su hijita sólo segundos atrás. Quise decírselo. O que hubiera podido verlo. Su nena inclinada mientras el tito político, que nunca le había caído bien a nadie en esa familia, la llenaba con su leche. Y más que iba a llenarla. Seguro que me dejaría follármela por el culo si me lo curraba un poco. María nunca me había dejado. Joder, acababa de correrme y ya me sentía cachondo de nuevo.
Se hacía tarde y María propuso que nos fuéramos. Nos despedimos de todos, y Rocío me acarició la bragueta, aprovechando el barullo de la despedida. Creo que su hermano nos vio, pero a quién le importa.
Nos metimos en el coche, María en el asiento del conductor.
Bueno, ¿Te has sentido a gusto? Ya sé que odias estas cosas.
María...
¿Sí?
Ya no te quiero.
Continúa.