Volver atrás
Empezaba a sentir la necesidad de que una mujer se pusiera cariñosa conmigo, y el azar quiso entonces que una amiga simpática me llamara por teléfono con ganas de verme. Me gusta mucho cómo me escuchas, me dice siempre. Es que me encanta tu lengua, respondo yo.
Volver atrás
Esta historia breve ocurrió apenas dentro de un coche. Después de unos meses de soledad aplastante, esa maldita circunstancia que te desinfla y te reconstruye, empezaba a sentir la necesidad de que una mujer se pusiera cariñosa conmigo, y el azar, buen tipo en esta ocasión, quiso entonces que una amiga simpática me llamara por teléfono con ganas de verme. Yo supe enseguida que eso de verme era un decir. Me gusta mucho cómo me escuchas, me dice siempre. Es que me encanta tu lengua, respondo yo. Un equipo perfecto.
Por algún motivo que se negó a aclararme, ella no quiso venir a mi casa. Yo hubiera preferido fornicar en la cama, por prevención, para intentar quedarme dormido en cuanto me invadiera esa extraña melancolía que algunas veces surge después del coito, pero no estaba yo en disposición de discutir y arriesgarlo todo. Los coches son incómodos y las oportunidades para copular se suelen abordar con un entusiasmo imprudente, pero a mí me da igual. En el coche está bien.
Paramos el motor y apagamos las luces en un lugar muy oscuro y silencioso, como en medio de una frontera entre la ciudad y el monte, y, sin perder más tiempo, nos pasamos al asiento trasero, que está un poco más, digamos, habilitado para que el olor a coño no haga saltar la alarma. Lenguas, talones, sudor, embestidas, mordiscos, orgasmos y luego, de vuelta a los asientos delanteros. Yo no sé por qué esto es así, pero detrás se folla y delante se habla, con independencia de la marca del coche o del color del pelo de la chica, que, por cierto, no son más que variables de relleno.
Encendió un cigarro y comenzamos a hablar de algunas cosas triviales que no recuerdo. Enseguida alcanzó protagonismo su tema estrella, el pasado, lo maravilloso que antes era todo. Ella siempre habla mucho de los años de instituto, de los novios que tuvo, de lo popular que era, de lo buena estudiante que fue, de cómo, sin embargo, la vida la ha llevado por un camino que muy pocas veces la ha hecho sentirse feliz, de la nostalgia profunda que siente por aquellos años, del dolor de haberlo perdido todo y cosas así.
En algún momento de la conversación se me iba la cabeza a otra parte, como atraída por esa agradable sensación de andar prestando atención sin hacer mucho caso, de estar enterándote de lo que escuchas al mismo tiempo que lo discriminas por irrelevante y repetitivo. A menudo me descubría concentrado en las tetas tan hermosas que tiene, concretamente, dos, deliciosamente dispuestas una a cada lado de la otra. En mis despistes pasajeros, superado por aquellas dos bellezas tan firmes, tenía la impresión, cuando me daba por subir la vista, de que su boca se movía despacio y no emitía ningún sonido, y yo, aturdido, arrugaba los ojos y hacía una mueca extraña, como esforzándome por comprender mi vida, y al final optaba por sacudir levemente la cabeza, para reaccionar, justo cuando ella me preguntaba: "¿Me estás escuchando?". Claro que sí, corazón, continúa.
Fue tras una de estas veces de confusión momentánea cuando sus ojos se clavaron en mí y me interrogaron con la pasión más intensa que se puede encontrar dentro de un coche que lleva las alfombras mojadas por culpa de la lluvia. Me miró como si tuviera la certeza absoluta de que yo podía responderle, como si mi hipotética respuesta fuera la única posible, la correcta, y nadie más que yo la supiera. "¿Crees que se puede volver atrás?". Eso me preguntó.
Era una pregunta seria y creo que requería una respuesta seria, pero vi en sus ojos tanta tristeza, tanta resignación apoyada en la idea de que había perdido su oportunidad, que no supe qué decir. La mente de un pervertido, que, en cierto modo y en el contexto adecuado, es lo que soy aunque no bajo mi punto de vista-, decidió tomar el mando, así que, sin dudarlo más, y con la única intención práctica de responder que sí a su pregunta, corrí a sentarme de nuevo en el asiento trasero. Su sentido del humor, que no lo había perdido, hizo el resto.