Volver a sentirse mujer

19 de Octubre, Día contra el cáncer de mama. Este es mi pequeño tributo a todas esas mujeres que con valentía y fuerza, han pasado por una experiencia así y la han superado.

A penas y había dormido más de dos horas seguidas en toda la noche. Cuando parecía haber conciliado el sueño, mil y una dudas la volvían a despertar, inquietándola y obligándola a tener que levantarse. A la cocina a beber agua, a tomar una infusión de valeriana o simplemente, a recorrer su casa bajo la luz de la noche, pasillo arriba, pasillo abajo.

Ese día no tenía que madrugar, había solicitado en su trabajo uno de esos días que, por asuntos propios, le pertenecían. Aún así, los nervios le impidieron permanecer bajo las sábanas más allá de las ocho y media de la mañana.

Cubrió su cuerpo con una bata de seda que anudó a su delicada cintura y se dirigió a la cocina, tantas veces visitada en las últimas horas, para preparar el primer café de la mañana. Puso un filtro nuevo de papel en la cafetera, la llenó de agua y una a una fue vertiendo las cuatro cucharadas de café molido, contándolas y poniendo en cada movimiento la delicadeza de una geisha en el tan elaborado ritual del té.

Descalza y sin querer pensar en lo que el día le depararía, paseó una vez más por el pasillo hasta el cuarto de baño. Encendió las luces y frente al espejo cepilló su pelo recogiéndolo en un moño alto que trabó con uno de esos palillos chinos de nácar, regalo de su amiga Marta por su último cumpleaños. Abrió el grifo del agua caliente y se lavó la cara. Mientras la secaba se quedó mirando la imagen que de ella misma el espejo le devolvía.

Pese a todo lo sufrido, el tiempo había curtido su piel, manteniendo a sus treinta y ocho años un aspecto envidiable. Si acaso, unas pequeñas arrugas junto a las comisuras de sus labios, arrugas que ella siempre había achacado a los momentos de mayor felicidad vividos. "Son de reírme", decía siempre. Fue entonces cuando cayó en la cuenta del tiempo que hacía que no sonreía y por primera vez en muchos meses esbozó una ligera sonrisa sintiéndose cómplice de ella misma.

Como disponía de tiempo se permitió permanecer en la ducha casi una hora y durante esos minutos enjabonó su cuerpo lentamente, permitiendo que cada poro se abriera y embebiera el perfume de su gel. Al aclararlo sintió como si cada gota de agua que resbalara por su cuerpo se llevara con ella sus dudas, sus miedos y sus inquietudes, de manera que cuando llegó a su habitación para vestirse se creyó una mujer renovada.

Sobre la cama reposaban su ropa interior, cuidadosamente seleccionada, una falda beig y una blusa blanca. Cinturón de piel marrón trenzada y unas sandalias del mismo tono fueron, junto a un collar de ámbar, los complementos seleccionados.

Se sirvió una pequeña taza de café, cuyo aroma aspiró antes de acercarla a sus labios y entre tanto, se repetía a sí misma: has de tener calma, no va a pasar nada que tú no quieras que pase, ve tranquila e intenta disfrutar de todo cuanto hoy va a sucederte.

En una última y rápida visita al baño cepilló su pelo y embadurnó sus labios con una de esas mantecas de cacao con sabor a mandarina.

Pensó que coger el coche no sería buena idea, tardaría en buscar aparcamiento y el tráfico y los atascos de esas horas solo la ayudarían a perder la aparente calma con la que había salido de casa. Así que optó por tomar el metro como muchas veces lo había hecho desde que llegara a esa gran ciudad. Se bajó en la estación fijada y según subía las escaleras mecánicas sintió un ligero temblor en sus piernas, de nuevo la inquietud se había apoderado de ella. Respiró hondo y como método para no pensar en otra cosa, contó los pasos que daba.

Llegó a aquel hotel asustada como un pájaro que acabara de caerse de su nido. Se aproximó al mostrador de entrada y casi en susurros dijo su nombre y preguntó por su reserva. El recepcionista era un señor alto, no muy mayor, pero con el pelo bañado de algunas canas. La atendió amablemente y en apenas unos minutos, en los que tardó en rellenar la ficha de admisión, le entregó la llave de su habitación y le indicó a un botones que la acompañara hasta ella.

Ambos subieron en el ascensor hasta el octavo piso y el joven la acompañó hasta la puerta donde esperó sonriente su propina. Ella no pudo por menos que sonreír ante el gesto del chaval y abriendo su bolso extrajo de su cartera un billete que dobló discretamente y entregó al chico que le devolvió agradecido una sonrisa.

Al entrar se despojó de su gabardina, de su pañuelo de cuello y de sus gafas oscuras. La habitación era más grande de lo que parecía en aquellas fotos del hotel que había visto en internet. Sí, su miedo la había llevado a hacer la reserva de la manera más discreta posible.

No quiso ni encender la luz, solo se limitó a descorrer las tupidas cortinas que sobre tibios visillos escondían un gran ventanal. La luz del sol que se asomaba entre las nubes alumbró la estancia y sentada sobre un sillón esperó a aquel desconocido que había contratado.

Una extraña y a la vez excitante sensación recorrió su cuerpo al oír dos toques sobre la puerta, era la señal acordada. Abrió y tras ella apareció un joven correctamente arreglado, afeitado y discretamente perfumado. Al igual que el hotel, lo halló en una de esas páginas de servicios que se anuncian en la red. Lo seleccionó entre los diez candidatos que aparecían en ella. Cada uno de ellos con una especie de ficha personal donde podía leerse su peso, su altura, sus medidas, el color de sus ojos, de su pelo, los idiomas que hablaba y sus aficiones, todo ello junto a una foto que encajaba perfectamente con el hombre aparecido.

Dos besos en las mejillas fueron su saludo. Le invitó a entrar y él mismo preparó dos vasos con hielo que llenó con una de esas botellitas de licor que encontró en la nevera del mini bar.

Encendió el hilo musical y se acercó a ella ofreciéndole su bebida e invitándola a bailar intentando con ello tranquilizarla y lograr que dejara de temblar. Él sabía que iba a ser como su primera vez y no quería asustarla u obligarla a tener que consumar el servicio contratado.

Empezó besando su cuello, retirando su pelo con delicadeza y acariciando su espalda. Con sus cálidos labios besó su frente y sus párpados hasta aproximarse a su boca que recorrió lentamente con la punta de su lengua. Ella buscó y provocó de la manera más inocente ese primer beso que juntó sus bocas, sus labios y sus lenguas.

Tan apasionado fue ese beso que ni siquiera se dio cuenta de que él ya casi la había despojado de su falda y había desabrochado los primeros botones de su blusa. El contacto de una de sus manos sobre sus senos hizo que ella reaccionara separándose de él y dirigiéndose a la ventana.

En ese momento le invadió la duda de si sería correcta o no la decisión que había tomado. Hacía dos años que su cuerpo no había sido acariciado ni visto por ningún hombre, desde que aquella horrible mañana de un día de invierno le diagnosticaran un cáncer de mama que la llevó a tener que someterse a una atroz cirugía. Veinticuatro meses desde que dejara de sentirse mujer y a penas unos pocos desde que su mutilado pecho fuera reconstruido.

En los minutos transcurridos entre un pensamiento y otro, él se había desnudado y se situó a su espalda, colocando una de sus piernas entre los muslos de ella en los que sintió como si un ejército de hormigas los recorrieran. Lo único bueno que había tenido su enfermedad era permitirle tener ahora unos pechos redondeados y firmes, como cuando tenía veinte años. Pechos a los que él se aferró cuando ella misma terminó de desabrochar su blusa y dejarlos completamente desnudos.

Los besó, los sopesó, los acarició tiernamente y les regaló toda clase de mimos y de atenciones sin olvidar ni un solo centímetro de su cuerpo que atendió con sus manos, su vientre y sus juguetonas piernas que por todos los medios intentaban separar los temblorosos muslos tan femeninos que ella poseía.

Cerrando los ojos intentó olvidarse de lo que había sido su vida en esos últimos años y vencida se entregó al placer que aquel hombre le propinaba de todas las desconocidas, hasta ahora, maneras que jamás hubiera imaginado.

Con su lengua recorrió cada pliegue de su cintura y de sus caderas. Cada milímetro de piel que unía su boca a su cuello, su cuello a sus hombros, sus hombros a sus senos, sus senos a su cintura, su cintura a su vientre, su vientre a su pubis, su pubis a su ya humedecido sexo y su sexo a sus extremidades.

Besó las comisuras de sus labios, sus axilas, sus muñecas y su ombligo hasta perderse entre sus piernas que, por mucho que ella intentara mantener cerradas, el deseo y el placer la llevaban a abrir, sometida al agradecimiento que su cuerpo experimentaba en aquellos momentos.

Hundió su lengua en su sexo, descubriendo de manera prodigiosa la concha que escondía la tan magnífica perla de su placer. No hubo de guiarle, no había duda de que aquel hombre era un experto conocedor de cada uno de los recovecos que encierra el sexo femenino. Y olvidándose de sus cicatrices se dejó hacer, se dejó lamer, succionar y embeber cuantos flujos emanaban de su ardiente y humedecido sexo que al unísono de su boca empezó a gemir y a gritar de placer.

De su garganta brotaron aullidos, de sus poros efluvios, de su vientre convulsiones y de sus ojos lágrimas… lágrimas de gusto, de agradecimiento y de dicha al volver a sentirse mujer.

F I N

(c) C.P.Peñalva